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En torno al año 415 el autor funda la Abadía de San Víctor de Marsella, con dos monasterios, uno masculino y otro femenino. Para ellos escribe las Instituciones (publicadas también en esta colección), en las que expone las obligaciones del monje y los vicios contra los que ha de estar prevenido, y sus Collationes o Conferencias. En ellas, en forma de diálogos con monjes famosos de la antigüedad —como complemento al libro anterior—, trata diversos aspectos de la vida monacal, alaba la vida eremítica y aconseja la ascética como camino para alejarse del pecado.
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Veröffentlichungsjahr: 2019
JUAN CASIANO
COLACIONES
(vol. I)
Tercera edición
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 2019 byEdiciones Rialp, S. A.,
Colombia, 63, 8º A — 28016 Madrid
(www.rialp.com)
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Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-4907-8
ISBN (versión digital): 978-84-321-4908-5
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
PRESENTACIÓN
PREFACIO DEL PRESBÍTERO JUAN CASIANO A LAS DIEZ CONFERENCIAS DE LOS PADRES QUE MORAN EN EL YERMO DE ESCETE
I. PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD MOISÉS. DEL OBJETIVO Y FIN DEL MONJE
II. SEGUNDA CONFERENCIA DEL ABAD MOISÉS. DE LA DISCRECIÓN
III. CONFERENCIA DEL ABAD PAFNUCIO. DE LAS TRES RENUNCIAS
IV. CONFERENCIA DEL ABAD DANIEL. DE LA CONCUPISCENCIA DE LA CARNE Y DEL ESPÍRITU
V. CONFERENCIA DEL ABAD SERAPIÓN. DE LOS OCHO VICIOS CAPITALES
VI. CONFERENCIA DEL ABAD TEODORO. DE LA MUERTE DE LOS SANTOS
VII. PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD SERENO. DE LA MOVILIDAD DEL ALMA Y DE LOS ESPÍRITUS DEL MAL
VIII. SEGUNDA CONFERENCIA DEL ABAD SERENO.DE LOS PRINCIPADOS
IX. PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD ISAAC. DE LA ORACIÓN (I)
X. SEGUNDA CONFERENCIA DEL ABAD ISAAC. DE LA ORACIÓN (II)
AUTOR
PRESENTACIÓN
LASCOLACIONESCONSTITUYEN LA OBRA principal del abad de Marsella y la más original, tanto por su estructura como por su contenido. Por eso alcanzaron un éxito de proyección universal. Si en la primera obra, las Instituciones, Casiano había tenido ya predecesores —como san Basilio, san Jerónimo, etc.[1]—, no así en esta segunda, que no tiene modelo en la literatura cristiana precedente. Además, en ella se adivinan todas las facetas —de las plurales que hay en el monje provenzal— de su carácter y recia fisonomía moral. El amante de los clásicos, el virtuoso de la prosa oratoria, es en ella grandilocuente y a la vez sencillo. La palabra de los solitarios, que aquí toma cauce en su pluma, cautiva al lector al sentirse tan cerca de aquellos hombres de vida venerable.
Casiano la intitula Seniorum Conlationes, «Colaciones o conferencias de los ancianos»[2], y en otro lugar, Conlationes spirituales, «Colaciones espirituales»[3]. Son —según afirma él mismo— como el complemento indispensable y el coronamiento de las Instituciones[4]. En el prefacio precisa: «Del aspecto exterior y visible de la vida de los monjes, de que nos ocupamos en nuestros primeros escritos (es decir, en las Instituciones), pasemos a tratar ahora de las disposiciones del hombre interior, que, por ser invisibles, se ocultan a la mirada»[5].
Como se ve, el objeto del autor es darnos en esta obra una visión panorámica, lo más completa posible, de la vida interior del monje. Estas conversaciones habidas por él con los solitarios de Egipto se ordenan a establecer toda la doctrina monástica por la que se ha de regir la vida de los monjes de Occidente.
INTÉRPRETE DE LOS PADRES DEL YERMO
La obra casianense es como un legado de la doctrina de los Padres. Este es uno de los valores más sustantivos de sus conferencias. Casiano nos dice cómo se siente, cómo se vive en el desierto. Desde luego, no hay que apurar tanto el valor de este aspecto que descartemos en absoluto de sus conferencias las ideas propias que ha ido barajando con las de los monjes. Casiano introduce, a no dudarlo, conceptos de su propia cosecha; pero aun estos aparecen sugeridos y, por lo mismo, subordinados a los que van exponiendo los ancianos.
Por otra parte, lo que da más calor y viveza a su obra es precisamente este diálogo que entabla con los monjes. Sus conferencias son el fruto de su contacto personal con ellos. Cierto que el papel de discípulo que interroga va a cargo de Germán, su amigo entrañable y compañero de peregrinación, pero también alguna que otra vez lo desempeña el mismo Casiano[6]. Las respuestas de los quince maestros que responden están condensadas en las veinticuatro conferencias. El lector ve desfilar ante sus ojos las figuras de Moisés, Serapión, Abraham, José, Nesteros… Casi siempre nos describe los rasgos personales de estos héroes al principio o al final de su exposición, trazándonos con una pincelada maestra las preferencias de cada uno de ellos, su idiosincrasia, sus virtudes más características. Así, por ejemplo, de Pafnucio nos dice: «Entre aquella pléyade de santos vimos brillar al abad Pafnucio con el resplandor de una ciencia singular, semejante a la claridad de una luz deslumbradora»[7]. Al abad Daniel le llama «paladín de la filosofía cristiana»[8]. Del abad Sereno escribe bellamente: «Su vida era un fiel trasunto de la serenidad que expresaba su nombre»[9]. Del centenario Cheremón afirma que «se traslucía en él toda la candidez de la infancia»[10]. Y así, de cada uno de ellos nos va dando una idea, sucinta, sí, pero global, que pone al lector en conocimiento de aquellos ancianos venerables. Nos hacemos a la idea —a medida que vamos leyendo la obra de Casiano— de que estamos oyendo de los mismos labios de estos varones espirituales la doctrina monástica que han vivido de antemano en el desierto.
Si a ello se unen las descripciones topográficas que prodiga el autor —como cuando nos pinta la vastedad del desierto egipcio, el ambiente de paz de Escete, la soledad inhóspita de la Tebaida, que es, al mismo tiempo, cuna y tumba de aquellos solitarios—, tenemos la grata impresión de revivir las circunstancias y situaciones de aquel mundo monástico en que se hallaron un día los dos monjes peregrinos. Y es que Casiano tiene el don de hacerse interesante, de insinuarse en el alma de los lectores e inocularles, merced a sus dotes de escritor, las ideas madres que bebe directamente de sus interlocutores. En este sentido puede llamársele con justo título intérprete de los Padres del yermo.
ESQUEMA IDEOLÓGICO
Las Colaciones constan de tres partes, al frente de las cuales figura su respectivo prefacio, original de Casiano. Los tres grupos de conferencias están estrechamente coordinados.
Como se componen de veinticuatro, en la última el autor subraya el carácter simbólico de este número, que evoca a los veinticuatro ancianos del Apocalipsis. Es que redacta la obra como en homenaje ofrecido al Cordero Salvador[11]. Casiano vuelve reiteradamente sobre los mismos temas y toca a menudo los puntos de vista de los sucesivos Padres. Y ahí estriba tal vez el defecto que podría achacársele: que repite una y otra vez las mismas ideas, insistiendo hasta la saciedad en ciertos puntos de doctrina, como si temiera no haberlos esclarecido suficientemente. No obstante, a pesar del aparente desorden a que dan lugar tales repeticiones, las tres partes —que comprenden respectivamente, diez, siete y siete colaciones— forman un todo cuyo esquema ideológico es:
Primera parte: Consta de diez conferencias (i-x), escritas, como las Instituciones, a instancias del obispo Cástor. No obstante, como este, en el ínterin, había fallecido, van dedicadas al obispo Leoncio, hermano de Cástor, y al solitario Heladio. Estas conferencias corresponden al largo periodo que pasó el autor en el desierto de Escete[12].
A. Fin del monje y medios de alcanzarlo (Col.I-III):
1) objeto de la vida monástica: la perfección cristiana (Col.I);
2) actitud fundamental del alma: la discreción (Col.I-II);
3) premisa indispensable: la gracia de la vocación (Col.III);
4) correspondencia a la gracia: la renuncia (Col. III).
B. Obstáculos que empecen a la consecución del fin (Col.IV-VI):
1) la concupiscencia humana (Col.IV);
2) los vicios de la carne (Col.V);
3) el pecado, obstáculo de toda vida de espíritu (Col.VI).
C. El combate espiritual que libra el alma (Col. VII-X).
1) papel que incumbe a la voluntad (Col.VII);
2) táctica seguida por los demonios (Col.VII);
3) tratado de los espíritus o demonología (Col. VIII);
4) la oración en sus distintas formas y la vida contemplativa (Col.IX-X).
Segunda parte: Comprende siete conferencias (XI-XVII), dirigidas a los hermanos Honorato y Euquerio. Esta segunda serie de conferencias corresponde a los principios de la permanencia de Casiano en Egipto y se sitúan en Panéfesis[13].
A. Complemento y aclaración de lo dicho sobre la perfección (Col.XI-XIV):
1) la virtud de la caridad (Col. XI);
2) la «apatheia» o la castidad (Col.XII):
3) la verdadera ciencia espiritual (Col.XIV).
B. La perfección consumada y sus indicios (Col.XV-XVII):
1) sobre los carismas y milagros (Col.XV);
2) la amistad entre las almas perfectas (Col. XVI);
3) lo esencial y lo accesorio en la vida espiritual (Col.XVII).
Tercera parte: Consta también de otras siete conferencias (XVIII-XXIV), destinadas a los cuatro abades de la isla de Hyeres, Joviniano, Minervio, Leoncio y Teodoro. Las tres primeras datan de su permanencia en Diolcos; las otras cuatro, que se sitúan generalmente en Panéfesis, pertenecen, en realidad, al tiempo transcurrido en el yermo de Escete.
A. Sobre los monjes y diversas modalidades de la vida monástica (Col.XVIII-XIX):
1) de los tres géneros de monjes (Col.XVIII);
2) las dos vidas: cenobítica y anacorética (Col. XIX).
B. Adiciones y suplementos sobre la vida espiritual (Col.XX-XXIV):
1) la vida purgativa o de purificación (Col.XX):
2) la libertad y el ideal de la perfección evangélica (Col.XXI);
3) conflicto entre la carne y el espíritu (Col.XXII);
4) la impecabilidad, patrimonio de ultratumba (Col.XXIII);
5) prerrogativas y exigencias de la vida eremítica (Col.XXIV).
LA DOCTRINA: DOBLE FIN EN LA ASCENSIÓN ESPIRITUAL
Casiano concibe dos fines en la búsqueda y posesión de Dios: el inmediato o σκοπóς y el mediato o τελος. El inmediato es lo que él llama «la pureza de corazón». Implica la purificación total del espíritu y el desprendimiento completo de todas las cosas. Este fin inmediato tiene su valor sólo en razón del τελος, fin último o «reino de Dios», que es la vida eterna poseída en el cielo[14].
A estos dos fines —próximo y supremo— corresponden dos aspectos o grados de vida espiritual: la πράξις, πρακτικήscientia o vita actualis, que es sinónimo de «vida ascética», y la θεωρία, θεωρετιχη, scientia o vita theoretica, que es lo mismo que «vida contemplativa».
Para alcanzar el fin próximo o «pureza de corazón», que es caridad[15], santidad[16], el monje renuncia a todo y abraza una vida de total consagración a Dios. El conjunto de estas renuncias y prácticas religiosas constituyen la vita actualis o practica, o sea, el ascetismo monástico[17]. El conocimiento de los vicios y el modo de curarlos, y el de las virtudes y manera de adquirirlas, son los dos jalones de esta scientia preliminar de ascesis.
Esta ciencia le lleva como de la mano a la vita theoretica o contemplación, que le pone en posesión del fin último de su vida: el reino de Dios[18]. Por la ascesis, pues, camina el monje hacia la unión con Cristo; por la «ciencia práctica», a la «ciencia teorética»; por el ascetismo, a la contemplación, que es, para Casiano, la realización incipiente del quehacer eterno del cielo.
Ahora bien, para vivir la vita actualis y la vita contemplativa es de capital importancia la «discreción»[19]. Esta virtud distingue lo que favorece el bien, lo que fomenta el mal, lo que viene del hombre y lo que procede del demonio[20]. Además, para obrar el bien precisa de continuo la gracia de Dios. Es este un aspecto en que Casiano insiste enérgicamente. Pero, por desgracia, yerra en un punto notable. Al contrario de san Agustín, cree Casiano que para salvaguardar la libertad de la voluntad se debe admitir en el libre albedrío un mínimum de iniciativa personal del todo independiente. Este desliz fue parte para que se le considerara como fautor del semipelagianismo. No obstante, en hecho de verdad, Casiano no es quien inventó esta teoría. Los orígenes de tal doctrina se remontan más allá en la historia de la teología y de la ascesis. Orígenes y san Juan Crisóstomo, entre otros, trazaron ya inconscientemente los primeros esbozos doctrinales de la misma[21].
LA CONTEMPLACIÓN
La ascesis no es el fin de la vida espiritual; nos suministra solamente los medios para llegar a la contemplación.
De ella, en cuanto constituye la esencia de la vida eremítica, trata Casiano en la Colación IX: la oración pura, las formas de la plegaria, el sentido del Pater Noster, la oración ígnea, constituyen para él el más alto grado de oración. La compunción y el don de lágrimas son las señales por las cuales sabemos que hemos sido oídos. Por otra parte, la Colación X está dedicada al tema de la contemplación perpetua. Casiano se revela aquí, como en otros puntos, seguidor de la espiritualidad alejandrina. El medio más eficaz para fomentar ese clima espiritual de contemplación nos lo ofrece Casiano en la Conferencia XIV, que versa sobre la ciencia del espíritu desde el punto de vista de la gnosis. En el fondo, se trata de un más profundo conocimiento «pneumático» de las Sagradas Escrituras, con aplicaciones a la vida moral. Condición de esta espiritual comprensión —cuyas formas principales son la tipología y alegoría— es también la vita actualis.
LA «APATHEIA», PRESUPUESTO DE LA ORACIÓN PURA
Para llegar el monje a esa plegaria «ígnea» —que constituye el más alto grado de oración—, ha de estar dotado de la impasibilidad, o sea, de la «apatheia». Para él es lo mismo que «pureza y tranquilidad del alma»[22]. Constituye el ideal del asceta oriental, y Casiano lo propone como objetivo y fin de todo el ascetismo monástico y cristiano[23]. Se caracteriza por la ausencia de pasiones y turbación de la sensibilidad. Deja al monje en una serenidad y paz sin eclipse. Además, afecta también al cuerpo, y es como una inmunización de la carne que logra el alma frente a los efectos de las leyes fisiológicas[24]. Esta perfecta integridad de cuerpo y alma es como una especie de imitación del estado angélico[25] que precede a la «oración pura».
Así llama Casiano la oración gratuita, don de Dios, superior a todo esfuerzo humano. La denomina transitoria[26] y ocasional[27], por lo mismo que es breve y fugitiva. Constituye, en realidad, el ápice de la perfección, pues en ella se conjugan la elevación más sublime de la plegaria con el fuego encendido de la caridad[28]. La oración pura es propia del alma pura.
Tal es, en bosquejo, la doctrina espiritual contenida en la obra de Casiano.
INFLUENCIA PÓSTUMA
De lo dicho hasta aquí se desprende que las Conferencias casianenses no son propiamente una relación de sus viajes. Han sido redactadas mucho tiempo después, y arguyen otras influencias además de las de los Padres del desierto. No obstante, los pormenores e incidencias que contienen son bastante exactos para permitirnos reconstruir las vicisitudes de la estancia de Casiano en Egipto. Y ello desde el desembarque hasta que abandona el país del Nilo, al cabo de veinte años, expulsado por el arzobispo Teófilo de Alejandría.
En esta obra, el lector sigue, año tras año, los avatares de la vida que lleva un monje peregrino, a través de celdas y monasterios, pero de un monje que es un escritor excepcional.
Las Colaciones son la prolongación, en un plano hondamente espiritual y místico, de su obra anterior. Y en cuanto reflejan una parte de las reacciones de su vida íntima, son como la autobiografía de su alma. Alma enamorada de Cristo y de la vida monástica que se centra en Cristo. Porque la doctrina que entrañan sus conferencias ha de verse bajo esa luz de ambivalencias, de interrogantes personales, de ansias de sublimación que le acucian a lo largo de sus correrías.
En Casiano se encuentran descritas todas las fases de la vida mística que describen nuestros más modernos tratados de espiritualidad. Sólo que no se hallan sintetizadas ni expuestas en un orden sistemático.
Distinguiendo bien los medios de adquirir la perfección de la perfección misma, no la hace consistir Casiano ni en las austeridades ni en las obras de misericordia, ni siquiera en los carismas o dones preternaturales, sino en la caridad que nos une a Dios[29].
Podría afirmarse que la espiritualidad del monje de Marsella, como la de todos los autores antiguos, es, sobre todo, una espiritualidad de combate: es un ejercicio, un ascetismo. Casiano quiere, no obstante, que la mortificación exterior sea siempre moderada: «Valdría más tomar todos los días —dice— una comida razonable que ayunar largamente y con exceso»[30].
En Casiano apunta ya la idea de las tres vías, purgativa, iluminativa y unitiva. Baste citar, entre otros, el pasaje siguiente: «Cheremón nos dijo: hay tres cosas que alejan a los hombres del vicio: el temor del infierno y de la ley, la esperanza y el deseo del cielo, el atractivo del bien y el amor de la virtud»[31]. Y más claramente distingue en el trabajo un doble aspecto: uno, negativo, que es la renuncia por la cual nos alejamos del mal, y otro, positivo, que es la oración y la contemplación, por la cual practicamos el bien y nos unimos a Dios.
Tomadas, pues, en su conjunto, las Colaciones constituyen un directorio completo y de los más autorizados de la vida monástica o simplemente ascética.
Por lo demás, con su obra Casiano da a la vida monástica una nueva vigencia. El monacato occidental le parecía desquiciado, lánguido. Por eso concibió el plan de reformarlo. Para ello introduce las observancias del cenobitismo egipcio, mitigadas por las de Palestina y Mesopotamia[32], e integra en la vida del cenobio —por una transposición que representa el gran hallazgo de Casiano— lo esencial de la anacoresis[33].
Digamos, en fin, que sus experiencias, las fuentes en que bebe el oro puro de su doctrina, la índole y trascendencia de los temas y aun la forma documentada y sagaz en que los pone de relieve, le colocan en la línea de los grandes autores espirituales. Por eso, al mentar a Casiano —dice un esclarecido investigador de su doctrina— hemos nombrado al gran maestro de la espiritualidad monástica en Occidente, al más leído de los antiguos escritores ascéticos y a uno de los tres o cuatro Padres latinos que han marcado con un cuño original la vida de la Iglesia[34].
Quiera el Señor bendecir esta nueva versión de sus obras, para que se difunda en círculos cada vez más amplios el conocimiento de la antigua espiritualidad, y las almas ansiosas de perfección encuentren en ellas pábulo de verdadera y sólida piedad.
DON LEÓN M.ª
y don PRÓSPERO M.ª SANSEGUNDO
Monjes benedictinos
Monasterio de Santa María de la Asunción,
15 de agosto de 1957.
Medellín – Colombia
[1]Inst. pref. 1.
[2]Inst. II, 1; II, 9, 1; II, 18, y V, 4, 3.
[3]De Incarnt. pref., 1.
[4]Inst. pref. 5; Col. XVIII, pref. 3.
[5]Col. pref.
[6]Col.XIV, 2, y XVII, 3.
[7]Col.III, 1.
[8]Col.IV, 1.
[9]Col. VII, 1.
[10]Col.XI, 4 ss.
[11]Col.XXIV, 1.
[12]Col.XI, pref. 2.
[13]Col.XI, pref. 2.
[14]Col.I, 1, 4 y 5.
[15]Col. I, 7 y 8.
[16]Col. I, 5.
[17]Col. I, 7. Cfr. Col.XIX, 8, e Inst. IV, 34-35.
[18]Col.I, 8 y 15.
[19]Col.II.
[20]Col.II.
[21]M. CAPPUYNS, Cassien (Jean), en Dictionnaire d’Histoire et de Géographie Ecclésiastiques, t. 11, col. 1349.
[22]CASIANOpone gran cuidado en evitar el término apatheia - απάθεια por el uso que hacían de él los pelagianos. Lo traduce por «inmutable tranquilidad del alma». Véase M. OLPHE-GALLIARD,Cassien (Jean), en Dictionnaire de Spiritualité, t. 2, col. 247-249; G. BARDY, Apatheia, ibíd., t. 1, col. 727-746.
[23]Col.I, 5-8; II, 6 y 7; IX, 2; XVII, 28, y XXI, 12, 14.
[24]Col. XII, 11. Cfr. Inst. IV, 6.
[25]Col.XII, 6, y XXII, 3.
[26]Col. IX, 15.
[27]Col.IX, 26.
[28]Col.IX, 18.
[29]Col.XXIV, 6.
[30]Inst. XI, 6.
[31]Col.XI, 6.
[32] Inst. pref. 6.
[33]Cfr. San Benito, su Vida y su Regla, BAC. Introd. pág. 34 ss. Col. XVIII, pref.
[34] M. CAPUYNS, o. c., col. 1347.
PREFACIO DEL PRESBÍTERO JUAN CASIANO A LAS DIEZ CONFERENCIAS DE LOS PADRES QUE MORAN EN EL YERMO DE ESCETE
AL OBISPO LEONCIO Y A HELADIO
El prefacio a mis volúmenes precedentes contenía una promesa que hice al venerable obispo Cástor[1], de quien, por lo mismo, me hice deudor. Los doce libros que con la ayuda de Dios he consagrado a las instituciones de los cenobitas y a los remedios de los ocho vicios capitales, han satisfecho más o menos esa deuda, según la medida que yo podía pretender, dados mis cortos alcances. Resta ahora saber el concepto que os han merecido, y si en materia tan profunda como sublime —sobre la cual nadie aún, que yo sepa, había escrito— he dicho algo digno que mereciera vuestra aprobación y colmara los deseos de los monjes.
El mismo pontífice Cástor, inflamado en ansias de santidad, me había rogado también que pusiera por escrita estas diez conferencias de los más esclarecidos Padres del yermo. Quiero decir de los anacoretas que vivían en el desierto de Escete. El amor que me profesaba no le dejó ver con claridad el peso ingente que ponía sobre mis hombros, demasiado débiles de suyo. Ahora, cuando nos ha dejado ya para reunirse con Cristo, he proyectado dedicarlas a vosotros, bienaventurado obispo Leoncio y venerable hermano Heladio. Me ha inducido a ello el ver que uno de vosotros está unido a él por el amor fraterno, la dignidad del sacerdocio y, lo que, es más, por la afinidad de unos mismos deseos e ideales. Se hace, pues, acreedor, por derecho de herencia, al bien debido a su hermano. En cuanto al otro, no ha ambicionado otra cosa que imitar de cerca la vida sublime de los anacoretas, sin dejarse guiar en eso —como han hecho algunos— por su antojo o inspiración personal. Movido interiormente por el Espíritu Santo, ha penetrado por los cauces de la doctrina auténtica, ejercitándose en ella casi antes de haberla aprendido. Es que ha preferido forjarse en el yunque de las enseñanzas de los solitarios antes que fiarse de su propio criterio.
Por mi parte, establecido al presente en el puerto del silencio, veo abrirse ante mis ojos un océano sin fin. Voy a escribir para la posteridad algo sobre la vida y doctrina de varones eminentes. Siendo más ardua la navegación, corro tanto mayor peligro cuanto mayores son las ventajas de la vida solitaria sobre la cenobítica, o los de la contemplación de Dios —en que casi siempre se emplean aquellos varones— sobre la vida activa que se vive en los monasterios.
Vuestro deber es secundar mis esfuerzos con vuestras fervientes plegarias. Así no quedará menoscabado por la impericia de mi lenguaje un tema tan santo y subido. Mi expresión, aunque deficiente, debe ser por lo menos fiel. Vuestra oración, además, hará también que la rusticidad mía no sea en perjuicio de la hondura e importancia del asunto.
Del aspecto exterior y visible de la vida de los monjes, sobre que versaron mis primeros escritos[2], pasamos ahora a tratar de las disposiciones del hombre interior, que son invisibles a la mirada. Que nuestro discurso se eleve de la descripción de las horas canónicas[3] a esta plegaria ininterrumpida que nos aconseja el Apóstol[4]. Si alguien ha merecido, merced a la lectura de la obra anterior, el nombre de Jacob según el espíritu, aniquilando los vicios de la carne, que al abrazar ahora no tanto mis enseñanzas como las de los Padres del yermo, pueda llegar, por la contemplación de la pureza divina, al título glorioso y, si puedo expresarme así, a la dignidad de Israel[5]. Que en lo sucesivo se instruya en los deberes que incumben a este tal, al hallarse ante las cimas de la perfección.
Rogad por mí al Señor. A aquel que me ha juzgado digno de conocer a estos grandes varones y me ha hecho la gracia de haberles tenido por maestros y compartir su vida. Pedidle por mí una memoria feliz para recordar lo que vi entre ellos, y un estilo fácil para poder expresarlo dignamente. Quisiera confiaros su doctrina con la misma exactitud y calor espiritual con que salía de sus labios. Quisiera representaros al vivo sus ideas, situadas en el marco de sus mismos coloquios. En fin, y esto es lo que más importa, quisiera exponerlo con claridad en la inteligible lengua latina.
Ante todo, que el lector que va a leer mis Colaciones, como leyó mi obra precedente, no olvide esta advertencia: si algunas cosas le parecen imposibles o difíciles de observar, por el estado y costumbre que ha abrazado, o también con relación al estilo de la vida cotidiana, que sepa cotejarlas no con su debilidad, sino con el mérito y perfección de mis interlocutores. Que piense en el deseo que a estos les anima, el ideal que persiguen, y cómo, muertos en verdad a la vida de este mundo, están libres de toda dependencia de sus padres y de toda ocupación secular. Que considere el lugar donde viven. Establecidos en una soledad inaccesible, segregados enteramente del consorcio de los hombres, están dotados de grandes luces sobrenaturales. Se les ha dado ver y decir cosas que aquellos que no tienen ciencia ni experiencia de ello considerarán tal vez como inverosímiles, comparándolas con los principios de vida por que se rige habitualmente su existencia mediocre.
No obstante, si alguien quiere formarse una idea exacta de este modo de vivir y desea comprobar prácticamente hasta qué punto es ello posible, que abrace sin tardanza la vida de los solitarios, imitando su fervor y su santa conducta; y verá que aquello que a primera vista parecía exceder las fuerzas humanas, lejos de ser inasequible, es de una suavidad extrema que garantiza su realización.
Pero ya es hora de abordar sus Colaciones y exponer su doctrina.
[1]Este era hermano de Leoncio, a quien dedica más abajo estas conferencias. Era obispo, según se colige del título honorífico de papa, que antiguamente se daba también a los obispos, no a los clérigos inferiores. Cástor figura entre los obispos de la iglesia de Apto († a. 426). Heladio, a quien nombra después Casiano, no ostentaba la dignidad episcopal en esta época, ni la ostentó seguramente después.
[2]Se refiere a las Instituciones cenobíticas. Véase vol. 15 de esta obra en la presente Colección NEBLI.
[3]Es decir, de las horas regulares o prescritas por la Regla. De ellas habló CASIANO ampliamente en los libros ii y iii de las Instituciones.
[4]I Thess v, 17.
[5]Pasaje un tanto oscuro, pero de fácil aclaración. Alude CASIANO a la historia del patriarca Jacob, que tuvo dos nombres. Primero fue llamado Jacob, o sea, el que suplanta a otro; por eso dice Esaú: «Justamente le fue impuesto el nombre de Jacob, porque me suplantó otra vez» (GenXXVII, 35). Mas después que luchó contra el ángel, recibió de él la bendición y fue llamado Israel (GenXXXII, 28), o sea, varón que ve a Dios. De igual manera, el monje que es verdaderamente piadoso, que por la lectura de los libros precedentes ha aprendido a suplantar y superar los vicios carnales, y, por tanto, ha merecido el nombre de Jacob espiritual, esto es, el nombre de «suplantador»; después, por la lectura de las Colaciones, será elevado a una contemplación más sublime para ser digno de llamarse Israel, es decir, «el que ve a Dios».
I.
PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD MOISÉS. DEL OBJETIVO Y FIN DEL MONJE
Capítulos: I. Del yermo de Escete y de la santa vida del abad Moisés. —II. Pregunta del abad Moisés sobre el objetivo y fin del monje. —III. Nuestra respuesta. —IV. Nueva pregunta del abad Moisés sobre el mismo tema. —V. Analogía del arquero que apunta al blanco. —VI. De los que renunciando al mundo van a la perfección faltos de caridad. —VII. Qué es necesario buscar la tranquilidad del alma. —VIII. Que nuestro principal esfuerzo debe orientarse hacia la contemplación de las cosas divinas. Del ejemplo de Marta y María. —IX. Se pregunta por qué los actos de virtud no permanecen con los hombres que los han realizado. —X. Respuesta del abad Moisés: que no cesará la recompensa de la virtud, sino el acto primordial de ella. —XI. Perpetuidad de la caridad. —XII. Pregunta de Germán sobre la perseverancia en la contemplación. —XIII. Respuesta sobre el modo de enderezar la intención a Dios; y del reino de Dios y del diablo. —XIV. De la inmortalidad del alma. —XV. De la contemplación de Dios. —XVI. Pregunta sobre la movilidad de nuestros pensamientos. —XVII. Respuesta: Qué puede o no puede el alma tocante a sus pensamientos. —XVIII. Comparación del alma con una muela de molino movida por el agua. —XIX. Los tres principios de nuestros pensamientos. —XX. Sobre el modo de discernir los pensamientos comparándolo con el arte del hábil cambista. —XXI. Ilusión del abad Juan. —XXII. De cuatro maneras de discernimiento. —XXIII. Que la doctrina del maestro responde al mérito de su discípulo.
EN EL YERMO DE ESCETE
I. El desierto de Escete[1] fue la morada de los más esclarecidos Padres de la vida monástica y el hogar de la más encumbrada perfección. Pero entre tantas flores de consumada santidad que allí moraban, el abad Moisés se distinguía por el perfume más suave aún de su vida activa y de su contemplación[2].
Con ánimo de instruirme y fundar mi vida en su enseñanza, fui a su encuentro con el santo abad Germán[3]. Ambos, ya desde los primeros tiempos de nuestra conversión, cuando abrazamos las armas de la milicia espiritual, habíamos vivido en comunidad, tanto en el cenobio como en el desierto; y solía decirse, para expresar en qué grado de íntima unión estábamos solidarizados en el servicio de Dios, que no formábamos en dos cuerpos más que un sólo espíritu y un solo corazón.
De consuno pedimos con lágrimas al venerable abad una entrevista para nuestra edificación. Conocíamos de sobra la inflexibilidad de su carácter. No se resolvía fácilmente a franquear las puertas de la perfección, sino a aquellos que suspiraban por ella con fe sincera y la buscaban con un corazón contrito. Si él hubiese hablado de ella sin distinción a gentes que o no querían tal perfección o la deseaban con tibieza, hubiese temido —al descubrirla a hombres indignos que habían de acogerla con displicencia— revelar secretos que solamente tienen derecho a conocer aquellos a quienes anima la sed de perfección. Caso de proceder así, le hubiese parecido incurrir en culpa, obrando a impulsos de la jactancia y dando motivo a los reproches que suele acarrear la traición.
Mas, al fin, vencido por nuestras instancias, empezó así.
OBJETIVO Y FIN DEL MONJE
II. Todo arte —dijo—, toda profesión tiene su blanco y objetivo, es decir, su destinación particular o, lo que es lo mismo, el fin que le es propio[4]. Todo el que quiera conseguir seriamente ese fin, se lo pone de continuo ante sus ojos. En esta visión sobrelleva todos los trabajos, peligros y pérdidas con gusto y ánimo igual.
Ahí tenéis, por ejemplo, al labrador. Desafía constantemente los rayos de un sol tórrido, hace caso omiso de la escarcha y el hielo, rompe infatigablemente la tierra, y da una y otra vez con la azada sobre la gleba indócil. Fiel a su divisa, corta las zarzas y abrojos, hace desaparecer las malas hierbas y vuelve la tierra, a fuerza de insistir, tan fina y muelle como la arena. A cambio del sudor de su trabajo, espera alcanzar su fin, que es una cosecha abundante, una mies fecunda, que le permitirá vivir en un futuro próximo al abrigo de toda necesidad, aumentando así sus haberes. Se le ve también vaciar gozoso sus trojes llenas de grano, y tras un trabajo incansable, encomendar la semilla a los surcos de mullida tierra. Y es que la perspectiva de la futura recolección le hace olvidar la pérdida presente.
Mirad también a los comerciantes. No temen arrostrar los azares y riesgos del mar incierto. No se arredran ante ningún peligro. En alas de la esperanza, corren en pos de sus lucros y ganancias: es su fin.
Parejamente, los que siguen la carrera de las armas se sienten movidos por la ambición. El brillo lejano de honor y de poderío —que es el fin que se proponen— les hace insensibles a los peligros y a mil muertes que pudieran hallar en su carrera. Ni los sufrimientos ni las guerras del presente son parte para abatirles, puesta la mira en su objetivo, que no es otro que las grandezas que esperan conquistar.
Pues bien, lo mismo acontece en nuestra profesión monástica. También ella tiene su blanco, su objetivo, su fin particular. Para llegar a él sufrimos con tesón los trabajos que encontramos a lo largo del camino, y aún los llevamos con alegría. Ni los ayunos ni el hambre nos fatigan; nos deleita el cansancio de las vigilias; no nos bastan la asiduidad de la lectura y la meditación de las Escrituras, pues constituyen un placer para nosotros; la labor incesante, la desnudez, la privación de todo, el mismo horror que inspira esta vasta soledad, no son motivo para amedrentarnos.
Indudablemente, este fin es el que os ha hecho menospreciar el amor de vuestros padres, el suelo patrio, las delicias del mundo, y cruzar tantos países. Todo ello para poneros en contacto con gente ruda e ignorante, como somos nosotros, perdida en la ruda aspereza del desierto. Y si no, ¿cuál es, decidme, la intención, cuál el designio que os ha inducido a arrostrar de buen grado todas estas privaciones?
III. Persistiendo él en conocer nuestros sentimientos, acabamos nosotros por contestar a su pregunta, diciendo que habíamos consentido en sufrir todas estas cosas con miras a alcanzar el reino de los cielos.
IV. Perfectamente —contestó él—. Habéis respondido muy bien por lo que atañe al fin. Sin embargo, es preciso que sepáis, ante todo, cuál es el medio que nos permitirá alcanzar ese fin, caso de que nos adhiramos a él constantemente. ¿Cuál es?
Aquí confesamos nosotros ingenuamente nuestra ignorancia.
Y prosiguió: en todo arte, repito, en toda profesión existe, como condición previa, un blanco, esto es, una constante aplicación del alma, una como tensión del espíritu que no nos abandona jamás. Si el hombre no es fiel a ella y no la sigue con todo el ardor y perseverancia de que es capaz, no podrá llegar al fin que desea, ni cosechar el fruto apetecido.
Porque aunque el fin del labrador, como hemos dicho, es el de vivir tranquilamente en la abundancia, gracias a su copiosa cosecha, por eso, precisamente, se le ve de continuo aplicado a su objetivo inmediato, que es el de tener limpio su campo de zarzas y hierbas inútiles. Está persuadido de que no obtendrá la abundancia y el reposo en el bienestar —que es el término de sus afanes—, si no posee de antemano y como en germen, con la esperanza de su trabajo, aquello de que espera él un día gozar realmente.
Lo mismo sucede al comerciante. No se toma punto de reposo en su afán de amontonar riquezas. Este deseo constante es el medio de aumentar su hacienda y forjarse una fortuna. Y en vano pretendería este fin, codiciando pingües ganancias, si antes no apelara a los medios que a ello conducen.
Finalmente, quienes ambicionan los honores del mundo se proponen, en primera línea, cargos y carreras, a los que deberán consagrarse por entero. Así podrán labrarse un porvenir y acariciar la esperanza de llegar un día a la dignidad suspirada, esta es, al logro de sus ambiciones.
De igual suerte, nuestra vida se endereza a un fin último, y este fin es el reino de Dios. Pero ¿cuál es el medio que nos lleva a ese fin?
Es este un punto que reclama toda nuestra atención. Porque si no logramos conocerlo, nos fatigaremos inútilmente. Quien emprende un viaje y no conoce a punto fijo la trayectoria, tiene el trabajo del camino, pero no adelanta un paso en su marcha hacia la meta.
Viendo el anciano la admiración que nos causaban estas palabras, prosiguió, diciendo: el fin último de nuestra profesión es el reino de Dios o reino de los cielos, es cierto; pero nuestro blanco, o sea, nuestro objetivo inmediato es la pureza del corazón. Sin ella es imposible alcanzar ese fin. Concentrando, pues, la mirada en ese objetivo primario, corremos derechamente hacia aquel fin último, como por una línea recta netamente determinada. Y si nuestro pensamiento se aparta de esta finalidad previa, aunque no sea más que por unos instantes, debemos volver de nuevo a ella y corregir por ella nuestros desvíos, como por medio de una regla rectísima. Así, conjugando todos nuestros esfuerzos y haciéndolos converger en ese punto único, no dejaremos de advertir al instante nuestro olvido, por poco que nuestro espíritu haya perdido la dirección que se había propuesto.
ANALOGÍA DEL ARQUERO QUE APUNTA AL BLANCO
V. Ocurre le que con los arqueros cuando quieren hacer alarde de su pericia en presencia de un rey de la tierra. Los premios están descritos sobre pequeños blancos o escudos; todos procuran lanzar contra ellos sus dardos o sus flechas. Saben muy bien que a no dar en el blanco no habrán obtenido su objetivo, que es el premio establecido de antemano; y se harán con él si pueden dar en su centro.
Pero supongamos que quitáramos de su vista el blanco. Si, tirando al azar, su mirada se pierde lejos de la buena dirección, no advertirán el desvío de su mano, faltos de un punto de referencia que les advierta de la justeza de su tiro o de su deficiencia. Azotarán el aire inútilmente con sus flechas, sin que les sea posible discernir su error —por falta de blanco o de fin—, ni pueda su mirada indecisa[5] ayudarles a rectificar el disparo.
Pues bien, aplicad esto a vuestra profesión. Su fin, según el Apóstol, es la vida eterna, en conformidad con aquellas palabras: «Tenéis por fruto la santidad y por fin la vida eterna»[6]. Ese fruto u objetivo inmediato es la pureza de corazón, llamada por él, muy justamente, la santidad, y sin la cual sería imposible lograr ese fin. Dicho de otra manera: «Vuestro objetivo es la pureza de corazón, y tenéis por fin la vida eterna». Hablando en otra parte de esta finalidad primera, el Apóstol emplea, de una manera muy significativa, la palabra «scopus», es decir, blanco u objetivo, y dice: «Dando al olvido lo que queda atrás, me lanzo en persecución de lo que tengo delante y corro hacia la meta, hacia el galardón de la soberana vocación del Señor»[7]. El griego es más claro todavía. Dice: κατα σκοπόν διωκω, «Yo corro con miras a alcanzar el blanco». Como si dijera: «Siguiendo este objetivo, echando en olvido lo que queda atrás —es decir, los vicios del hombre viejo—, me esfuerzo por llegar al fin, que es la recompensa celestial».Abracémonos, pues, con todas nuestras energías a lo que puede encaminamos a lograr el objetivo de la pureza del corazón; evitemos, por el contrario, como funesto y malsano, lo que nos apartaría de él. Esta pureza es cabalmente la razón de ser de todas nuestras acciones y de todos nuestros sacrificios. Por ella, y para poder conservarla siempre intacta, hemos dejado a los padres, la patria, los honores, las riquezas. Todas las delicias y placeres del mundo nos parecen cosa deleznable.
Si nos proponemos esta meta, nuestros actos y nuestros pensamientos irán constantemente derechos a alcanzarla. Pero si no es esta nuestra constante intención, nuestros esfuerzos, vanos e inciertos, se malograrán lamentablemente sin poder cosechar fruto alguno. Además, veremos surgir en nosotros un mundo de pensamientos que luchan entre sí. Porque es inevitable que el alma, que no tiene un lugar a donde ir y fijarse en él con preferencia, cambie a todas horas, a merced de las circunstancias, y viva al albur de los pensamientos que cruzan por ella. Así, convertida en juguete de las influencias del ambiente, cede a la primera impresión, variando de continuo según el sesgo que toman los acontecimientos.
VI. De ahí resulta que muchos que han menospreciado considerables riquezas, y no sólo enormes sumas de oro y plata, sino incluso magníficos latifundios, después de tanto sacrificio han ido perdiendo paulatinamente su paz, y se inquietan a lo mejor por un raspador, un estilete[8], una aguja, una pluma. Si se hubiesen aplicado constantemente a conservar la pureza del corazón, nunca la hubieran perdido por cosas tan baladíes. Máxime después de haber preferido despojarse en absoluto de bienes de tanto precio y valor antes que encontrar en ellos motivo para semejantes faltas.
Porque con frecuencia los hay que son tan celosos de un manuscrito, que no pueden sufrir que otra pose siquiera los ojos sobre él o lo coja con la mano. Con lo que, en lugar de aprovechar una ocasión que podría granjearles frutos de dulzura y caridad, les es motivo de impaciencia y de muerte. Después de haber distribuido todas sus riquezas por amor de Cristo, retienen el antiguo afecto de su corazón y lo ponen en semejantes naderías, prontos a montar en cólera por conservarlas. Son como los que carecen del amor de que habla san Pablo, y por lo mismo, su vida discurre sin fruto, en una total esterilidad. El Apóstol preveía en espíritu este mal: «Si yo distribuyera todos mis bienes a las pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tuviera caridad, de nada me serviría todo esto»[9], decía él. Prueba evidente de que no se alcanza en seguida y como de un golpe la perfección por el solo hecho de despojarse, de renunciar a toda riqueza y menospreciar los honores, si no se une a todo esa esta caridad integral y perfecta, cuyas manifestaciones describe el Apóstol. Tal caridad no consiste más que en la pureza del corazón. Porque no conocer la envidia, ni la hinchazón, ni la cólera, no obrar por frivolidad, no buscar su propio interés, no contemporizar con la injusticia, no pensar mal de los demás, ¿qué otra cosa es sino ofrecer continuamente a Dios un corazón puro y sin mancilla y guardarlo intacto de toda pasión?
LA PUREZA DE CORAZÓN, FIN PRINCIPAL DEL MONJE
VII. La pureza del corazón será, pues, la piedra de toque y el término de nuestras acciones y de nuestros deseos. Por ella debemos abrazar la soledad, sufrir los ayunos, las vigilias, el trabajo, la desnudez, darnos a la lectura y a la práctica de las demás virtudes. Nuestro designio ha de ser guardar, merced a ellas, puro nuestro corazón de todas las malas pasiones y subir, como por otros tantos grados, hasta la perfección de la caridad.
Si una ocupación honesta y necesaria nos impide practicar los ejercicios acostumbrados de nuestra vida austera, no sucumbamos, por el amor desmedido a nuestras observancias, a la tristeza, a la cólera o a la indignación[10]. Y ello porque precisamente para contrarrestar esos vicios hacíamos nosotros todo eso que nos vemos ahora obligados a omitir. No es tanto lo que se gana por la práctica de un ayuno como lo que se pierde por un momento de cólera; y el fruto que sacamos de la lectura, no iguala al daño que nos causamos por el menosprecio de un hermano.
Conviene, por consiguiente, supeditar las cosas que están en un plano secundario, como, por ejemplo, los ayunos, vigilias, retiros y meditación de las Escrituras, a nuestro fin principal, esto es, a la pureza del corazón, que es la caridad, y no menoscabar, merced a cosas que tienen un valor puramente relativo, la virtud primordial que es reina de todas las almas. Preciso es que, permaneciendo esta intacta, nada sea capaz de perjudicarla en lo más mínimo, aun cuando la necesidad nos obligue a omitir alguna práctica accesoria. Porque de nada nos serviría una fidelidad meticulosa en todas las cosas si echáramos en olvido lo que es primero y a lo que está ordenado todo lo demás.
Por igual razón, un artesano se dispone a procurarse los instrumentos propios de su oficio. Pero no con el designio de tenerlos solamente, sin hacer uso de ellos. El fruto que espera sacar de esos utensilios no lo hace consistir solamente en su mera posesión, sino en lograr por su medio la pericia del arte a que conducen, y por ende, el fin de su profesión.
Así, los ayunos y vigilias, la meditación de las Escrituras, la desnudez, el estar despojado de toda riqueza, no constituye de suyo la perfección, sino los instrumentos de la perfección. Porque no consiste en esas cosas el fin de este gran arte, sino que obran en función de medios para llegar al fin. Luego sería vano empeño aplicarse a estas prácticas si uno pusiera en ellas el afecto de su corazón como podría ponerlo en un soberano bien. En tal caso, satisfecho ya con esto, no daría mayor elevación a su celo ni tendría más altas aspiraciones para llegar a obtener el fin, al cual deben enderezarse todos aquellos ejercicios. Este tal poseería, ciertamente, los instrumentos de su arte; pero ignoraría su objeto; en el cual consiste todo el fruto que se desea.
En consecuencia: lo que puede ser parte para empañar la pureza y tranquilidad de nuestra alma, debe, pues, evitarse a todo trance como pernicioso, aun cuando parezca muy útil y necesario. Esta norma nos permitirá escapar a la disipación producida por el error y a las divagaciones que nos hacen caminar a la ventura. Y así es como llegaremos a la meta deseada, guiados por la línea recta de nuestra buena intención.
VIII. Por tanto, este debe ser nuestro principal objetivo y el designio constante de nuestro corazón: que nuestra alma esté continuamente adherida a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que la aparte de esto, por grande que pueda parecemos, ha de tener en nosotros un lugar puramente secundario o, por mejor decir, el último de todos. Inclusive debemos considerarlo como un daño positivo.
El Evangelio nos proporciona, en las personas de Marta y María, una hermosa imagen de esta actitud del alma siempre aplicada a las cosas celestiales, así como de las actividades que de ellas pueden apartarla.
Era un oficio muy santo el que desempeñaba Marta, puesto que servía al mismo Señor y a sus discípulos. Sin embargo, María, atenta solamente a la doctrina espiritual, permanecía a los pies de Jesús, cubriéndoselos de besos y los ungía con el perfume de su generosa compasión. Ahora bien, es ella a quien el Señor prefiere. Ha escogido la mejor parte, que, por cierto, no le será quitada. Marta, por lo demás, ocupada por completo en su piadoso oficio de ama de casa, se da cuenta de que no podrá desempeñar por sí sola un servicio tan absorbente. Y pide al Señor la ayuda de su hermana: «¿No te importa que mi hermana me deje a mí sola en el servicio? Dile, pues, que me ayude»[11]. No solicita a María para una obra humilde, sino para nobles quehaceres. Y, sin embargo, ¿cuál es la respuesta del Señor?: «Marta, Marta, te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada»[12].
Ya veis que el Señor coloca el bien principal en la «teoría», es decir, en la contemplación divina. De donde se sigue que las otras virtudes, por buenas y útiles que nos parezcan, deben, no obstante, ser relegadas a segundo término, supuesto que todas ellas se alcanzan por mediación de esta. Porque al decir el Señor: «Andas muy solícita y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola», sitúa el bien soberano, no en la acción, por laudable y fecunda que parezca en resultados, sino en la contemplación de Él mismo, contemplación que es en verdad simple y pura. Bastan muy pocas cosas, dice, para la perfecta felicidad; esto es, para aquella «teoría» que se ocupa en meditar los ejemplos de un pequeño número de santos. Aquel que por la consideración de tales ejemplos va aprovechando en la contemplación, irá elevándose de aquí hasta el único necesario, hasta la visión de solo Dios, por medio de su gracia. Y aun sobrepujando entonces las acciones de estos santos y sus prodigios, el alma no se nutrirá en adelante de otro alimento que de la hermosura de la contemplación y conocimiento de Dios.
«María, pues, ha escogido la mejor parte y no le será quitada». Estas palabras requieren que las consideremos con mayor atención. Porque al afirmar que «María ha escogido la mejor parte», el Señor nada dice en realidad sobre el proceder de Marta, de modo que no parece vituperarla en absoluto. Sin embargo, por el mismo hecho de encomiar a la primera, declara a la segunda inferior a ella. Además, al añadir «que no le será arrebatada», da a entender que Marta puede verse privada de su parte; toda vez que los servicios de la vida activa, en que el cuerpo se ocupa exclusivamente, no pueden perdurar para siempre con el hombre, sino que terminan con su existencia; en cambio, el quehacer de María jamás tendrá fin.
POR QUÉ LOS ACTOS DE VIRTUD NO PERMANECEN CON LOS HOMBRES QUE LOS HAN REALIZADO
IX. GERMÁN. Estas palabras nos causaron honda impresión. ¿Por qué —nos preguntamos— los ayunos, la asiduidad en la lectura, las obras de misericordia y de justicia, la prestación personal que hacemos de nosotros mismos a nuestros hermanos, la hospitalidad, todos los actos, en fin, de virtud, nos serán un día arrebatados y no podrán subsistir con nosotros que los hemos puesto por obra? Más: si el mismo Señor promete como recompensa a todas estas obras el reino de los cielos al decir: «Venid, benditas de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber»[13], etc., ¿cómo es posible que nos veamos privados precisamente de aquello que nos introduce en el reino de los cielos?
X. MOISÉS. No he dicho que el merecimiento de las buenas obras se nos haya de quitar, cuando el Señor dice: «El que diere de beber a uno de estos pequeños sólo un vaso de agua fresca, por razón de ser mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa»[14]. Lo que digo es que terminará el acto material, que es necesario se dé en la actualidad por las exigencias ineludibles del cuerpo, los asaltos de la carne que hay que reprimir y la diversidad de condiciones que existen en este mundo.
La lectura asidua y las maceraciones del ayuno, en tanto son de utilidad para purificar el corazón y castigar la carne en la vida presente, en cuanto «que la carne lucha contra el espíritu»[15]. Y aún vemos que esas mismas prácticas de virtud cesan a veces, incluso en esta vida, para aquellos que se sienten agotados por un trabajo excesivo o por la enfermedad o la vejez, y no pueden, por tanto, ejercitarse en ellas de una manera habitual. Pues ¿con cuánto mayor motivo cesarán en la vida futura cuando «este cuerpo corruptible será revestido de incorruptibilidad»[16], y este cuerpo «animal» resucitará «espiritual»[17]; y la carne transfigurada no luche ya contra el espíritu? El Apóstol lo afirma claramente: «La gimnasia corporal es de poco provecho; pero la piedad —la caridad, sin duda alguna, hay que entender aquí— es útil para todo y tiene promesas para la vida presente y para la futura»[18]. Decir que la utilidad del ejercicio corporal es de una duración limitada, equivale a proclamar paladinamente que no podemos entregarnos de continuo a él y que por si sólo no puede darnos la perfección, por mas que lo practiquemos. En efecto, esta expresión de «limitación» puede tener doble sentido. O significar la brevedad de la duración, y que el ejercicio corporal no puede ser coeterno con el hombre, es decir, ser compañero inseparable de él durante el tiempo ni durante la eternidad; o significar el mínimo de provecho que sacamos del ejercicio corporal, ya que, en realidad de verdad, las maceraciones de la carne marcan un mero principio en la vida de progreso espiritual, pero no engendran la caridad perfecta, a la que se prometen los bienes de la vida presente y de la futura. Sin embargo, juzgamos como necesarios estos ejercicios exteriores porque sin ellos es imposible escalar las cumbres del amor.
Habéis hablado, además, de las obras de caridad y de misericordia. También son necesarias en esta vida, mientras haya en el mundo tanta variedad de estados y condiciones sociales. Pero no repararíamos en ellas ni aun aquí abajo, de no existir ese número incontable de pobres, menesterosos y enfermos a que ha dado lugar la injusticia de los hombres. Me refiero a esos hombres que han monopolizado para su uso privado —pero sin servirse de ello— lo que el común Hacedor quiso conceder a todos. Así, pues, mientras reine en este mundo la diferencia de esos rangos sociales, tales obras serán necesarias y de provecho a quien las realice; la herencia eterna será el premio a su bondad y a su caridad. Pero en el siglo futuro reinará la igualdad. Cesarán entonces las obras de misericordia, pues no habrá ya diferencia que pueda hacerlas necesarias ni justificar por lo mismo su existencia. Los que las ejercitaban pasarán de la multiplicidad de la vida activa a la caridad de Dios y a la contemplación de las cosas divinas en una eterna pureza de corazón. A esta virtud se han dado por entero en este mundo —reuniendo todas sus energías y conjugándolas en un único esfuerzo— aquellos que arden en deseos de conocer la ciencia de Dios y purificar su alma. Consagrándose de lleno, mientras vivían en esta carne mortal, al oficio sublime en que se emplearán después de terminada esta vida corruptible, vendrán a gozar de la realidad de aquella promesa de nuestro Salvador, que dice: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»[19].
XI. Y ¿por qué os admiráis de que las obras susodichas han de pasar, cuando el Apóstol afirma que hasta los carismas más sublimes del Espíritu Santo son pasajeros y que sólo la caridad permanecerá sin fin? «Las profecías —dice— tienen su fin, las lenguas cesarán, la ciencia se desvanecerá»[20]. Mas en cuanto a la caridad, asegura: «La caridad no pasa jamás»[21].
Los dones, en efecto, se nos dan en este mundo para que usemos de ellos según la necesidad y por un tiempo. Terminada la presente economía espiritual, dejarán de ser. La caridad, en cambio, no cesará con el tiempo. Porque no solamente obra aquí abajo nuestra salvación, sino también permanecerá en la vida futura de una manera mucho más eficaz y excelente, cuando, libre del peso de las necesidades del cuerpo y al abrigo de toda corrupción, se unirá el alma a Dios en la eterna incorruptibilidad. Entonces subsistirá con una llama más viva y una adhesión mucho más íntima.
SOBRE LA PERSEVERANCIA EN LA CONTEMPLACIÓN
XII. GERMÁN. Según esto, ¿quién podrá, viviendo en esta carne frágil, estar tan aplicado a esta divina contemplación, que su pensamiento viva siempre al margen de lo que ocurre en torno suyo? Así, por ejemplo, ¿cómo podrá permanecer en la contemplación prescindiendo de la llegada de un hermano, de la visita de un enfermo, del trabajo manual, de las exigencias de la hospitalidad para con los peregrinos o para con cualesquiera personas que visitan su morada? ¿Quién, en fin, podrá dejar de interrumpir su contemplación ante el deber ineludible de atender a su propia subsistencia y a las necesidades más elementales que el cuerpo reclama? Quisiéramos nos enseñaras de qué manera y en qué medida puede el alma unirse inseparablemente al Dios invisible e incomprensible.
XIII. Moisés. Adherirse a Dios sin cesar y permanecer unido a Él por la contemplación en la forma que tú dices, ciertamente es imposible al hombre en la fragilidad de la carne. Pero es necesario que sepamos dónde hemos de tener siempre fijo nuestro espíritu, y hacia qué objeto tenemos que dirigir constantemente la intención del alma. Si hemos tenido la dicha de lograr este ideal, alegrémonos. Lloremos, por el contrario, y suspiremos, si nos hemos abandonado a sabiendas a la distracción. Comprendamos que nos hemos apartado del sumo bien cuantas veces nos percatemos de que nuestro espíritu anda envuelto en otros pensamientos. Debemos considerar como una infidelidad a nuestros ojos el alejarnos, aunque no sea más que un instante, de la contemplación de Cristo. Luego que la mirada del alma se haya desviado de este divino objeto, volvámosla de nuevo hacia él y dirijámosle, como a norma rectísima de nuestra vida, los ojos del espíritu.