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SUPERA LOS TRASTORNOS DEL SUEÑO ¿Por qué dormimos mal una noche sí y otra también, aunque pongamos todo nuestro empeño en que eso no ocurra? ¿Qué interfiere en nuestro descanso diario? ¿Cómo podemos reajustar nuestro reloj interno y no pasar ni una noche más en blanco? Con este libro práctico podrás detectar y solucionar los desórdenes del sueño y elaborar el programa adecuado para descansar correctamente. • Técnicas de relajación • Hábitos para fomentar el descanso • Remedios naturales • Fármacos adecuados
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Seitenzahl: 218
Veröffentlichungsjahr: 2019
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© Francisco Marín y Charo Sierra, 2018.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO117
ISBN: 9788491875864
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
Introducción
PRIMERA PARTE. LOS GRANDES MISTERIOS DEL SUEÑO
1. ¿Por qué necesitamos dormir?
2. ¿Realmente tienes problemas de sueño?
SEGUNDA PARTE. LAS CAUSAS DE TU INSOMNIO
3. ¿Por qué no duermes?
TERCERA PARTE. RECUPERA TU SUEÑO
4. El plan perfecto para volver a dormir bien
5. La utilidad de las terapias naturales
CUARTA PARTE. LA TERAPIA FARMACOLÓGICA
6. Cuándo (y cómo) recurrir a los fármacos
Consideraciones finales
Quienes conocen a fondo el insomnio, tanto por estudiarlo como por sufrirlo, saben que es uno de los trastornos que más desequilibrios producen a cualquier edad. Es cierto que en etapas jóvenes de la vida el cuerpo es capaz de reponerse con cierta facilidad a una o dos noches «agitadas». Pero si esa situación se repite, las consecuencias empiezan a dar la cara. Y no tardarán mucho en hacerlo. Comenzarán en forma de irritabilidad y falta de concentración, aunque no cabe duda de que la conexión con el organismo en general y con el cerebro en particular va mucho más allá.
Cuando uno ha sobrepasado la barrera de los 40 o 45 años, recuperarse de una mala noche no resulta tan rápido como en décadas anteriores. Más bien ocurre lo contrario: para reponerse de una única noche de insomnio se necesitan varias jornadas «reparadoras». Pero conviene puntualizar esto y reafirmarnos en la idea de que el organismo es sabio y acaba encontrando su particular equilibrio. Aunque también es cierto que a veces no le dejamos manifestarse y lo acabamos acallando al primer conato de queja (algún síntoma esporádico) con el fármaco de turno.
Una muestra de que el cuerpo tiende a compensar fallos es lo que suele ocurrir tras varias noches durmiendo mal. Si el motivo no es una alteración física sino una circunstancia externa (demasiado trabajo, obligaciones familiares, etc.), la noche en que sí logramos descansar lo hacemos de manera especialmente profunda. Más allá de esa comprobación empírica personal, la ciencia también lo ha demostrado: se sabe que después de un periodo de privación del sueño se consiguen descansos muy reparadores y un sueño de fase REM más eficaz. Es como si el organismo supiera que ya es hora de poner remedio (antes de que se alteren más cosas) y de obtener todos aquellos beneficios que se dejaron de alcanzar por haber dormido mal.
Cosa muy distinta es el mal dormir crónico. Si el insomnio consigue hacerse hueco en nuestra vida y esas noches reparadoras no llegan nunca, se va generando una deuda importante de sueño. Y, con ella, aparece el miedo a no dormir. Uno teme no volver a descansar bien nunca más y la cama se contempla como algo parecido a un potro de torturas.
En muchísimas ocasiones, todo eso ocurre porque no se identifica correctamente el problema que ha alterado el sueño o porque se tarda demasiado en acudir a un especialista. En contra de lo que se cree, no solo la edad es la culpable. Existen otros muchos factores que influyen y alteran esa «pausa» nocturna.
En este libro vas a poder descubrir esa causa o causas últimas y también posibles soluciones (aplicables en los casos en que no haya una alteración física subyacente, que ya requiere un estudio cualificado más profundo). En todo caso, hay que tener en cuenta que no existe la pócima mágica capaz de facilitar el sueño en segundos, más aún cuando se arrastra una larga historia de malas noches. Por lo general, lograr de nuevo el equilibrio y el descanso adecuado pasa por modificar varias conductas y por poner en prácticas diferentes medidas. Y todo de manera simultánea. Quizá suene trabajoso y difícil, pero en realidad es bastante sencillo. Las medidas a adoptar son muy simples y en esto, como en la mayoría de las situaciones, lo que más importa es la perseverancia y la repetición.
Así de caprichosa es la mente, que, pudiendo por sí misma dar la orden necesaria para solucionarlo todo —desconectar y descansar—, nos hace buscarle ayudas. Lo positivo del asunto es que esas ayudas existen... ¡Y son eficaces!
Y no siempre han de ser farmacológicas. Es más, los especialistas saben que deben ser muy cautos a la hora de recomendarlas. En primer lugar, porque somníferos y tranquilizantes son de uso demasiado habitual en muchas casas; y, en segundo, porque no están exentos de efectos secundarios. Los últimos estudios hablan, incluso, de consecuencias graves si se utilizan durante un tiempo largo o de forma inadecuada. Vencer el insomnio es mucho más que tomar una pastilla; es seguir el ritual perfecto que facilite una desconexión completa de problemas, tensiones y preocupaciones, un descanso verdaderamente profundo y un despertar plácido y reconfortante.
Thomas Alva Edison, a quien le debemos uno de los grandes avances de la historia de la humanidad —la bombilla—, consideraba que dormir era una auténtica pérdida de tiempo. No sabemos si esa percepción le sobrevino ya de niño, cuando su familia tuvo que sobrevivir a varias crisis y él soñaba con tener una vida mejor (y no se permitía «desaprovechar» ni un minuto de su tiempo), o era consecuencia de la curiosidad desbordante por aprender que dominó toda su vida y que le supo infundir su madre tras ser expulsado del colegio con tan solo 7 años. Pero, fuera cual fuere la razón, lo cierto es que él dormía únicamente 3 o 4 horas por la noche y no tenía reparo alguno en manifestar que quienes «desperdiciaban» el tiempo durmiendo acababan siendo menos inteligentes, más aburridos e indolentes.
Pese a todo, el cuerpo le debía demandar algo más de descanso del que le daba, ya que solía echarse varias siestecillas —sobre un poco de césped, en un catre desvencijado o en un taburete si no disponía de nada más— a lo largo del día.
Todavía más alterado estaba el patrón de sueño de Leonardo da Vinci, de quien cuenta la historia que, en lugar de descansar por la noche (a veces consentía hacerlo durante 2 horas), se echaba una siesta diurna de unos 20 minutos. Y eso mismo repetía cada 4 horas. «Ciclo de Uberman», lo llaman... Y parece tener muchos seguidores. El perfil de quienes se apuntan hoy en día a esa forma de descanso suele corresponder a personas con grandes responsabilidades empresariales que, al hacerlo, buscan el máximo rendimiento de todo lo que hacen o idean. Pero... ¿es saludable?
Lógicamente, no en todos tiene el mismo efecto y, aunque cada individuo responde a unas necesidades de sueño concretas (según su ritmo interno y su entorno), la inmensa mayoría no funcionamos del todo bien sin cumplir unos mínimos de descanso.
Conviene echar la vista a nuestro alrededor, porque todo ser vivo necesita «resetear» el cerebro, dejarlo en reposo durante unas horas y eliminar los desechos que —como ocurre con otros órganos— va acumulando. Cada uno a su manera, pero lo hacemos. Incluso las criaturas sin cerebro, como las medusas, duermen. ¿Y cómo se sabe que lo hacen? Pues no hace demasiado tiempo que se descubrió; tan solo unos cuantos años atrás los científicos se preguntaron por qué el vaivén de su cuerpo, ese latido tan característico de las medusas que hace que se contraigan y se expandan, se ralentizaba en ciertos intervalos de tiempo. Partían de la idea de que estos animales marinos no necesitaban dormir puesto que no tienen cerebro ni, claro está, sistema nervioso central. Pero se llevaron la enorme sorpresa de que cuando iban «al ralentí» era eso precisamente lo que hacían: ¡dormir!
Ese hallazgo cambió muchas cosas, ya que a partir de entonces se aceptó la posibilidad de que el sueño apareciera antes de que hubiera una evolución de las especies y de que surgiera el primer ser vivo con un sistema nervioso central (al menos el primero identificado), un crustáceo de tan solo tres centímetros. Es decir, ahí se aceptó lo que con los años ha quedado más que demostrado: que no es necesario tener cerebro ni neuronas para sentir la necesidad de dormir.
Otra muestra de ello lo tenemos en el reino vegetal. El plancton marino, por ejemplo, presenta ciclos de actividad y de descanso. Últimamente científicos alemanes han descubierto que la misma hormona que regula nuestros ciclos de sueño y vigilia (la melatonina, también llamada hormona de la oscuridad) propicia que cierto tipo de plancton migre de las áreas más cercanas a la superficie hasta aguas más profundas «para descansar».
Y si esto no es suficientemente sorprendente, ahí va otro dato que no deja lugar a dudas: los árboles también duermen. No debería asombrarnos: todos hemos visto cómo una determinada flor se ha cerrado por la noche y se ha abierto por la mañana. Algo hay en su ADN que les envía la orden de hacerlo, puesto que incluso si se colocan en un sótano siguen dos tipos de ritmo, su especial ciclo de vigilia y sueño. Y, volviendo al tema de los árboles, un grupo de investigadores austríacos, finlandeses y húngaros ha demostrado que inclinan sus ramas y hojas durante la noche y las recolocan al amanecer.
Todo lo dicho hasta ahora nos lleva a pensar que dormir tiene una función más allá del propio reposo y de la «limpieza» neuronal que se produce durante el sueño en los humanos. Seguramente dormir tenga mucho que ver con la preservación de la vida, de la existencia (ya se trate de humanos, animales o plantas). Y si no que se lo pregunten a quienes sufrieron los métodos de tortura de la Inquisición en la Edad Media, ya que privarlos de sueño era uno de los martirios. Impedir por todos los medios que durmieran acababa con sus vidas antes que la privación de comida.
Como hemos visto, los seres humanos no somos los únicos seres vivos para los que dormir resulta una imperiosa necesidad fisiológica. Cuando analizamos de qué manera «descansa» el reino animal nos seguimos llevando sorpresas que no hacen más que confirmar cuánto nos queda por descubrir sobre este tema.
Los murciélagos (en concreto una variedad denominada «café» por tener un color parecido a esa bebida) son los animales más dormilones. Pueden hacerlo hasta 20 horas al día. ¿Será por eso que viven hasta tres veces más que otros mamíferos de su tamaño?
Las ballenas duermen «a medias»: mantienen uno de los hemisferios cerebrales en estado de alerta mientras descansan. Así se ha demostrado en multitud de estudios realizados a estos mamíferos (y a los delfines, que tienen un sueño similar) a partir de realizarles electroencefalografías. Al mantener medio cerebro despierto, pueden controlar su respiración y buscar oxígeno si fuera necesario. De hecho, en ese momento evitan las aguas profundas y se mantienen cerca de la superficie. Durante ese descanso también pueden moverse y desplazarse por el agua, aunque los movimientos son lentos y torpes.
Los animales terrestres más altos, las jirafas, pueden dormir de pie (también acostados) y se ha comprobado que solo descansan unas 4 horas por la noche, pero realizan pequeñas siestas diurnas que duran unos pocos minutos. Los entendidos identifican que lo hacen porque permanecen inmóviles pero con el cuello más adelantado de lo habitual. Y, curiosamente, también pueden echar una cabezadita mientras mastican las hojas que comen, es decir, mientras rumian.
Unos párrafos más atrás apuntabámos que dormir era, posiblemente, un modo de supervivencia; ahora toca decir que algunos animales se aseguran de «sobrevivir» al sueño. Las nutrias marinas se cogen de la mano unas a otras en ese momento para que las corrientes marinas no arrastren a una de ellas. Y así permanecen todo el tiempo. Prima el instinto de supervivencia, así que no se permiten una excesiva relajación muscular (como sí se produce en los humanos durmientes) para no separarse del compañero durante el sueño.
Y aún otro dato sorprendente: es posible dormir y realizar otra tarea (y no nos referimos al sonambulismo, aunque bien pudiera servir de ejemplo). El ave conocida como vencejo real o vencejo alpino es un durmiente unihemisférico (como las ballenas que mencionamos anteriormente, o los cocodrilos, que también lo son). Eso implica que uno de sus hemisferios cerebrales sigue despierto, con lo que puede deslizarse y elevarse volando mientras duerme. No deja de tener su utilidad eso de mantener parte del cerebro despierto, con lo que la duda lógica es si los humanos —en caso de que el entorno fuera hostil y amenazante y necesitáramos dormir «con un ojo abierto»— también pudiéramos desarrollar esa habilidad. En la página 37 verás que quizá sí sea posible.
Dudas aparte, lo que sí está claro es que dormir es una necesidad evolutiva, que no permanece imperturbable a lo largo de nuestra vida. No nos pasamos las mismas horas en brazos de Morfeo ni lo hacemos del mismo modo cuando somos bebés que cuando llegamos a la etapa adulta. Y, al llegar a edades avanzadas, lo más común es que se dé otra modificación en esos patrones de descanso.
• Con pocos meses de vida es muy habitual que haya despertares continuos (seguramente asociados a la necesidad de ingesta). Otra de las características de estas etapas es que el sueño sigue un ritmo ultradiano. Eso significa que no van necesariamente sincronizados con el ciclo circadiano de día y noche (ciclos de 24 horas), sino que su duración y periodicidad es menor. Esa situación da un vuelco unos años más tarde —entre los 4 y los 6 años—, en que el sueño nocturno se vuelve más seguido, más constante y más parecido al que se repetirá en décadas posteriores.
• En las etapas centrales de nuestra vida lo habitual es que el sueño se mantenga ininterrumpido durante horas (aunque cada vez hay más personas insomnes en esta franja de edad, y a ellas va especialmente dirigido este libro).
• En la vejez el sueño se torna, de nuevo, entrecortado y quizá menos necesario (aunque el cuerpo sí demandará alguna que otra cabezadita a lo largo del día). En la mayoría de los casos eso está justificado por una serie de cambios biológicos que reducen la intensidad, la duración y la continuidad del descanso nocturno. Por lo general, no se considera un trastorno en sí mismo, aunque si la persona no consigue dormir unas cuantas horas seguidas sí es preciso estudiar el caso por si se debiera a alguna alteración física que requiriera seguimiento y tratamiento. Existe una curiosa teoría —liderada por la prestigiosa revista científica Proceedings of the Royal Society B— que asegura que el dormir menos con los años fue, en su momento, una adaptación evolutiva y una necesidad de perpetuar la especie. Al inicio de la historia del hombre, los individuos mayores se quedaban despiertos para avisar al resto si aparecía algún peligro. Pese a que ya no necesitamos disponer de esos «guardianes», nuestros genes han conservado esa información. El asunto resulta de lo más interesante, y científicos norteamericanos se han propuesto indagar sobre ello. Es muy posible que en las próximas décadas nos sigamos sorprendiendo de detalles referentes a cómo se comporta nuestro cerebro y nuestras neuronas durante el sueño a estas edades.
Según la National Sleep Foundation, estas son las horas que necesitamos dormir en cada etapa de nuestra vida.
Las explicaciones anteriores han servido para asentar la idea de que la razón última de por qué dormimos no está del todo clara. Posiblemente no haya una razón única, sino un conjunto de ellas, entre las que habría que contar —como hemos visto— el mantenimiento de la vida.
Por otra parte, el sueño tiene gran influjo sobre todos los sistemas del cuerpo. Unas veces ese influjo es directo, y en otras ocasiones es un efecto «dominó» provocado por los vaivenes hormonales que tienen lugar cuando dormimos poco, mal o cuando no pegamos ojo en toda la noche. Porque ya te adelantamos que las hormonas tienden a enloquecer (en mayor o menor medida) tras varias noches de insomnio o de sueño por etapas.
A expensas de lo que las investigaciones futuras nos descubran, hasta el momento se sabe que el dormir cumple una serie de objetivos biológicos, entre los que se encuentran los siguientes:
• Tiene una función restauradora y reparadora. Ese ahorro de energía que tiene lugar durante el sueño sirve para reparar tejidos del organismo que, aunque no tengamos una evidencia clínica (un síntoma o una sospecha) de que se ha deteriorado, sí puede haber sufrido con alguna de las actividades diarias. Al dormir, como decimos, se repara y eso impide que se produzca una lesión seria. Pero sin que se haya originado una lesión o un principio de ella, también se da esa reparación tisular. Los tejidos de la piel, sin ir más lejos. Podríamos decir que estar despiertos —de hecho, estar vivos— nos oxida. Es inherente a la vida: con cada respiración el oxígeno inicia un proceso de deterioro celular debido a que se generan unos compuestos llamados «radicales libres» (moléculas que oxidan las células). Es un proceso inevitable (hay quien dice que no envejecemos sino que nos oxidamos) pero que se puede ralentizar. Y lograr un buen descanso nocturno —por la melatonina que se genera— es una de las maneras de conseguirlo.
• Tareas de limpieza. Sabido es también que el cerebro utiliza el sueño para eliminar materiales de desecho que se van acumulando en demasía. Algunas teorías innovadoras aseguran que, si no se eliminaran, esas toxinas acabarían por envenenar y alterar las neuronas, lo que impediría una correcta comunicación entre ellas. Y a ello contribuye el recién descubierto (solo hace unas pocas décadas que se conoce) sistema glifático o vía glifática. El nombre le viene porque son las células gliales las encargadas de propiciarlo. Es algo así como el entramado linfático (que transporta un líquido llamado «linfa» por todo el organismo recogiendo, en su camino, sustancias inservibles), pero que actúa únicamente en el cerebro. Allí hay una serie de conductos linfáticos que circulan paralelos a los vasos sanguíneos que bañan el cerebro y se encargan —entre otras cosas— de ir recogiendo toxinas. Y eso ocurre básicamente mientras dormimos.
Dentro de este apartado dedicado a la «limpieza cerebral nocturna» no podemos dejar de aportar otro dato interesante: aunque faltan más estudios que lo confirmen, parece ser que esas tareas de saneamiento neuronal se llevan a cabo mejor si dormimos de lado. Cuando descansamos boca arriba (posición supina) o boca abajo (decúbito prono) la eliminación de desechos del cerebro no es tan eficaz. Curioso, ¿no? Al parecer el espacio entre neuronas se hace algo más grande (dicho de forma sencilla) cuando adoptamos la postura lateral, lo que favorece el transporte de fluidos y, con él, esa eliminación de sustancias metabólicas innecesarias (sobre todo una denominada A-beta).
• Función de aprendizaje. La mayoría de los estudiantes se alegrarían si se confirmara el hecho de que se puede aprender mientras estamos dormidos, pero este extremo aún no ha sido confirmado. De hecho, gran parte de los experimentos en ese sentido han dado un resultado negativo: de poco sirve grabarse las lecciones y escucharlas durante el sueño. La mejor garantía de sacarse los estudios sigue siendo clavar codos estando bien despierto. Sin embargo, hace ya tiempo que se conoce la relación que existe entre la consolidación de recuerdos y de aprendizaje y la calidad del sueño. Si logramos descansar bien y las horas necesarias, nuestro cerebro (ya limpio gracias a la función de «aseo» que describía antes) podrá almacenar con más facilidad los datos que considere necesarios.
• Tener un sistema inmunológico fuerte. El sueño, o mejor dicho el buen sueño, ayuda a mantener en un estado óptimo nuestro sistema inmunitario. No es una sospecha; es una constatación. Todas las investigaciones al respecto han demostrado que un insomnio mantenido en el tiempo afecta a la producción de glóbulos blancos. Uno de los estudios más curiosos, realizado entre un grupo de gemelos monocigóticos (es decir, aquellos que son idénticos porque comparten la misma carga genética puesto que parten de un único óvulo y un único espermatozoide) demostró que el hermano que dormía lo necesario mantenía un nivel de defensas correcto y el que era privado de horas de sueño (y no cumplía con la recomendación de dormir, al menos, 7 horas) sufría una depresión de su sistema defensivo y tenía una mayor tendencia a sufrir infecciones.
• Mantener la temperatura corporal. Otra de las funciones del sueño es ayudarnos a regular nuestra temperatura. A lo largo del día, con la actividad cotidiana, el cuerpo soporta más grados; pero en el momento en que iniciamos el sueño descienden. Y ese descenso coincide también con una menor actividad orgánica (los órganos vitales siguen trabajando pero a un ritmo menor). Curiosamente, es 2 horas antes de despertar (o alrededor de las cinco de la mañana) cuando se produce la bajada de temperatura más acusada (que vuelve a subir al despabilarnos). Como veremos un poco más adelante, algunas personas tienen alterado ese termostato interno y no logran reducir la temperatura corporal. La consecuencia es que su sueño es menos reparador y tienen mayores probabilidades de sufrir insomnio. En ocasiones, tomar una ducha con agua tibia (no caliente) una hora y media o dos antes de ir a dormir puede ayudar a reactivar ese regulador biológico y a mejorar el descanso.
• Que nuestro cerebro no se deteriore. En ello cobra especial importancia la fase de sueño REM (de la que hablaré un poco más adelante), de sueño profundo. Parece ser que una buena higiene del sueño —y el completar todas sus fases y, por lo tanto, lograr un descanso reparador— podría ayudar, incluso, a reducir el riesgo de demencia. Aunque faltan muchos estudios que lo corroboren, de momento sí se ha visto que existe una relación entre el insomnio y la mayor acumulación de desechos en el cerebro, algo que también se relaciona con el alzhéimer.
• Fabricar hormonas. La del crecimiento (o GH), por ejemplo. Nuestro organismo solo puede elaborarla mientras dormimos. Y es necesaria no solo para asegurar un correcto crecimiento en la etapa infantil, sino también para una serie de procesos fisiológicos a otras edades (aunque a partir de la quinta década de la vida ya no la producimos porque necesitamos mucha menos cantidad). Pero si el déficit de esta sustancia es acusado, no podremos absorber bien los aminoácidos presentes en los alimentos, ni producir todos los glóbulos rojos necesarios para mantener el equilibrio orgánico. Por otro lado, también generamos vasopresina, una sustancia hormonal que tiene como función mantener el agua en el organismo. Es una de las razones por las que, por lo general, no nos despertamos por tener sed. Los niveles de las hormonas sexuales (estrógenos y progesterona) y la adenosina (que interviene en la regulación de los ciclos de sueño y vigilia) también aumentan durante el sueño. Puesto que no las necesita en ese momento, el organismo reduce la producción de cortisol (la hormona que nos hace estar alerta) y la hormona estimulante de la glándula tiroides.
La Academia Estadounidense de Medicina del Sueño ha identificado más de 80 trastornos específicos del sueño. Y no solo hay más probabilidades de padecer alguno de ellos si se duerme poco; también si el sueño se interrumpe demasiado (ya sea por causas externas, como ruidos ambientales, o como consecuencia de un trastorno de salud previo, como es el caso de sufrir el síndrome de las piernas inquietas o apneas del sueño). No hay que ser agoreros ni caer en el error de pensar que por una mala noche nuestro organismo se va a desequilibrar por completo, pero sí conviene darle importancia al asunto si la dificultad para conciliar o mantener el sueño se repite noche tras noche. En ese caso, a largo plazo, se incrementa el riesgo de sufrir alguna de las alteraciones que mencionamos a continuación.
• Insomnes... ¡Y con sobrepeso! Desde hace tiempo se conoce perfectamente la relación que hay entre el insomnio y un peso excesivo, pero a medida que se han ido realizando estudios se han conocido más detalles. Y hay que decir que la relación se produce en dos sentidos: como veremos enseguida, tener un mal descanso de manera habitual acaba engordando a esa persona..., pero en muchos casos es la obesidad y los problemas asociados a ella (como los respiratorios o los que guardan relación con la temperatura corporal) lo que provoca despertares frecuentes durante la noche. Respecto al primer punto de ese vínculo conviene alertar que, según han demostrado un estudio de la Universidad sueca de Uppsala, una única noche de mal dormir ya provoca cambios en nuestros tejidos y en nuestra grasa subcutánea. No se trata de alarmar, por supuesto, pero sí de darle la importancia que merece. Además de esos cambios internos, no descansar lo suficiente puede llevarnos a aumentar de peso por lo siguiente:
✓ Se producen desajustes en la alimentación, ya que, al dormir mal, es muy posible que se alteren las horas a las que comemos. Puede requerir bastante fuerza de voluntad ponerse a cocinar algo saludable cuando uno está cansado o cuando el despertar se ha producido tarde porque uno ha logrado «coger el sueño» a última hora. ¿El resultado? Comidas rápidas, poco elaboradas, echar mano de las conservas un día tras otro... Y repetir eso con demasiada frecuencia puede comportar, a su vez, problemas digestivos (fundamentalmente, dispepsias secundarias a las salsas industriales, a los conservantes de los productos envasados...).
✓ Se alteran las hormonas que afectan directamente al apetito (la grelina y la leptina), y ese desequilibrio hormonal puede hacer que se acabe comiendo mucho más de lo que se necesita o de lo que se gasta haciendo ejercicio físico.
✓ Si dormimos mal, tendemos a escoger alimentos «malos». Científicos del Laboratorio del Sueño de la Universidad de California (Estados Unidos) han comprobado que las personas con ese problema seleccionan alimentos no demasiado convenientes (por ejemplo, con exceso de grasas o de azúcares). Es decir, las regiones del cerebro encargadas de tomar decisiones respecto a la comida funcionan peor cuando las horas de sueño no han sido suficientes. Nosotros sospechamos que, además de esta cruda realidad, de manera inconsciente elegimos productos más contundentes —y raciones más grandes— en un intento de contrarrestar esa falta de energía y también por una imperiosa necesidad de obtener recompensas en un momento en que no estamos al 100%.
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