Como entrar y cuando salir de una habitación - EMILY P. FREEMAN - E-Book

Como entrar y cuando salir de una habitación E-Book

EMILY P. FREEMAN

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"Emily P. Freeman es autora de seis best sellers de The New York Times, incluyendo Cómo entrar y cuándo salir de una habitación. Tiene un máster en formación espiritual y liderazgo de Friends University. Como guía espiritual, líder de talleres y presentadora del pódcast The Next Right Thing, su trabajo más importante es ayudar a quienes enfrentan problemas a la hora de tomar decisiones. Vive en Carolina del Norte con su familia."

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Seitenzahl: 321

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Si la vida fuera una casa, cada habitación guardaría una historia.

 

 

¿Qué hacemos cuando sentimos que ya no pertenecemos a la habitación en la que estamos? ¿Y cuando comenzamos a sentir la necesidad de un cambio pero no sabemos si es el momento adecuado?

Aunque entramos y salimos de muchas habitaciones a lo largo de nuestra vida —trabajos, relaciones, etapas— saber cómo y cuándo es el momento de irse es una decisión que rara vez tiene una respuesta clara. Cómo entrar y cuándo salir de una habitación nos ayuda a descubrir las señales silenciosas, matizadas y ocultas para cualquiera que se haga preguntas como: “¿es el momento de avanzar?”, “¿qué pasa si me quedo y nada cambia?”, “¿qué pasa si me voy y todo se desmorona?”. A través de preguntas que invitan a la reflexión, ejercicios prácticos e historias personales, este libro te ayudará a conocer y nombrar las red flag en tus espacios actuales, discernir la diferencia entre encontrarse en paz o evitar la incomodidad de cambiar, atravesar los finales incluso cuando no hay un cierre, encontrar la paz cuando te sientas listo pero no sea el momento y coraje para cuando sea el momento pero no te sientas preparado.

 

Para cualquiera que esté frente a un umbral y deba tomar una decisión, este libro lo ayudará a discernir el cómo, cuándo y qué a la hora de salir de una relación, un trabajo, una etapa, y entrar en otros con paz y confianza.

Emily P. Freeman es autora de seis best sellers de The New York Times, incluyendo Cómo entrar y cuándo salir de una habitación. Tiene un máster en formación espiritual y liderazgo de Friends University. Como guía espiritual, líder de talleres y presentadora del pódcast The Next Right Thing, su trabajo más importante es ayudar a quienes enfrentan problemas a la hora de tomar decisiones. Vive en Carolina del Norte con su familia.

Foto de la autora: © Barrie Johnson, Barrier Photography

A Ava, Stella y Luke

Este libro siempre fue para ustedes.

Hay un tiempo señalado para todo, y hay un tiempo para cada suceso bajo el cielo:

tiempo de nacer, y tiempo de morir;

tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado;

tiempo de matar, y tiempo de curar;

tiempo de derribar, y tiempo de edificar;

tiempo de llorar, y tiempo de reír;

tiempo de lamentarse, y tiempo de bailar;

tiempo de lanzar piedras, y tiempo de recoger piedras;

tiempo de abrazar, y tiempo de rechazar el abrazo;

tiempo de buscar, y tiempo de dar por perdido;

tiempo de guardar, y tiempo de desechar;

 

tiempo de rasgar, y tiempo de coser;

tiempo de callar, y tiempo de hablar;

 

tiempo de amar, y tiempo de odiar;

tiempo de guerra, y tiempo de paz.

 

Eclesiastés 3:1–8

PARTE 1 MARCHARSE:Cómo salir de una habitación

Shirley Temple abandona Hollywood a los veintidós años para convertirse posteriormente en embajadora de Estados Unidos. Los Beatles tocan su último concierto juntos en 1969, y pocos años después anuncian su separación. Richard Nixon renuncia a su cargo en 1974. Michael Jordan se retira del baloncesto (tres veces). Después de veinte años, Oprah Winfrey pone fin a su programa de entrevistas. Steve Carell abandona el elenco de The Office antes del final de la serie. El duque y la duquesa de Sussex renuncian a sus funciones como miembros de la Casa Real y se mudan a California. Por televisión en vivo, Simone Biles se retira de la competencia de gimnasia por equipos en las Olimpíadas de 2021. Beth Moore abandona la Convención Bautista del Sur.

Todas estas partidas, aunque en contextos, antecedentes, alcance e impacto muy diferentes, tienen algo en común: ocurrieron públicamente. Hemos leído al respecto en los libros de historia o hemos visto los titulares, las conferencias de prensa o los especiales en horario estelar donde esas partidas se anunciaban, y de ello son prueba nuestras opiniones, impresiones, enfado y nostalgia. Algunas de esas partidas fueron obligadas, otras previstas y algunas meditadas. Pero en ninguna de ellas estamos al tanto de las conversaciones, las dificultades, las preguntas, los alborotos, la aceptación, la emoción, las historias completas o las decisiones que se tomaron entre bastidores. No llegamos a ver el verdadero proceso de discernimiento y, sin embargo, experimentamos salidas y finales a lo largo de toda la vida. Este libro es acerca de lo que sucede en las habitaciones que hay detrás de las puertas cerradas, entre bastidores y bajo la superficie, que conduce a nuestros propios finales, partidas y despedidas.

Ya sea un empleo, una amistad, una comunidad, una casa o un hábito, existen infinidad de razones por las cuales es difícil imaginar la partida, especialmente si ese espacio, esa relación o esa comunidad significó mucho para nosotros. Si estás atravesando una etapa de la vida en la que piensas hacer un cambio, las siguientes son algunas preguntas que podrías hacerse a ti mismo:

¿Debo quedarme o es momento de irme?

¿Puedo siquiera hacer esa pregunta?

¿Qué tan grave debe ser algo para poder soltarlo? ¿Y si yo ayudé a construir este lugar?

¿Y si este lugar me construyó a mí?

¿Y si me quedo y nada cambia?

¿Y si me voy y todo se derrumba?

Toda nuestra vida es como una casa, y cada compromiso, comunidad, función y relación equivale a una habitación. En algún momento entraremos a habitaciones nuevas, saldremos de antiguas habitaciones, nos quedaremos encerrados en otras habitaciones o buscaremos en habitaciones conocidas y nos preguntaremos si no habrá llegado la hora de cambiar. Espero que esta metáfora profunda de considerar las habitaciones de nuestra vida sea una manera útil de evaluar en qué habitaciones estamos actualmente, qué habitaciones sería oportuno cambiar o abandonar y qué nuevas habitaciones pueden estar esperándonos.

Al tomar este tipo de decisiones solemos buscar claridad y certidumbre. Sin embargo, el tipo de claridad que buscamos no se consigue en listas, libros o fórmulas. La mayor parte de lo que sabemos no lo aprendimos en un salón de clase. Solemos dudar de esta clase de conocimientos porque no pueden comentarse o someterse a referencias cruzadas, notas al pie o citas. No pueden explicarse, diagramarse ni defenderse en un tribunal. Cuando algo llega a nuestra vida —una duda, una inquietud, una sensación de que llegó el momento de hacer un cambio— y nos resulta difícil ponerlo en palabras o tratamos de expresarlo y nos desechan o ignoran, tiene sentido que empecemos a externalizar nuestra confianza.

Por supuesto que no lo sabemos todo, pero coincido con el poeta Pádraig Ó Tuama, quien declara: «Podríamos saber más de lo que sabemos que sabemos».1 Todavía lo estoy aprendiendo yo misma. Tengo la esperanza de que, con este libro, comiences a poner fin a la compulsión subconsciente de confiar en cualquier otra persona más que en ti mismo, no como reemplazo de Dios o de la comunidad, sino en una alianza amorosa con ellos, como alguien que tiene voz, que pertenece, como alguien en quien se puede confiar.

En mi condición de directora espiritual paso mucho tiempo escuchando a diferentes personas que se hacen preguntas sobre su vida. La mayor parte de mi formación no ha estado tan dedicada a aprender a escuchar, sino más bien a desaprender las maneras tóxicas en que solemos escuchar: aconsejando, mostrándonos superiores, ayudando. Mi función no es dar respuestas, sino dar espacio para que la gente preste atención a su vida en presencia de Dios, para que esté atenta a las señales, pequeñas o grandes, de esperanza, orientación, claridad y luz.

Es probable que, sea lo que sea que estás enfrentando, busques orientación y auxilio. Espero que las historias, preguntas, prácticas y oraciones de este libro te ayuden en ese sentido. Pero también creo que vale la pena observar que el proceso de discernimiento no consiste necesariamente en formular una pregunta y obtener una respuesta clara. El discernimiento es un proceso de formación necesario para desarrollar nuestra fe, que nos enseña el significado de escuchar a Dios, y a acercarnos a la comunidad. Se trata de convertirnos en personas completas y de dirigir con confianza desde ese espacio. Todo esto forma parte de nuestra formación: mente, cuerpo y espíritu.

En la habitación de la orientación espiritual siempre está permitido hacer preguntas. Durante nuestro viaje juntos por estas páginas, espero que este libro sea ese tipo de habitación para ti. Ninguna pregunta está de más. Ninguna sorpresa es demasiado grande ni demasiado pequeña. Puedes mostrarte tal cual eres, enfadarte, reír, llorar. Incluso puedes esconderte, evitar, demorar o protegerte. Aquí no hay ninguna agenda prevista.

En esta primera parte haremos un inventario de las habitaciones que hay en tu vida, prestando atención especial a las que quizá estés cuestionando (o las que te están cuestionando). Una vez que sepas cuáles son esas habitaciones, te acompañaré a lo largo del camino, te ofreceré prácticas útiles y preguntas que te sugiero tener en cuenta mientras piensas en dar el próximo paso.

En la segunda parte ingresaremos al pasillo para enfrentar algunos conceptos erróneos comunes acerca de quedarse y partir. Consideraremos qué debes llevar contigo cuando sales de un cuarto y qué debes abandonar. También examinaremos las narrativas sobre tus respuestas, sobre la paz, la preparación, la oportunidad y la resolución.

Por último, en la tercera parte exploraremos cómo ingresar en una nueva habitación como la persona que eres más plenamente: como líder, oyente y amigo.

Participar juntos en este proceso de discernimiento es como encender las luces. Cuando empieces a observar las habitaciones que te convirtieron en lo que eres hoy y las que están en construcción, quizá percibas que encender una luz o correr las cortinas es demasiado apresurado. No te preocupes. Mi oración para ti es que este proceso no sea tanto como una luz brillante o un tubo fluorescente, sino más bien como el resplandor gradual de una vela: una llama que nace y crece suavemente, y ofrece un cálido y acogedor círculo de luz.

A lo largo del camino, haré que me acompañes en mi propio proceso de discernimiento, que atravesé al marcharme de algunas habitaciones importantes de mi vida. Compartiré muchas de mis experiencias, quizá más de las que he compartido por escrito. Pero mi profunda esperanza es que, al leer parte de mi historia, te sientas acompañado en la tuya propia. Algunos aspectos de las historias de partida que compartiré son tan comunes, tan conocidos para tantas personas que no sé si escribirlas porque casi parecen lugares comunes. Sin embargo, los lugares comunes son, por definición, frases que se usan en exceso y se alejan tanto del contexto original que pierden todo su significado e impacto. Nuestra tarea, entonces, es devolver esas experiencias a su contexto, completar los espacios y las piezas que faltan con matices, especificidad y humanidad. La experiencia de la vida no puede ser un lugar común, ya que aportamos mucho de nosotros mismos a las habitaciones en las que entramos. Y cuando es momento de salir, dejamos allí gran parte de nosotros. Me esforzaré por acompañarte en el propósito, para señalar algunas esquinas que quizá hayas olvidado o ignorado, pero también para llamarte la atención sobre la luz que ingresa a estas habitaciones por las ventanas, por más imperfectas que sean. No se supone que los libros lo hagan todo, algo que los autores a veces olvidan cuando escriben. Espero que me disculpes por ir demasiado lejos con la metáfora. Confía en ti mismo para saber qué partes necesitas y de cuáles puedes prescindir.

Quizá necesites a alguien que te diga que, independientemente de lo mucho que deseabas algo, rezabas por algo o te esforzabas por obtenerlo, si la habitación ya no parece adecuada, es preferible analizar por qué. Tienes permitido hacer preguntas, puedes reconsiderar, puedes observar a tu alrededor y volver a mirar. Soy genuina en mi deseo de no decirte con exactitud cómo debe ser, qué podría resultar o qué deberías hacer a continuación. Pero lo que puedo hacer es ofrecerte un marco de preguntas y una flecha para tu próximo paso correcto. No importa con qué preguntas te quedes hoy —planes que debes realizar, respuestas que debes dar, relaciones que debes cuidar, misterios que debes resolver— quizá este recordatorio sea suficiente para comenzar. Mientras empezamos a dejar espacio para esta conversación, puedes hacer preguntas, y espero que me permitas hacer las mías.

«Algún día nuestros hijos se casarán en esta habitación», le digo a mi amiga Anna con despreocupación y confianza mientras, apoyadas en lados opuestos del marco de la puerta, observamos la escena. La luz invernal de una mañana de enero se esparce sobre la enorme habitación rectangular, que refleja mi sentimiento de esperanza de nuevos comienzos.

Corre el año 2019, y el hijo mayor de mi amiga es un año mayor que mis mellizos, todos de secundaria. Nuestros dos hijos varones van a la escuela media. Mi amiga asiente; por supuesto, todos nuestros hijos se casarán en esta habitación. Es nuestra iglesia y aquí está su santuario, aunque aún no lo parezca.

Hoy nos hemos reunido para trabajar. Frente a nosotras, sobre el improvisado escenario, nuestros amigos están encaramados en andamios y escaleras altísimas, trabajando con paneles de madera terciada y las manos protegidas con guantes azules de látex. A la derecha, sobre el suelo alfombrado, hay varios estandartes grandes de lona a la espera de que los acomoden en marcos de metal; son carteles para colgar cerca de las aulas de los niños. El olor a madera fresca, pintura nueva y expectativa flota en el aire; los caballetes y telas protectoras ocupan el espacio en el que pronto habrá sillas.

Hace muchos años, en este santuario de estilo tradicional había bancos de iglesia, ya que la congregación que antes fue dueña del edificio se caracterizaba más por las cortinas de humo que por la liturgia. Hemos estado trabajando todos los fines de semana para hacer propio este antiguo nuevo espacio, y queremos que sea el reflejo de nuestra comunidad contemplativa, artística y reflexiva. Somos dueños de este edificio de setenta años de antigüedad desde hace un par de semanas, pero las reformas ya están avanzadas. El salón en sí mismo es bello incluso en esta mañana lluviosa: los grandes ventanales a cada lado dejan entrar la luz y proyectan cálidos matices en las personas y los objetos, así como en toda idea de futuro.

Todos hemos aportado al fondo del edificio para poder trasladarnos del depósito en el que la congregación se reunía desde hacía años a esta edificación, que para nosotros es nueva, con lugar para crecer. A fin de año, con todo orgullo extendí un cheque de una suma importante como aporte al precio de compra, y me sentí feliz de hacerlo.

De pie junto a Anna en la entrada posterior del santuario, en una pausa de nuestro trabajo, pensamos en nuestra iglesia y en nuestro futuro, imagino a mis hijos el día de su casamiento, intento imaginar nuestras vidas en este espacio: las oraciones protegidas entre las paredes, la luz que dejan ingresar estos ventanales, la manera en que el ladrillo a la vista encierra un límite sagrado para el trabajo de la gente, la confesión de los credos, la celebración de bautismos, el dolor de las exequias, la familiaridad de los rituales de los domingos por la mañana. Por supuesto, es simplemente un edificio. Pero también es una promesa. Este es un espacio al que perteneces, parece decir. He aquí un cuarto que será testigo de tu transformación constante, de tu confesión, de tu vida y de tu fe. He aquí tu futuro, tu hogar.

De pie y enfundada en mis pantalones de gimnasia, asintiendo junto a Anna, trabajando junto a mis queridos amigos y pastores, con la energía vertiginosa que proviene de habitar un nuevo espacio, no podía haber imaginado que, casi un año después de este día nos marcharíamos de este salón por última vez. No podía haber imaginado que dejaría voluntariamente un lugar que amaba tanto, que para seguir sosteniendo mi fe, tendría que soltar mi iglesia.

 1 Habitaciones y guiones

A veces, el lugar donde nacimos nos viene muy bien... pero si te sientes llamado a explorar una vida fuera de los límites que heredaste... no dejes que las viejas historias se interpongan en tu camino.

—James Van der Beek

La regla de las diez mil horas establece que «se necesitan diez mil horas de práctica intensiva para dominar habilidades y materiales complejos». Malcolm Gladwell popularizó esta idea en su libro best seller Outliers, y supuestamente se basó en un estudio en colaboración con Anders Ericsson, profesor de Psicología de la Universidad Estatal de Florida.

Si diez mil horas son las que se necesitan para ser experto en una destreza, el mundo entero sería experto en salir, volver a empezar y decir adiós. Toda la vida venimos haciendo todo eso. A estas alturas todos deberíamos ser expertos en saber cuándo es momento de partir y cuándo es hora de quedarse. Pero ¿y si la forma que hemos estado practicando no termina en el dominio de nuestra habilidad? Hemos hecho nuestras diez mil horas y algunas más, pero nuestra práctica es agotadora y prudente. Hemos salido de algunas habitaciones e ingresado en otras nuevas, pero a menudo sentimos aflicción, cinismo y soledad. Nos preguntamos si las decisiones que hemos tomado (o que pensamos tomar) son adecuadas.

Desde la publicación de Outliers, Anders Ericsson señaló que hay un elemento clave en la regla de las diez mil horas que Gladwell omitió: la importancia de la excelencia que tenga el profesor del alumno.1 Para considerarnos expertos, diez mil horas de práctica no son suficientes. ¿Y si estamos practicando con una técnica mala? ¿De una forma incorrecta? ¿Con narrativas equivocadas? Desempeñar una tarea durante diez mil horas sin duda ocasionará una transformación, pero la pregunta es: ¿una transformación de qué tipo?

Toda la vida hemos experimentado llegadas y partidas. Cuando tomamos este concepto de las diez mil horas y lo aplicamos a la manera en que decidimos permanecer o marcharnos, ¿nos estamos formando para la paz, la esperanza, el amor o la incondicionalidad? ¿O nuestra práctica nos conduce a la amargura, la ira, la división o el remordimiento? ¿Nos estamos convirtiendo en nosotros mismos más plenamente en el proceso? ¿O nos estamos esforzando por satisfacer a otras personas y nos perdemos a lo largo del camino?

Estas son conductas que nos hemos visto obligados a practicar pero que nunca aprendimos bien: cómo partir, cómo esperar y cómo volver a empezar. En el esfuerzo por atravesar la situación, algunos partieron demasiado pronto, se marcharon y dejaron todo a sus espaldas, sin mirar atrás. Otros se marcharon a tiempo pero no contaron con un marco de reflexión o de respaldo para saber cómo ingresar en las habitaciones que los esperaban. Algunos otros se vieron obligados a marcharse aunque querían quedarse, y se quedan preguntándose «¿Y ahora, qué?». También están los que se quedaron pero que se preguntan si no debieron haberse marchado hace mucho tiempo.

Cuando se trata de tomar decisiones importantes acerca de cuándo quedarse o marcharse, todos hemos tenido mucha práctica. Sin embargo, seguimos cuestionando nuestro lugar y nos preguntamos si lo estamos haciendo bien. Así, caminamos por el estrecho borde entre saber y no saber, donde nuestras preguntas abren la puerta a la incertidumbre sobre la pertenencia y la identidad. Este es el umbral en el que estamos parados ahora: ¿Es momento de quedarse o de marcharse? Discernir la respuesta comienza con identificar las habitaciones de nuestras vidas.

Poco después de mi nacimiento mi padre me sacó una foto, borrosa, ensangrentada y en llanto, con una mata de pelo negro. Mi mamá sabe muy bien que soy yo porque, cuando nació mi hermana tres años antes, no permitían que nadie ingresara a la sala de partos, mucho menos alguien con una cámara. Conozco esta imagen desde siempre, pero la emoción que me embarga cuando la miro no deja de sorprenderme.

La imagen propiamente dicha está descolorida en una esquina, un poco porque a fines de la década de 1970 se usaba película de color, pero también es posible que el agua la haya dañado en uno de los sótanos donde probablemente estuvo los últimos cuarenta años. Puede verse la luz de una soleada mañana de viernes que ingresa por el cuarto de hospital y un médico sin rostro con guantes verdes de látex sosteniendo mi cuerpo pequeño y enrojecido frente a la cámara.

Esta fue la primera habitación a la que ingresé, donde comenzó mi vida en la Tierra, donde la luz ingresó por la ventana, donde unas manos desconocidas y enguantadas sostuvieron mi cuerpo por primera vez. Solo somos yo, mi madre, el médico sin rostro y mi papá detrás de la cámara. No tengo palabras para volver a ver esa foto más tarde en mi vida, aunque provoca un sentimiento primitivo en mí: Esta es: la prueba de mi llegada al mundo. Siento que saber que nací en una habitación con ventana es como un regalo inesperado.

No tuve más control sobre mi nacimiento del que habrás tenido tú cuando naciste. Quizá naciste en medio del agua de la bañera con una partera, en el confiado asiento trasero de un auto en frenético movimiento o en un cuarto de hospital común con paredes de ladrillos celestes. Tal vez naciste en una camilla estéril bajo las luces del quirófano, o quizá tu primera habitación no fue tal, sino un patio al aire libre o una estación de metro. Quizá hayan escrito sobre tu nacimiento o se haya publicado un artículo por haber sido algo extraordinario.

Me considero alguien afortunado por tener una foto de este tipo para contemplar. Quizá no sepas mucho sobre el día en que naciste; tal vez te lo hayas preguntado o es algo que desearías poder saber. Si naciste en una época en la que las cámaras (o las parejas) estaban prohibidas en la sala de parto, no puedes tener esa información. Si llegaste al mundo en una familia en la que no se sacaban fotos, no tenían dinero para comprar una cámara o no pensaban en documentar esos acontecimientos; si fuiste un niño adoptado; si tu nacimiento fue traumático o lleno de complicaciones, o estuvo envuelto en misterio y secretos, es posible que hayas dejado de buscar pruebas fotográficas del día en que naciste. Quizá ni siquiera estés seguro de tu verdadero día de cumpleaños.

Sin embargo, lo cierto es que hubo un día en el que naciste, aunque solo Dios lo supiera. Aunque no exista foto que mirar, habitación que observar, campo del que aprender o voz que sea testigo. Hubo un momento de la historia en el que comenzó tu existencia, y hubo un espacio al que ingresaste por primera vez. En ese momento, llegaste respirando profundamente el primer aliento de la vida y absorbiste el aire que la habitación tuviera para ofrecer. Ese día, tu llanto no fue señal de alarma sino motivo de alegría.

Hola, pequeñín. El mundo es diferente ahora que llegaste. El día en el que naciste, el lugar donde ocurrió y la gente que estaba presente, todo ello escapó a tu control. Fue tu primera habitación.

A partir de la primera habitación, nuestras vidas son una colorida danza de ingreso y egreso de habitaciones, a veces con alegría: una ceremonia de promoción a jardín de infantes, el cierre de una temporada deportiva, la graduación de la secundaria, y acontecimientos posteriores como casamientos, nacimientos y jubilaciones. El confeti vuela por el aire, suena la música y experimentamos una sensación de orgullo, de avanzar con confianza, mezclada con una especie de tibia tristeza porque nuestro tiempo en esa habitación llegó a su fin. Reunimos nuestros recuerdos, los guardamos muy bien y avanzamos hacia otras habitaciones, según lo previsto.

En otras ocasiones nos marchamos de las habitaciones en estado de confusión, sufrimiento y soledad, deseando que no fuera de este modo pero sabiendo que es hora de partir. A veces, el solo hecho de aparecer y decir la verdad hará que nos expulsen de una habitación en la que estuvimos toda la vida, sin poder hacer preguntas. Quedamos varados en un pasillo sin tener adónde ir, con las manos vacías, el corazón destrozado y acusaciones flotando en el aire. Hablar de estos pasillos liminares quizá sea lo más difícil: se trata de espacios que no son habitaciones, no tienen comienzo ni final. (Hablaremos más sobre estos pasillos en la parte 2).

Cuando algo termina, lo primero que suponemos quizá sea que algo salió mal. Pero ¿y si por fin algo salió maravillosamente bien? Tal vez el binomio bien/mal ya no sea apropiado. Quizá el cuarto era azul y ahora queremos que sea verde. Y hemos necesitado el azul durante mucho tiempo; nos nutrió y cuidó; el azul era consuelo y alegría, un lugar acogedor para descansar y un sitio seguro para ser nosotros mismos. Pero ahora el azul parece frío, nos inquieta y anhelamos un tono diferente, o ninguno. Quizá no sepamos por qué, tal vez no exista un motivo discernible; quizá nunca lo sepamos. A veces no hay historia. A veces solo están nuestras vidas, que se desarrollan sin explicación ni comprensión, tareas cotidianas mezcladas con decisiones importantes, hitos marcados después del hecho.

Existen innumerables habitaciones que todos habitamos, e innumerables motivos por los que quizá queramos abandonarlas. Quizá estés pensando en irte de tu casa actual para estar más cerca de tu familia, aceptar un nuevo empleo, o recibir a un nuevo miembro de la familia. Tal vez debas mudarte porque te casas, vuelves a casarte, te divorcias, te jubilas, o alguien a quien amas muere. Quizá renuncies a un trabajo para quedarte en casa con tus hijos o tus padres, porque cambias de vocación, sigues a tu pareja, debes ganar más dinero, fundas una empresa, te despiden, te echan, te dan licencia, o simplemente cambias de opinión. Quizá sufras por una pérdida que no elegiste, la de un amor o de una amistad por muerte, política, religión, falta de comunicación, o simplemente comienzas una nueva temporada de tu vida.

Este libro trata sobre esas habitaciones y pasillos, un libro en el que se nombra y descubre lo que sucede en esas habitaciones, cómo discernir cuándo es momento de partir y cuándo conviene quedarse. Porque sabemos que algunas habitaciones son adecuadas para nosotros y otras no lo son. Sin embargo, se vuelve complicado cuando una habitación a la que solíamos pertenecer ya no nos conviene.

A partir de nuestra primera habitación, nos hemos mudado al ritmo saludable y humano de salir de las habitaciones y encontrar otras nuevas. Así es siempre y así se supone que debe ser. Entonces ¿por qué tenemos tantas preguntas? ¿Por qué es tan difícil aceptar el cambio o ser la que abandona una habitación primero? ¿Cómo sabemos cuándo es momento de quedarse o de marcharse? ¿Quién nos enseñará a retirarnos bien y a decir adiós? Quedarse y marcharse es como se supone que debe ser. No eres la excepción. No tiene nada de malo que sientas que ya no perteneces a un lugar. Sin embargo, ese sentimiento por sí solo quizá no te lo diga todo. Podría significar que es hora de mirar bajo la superficie del cuarto y el guion que lleva consigo.

Dos veces por año viajo desde mi casa en Carolina del Norte hasta Wichita, Kansas, para dar clase como profesora residente durante una semana en una pequeña universidad de artes liberales. Estuve a punto de rechazar este trabajo porque no imaginaba un mundo en el que tuviera la experiencia suficiente como para equipararme a hombres graduados en Yale y Princeton. Aunque nadie me pedía que fuera la teóloga más inteligente, me sentía intimidada, y casi me convencí a mí misma de rechazar la propuesta. Pero acepté, porque no solo se aprende en la escuela, y parecía que estaban interesados en lo que mi personalidad irradiaba de Dios.

Como directora espiritual y profesora adjunta, tengo la tarea y el honor de hacer espacio a los estudiantes que obtienen sus maestrías en formación y liderazgo espiritual. No está establecido en ningún contrato, pero una de las tareas que me impongo a mí misma durante estas residencias de una semana es hacerlos entrar en la habitación. Puede parecer algo insignificante, especialmente en el mundo académico, repleto de cátedras de teología y conversaciones grupales dinámicas. Sin embargo, nuestro modo de entrar en una habitación amerita cierto estudio, ya que afecta a todo lo que allí sucede. Existen tantas maneras de entrar en una habitación como personas presentes en la habitación. Y la misma cantidad de maneras hay para salir.

En cuanto a las habitaciones a las que ingresamos a lo largo de la vida, parece que todos hacemos lo mismo. En general hay una sola manera de entrar, a veces es a través de varias puertas en un pasillo, desde un patio, un estacionamiento o un cuarto contiguo. Tal vez haya una hora establecida para llegar a la casa, al lugar de adoración, a la oficina, al auditorio, al teatro, a la clase, al tribunal o al gimnasio. Es cierto que tal vez lleguemos a la misma hora del día, el mismo día del año, al mismo espacio, al mismo código postal, y que nos reunamos bajo el mismo techo. Pero el error que cometemos es creer que todos ocupamos la misma habitación. Físicamente, quizá sea cierto, pero hay historias y existencias enteras vividas hasta este momento. Hay relatos y problemas de relaciones en juego, como también recuerdos y más recuerdos en libertad justo debajo de la superficie. No solemos ser conscientes de ello, pero es una realidad que deberíamos tener en cuenta, porque ocurrirá de un modo u otro. Cuando eso suceda, nuestra confusión será grande si empezamos creyendo que estábamos en la misma habitación que los demás, cuando en realidad no es así. Nuestra manera de ingresar a las habitaciones depende de cómo nos formaron.

En el transcurso de la semana en estas residencias para graduados, los grupos se reúnen en un centro de retiro católico (aunque no somos un grupo católico), en un salón grande y sin ventanas. He pasado muchas horas en este salón, como estudiante y como facilitadora-conferencista. El primer día de la residencia con un grupo nuevo de treinta estudiantes, siempre presto atención a cómo entran en el salón. Sé que esa semana, algunos llegarán más temprano todos los días para dejar un cuaderno o una chaqueta en su silla con el objetivo de reservar el asiento en el que quieren sentarse. Sé que algunos estudiantes permanecerán de pie en el fondo del salón justo antes de ir a almorzar, porque estar sentados toda la mañana escuchando enseñanzas, por más fascinantes que sean, es excesivo para sus cuerpos, ya sea debido a su personalidad, a una lesión pasada, a un dolor crónico o a la simple incomodidad. Sé que, durante al menos una noche de esa semana, este salón de retiro se convertirá en una improvisada sala de juegos, donde estaremos vestidos con ropa cómoda y compartiremos refrigerios, gritaremos y jugaremos a las adivinanzas o mantendremos discusiones de pecera. Pero a la mañana siguiente volveremos al silencio reverencial, transformados nuevamente en alumnos meditativos.

Sé que, al concluir la semana, los alumnos saldrán de este salón con una experiencia compartida, pero no con la misma experiencia. Coincidirán en algunos recuerdos, y tendrán cuadernos o portátiles repletos de notas, citas y referencias para los artículos que deberán escribir. Cuando se retiren, la experiencia que se lleven dependerá de la que trajeron consigo, incluidas sus impresiones (positivas, negativas o neutrales) de los centros de retiro, del catolicismo, de los íconos, de Kansas, de los salones sin ventanas, del aroma a café, de sus expectativas acerca de cómo debería ser la escuela de posgrado. Su experiencia de la semana se verá influida por su niñez, su género, su tradición religiosa determinada, si se sienten cómodos conversando con otras personas que quizá no estén de acuerdo con ellos, su experiencia con grupos pequeños, o si yo o cualquiera de los demás docentes les recordamos a alguien de su pasado. Su manera de entrar en la habitación depende de lo que haya sucedido en el último cuarto del que salieron: si en casa dejaron a un niño difícil, si en el trabajo deben cumplir pronto con un plazo importante, una desavenencia con un amigo que los espera a su regreso. Nuestra forma de entrar en las habitaciones depende de cómo nos formaron. Y cómo entramos en las habitaciones tiene impacto en lo que sucede una vez que llegamos.

En su libro The Art of Gathering, Priya Parker, autora y facilitadora capacitada, escribe que todas las habitaciones vienen con guiones. Cada habitación tiene una historia, pero esta es diferente según quién sea la persona y en qué habitación se encuentre. Por ese motivo, podemos estar todos en la misma habitación pero no tener todos la misma experiencia de ese lugar.

Antes de poder discernir si es hora de marcharnos de una habitación, es importante nombrar los guiones que acompañan a los cuartos en los que nos encontramos. Estos guiones tienen peso, ya que resumen los patrones de comportamiento aceptable en esas habitaciones, la forma esperada de estar dentro de esas paredes, como también el matiz de nuestras propias experiencias en las habitaciones.

Imaginemos por un momento todas las distintas habitaciones que conocemos: salones religiosos, políticos, educativos, de atletismo, de atención médica, de empresas, de familias. Luego imaginemos los distintos guiones, o los comportamientos esperados y aceptados que acompañan a estas habitaciones. Algunas partes de los guiones serán iguales para todos. En el aula universitaria, el guion podría incluir (entre otras cosas) respetar el diálogo, el debate, la sensatez, el orden, la clase y el aprendizaje. El aula de preescolar tiene un guion más colorido, con espacio para juego, creatividad y siestas.

El salón de atletismo otorga un valor importante al esfuerzo, a la aptitud física, al trabajo en equipo, al acondicionamiento, a la práctica y a la victoria. La política tiene su propia serie de reglas, lealtades y expectativas, similar a la de la habitación del espíritu empresarial, con su ajetreo y sus guiones estratégicos. Algunas habitaciones religiosas otorgan un gran valor al silencio y a la contemplación, y ese es el guion que se espera que sigamos, mientras que en otras hay bailes y gritos entre sus naves. Ambas son habitaciones religiosas, con guiones totalmente distintos.

Las habitaciones pueden tener guiones diferentes para cada uno de nosotros, según nuestra familia de origen y nuestra experiencia de vida en particular. Estas habitaciones son únicas y están impregnadas de nuestra situación social, identidad racial, afiliación religiosa y formación educativa. Tenemos guiones que memorizamos desde nuestra más tierna infancia, cosas que quizá nadie dijo nunca pero que sabemos porque están integradas a nuestro propio sistema familiar. Tu guion familiar consta de ritmos particulares, por ejemplo: No debemos preguntarle al abuelo sobre su época en la guerra o Cuando alguien repite siempre la misma anécdota, debemos reírnos. Tus familiares quizá cuenten calorías, tengan mal genio, guarden secretos o sean rencorosos. Tal vez sean buenos, callados, religiosos, divertidos, cumplidores o disfuncionales. Quizá los guiones que te entregaron en los lugares donde creciste se adaptan muy bien a tu personalidad. O tal vez has estado saliéndote del guion toda tu vida.

Si la vida fuera una casa, cada habitación tendría una historia. Piensa en esas habitaciones donde te sentiste más pleno y libre, donde te sentiste maravillosamente tú mismo. Los más afortunados podemos señalar alguna habitación de nuestra niñez. En mi caso es la luz de una mañana de verano que inunda los suelos de madera noble de mi dormitorio de niña, mi hermana cerca de mí, el gato Ivy durmiendo sobre la cama. Adornábamos unas improvisadas casas para las Barbies con una mezcla de muebles de muñecas comprados en la tienda y elementos de la casa: una fina toalla de flores que hacía las veces de alfombra, una diminuta planta improvisada era el ficus de Barbie, y un sofá y una silla de plástico rosa que nos regalaron para Navidad. En ese dormitorio de Columbus, Indiana, que compartía con mi hermana, sin puertas en la habitación ni en el armario, compartíamos una cama y yo dormía contra la pared para no caerme en mitad de la noche. Esa fue una habitación en la que me sentí plena.

A partir de allí, hubo otras habitaciones en las que sentí la misma sensación de plenitud y paz. Cualquier habitación en la que imparto clases o me reúno con un pequeño grupo de personas durante un período prolongado, para relacionarme con ellas y aprender de ellas, es una habitación a la que siento que pertenezco. En una habitación llena de escritores y creadores, personas que logran ver los hilos detrás de lo evidente, que unen los puntos que otros no siempre ven, esa es otra habitación que me atrae. Cuando ocupo la silla de orientadora espiritual y soy testigo de la vida interior de otra persona, le cedo espacio mientras la persona nombra cosas visibles e invisibles, en busca de señales de Dios, aquí es donde me siento más plena. Recuerdo un día común y corriente: cuando mi esposo John y nuestros tres hijos, que en esa época iban a la escuela primaria, miraban nevar desde la ventana del salón de nuestra casa, los niños exhaustos de jugar al aire libre, con sendas tazas de chocolate caliente, mientras en el televisor seguían los dibujos animados. En esta reconozco otra habitación a la que pertenecí y en la que ayudé a crear pertenencia para los que amo.

Cuando repasas tu vida, puedes señalar algunas habitaciones (o, por lo menos, esquinas de habitaciones) donde te sentiste tú mismo más plenamente, donde tu mente, corazón y cuerpo se sintieron integrados y alineados; donde puedes sentarte —no solo afuera, sino también dentro— y saber que tienes un lugar en la mesa.

Por supuesto que no todas las habitaciones son como esta. Hubo algunas en las que solo puse un pie dentro para darme cuenta sin demora de que este no era un lugar para mí. Una vez formé parte de un comité, y pensé que sería algo bueno para mí. Me encantaba lo que representaban y a quién apoyaban. Sin embargo, apenas empecé a compartir mis ideas y mi punto de vista, supe rápidamente que mis palabras no eran bien recibidas. Afortunadamente, tuve la sabiduría suficiente para agradecer y despedirme, y salir de esa habitación para siempre. No era una mala habitación, pero no era adecuada para mí.

Si sueles ser una minoría en una habitación, quizá estés más habituado que la mayoría a leer las habitaciones en las que te encuentras para decidir si tu voz y tu presencia son bienvenidas en ese espacio; por ejemplo, si eres la única persona BIPOC (persona negra, indígena u otra persona de color) en tu lugar de trabajo, o la única mujer en una habitación donde solo hay hombres. Si eres becario en una sala de juntas de profesionales, alguien soltero en un grupo de parejas o un estudiante sordo en una clase para alumnos oyentes, probablemente hayas desarrollado habilidades de observación y discernimiento. Si eres constantemente «el único» en un espacio, nadie tiene que enseñarte a interpretar las habitaciones en las que te encuentras, ya que lo has estado haciendo toda tu vida.

Tal vez las decisiones más difíciles de tomar acerca de las distintas habitaciones de la vida sean aquellas referidas a las que amamos y que nos han amado. Hemos memorizado estos espacios y podríamos andar por ellos a oscuras y sin tropiezos. Conocemos a las personas que los habitan; ellos nos conocen. Entendemos los procesos y las reglas, tanto explícitos como tácitos. Estas son las habitaciones en cuyo sofá nos acurrucamos descalzos, donde permanecimos hasta altas horas de la noche, relacionándonos, riendo y escuchando compasivamente.