Con ojos nuevos - Alessandra Borghese - E-Book

Con ojos nuevos E-Book

Alessandra Borghese

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Beschreibung

La autora es heredera de uno de los más ilustres linajes de la nobleza romana, cuyo apellido campea con letras enormes en la fachada de la basílica de San Pedro. A los dieciséis años, el atroz suicidio de un íntimo amigo en plena calle, que presencia ella impotente, marca su juventud y la impulsa a independizarse. Acabada la carrera se traslada a Nueva York, donde compagina un serio trabajo en American Express con las más azarosas movidas. Allí se casa con un rico armador griego, del que se divorcia dos años después. Vuelta a Italia, promueve exposiciones de arte, muy bien acogidas por el público y la crítica. Su casual encuentro en 1998 con una rica princesa alemana, antigua compañera de correrías en su época neoyorkina, señala el inicio de un cambio radical de vida, que la lleva a mirar "con ojos nuevos" todo lo que le rodea.

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ALESSANDRA BORGHESE

CON OJOS NUEVOS

Un viaje a la fe

Undécima edición

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Con occhi nuovi

© 2006 byAlessandra Borghese

© 2023 de la versión española realizada por José Ramón Pérez Arangüena,by EDICIONES RIALP, S. A., Manuel Uribe 13, 28033 Madrid.

Primera edición: Mayo 2006

Undécima edición: Junio 2023

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-6465-1

ISBN (edición digital): 978-84-321-6466-8

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A mi padre

Mi particular agradecimiento a Rosanna Brichetti Messori, por haberme ayudado, sostenido y confortado a lo largo de la redacción de este texto

ÍNDICE

PRÓLOGO

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

SEGUNDA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

TERCERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Epílogo

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Agradecimientos

Índice

Comenzar a leer

Notas

PRÓLOGO

Manda el protocolo que, en el membrete de las invitaciones oficiales, en las ocasiones solemnes, se me designe con el nombre que me han conferido los siglos: Donna Alessandra Romana dei Principi [de los Príncipes] Borghese.

Cuando camino por Roma, mi mirada recorre las fachadas de grandes y antiguos palacios, donde aparecen el águila imperial y el dragón: los blasones de mi familia. Por las mañanas, saco a pasear a Pucci, una deliciosa Jack-Russel, por los viales de uno de los más bellos parques urbanos del mundo: Villa Borghese, cedido por mi tatarabuelo al Rey de Italia, quien a su vez lo donó a su Capital. Y este mismo apellido que llevo campea con letras enormes, por voluntad de Camillo Borghese, Romano Pontífice con el nombre de Pablo V, en la fachada de la basílica de San Pedro del Vaticano. El Papa, todavía hoy, va todos los años a la basílica de Santa María Mayor, el día de la Inmaculada, a rezar en «nuestra» capilla.

Soy consciente del privilegio y de las responsabilidades de cargar sobre mis espaldas con tanta historia. Y no soy tan superficial o tan demagoga como para considerarlo irrelevante.

En estas páginas, sin embargo, únicamente es Alessandra quien habla: toda distinción de linaje y de clase resulta ridícula ante el Misterio en el que cada vida está inmersa. La de un ser anónimo y la de una princesa. No tenemos, todos, más que un solo Padre.

Y, todos, no somos más que hijos necesitados de perdón, de comprensión, de cariño, de esperanza. Cada cual, ciertamente, con su propia historia. Pero cada uno bajo una mirada donde conviven misericordia y justicia.

Sabía –y, al iniciar esta narración, lo sé aún mejor– que hablar de una misma es difícil y arriesgado.

Difícil, porque un pudor instintivo te permite revelar sólo a los más allegados, y acaso ni siquiera a ellos, las experiencias y las emociones más hondas de tu vida. Tenemos en el corazón una especie de cofre, donde cada uno de nosotros atesora con sumo cuidado lo bueno y lo malo que le pertenece, y que nos cuesta enseñar al recién llegado. Es nuestro ser más íntimo, al que precisamente por eso resguardamos de miradas indiscretas y desconocidas. Abrirlo, mostrarlo a todos, de modo que lo puedan conocer, y consiguientemente juzgar, es difícil, porque viene a ser como desnudarse en público. En ocasiones resulta incluso doloroso, pues desvela cosas de ti que más bien desearías mantener ocultas.

Y es también arriesgado, porque manifestar los secretos de la propia vida te expone a cualquier tipo de reacción. Habrá quien se vea reflejado en lo que dices y entre en sintonía contigo. Y quien se quede sorprendido, al conocer aspectos que antes ignoraba. Pero habrá igualmente quien piense que este abrirte, este airear tu vida y tu experiencia ante muchos, es más bien fruto del exhibicionismo, de la vanidad, de un excesivo afán de aparecer.

Pienso que todas estas reacciones, también las negativas, son inevitables; y que el único modo de afrontarlas consiste en actuar con la máxima sinceridad y humildad posibles. Con la audacia necesaria para contar la que constituye, por otra parte, una insuprimible experiencia interior.

Sí, éste es el punto clave. He decidido escribir este libro impulsada por un solo motivo: lo necesitaba, no podía menos que hacerlo. Desde hace algunos años, mi vida ha cambiado en las formas exteriores, pero mucho más en lo interior. He reencontrado con plenitud una fe cristiano-católica, nunca extinguida del todo, pero ciertamente comprimida y arrumbada en un remoto rincón del corazón. No podía callar por más tiempo, ni contentarme con comunicar lo acontecido solamente a unos cuantos amigos.

Sentía la necesidad de dárselo a conocer a muchos, para que también ellos puedan abrirse a la Esperanza que ahora alberga mi corazón. Y hacerles comprender que se trata de un regalo que está igualmente a su entera disposición. Quería ofrecer un sencillo testimonio de cómo y por qué una vida puede salir de ahí transformada. También la de una persona como yo, que, por su origen y posición social, a la mayoría puede resultarles lejana, diferente de lo común, y rodeada y sostenida por atávicos privilegios que parecen hacerle fácil y acolchada esa vida. En cambio, de ningún modo ha sido así.

Poco a poco, a medida que crecía y me percataba de la tradición que me precedía y en la que me hallaba inmersa, sentía orgullo y alguna vez arrogancia, pero también una especie de miedo, de angustia sutil. No resultaba sencillo conciliar la prestancia de la estirpe a la que pertenecía con mi persona. Intuía que me aguardaban cometidos exigentes. Me turbaba, sobre todo, otro aspecto: al escuchar los relatos de familia y estudiar la historia de mis ancestros supe bien, y progresivamente mejor con el paso de los años, de dónde procedía. Aprendí, cada vez con mayor soltura, a moverme con destreza en la larga cadena de hombres y mujeres que, partiendo de Siena, echaron sólidas raíces en Roma, hasta llegar hasta mí. Ahora bien, si sabía de dónde provenía, no tenía claro en cambio a dónde me dirigía, a dónde conducía todo esto, cuál era el objetivo final de esta importante historia pública y privada.

Durante largos años he buscado respuestas tirándome de cabeza a la vida, sacando fruto con energía y –debo reconocerlo– con cierta audacia a las muchas posibilidades que se me ofrecían. Sin embargo, cada vez me daba más cuenta de que todo eso no era suficiente. Y ello porque –conviene decirlo, para disipar prejuicios– en algunas situaciones de la vida no hay privilegios que valgan: la posición social o la alcurnia ayudan poco o nada. Es más, tal vez pueden resultar un obstáculo. Cuando lo que se busca es un sentido a la vida y a la muerte, todos al fin somos iguales, todos experimentamos el mismo desasosiego, las mismas ansias, y sentimos especial necesidad de ser acogidos y amados. Todos querríamos oír que nuestros esfuerzos, nuestro empeño por construir algo grande y bueno en esta vida, no acabarán en la nada, sino que tendrán continuidad, siquiera de un modo misterioso. Sin esta esperanza, todos, con título nobiliario o sin él, famosos o anónimos, nos sentimos infelices e insatisfechos.

Pertenecer a una clase privilegiada, poseer medios, ser de estirpe aristocrática, tener cultura y alcanzar éxitos profesionales puede parecer decisivo e importantísimo, hasta el punto de suscitar envidias, cuando no odio social. Sin embargo, y lo digo por experiencia, si no tienes ese sutil rayo de Luz que te indica el camino y te atrae hacia sí, todo eso se convierte en una peligrosa jaula que amenaza con aprisionarte, porque puede crear en ti la ilusión de que te es suficiente para realizarte de veras. En tal caso, en efecto, corres el riesgo de pensar que, con los medios de todo tipo que tienes a tu alcance, puedes bastarte a ti mismo, puedes ser autosuficiente, puedes no necesitar a Dios. Pero no es así. En absoluto es así.

Estoy en condiciones de asegurarlo porque yo misma lo he experimentado a mi propia costa. Así, al tiempo que requerida y cortejada por muchos, en Roma y en el mundo, viajaba, trabajaba, amaba, cosechando éxitos, y también golpes muy dolorosos, cada día sentía con mayor ardor, aunque intentase negarlo, una sutil inquietud. Una angustia que me mantenía continuamente en alerta y en constante movimiento, como si tuviese miedo de pararme y mirarme dentro. Por fortuna –lo he comprendido después–, no jugaba yo sola. Me acompañaba, con dulzura y perseverancia, Alguien que me amaba de verdad y permanecía expectante. Fue una lucha a veces ardua y dolorosa que, al fin, desembocó en un encuentro pleno de alegría, que continúa todavía hoy.

Ciertamente, la fatiga de vivir, con sus momentos gozosos y tristes, no ha terminado. Ahora, como en otros tiempos, sé bien de dónde provengo, con una percepción aún más clara que entonces de que los privilegios siempre traen consigo deberes. Sin embargo, a diferencia de antes, ya no ignoro a dónde me dirijo. Ahora conozco dónde puedo obtener fuerza, esperanza y luz para mi existencia. Al igual que sé que esta fuente de vida mana indistintamente para todos, sin discriminación alguna.

También yo, como la Samaritana, recalé en el momento preciso, agotada y sedienta, junto al pozo de Sicar. También yo, como ella, tuve un encuentro decisivo y descubrí un Agua Viva con la que aplacar cada día mi sed. De esto y únicamente de esto quiero hablar: de lo que precedió a aquel momento y de lo que ha venido después. De estos ojos nuevos con los que se me ha concedido mirarme a mí misma y al mundo. Del estupor que acompañó y todavía acompaña el hallazgo del Misterio de amor que envuelve la vida, la penetra, la sostiene, y le da un significado que, desde esta tierra, llega hasta la eternidad.

* * *

El paso decisivo, con el que se inició el cambio, aconteció casualmente en un fin de semana de mediados de agosto de 1998. Casualmente, claro está, para nosotros que tenemos una visión estrecha, con frecuencia cerrada a todo lo que sobrepasa nuestro pequeño horizonte. Casi nunca tomamos en cuenta el Misterio que nos circunda y a la vez nos supera, que nos mantiene en vida al tiempo que nos solicita, nos guía y nos inspira. El Misterio, en una palabra, que los cristianos denominamos Providencia.

Y bien, creo que exactamente algo de este género ocurrió en aquellos días en Alemania, en el castillo de Tuzing, junto al lago Stamberg. La Providencia se preparaba para tirar de la red. Quería sacarme de las aguas estancadas en que me había enfangado durante largo tiempo, para llevarme a otras, más ricas y transparentes.

El castillo de Tuzing, al igual que otros varios, es propiedad de los príncipes von Thurn und Taxis, uno de los más nobles e ilustres linajes de Europa. Diez años antes, cuando trabajaba en Nueva York, me había hecho muy amiga de Gloria, la jovencísima mujer del príncipe. Era una persona llena de ganas de vivir, veleidosa y despreocupada, famosa por sus originales peinados, razón por lo que era conocida como «la princesa punk». Nos divertimos mucho juntas en las discotecas de Nueva York, que entonces eran sin lugar a dudas las más interesantes del mundo, por la increíble mezcolanza de gente con que podías tropezarte: las grandes estrellas del rock, artistas de vanguardia, actores famosos, así como jóvenes curiosos como nosotros en busca de pura diversión. Después, la vida nos distanció durante casi diez años.

En mayo de 1998, de un modo por completo imprevisible, coincidí nuevamente con Gloria en el vestíbulo de un hotel, siempre de Nueva York. Yo me encontraba allí con Francesco Rutelli, alcalde de Roma, quien me había otorgado un cargo de confianza: consejera especial de cultura y turismo, también con vistas al Jubileo del año 2000. Habíamos viajado a la ciudad americana con un grupo de artistas italianos contemporáneos, entre ellos Cucchi, Chia y Ontani, para una exposición en la sala Fendi.

Gran alegría me produjo reencontrar a mi amiga de antaño. Decidimos volver a vernos pronto. Ella me citó para los días del Ferragosto1 en el lago Stamberg. Acepté.

Recuerdo perfectamente que el 15 de agosto de aquel año cayó en sábado. Llegué el martes anterior. Pasé toda la jornada del miércoles practicando deporte, dando largos paseos por las orillas del lago y jugando a las cartas con Gloria y otros amigos allí presentes. Tan sólo tenía la pega de la elección: tenis, esquí acuático, montar a caballo, golf. A mí me gustaban todos y los había practicado desde pequeña.

A la mañana siguiente, jueves, Gloria propuso a sus huéspedes un programa diferente: nos invitó a ir a Misa con ella y su familia. Consideré el asunto con despego: iría por cortesía. Yo quizás era todavía creyente, pero muy fría y lejana. Y ciertamente no practicante. Como me disgustaban los formalismos, procuraba eludir, si podía, las ocasiones que implicaban la asistencia a ritos religiosos. Las aceptaba exclusivamente cuando me lo imponían las reglas de la buena educación. Tal era el caso de la invitación de Gloria. Fui, pues, a Misa con los demás, y todo acabó ahí. Las vacaciones continuaron luego como el primer día: volcados en nuestras diversiones deportivas y mundanas.

El sábado siguiente, Ferragosto, era fiesta de nuevo, también religiosa. Era la gran celebración de la Asunción de la Virgen, día en que se festeja el triunfo de una mujer, María de Nazaret, que, con su disponibilidad a Dios, hizo posible la encarnación de Jesús y la salvación que Él nos alcanzó. Salvación ya visible en Ella, pues fue glorificada también en su cuerpo y, por ello, asunta al Cielo.

De todo esto yo entonces sabía más bien poco o nada, pero me asombré todavía más que la primera vez cuando Gloria nos reunió de nuevo y nos invitó a acompañarla a Misa. Prevaleció siempre la buena educación. Sin embargo, a diferencia de la vez anterior, a la necesidad del fair play, de no quebrantar las reglas de la hospitalidad, se le unió muy pronto un distinto estado de ánimo, con el que proseguí los días siguientes. Me sorprendió mucho esta asiduidad en frecuentar la iglesia y en participar en la Misa, no sólo el domingo, sino incluso la festividad precedente, tan inmediata en el tiempo. Me pareció curiosa esta invitación –amable, pero firme– dirigida a los huéspedes, este programa de vida en el que la Misa ocupaba un puesto preponderante, que no cedía ni ante el deporte ni ante los demás tipos de entretenimiento que, desde luego, no faltaron a lo largo del día.

Intuí que para Gloria y su familia se trataba de un asunto importante, sentido de veras, más allá del puro respeto formal de una tradición aristocrática. Con mayor motivo cuanto que todos ellos parecían vivir este hecho con gran naturalidad, con sencillez, diría que con una alegría contenida pero evidente. Así las cosas, la participación en el rito sagrado, que más tarde he comprendido que es el corazón del cristianismo, no la percibí como una especie de medalla colgada al cuello de mis anfitriones, que uno se pone durante un rato para después quitársela y volver a meterla en un cajón. La consideré, más bien, como un traje que uno viste habitualmente y se lleva con comodidad y soltura.

Comprendo que todo esto pueda asombrar a quien tiene familiaridad con la fe. Sin embargo, para mí resultó entonces un descubrimiento desconcertante, que me dio mucho que pensar y acabó provocando un vuelco de mis ideas.

El linaje de los Borghese alcanzó su culmen justamente cuando uno de sus miembros, Camillo, fue elegido Papa y tomó el nombre de Pablo V. La tradición de la familia se enraíza, pues, en la fe cristiana; católica, más en concreto. Los Borghese formaban parte de la llamada «aristocracia negra», que durante siglos desempeñó las tareas del servicio noble a la sede pontificia. También papá y mamá nos educaron conforme a la tradición. Yo me formé en colegios religiosos hasta el final del bachillerato. No obstante, desde la adolescencia me fui distanciando progresivamente de todo ese mundo, sin mostrar jamás un verdadero interés por la fe. Es cierto que rezaba alguna vez, aunque naturalmente sólo para pedir favores y sin auténtica convicción. Nunca me planteé en serio el problema de Dios. Creía en su existencia, pero en el fondo no me importaba nada de Él. Vivía, en la práctica, como si no existiese. Además, con los años fue creciendo en mí un sentimiento de crítica y de desafecto hacia la Iglesia y hacia los que la componen. La consideraba una institución rígida, polvorienta y anticuada, imposible de conciliar con la vida moderna, con un pensamiento abierto y tolerante.

Debo reconocer que, en el fondo del corazón, tal vez la convicción era diferente. De cuando en cuando algo trataba de salir a la superficie, de aflorar en mi conciencia. En diversos momentos de particular sufrimiento, que ciertamente no faltaron en mi entonces corta vida, tentada estuve de abrirme e incluso llegué a pedir ayuda. Cerca anduve de confesar que algo no iba bien en mi forma de vivir. Sin embargo, una y otra vez ahogué drásticamente cualquier deseo de profundización, acallé –a veces hasta con violencia– las recriminaciones de mi conciencia. Mi resistencia, influida también por el ambiente en que me desenvolvía, era demasiado fuerte. Practicar la religión no estaba en absoluto de moda. Esto era algo que formaba parte de las reglas no escritas, pero tácitamente vigentes y observadas por la juventud rica en títulos, en posición social y en patrimonio con la que me codeaba.

Para mí, e igualmente –creo, sin pretender juzgar– para cualquiera de los que frecuentaba, los valores que contaban eran distintos: emprender y sacar adelante un trabajo prestigioso y rentable; cultivar relaciones internacionales con las familias más boyantes del planeta, incluidas las reales; interesarse –más allá de los negocios– por la cultura, por el arte…, pero nunca por la religión, y menos aún por la católica, considerada la más cerrada y moralista de todas.

Cuando Juan Pablo II fue elegido Papa, yo era aún adolescente. El cónclave me pilló en Roma. Aquel día, en cuanto me enteré de que había fumata blanca, salí en moto a toda prisa con mi hermano hacia la Plaza de San Pedro. Fue un momento de alegría y de entusiasmo, naturalmente más emotivo que reflexivo. Lo recuerdo muy bien.

Alguna que otra vez, durante su pontificado, este Santo Padre venido del Este atrajo mi atención, sobre todo cuando se dirigía a los jóvenes, como yo lo era, hablándoles de Jesucristo con gran libertad y proponiéndoles ideales exigentes. A punto estuve de caer rendida en más de una ocasión. Pero todo se desvanecía luego rápidamente: en cuanto pensaba en la moral católica, que entonces sólo me parecía un conjunto de reglas rígidas, frías e imposibles de cumplir.

Creo que resulta comprensible, pues, mi sorpresa ante el comportamiento de Gloria y de sus hijos, ante esa fe católica mostrada sin reservas ni vergüenza, no como un acto formal, sino como un aspecto importante de la vida. Eran personas de mi propio ambiente y, por tanto, de las que se saben bien las reglas. De Gloria, además, conocía su vivacidad y sus ganas de vivir, su capacidad de desenvolverse con gran señorío, al tiempo que con una pizca de fascinante anticonformismo: una princesa moderna, pero a la vez inserta en la tradición. ¿Por qué se comportaba de aquella manera? Entendí que, en los años en que no nos habíamos visto, ella había dado un gran cambio. Su marido, el príncipe von Thurn und Taxis, mucho mayor que ella, había muerto pronto, en 1990, dejándola con tres hijos, un patrimonio y un linaje que asentar de nuevo. Era probable que esto hubiese hecho emerger en ella aspectos que yo desconocía.

No conseguí olvidar los pocos días pasados junto al lago alemán, ni las emociones que allí había experimentado. Tanto más cuanto que Gloria me citó para el otoño siguiente de nuevo en Alemania, pero esta vez en su castillo de Regensburg, con motivo de la inauguración del Museo Thurn und Taxis. Tras el fallecimiento de su marido, Gloria había subastado joyas, platería y obras de arte de la familia, para pagar los impuestos de sucesión. Esto ocurrió en 1993. El mayor de los compradores, el Estado bávaro, decidió conservar tales bienes, pertenecientes a una de las estirpes más históricas de Alemania, y con prontitud llevó a cabo el proyecto de integrarlos en un nuevo museo, anexo a uno de los castillos propiedad de la familia: el de Regensburg, precisamente.

Acudí. Entre los festejos de la inauguración estaba prevista una cena. Con un tono estudiadamente mundano, Gloria me dijo que había pensado situarme junto a un joven monseñor, Michael Schmitz, renano, ordenado sacerdote por el entonces Cardenal Ratzinger en su primer año como Prefecto de la Congregación de la Fe; esto es, en 1982. Con él –agregó– podrás hablar de Roma, pues la conoce bien por haber estudiado allí. Acepté, no sin cierta curiosidad.

Tampoco esta vez dejé de sorprenderme. Aquel sacerdote, todavía joven, era de buena presencia y aspecto cuidado, e iba muy elegante con su sotana. Además, era cultísimo, afable, capaz de conversar con desenvoltura con una mujer joven, un tanto altiva y resabiada, como yo lo era entonces. Reímos, bromeamos y hablamos de Roma, de mi familia y de muchos otros temas, incluso de una llamativa alhaja con la que me adornaba. Era una cruz que había encargado hacer a Luigi Scialanga, orfebre de Roma, con unas piedras preciosas sin pulir que me había comprado en un viaje a América del Sur. Le dije que no sólo poseía esa cruz, sino muchas otras diferentes, todas ideadas por mí, porque las coleccionaba. Esto impresionó a Monseñor Schmitz. Y, ahora que lo pienso, también me impresionó a mí. En aquellos años, la cruz no era una joya o un adorno de moda. Ninguna mujer la llevaba. ¿Fue el corazón el que me inspiró escoger ese símbolo? ¿Fue una apertura, inconsciente, al gran misterio de aquella Cruz –en este caso de madera basta, sin pulir, pero mucho más valiosa– izada en el Gólgota y que no mucho después redescubriría inesperadamente?

Tras el encuentro con aquel sacerdote, muy pronto caí en la cuenta de que de nuevo mis prejuicios habían recibido un duro golpe. La fe cristiana, a diferencia de lo que hasta entonces yo pensaba, parecía poder convivir con la cultura, la inteligencia, el buen humor, los buenos modales. Parecía concordar con una vida moderna, normal, e incluso con la vida tan snob y refinada que se estilaba en mi ambiente. Comprendí que, por lo menos, se habían roto las oscurísimas lentes con las que hasta ese momento enjuiciaba el fenómeno cristiano, y que otras mucho más claras, casi transparentes, las habían sustituido. Comencé a entrever algo. Estaba renunciando a defenderme a priori y me mostraba algo más receptiva.

* * *

Evidentemente, la Providencia dispuso que Gloria von Thurn und Taxis fuese la madrina de este segundo y más consciente «bautismo» de mi vida, de este nuevo encuentro con la fe.

Al cabo de poco tiempo, en efecto, Gloria decidió trasladarse a Roma por varios años, a fin de que su hijo Albert completase aquí sus estudios de bachillerato. Entramos así en mayor intimidad. Entre otras cosas me dijo que, ya que se encontraba en la Ciudad Eterna, se había propuesto iniciar su jornada con la Misa matutina. Preparaba el almuerzo a su hijo antes de que saliera hacia el colegio y luego ella se iba a la iglesia. Añadió que era la mejor manera de comenzar su tarea cotidiana. Fue la gota que colmó el vaso. No sólo me impactó como en las anteriores ocasiones, sino que experimenté un sentimiento nuevo e irrefrenable: el de imitarla y acompañarla. Más que una elección razonada, creo que fue mi instinto el que decidió por mí. O quizás sería mejor decir mi corazón.

Cuando más adelante conocí mejor el Evangelio y leí el episodio narrado por los sinópticos en el que Jesús, pasando, invitaba a los apóstoles a seguirle, comprendí que algo semejante me había ocurrido con Gloria: descubrí en lo que me dijo una rara fascinación, una especie de atracción irrefrenable hacia la Misa diaria, casi imposible de resistir. Mi amiga había sido el instrumento elegido por el Señor para que yo lo encontrara a Él.

Transcurrió todavía algún tiempo: iba a Misa de cuando en cuando, retomaba cierta familiaridad con una fe que prácticamente ignoraba y, a la vez, charlaba con monseñor Schmitz, quien venía a menudo a Roma desde Gricigliano, cerca de Florencia, donde residía. Conforme pasaron los meses, nuestras conversaciones fueron más profundas, enfocadas cada vez más hacia el núcleo del problema. Comencé a ver con mayor claridad en mí misma, y también a percatarme de la importancia de un encuentro curativo con el Señor.

Resultó natural en ese momento llegar a una dolorosa pero honda y liberadora confesión. Constituyó una auténtica revisión de mi vida.

Recuerdo que me presenté ante el monseñor con una agenda en la mano, donde había anotado todas las cosas que pesaban en mi corazón. Me había preparado con la máxima seriedad de la que fui capaz. Temblaba. Hacía muchos años que no me confesaba, desde la época del bachillerato en el colegio de las monjas. Estaba dispuesta a hacerlo porque notaba un apremiante afán de liberación: quería purificar mi alma y mi corazón. Sentía el deber de poner punto final a la vida que había llevado hasta entonces, para poder iniciar otra nueva y distinta. Desde tiempo antes advertía una gran necesidad de ayuda, pero no sabía a quién pedirla. Decidí fiarme de Dios y probar.

Me esforcé por ser humilde, pero no negaré que, en algunos momentos, pasé mucha vergüenza. Dos horas duró aquello. Abrí mi alma por completo al sacerdote. Él me aseguró –y yo así lo sentí– que Dios se hallaba allí con nosotros, que me escuchaba y me perdonaba.

Este aspecto era muy importante para mí: sabía que no estaba ante un psicólogo o un psicoanalista. Tenía conciencia de ser una pecadora y anhelaba el perdón con todas mis fuerzas. Entendía que, con la vida llevada hasta aquel momento, había ofendido a Dios. Más que por mis muchos comportamientos equivocados, por no haberle dejado espacio en mi existencia. No lo había reconocido, su amor por mí no me había interesado para nada. Portándome así, no sólo había fallado en lo que a Él respecta, sino también empujado mi ser hacia la infelicidad, buscándome yo sola un gran sufrimiento. Lo que sentía en aquel momento era un deseo incontenible de conocer mi verdadera identidad y vivirla en plenitud. Llevada hasta las cuerdas, atormentada por una inquietud cada día más angustiosa, descubrí, con una alegría que ni de lejos consigo describir, que Dios estaba allí para mí, para acogerme y ofrecerme su ayuda. Experimenté un enorme consuelo, sentí que renacía.

El sacerdote me dio la absolución junto a una sugerencia muy fuerte y difícil, al menos para mí entonces: «Cae usted a menudo en la tentación. Para vencer sus debilidades, debería ir a Misa todos los días y pedir así ayuda al Señor». Me pareció improbable y complicado, casi exagerado. Pero la noche trae serenidad y consejo. De ahí que, cuando me desperté a la mañana siguiente, decidí fiarme de las palabras de quien sabía más que yo, de quien conocía bien los entresijos del corazón humano y, a la vez, los senderos de la gracia. Apelé a la fuerza de voluntad, que siempre ha distinguido mi carácter: probaré –me dije–, ¿qué pierdo por intentarlo?

Así comencé a asistir a Misa, casi todos los días. Han pasado unos cuantos años desde que tomé esa decisión y todavía no he aflojado.