Con todo el corazón - Trish Wylie - E-Book
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Con todo el corazón E-Book

TRISH WYLIE

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Beschreibung

¿Sería posible que aquel guapo millonario se convirtiera en el hombre de su vida y en el padre de su bebé? Se suponía que el hecho de sentir las primeras pataditas de su bebé sería un motivo de alegría para Colleen McKenna; pero la vida le había dado un duro golpe y Colleen supo que tendría que reunir todas sus fuerzas para enfrentarse sola al embarazo. De pronto, la amabilidad del guapo millonario Eamonn Murphy empezó a poner a prueba su independencia. Tenerlo a su lado, con la mano en su vientre y sintiendo las patadas de su bebé estaba haciendo que cada momento fuera más especial que el anterior…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Trish Wylie

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Con todo el corazón, n.º 2141 - mayo 2018

Título original: Rescued: Mother-To-Be

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-183-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

BIENVENIDO a casa, Eamonn.

Colleen McKenna forzó una sonrisa al verlo apoyado contra el quicio de la puerta del despacho. Había dado a su voz un tono sosegado, incluso se había pasado de amable.

No había cambiado lo más mínimo. Insultantemente atractivo, capaz de imponerse por su mera presencia, además de su estatura. Y, tras quince años, aún lograba que ella sintiera la boca seca y el estómago lleno de mariposas. No era justo.

Una mujer de treinta años ya tendría que haber superado un amor quinceañero no correspondido. ¿O no?

De repente, ella sintió la ridícula necesidad de arreglarse los cabellos. Como si ese sencillo gesto lograra hacer que pareciera menos desaliñada. Claro que a Eamonn Murphy nunca le había preocupado el aspecto que tuviera.

Ella no podía competir con él. Vestía unas inmaculadas botas, vaqueros oscuros de talle bajo y un grueso jersey de color chocolate que sugería su corpulencia tanto como la ocultaba.

En cambio, Colleen se sentía como una bolsa de té usada, y sabía que también lo parecía.

Unos ojos color avellana enmarcados por unas gruesas y oscuras pestañas se fijaron en ella y se detuvieron en su rostro para estudiarlo antes de que apareciera un destello de reconocimiento.

–Colleen McKenna –una sonrisa elevó la comisura de sus labios–. Te has hecho mayor.

–Son cosas que suceden. Podría decir lo mismo de ti –ella se recostó en la vieja silla del despacho, su cuerpo oculto por el escritorio, mientras estudiaba detenidamente su rostro.

¿Era posible que con los años se hubiese vuelto más atractivo? Ella intentó recordar esos rizos que formaban una incontrolable masa de bucles que enmarcaba su rostro y llegaba hasta el cuello. Rizos que invitaban a ser acariciados.

Ella continuó con el repaso mental de sus atributos, mientras comparaba sus antiguos recuerdos con la realidad. ¿Era tan alto? Sí, lo recordaba bien. Pero su delgadez había dado paso a unos anchos hombros que le hacían parecer más corpulento de lo que ella recordaba.

Algunas personas mejoraban con los años. Como el buen vino, según decían. De todos modos, últimamente no bebía nada de alcohol. Aunque le hubieran venido bien unos tragos.

Mejor así. Si hubiese empezado a beber para olvidar sus problemas, no hubiese podido parar.

Eamonn dejó de mirarla y echó un vistazo a la oficina, reparando en el habitual caos organizado, lo que hizo que Colleen se pusiera nerviosa.

Sabía que tarde o temprano él aparecería. Podría haber limpiado un poco, archivado papeles y recogido todo. Aunque no sería más que un lavado de cara.

No habría conseguido ocultar la horrible verdad que tendría que contarle.

Pero antes, lo menos que podía hacer era dejar que se acomodara. De nada servía sufrir por lo que se avecinaba.

A la porra con todo.

–Lo siento –ella carraspeó–, no pudimos retrasar el funeral hasta tu llegada. Lo siento de veras, Eamonn. Sé que te hubiera gustado estar presente...

Su voz se apagó, contestada por unos anchos hombros que se encogieron, y por una voz profunda y dura.

–No es culpa de nadie, Colleen. No hubieras podido localizarme aunque hubieses sabido dónde buscarme. Allí no hay teléfono.

Ella se sentía culpable a pesar de todo. Pero ¿qué más podía decirle? Recordaba cómo la gente se había esforzado por decirle a ella lo correcto al fallecer sus padres. Ella hubiese preferido que no dijeran nada, que escribieran unas líneas, le dieran un abrazo o un apretón en el brazo.

Sin embargo, no se sentía capaz de ofrecerle un abrazo. Un apretón en el brazo, a lo mejor.

–¿Otra gran aventura? –ella retomó la conversación.

–Más o menos.

Ella asintió. Seguía tan hablador como siempre. Siendo adolescente, la mayor parte del tiempo se mostraba esquivo y de mal humor, lo que había alimentado los sueños románticos de Colleen. En su mente adolescente, ella iba a ser quien lo domara, quien hiciera brotar su sonrisa y brillar sus ojos. Incluso se había hecho ilusiones por su actitud cuando estaba con ella: reía, le gastaba bromas y la miraba tal y como ella siempre había soñado...

En ese momento, mientras paseaba por el despacho, ella era consciente de haber vivido mucho desde entonces. Ya no era una adolescente ni una soñadora romántica. Un par de golpes habían logrado cambiarla.

Él se giró mientras se apoyaba en uno de los mostradores.

–Debo decir que me siento algo sorprendido. Este lugar tiene un aspecto horrible. ¿Papá se descuidó durante los últimos años?

–No es justo echarle la culpa a Declan –el deje americano en su acento la distrajo un poco de sus palabras. Pero cuando las asimiló, se puso tensa–. Tras el segundo infarto no podía realizar esfuerzos. No lo dirías si le hubieras visto cómo estaba.

–Este lugar era su orgullo y pasión –Eamonn la miró fijamente–. Sólo algo muy importante le hubiera impedido atenderlo.

–Yo diría que un par de infartos es algo importante. ¿No crees?

De repente, Colleen se sintió como un insecto bajo la lupa. En el fondo sabía que su defensa no tenía tanto que ver con Declan como con su parte de responsabilidad en el aspecto derruido de la propiedad.

–¿Te quedarás mucho tiempo? –ella apretó los labios con fuerza y luego soltó el aire.

–Depende.

–¿Te quedarás por lo menos esta noche?

–Por lo menos.

–Siempre fuiste parco en palabras –sus ojos azules estudiaron el rostro de él durante unos interminables segundos. Luego se inclinó hacia delante y sonrió–. Ya no me acordaba.

–Ya veo que vas al grano –él enarcó una ceja y torció las comisuras de los labios.

–Bueno, podría enzarzarme en un duelo verbal contigo, pero dudo que ganara. La vida es demasiado corta para tanto esfuerzo, y no soy tan lista. Prefiero pensar que las personas sienten lo que dicen. A pesar de que me recuerdan constantemente que no es así.

–¿Una optimista?

–Lo intento –no le había quedado otro remedio. Sin el optimismo no tenía muchas cosas que celebrar en la vida–. Sólo se vive una vez y es una estupidez estar todo el día deprimido –ella se inclinó hacia delante y apoyó sus finos brazos sobre el escritorio, luego ladeó la cabeza y arqueó desafiante las cejas.

–Y pensar que solías ser tímida –Eamonn la recompensó con una sonora y masculina carcajada.

–Ya lo he superado.

–Eso es evidente. Has superado muchas cosas por lo que veo. Y no lo has hecho nada mal.

Sus ojos la miraron chispeantes y, por un instante, el corazón de ella se encogió. «De eso nada», pensó. No iba a aparecer, con su fabuloso aspecto, para coquetear con ella. Llegaba quince años tarde. Y era tan de fiar como un cubito de hielo bajo el sol.

Colleen ya tenía bastantes problemas. Gracias, pero no.

En el patio se oyó el sonido de unos cascos de caballo que se aproximaban. Eamonn se giró, se apartó del mostrador y alcanzó la ventana en un par de zancadas.

Aunque resultaba tentador contemplar su perfil iluminado tras la ventana, Colleen se contuvo. Se limitó a mirar sus rizos que se volvían de color marrón chocolate con la luz, y se levantó del escritorio para colocarse tras él.

Con sus ojos expertos, ella revisó cada uno de los caballos que pasaba frente a la ventana, mientras evaluaba sus proporciones, su estado, su zancada, y estudiaba a cada uno íntegramente en no más de unos segundos. El resto de Inisfree Stud tendría un aspecto descuidado, pero los caballos seguían siendo de primera clase. Era el único motivo de orgullo que le quedaba.

–¿Sigues sin soportarlos? –ella lo miró de refilón.

–No es que me apetezca salir ahí a darles unas zanahorias –Eamonn volvió su rostro hacia ella y la miró a los ojos, cerca e íntimamente. No hubo el menor destello en su mirada avellana, ni en su rostro. Ni rastro de felicidad o remordimiento.

Después de tantos años, Colleen se sintió repentinamente abrumada al sentir su aroma masculino tan cerca. Olía a almizcle, especias y un toque dulzón. Y allí, tan cerca, la proximidad provocó en ella sensaciones que hacía mucho tiempo que no sentía, si es que las había sentido alguna vez.

No era justo. Debía de haber alguien ahí arriba que la odiaba mucho. Tenía que volver ahora.

–La mayor desilusión de papá.

Las palabras la pillaron por sorpresa, y durante un segundo se quedó boquiabierta.

–Eamonn, eso no es verdad. No seas bobo. No puedes obligarte a que te gusten si no es así.

–Tendría que haberlo hecho. Era mi destino.

–A todo el mundo no le gustan tanto los caballos como a...

–¿Como a ti?

–Iba a decir como a tu padre –ella sonrió–. Pero supongo que tienes razón. Lo llevo dentro.

–Entonces no podrás entender cómo me siento, no más de lo que lo entendía papá.

¿A qué venía eso? ¿Qué más le daba lo que ella pensara? Ella estaba a punto de preguntárselo cuando él se giró y, sin darse cuenta, rozó su barriga con el brazo. Frunció el ceño y bajó la mirada, sorprendido. Después volvió a mirar hacia arriba con ojos muy abiertos.

–No te preocupes –Colleen sonrió con tristeza–. No paro de chocar contra todo últimamente. No es culpa tuya. Forma parte del lote.

–No lo sabía.

–No, bueno, es que no puse ningún anuncio en el periódico de Mongolia Exterior, o donde quiera que estuvieses –sentía arder sus mejillas, repentinamente avergonzada por su estado.

–Perú.

–Bueno, pues Perú –ella se apartó y volvió al escritorio con las manos apoyadas en la espalda.

–No sabía que te hubieras casado.

–No hace falta casarse para conseguir estar así.

–¿De modo que no estás casada? –preguntó él sin prestar atención a su sarcasmo.

–No –ella se sentó en la vieja silla, que crujió ligeramente bajo su peso–. No estoy casada.

–¿Prometida?

–No, no verás ningún anillo en estas manos.

Ya no.

–Entonces, ¿te prometerás pronto? –Eamonn parecía sorprendido.

–No, ya lo intenté y no salió bien –le divertía su perplejidad y se entretuvo ordenando papeles–. Se marchó. Estamos solos, yo y el bebé –ella lo miró–. No sabía que fueras tan anticuado.

–En algunas cosas soy anticuado. Como en que un crío debe tener dos padres.

–Pues éste se las tendrá que apañar únicamente conmigo.

–¿Qué pasó? –Eamonn no pudo reprimirse tras mirarla en silencio largo rato.

Ella sabía que la pregunta era inocente y sin mala intención. En otras circunstancias se hubiera emocionado por su interés. Pero él no tenía ni idea de la carga que llevaba esa pregunta, ni de las repercusiones que tendría la respuesta en su vida. Ni de lo que había supuesto para su padre.

Colleen jamás se perdonaría el error cometido. Porque, por su culpa, el padre de Eamonn estaba muerto. ¿Cómo se las iba a arreglar para explicarle algo así?

Sin dejar de mirar esos ojos color avellana con los que tanto había soñado en su adolescencia, ella se dio cuenta de que no podía hacerlo. No podía contárselo. Todavía no. Lo haría en algún momento. Pero todavía no. Ese día no.

–Acabó mal.

–Siento oírlo.

Mucho menos de lo que lo sentía Colleen.

Capítulo 2

 

EAMONN no sabía qué esperar al volver a Killyduff, el pequeño pueblo que una vez llamó hogar. Pero entre lo que no se esperaba estaba...

Colleen McKenna. Se había hecho mayor, y estaba muy bien. Él recordaba una cría delgaducha que lo seguía por toda la granja como un perrillo. Por aquel entonces era un chicazo, siempre con vaqueros o con pantalones de montar, y con las botas llenas de barro.

Pero ya no era así.

Al contemplar el paisaje a su alrededor, los recuerdos se agolparon en su mente. Muchos de ellos nefastos, o felices, pero con un regusto agridulce. Y al entrar en el despacho, por un momento, pensó que vería a su padre sentado tras el escritorio.

Una parte de él habría deseado que el anciano estuviera allí. Sólo una última vez. Un fantasma que ahuyentara a los demás fantasmas, o más bien demonios.

La mujer adulta de ojos brillantes le había pillado por sorpresa. Necesitó varios segundos para reconocerla. Su manera directa de hablar le divertía, y le fascinaba su modo de desviar la mirada para volver a fijarla en él.

Pero la imagen de ella embarazada. Tan femenina y radiante. Eso le había dejado de una pieza.

Y luego descubrir que algún idiota la había abandonado en ese estado...

No sabía muy bien por qué esa idea le irritaba tanto. Puede que fuera simplemente porque con todos los malos recuerdos que tenía de ese lugar, una vez llamado hogar, le hubiera gustado quedarse con uno bueno. Que la Colleen que él recordaba era feliz.

Si ella hubiese estado casada, él no se sentiría tan mal por lo que iba a hacer. Esperaba que ella estuviese en disposición de quedarse con la propiedad si lo deseaba. Pero no lo parecía.

¿Qué haría ella cuando naciera el bebé? ¿Cómo se las arreglaría sola? ¿Cómo se ganaría la vida? Eran preguntas que no tendrían que preocuparle tanto. No era de su incumbencia. Y la visita fugaz que había planeado parecía que se iba a alargar un poco.

Respiró hondo. «Maldita sea», sólo le faltaba eso. Él no era responsable de Colleen McKenna.

Tras pasear por la vieja granja, sacó algunas cosas de su bolsa y rebuscó en la cocina algo que comer para despejarse.

Ya oscurecía cuando se dirigió a la parte trasera de la casa y echó un vistazo por el patio vacío.

Y allí estaba Colleen, empujando una enorme carretilla.

¿Pero qué...?

–¿Qué demonios crees que haces? –en menos de dos minutos la alcanzó frente al establo.

–Limpiar las cuadras para la noche –Colleen se sobresaltó al oír su voz, y el enorme caballo gris junto a ella relinchó–. ¿Qué pensabas que hacía? ¿Bailar la danza del vientre?

–No deberías hacerlo –Eamonn sonrió ante su respuesta–. ¿No hay nadie más que pueda?

–Las dos empleadas que nos quedan hacen la mayor parte, pero siempre hago una ronda de comprobación antes de irme a la cama.

–¿Tú sola?

–Sí. Yo sola –parecía sorprendida por su incredulidad–. Estoy embarazada, Eamonn. No paralítica. Y es bueno que me mantenga activa.

–Pero no que empujes una carretilla por ahí.

–¿Ahora eres ginecólogo?

–No me hace falta. Es de sentido común –entornó los ojos cuando el enorme caballo se acercó. Metió las manos en los bolsillos y separó los pies, preparado para un ataque, lo que hizo que Colleen soltara una carcajada.

–Te diría que Bob no muerde, pero mentiría. Y si tienes las manos metidas en los bolsillos, pensará que llevas comida.

Eamonn sacó las manos, se las mostró al caballo y desvió su atención hacia Colleen.

Ella recogía los excrementos con una horca.

–Bob, atrás.

Bob se alejó obedientemente de la puerta.

–Un poco más. Atrás –Bob reculó para dejar sitio a Colleen, quien depositó los excrementos en la carretilla y luego echó un vistazo a su alrededor–. Acabaré en un minuto. Sólo queda esta fila.

–No me gusta que empujes esa carretilla en tu estado.

–Muy considerado, pero he sobrevivido sin tu ayuda hasta ahora.

–¿Siempre eres tan cabezota?

–Siempre lo he sido –ella enarcó una ceja–. ¿Ya no te acuerdas?

–Te recuerdo a menudo como un grano en el...

–Ah, sí –ella rió–. Eso también.

Él apartó la carretilla para que ella saliera, tras darle una palmada al caballo y atrancar la puerta.

–Si no puedo lograr que lo dejes, al menos empujaré yo la carretilla –dijo Eamonn mientras señalaba con su cabeza el siguiente establo–. De modo que date prisa.

–Puedo hacerlo perfectamente sin tu ayuda.

–Te creo –la testarudez de ella le divertía y casi le hizo sonreír–. Pero ahora estoy yo aquí, y tendrás que aprender a vivir con ello. De modo que date prisa, hace un frío de mil demonios.

–Hacía más calor en Borneo, ¿a que sí?

–En Perú. Y sí, hacía más calor –volvió a señalar con la cabeza–. Vamos.

Tras dudar un momento, ella suspiró y se dirigió al establo siguiente.

–Atrás, Meg.

–¿Siempre te obedecen a la primera? –Eamonn se mostró menos sorprendido en esa ocasión.

–Saben bien quién manda.

–De todos modos, te arriesgas al entrar ahí, y lo sabes.

–Cualquiera que trabaje con caballos corre riesgos. Son gajes del oficio.

Eso ya lo sabía él. Mejor que muchos. Lo había visto en persona y no lo había olvidado. Tenía diez años el día que su madre sufrió una mala caída. Fue la última vez que ella montó a caballo, y cinco años después dejó de intentarlo por su marido. Luego se marchó.

–¿Ya no vive aquí ninguna de las chicas de la cuadra? –miró a su alrededor mientras los viejos recuerdos taladraban su mente y su corazón.

–No desde que se marchó el último mozo. Prefieren vivir en la ciudad. Hay más animación.

–De manera que estás aquí sola, sin que nadie pueda oírte si gritas –dedujo Eamonn.

–Eso es –ella pasó la mano por el costado del caballo–. Meg, quita. Buena chica.

–¿O sea, que podrías sufrir un accidente y no vendría nadie a ayudarte hasta mañana? –preguntó él con el ceño fruncido mientras ella vaciaba los excrementos en la carretilla.

–En efecto –ella se paró y estudió su rostro, apoyada en la horca. Luego sacudió la cabeza y sonrió. Rebuscó en su bolsillo y sacó un móvil–. Puedo llamar, ¿ves? Ésa soy yo: preparada para cualquier emergencia. De manera que ya puedes dejar de preocuparte por mí. Ya soy mayorcita.

–Pues mientras yo esté aquí, no lo harás sola.

–¿Es que ahora eres mi ángel de la guarda?

–De momento –contestó él tras asentir brevemente.

La firmeza de sus palabras hizo que los ojos de ella se abrieran de par en par. Eamonn sonrió y le invadió una gran calidez. ¿Cuándo fue la última vez que había sonreído así?

Desde su vuelta a casa, era la primera vez que sentía tener el control. También hacía mucho tiempo que no había tenido un contrincante tan capaz. Una victoria era una victoria, por pequeña que fuera.

La mirada azul de ella se fijó en un punto sobre la cabeza de él.

–¿Qué? –tras unos segundos, él levantó la cabeza y miró hacia arriba, antes de mirarla a ella.

–Creo que se te ha torcido un poco el halo.

Y así, la victoria le fue arrebatada. Una carcajada surgió de su boca. Hacía mucho que nadie le hablaba como ella. Resultaba condenadamente refrescante.

–De acuerdo –Colleen lo recompensó con una radiante sonrisa–. Mueve la carretilla. Meg, atrás.

Él seguía sonriendo mientras recorrían los establos. Al tiempo que observaba con recelo a los caballos, comprobó la destreza de Colleen en su manejo, evidencia de su confianza y capacidad física, a pesar de su estado.

Era muy diferente de cualquier mujer que hubiera conocido durante su vida adulta. Cuando salía, lo hacía en Nueva York, su cuartel general. En Nueva York tenía un trabajo que costeaba sus frecuentes viajes por el mundo en busca de algo que nunca había encontrado. Allí llenaba su tiempo entre el trabajo y los viajes con profesionales de las citas, mujeres que sabían cómo comportarse con el tipo que tenían enfrente. Llevaban vestidos ceñidos, se hacían la manicura y sus peinados tenían un aspecto muy natural. Pero Colleen...

Colleen era como era. Sus mejillas estaban sonrosadas por el frío y por el esfuerzo del trabajo. Su cabello rubio se escapaba de la goma que se suponía debía sujetarlo en una cola de caballo. Las largas pestañas que enmarcaban sus increíbles ojos azules no llevaban rastro de rimel, ni sus labios carmín. Unos labios rojos por su manía de mordérselos con sus blancos dientes.

Al parecer era cierto lo que decían de las mujeres embarazadas. Era la mujer más bella que hubiera visto jamás. Y, por primera vez en su vida, Eamonn encontraba enormemente atractiva a una mujer embarazada.

¿Y qué? No iba a pasar nada. Su vida estaba en Nueva York, y en los lugares a los que viajaba. Y la de ella en ese diminuto rincón de Irlanda del que él había huido. Una relación puramente física también era impensable. Porque, además de los impedimentos obvios, se trataba de Colleen. Prácticamente era de la familia.

Estaba claro que se sentía agotado. Y hacía tiempo que no había tenido una pareja con quien distraerse. Tendría que ponerle remedio a su vuelta a casa.

Eamonn reflexionaba sobre ello mientras empujaba la carretilla. La eficacia de Colleen era evidente. ¿Qué hacía él empujando la carretilla y ejerciendo de ángel de la guarda? No es que fuera precisamente famoso por ser un ángel.

Pero algo en Colleen hacía que él sintiera la necesidad de protegerla. Sería por su embarazo.

Sonrió ante la idea. ¡Qué va! Si fuera eso, se dedicaría a perseguir a toda mujer embarazada, y no lo hacía. Cierto que en el tren o el autobús le cedería el asiento. Pero él nunca iba en tren o autobús.

Más que educación era un sentimiento de culpa. Y eso le hizo fruncir el ceño. ¿Cómo iba a borrar los errores del pasado por empujar una carretilla?

Entre todos los recuerdos que había decidido olvidar de su casa, siempre surgía la esperanza de que las cosas hubiesen mejorado. Que hubiera surgido algo de felicidad. A lo mejor surgía si ayudaba a Colleen.

Al menos la haría feliz antes de dejarla en la calle. Y él se sentiría mejor llegado el momento.

–Acabarás con dolor de cabeza.

–¿Cómo? –él pestañeó mientras se acercaba a la puerta.

–De tanto pensar –sonrió con dulzura y lo miró con ojos divertidos–. Te dará dolor de cabeza.

Su franqueza pilló a Eamonn por sorpresa. ¿Cuándo fue la última vez que alguien le había dicho lo que pensaba a bote pronto?

–¿En América la gente no conversa? –del establo surgió una risita infantil.

–Sí, pero no estoy acostumbrado a que sea tan directa como tú.

–¿Nunca has pensado que lo provocas tú? –Colleen alzó la barbilla y pestañeó un par de veces–. Nunca fuiste un gran conversador, ¿sabes? La gente se pone a la defensiva.

–Todos los días hablo con gente. Por mi trabajo.

–¿Y cuándo fue la última vez que hablaste con alguien por un tema que no fuera de trabajo?

Buena pregunta.