Romance en Manhattan - Trish Wylie - E-Book
SONDERANGEBOT

Romance en Manhattan E-Book

TRISH WYLIE

0,0
0,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 0,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Intimando con su guardaespaldas… El nuevo guardaespaldas de Miranda Kravitz era espectacular y pronto estallaron fuegos artificiales entre ellos pero, ¿estaría Miranda dispuesta a renunciar a su recién estrenada libertad por muy guapo que fuera Tyler Brannigan? Se rumoreaba que el detective Brannigan había agotado la paciencia de sus jefes en el departamento de policía de Nueva York con sus métodos poco ortodoxos, y que por eso le habían asignado temporalmente una misión de canguro. ¿Quién si no él podría mantener a raya a la rebelde princesa neoyorkina? ¿Cómo iba nadie a imaginar que acabaría esposándola?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 177

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Portadilla

Créditos

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Trish Wylie. Todos los derechos reservados.

ROMANCE EN MANHATTAN, N.º 2511 - mayo 2013

Título original: Her Man in Manhattan

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3076-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

TYLER no era el único hombre que la miraba y la vista merecía la pena. Solo lamentaba estar allí en contra de su voluntad.

Las luces destellaban en la pista mientras ella oscilaba las caderas sensualmente. Tenía un cuerpo perfecto: era alta, esbelta, aunque voluptuosa, y una piel inmaculada.

Alzó los brazos y el vestido plateado, ya de por sí corto, dejó a la vista algunos centímetros más de sus magníficas piernas, enfundadas en unas botas altas blancas con plataforma. Con la combinación de una peluca de melena corta, también blanca, los ojos pintados de un negro dramático y los labios rojos como rubíes, podría hacer una fortuna como gogó.

Cuando se agachó lentamente hacia el suelo para incorporarse de un fluido y sinuoso movimiento, Tyler la imaginó bajo un foco de luz.

Era evidente que lo pasaba en grande, pero para el gusto de Tyler, destacaba demasiado. Habían tenido suerte de que nadie la hubiera reconocido, pero él sabía que la suerte tendía a agotarse… Hasta para los irlandeses.

Por sorpresa, ella dirigió una penetrante mirada hacia él como si hubiese sido consciente de su presencia todo el rato. El impacto le produjo un golpe de calor que Tyler quiso interpretar como la reacción natural de un hombre de sangre caliente ante una mujer atractiva. Le sostuvo la mirada y esperó a ver qué hacía a continuación.

Rotando sus hombros y sus caderas, ella se pasó la punta de la lengua por los labios al tiempo que le dedicaba una lenta y sensual sonrisa. El silencioso reclamo lo habría llevado a la pista si hubiera bailado alguna vez en su vida; pero, aun así, no era el tipo de hombre que acudía precipitadamente a la llamada de una mujer. Si quería hablar con él, sería bienvenida. Tyler esbozó una sonrisa en respuesta.

Estaba dispuesto a apostar lo que fuera a que no iba a estar nada contenta cuando descubriera con quién había estado coqueteando.

La amiga que la acompañaba le dijo algo al oído y ella dejó escapar una carcajada al tiempo que volvía a sonreírle y se giraba, presentando su trasero a su mirada.

Tyler apartó la mirada. No había que ser un genio para saber que aquella mujer iba a ser un quebradero de cabeza. Lo había sabido en cuanto le puso los ojos encima.

Se llevó la cerveza a los labios y, tras dar un largo sorbo, miró con disgusto la etiqueta. Nunca le había gustado lo light y menos si se trataba de cerveza.

A pesar de que sentía el impulso físico de volver a mirarla, se concentró en el entorno. Debía escanear a la masa que la rodeaba y estar atento a cualquier amenaza potencial. Sentirse atraído por ella era un problema añadido que habría preferido evitarse, sobre todo porque llevaba una temporada en la que le caían en alud.

Echaba de menos los días en que tenía control sobre su vida. ¿Cómo era posible que todo se hubiera ido al garete?

No era difícil seguir la pista que lo llevaba hasta allí. Un amigo le había advertido que tenía que enderezar su vida poco antes de que los jefes empezaran a hablar de «trabajo de despacho» y «una baja temporal». Quizá el no haber mostrado el menor arrepentimiento tenía algo que ver en ello; pero lo que seguía sin comprender era por qué parte de su castigo tenía que ser hacer de canguro. Tenía mejores cosas que hacer que proteger a una niña mimada en busca de experiencias excitantes y más…

Un rostro familiar llamó su atención a la vez que empezaba una canción a un ritmo rápido que hizo gritar de entusiasmo a la gente. Poniéndose alerta, Tyler barrió la sala con la mirada y reconoció otro par de caras.

Dejó la botella, comprobó cuál era la puerta de salida de emergencia más próxima y fue directo hacia la mujer. Estaba a su lado cuando cesó la música y se oyó por los micrófonos: «Departamento de policía de Nueva York, que todo el mundo se quede donde está».

–Por aquí –dijo, tomándola del brazo.

Ella lo miró atónita y tiró del brazo.

–¿Qué demonios…?

–¿Quieres que te detengan?

–No, pero…

–Sígueme.

Abrió la puerta y se encontraron en un pasillo en penumbra. Una rápida mirada le bastó para ver los teléfonos, un cuarto de baño y unas escaleras que asumió que daban acceso al exterior. Sería su vía de escape, pero antes de que pudiera confirmarlo, oyó un golpe. Sabiendo que era demasiado tarde, la hizo retroceder hacia la pared y la besó.

Fue un error.

La llamarada que había prendido cuando lo miró en la pista de baile, se convirtió en una explosión. Ella gimió y, cuando él la sujetó por el trasero, enredó su pierna en la de él.

Aun sabiendo que estaban a punto de ser descubiertos en una situación comprometedora, Tyler no pudo evitar imaginar la sensual ropa interior que llevaría, o aún mejor, la que no llevaría.

–¡Mira lo que tenemos aquí! –dijo una voz.

–¡Eh, vosotros, separaos! –dijo otra.

Tyler separó su boca de la de ella y se giró hacia el cegador haz de dos linternas a la vez que se colocaba delante de ella para impedir que la vieran.

–¡No te muevas! –dijo en tono amenazador el hombre que había hablado primero.

Al ver de quién se trataba, Tyler alzó las manos y esperó a que el oficial lo reconociera a su vez. Tras un silencio, este movió la linterna verticalmente y Tyler bajó las manos. Cuando el otro, más joven, hizo ademán de averiguar con quién estaba, frunció el ceño.

–¿Pasa algo? –preguntó.

–¿Sabe que estamos haciendo una redada, señor?

–La verdad es que no.

–No me extraña –dijo el oficial, carraspeando–. ¿Debo cachearlos en busca de narcóticos?

Muy gracioso.

–Si estamos colocados no es precisamente por drogas –dijo Tyler, haciendo una mueca.

Una mano fina apareció por debajo de su brazo y se posó sobre su pecho.

–¿Pueden detenernos por no poder dejar de tocarnos? –dijo la mujer a su espalda, impostando un pasable acento sureño.

Tyler tomó nota de que tenía práctica en esquivar situaciones embarazosas.

–Si hubiera cárceles mixtas, no estaría mal. ¿Qué te parece a ti?

Ella rio y su risa reverberó en la espalda de Tyler.

–Lo pasaríamos de cine compartiendo una celda –dijo ella.

Luego le mordisqueó el lóbulo de la oreja y Tyler sintió una sacudida recorrerlo de arriba abajo.

–Lo mejor que pueden hacer es buscarse una habitación en algún sitio –dijo el oficial, bajando la linterna–. Salgan de aquí antes de que cambie de idea.

Tomando la mano que tenía en el pecho, Tyler atravesó el pasillo hacia la puerta, Salieron a un callejón, bloqueado por coches que proyectaban luces rojas y azules. Al verlos, un oficial bajó la mano de la radio que llevaba al hombro y les indicó con el brazo que pasaran. De haber sido ella, Tyler estaba seguro de que habría preguntado porqué les dejaban ir, pero estaba demasiado ocupada siguiéndole el paso como para hablar.

–Mi amiga… –fue a explicar al oficial.

–A no ser que lleve drogas, puede pasar –le cortó este.

Al notar que se tropezaba, Tyler se limitó a tirar de ella sin aminorar el paso. Estaba tan furioso consigo mismo como con ella. No recordaba haber deseado tanto a una mujer; y estaba seguro de que, de no haber sido interrumpidos, habría podido perder la cabeza por unos instantes de placer. Recordaba los tiempos, no tan lejanos, en los que tanto su sentido del tiempo como el de la oportunidad, así como su juicio, habían sido mucho mejores.

–¿Dónde vamos? –preguntó ella sin resuello cuando giraron la esquina y llegaron a una calle ancha en la podrían encontrar un taxi.

De haber sido cualquier otra mujer, la habría llevado directamente a su casa. Pero no podía usarla para sentirse bien durante unas horas. Hasta que no completara su misión, recuperara la posición que le correspondía e hiciera justicia, no tenía derecho a vivir como si nada hubiera sucedido.

Para concentrarse, invocó el recuerdo del rostro de otra mujer y las palabras que le había dirigido: «No permitiré que te pase nada», mintió. «Puedes confiar en mí».

–No voy a llevarte a ninguna parte –alzó un brazo y paró un taxi–. Pero él sí.

Sacó unos billetes del bolsillo y se los dio al conductor.

–Eso bastará.

Abrió la puerta y esperó a que ella entrara. Su mirada se deslizó por sus largas piernas mientras ella las flexionaba con delicadeza para sentarse. Luego la miró a los ojos.

–¿Ni siquiera vas a darme un nombre?

–Ya tienes uno.

Ella sonrió.

–Me refiero al tuyo.

Tyler sacudió la cabeza. Lo siguiente sería pedirle el teléfono y preguntarle cuándo volverían a verse. Lo tomaba todo como un juego. Podía haber sido cualquier cosa: un traficante, un secuestrador, un asesino en serie. No tenía ni idea de lo peligroso que era el mundo.

Pero él sí.

–De nada –cerró la puerta y se alejó sin molestarse en decirle que lo vería antes de lo que imaginaba.

¿Para qué estropear la sorpresa?

Puesto que era la última que viviría en mucho tiempo, confiaba en que hubiera disfrutado de su pequeña aventura. A partir del lunes, él pondría las normas.

Y, si le daba problemas, haría que lo lamentara.

Capítulo 2

DESPUÉS de asegurarse de que Crystal había podido salir del club sin problemas y disculparse con ella por haberla abandonado, Miranda dedicó el fin de semana a fantasear con su salvador.

Se había fijado en él al entrar y lo había buscado con la mirada. Era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Tenía unos rasgos duros, masculinos, pero lo que había llamado su atención era su actitud de depredador a punto de saltar sobre su víctima. Que la sonriera en respuesta a su mirada le había hecho sentir como si jugara con fuego y le había disparado la adrenalina.

Y cuando la besó...

Recorriéndose el cuerpo enfundado en un elegante traje de chaqueta, cerró los ojos imaginando que eran las manos de él, y creyó oír su voz profunda diciéndole todo lo que le haría.

Suspiró. De no haber sido interrumpidos…

Ninguno de los actos de rebeldía que había hecho le habían proporcionado aquella excitación. Pero ¿cómo iba a encontrarlo en una ciudad como Nueva York cuando ni siquiera sabía cómo se llamaba?

Un familiar tamborileo en la puerta del dormitorio la sacó de su ensimismamiento.

–Adelante –dijo, sentándose ante su coqueta.

–Buenos días, Miranda.

–Buenos días, Grace –saludó animadamente a la asistente personal de su padre–. ¿No hace un día precioso? Supongo que no tengo un hueco en mi agenda para disfrutarlo.

–No –dijo Grace, sonriendo comprensiva–. Pero al menos vas a estar en la calle un rato.

–Algo es algo.

Mientras se ponía unos pendientes de perla, la mujer de cincuenta años que formaba parte de su vida como si fuera una tía lejana, abrió la agenda y comenzó:

–Tienes una cita a las nueve para probarte un traje con la señorita Wang. A la diez, una visita a un proyecto comunitario del Bronx. A las once y media…

–¿Crees que el mundo colapsaría si me tomara un día libre? –preguntó Miranda al tiempo que se ponía un collar de perlas y se ahuecaba el cabello–. Podríamos hacer un picnic, comprar unas revistas, pasar el día mirando a la gente…

Grace cerró el cuaderno.

–¿Antes o después de que me ayudes a buscar trabajo?

–Solo un día… –dijo Miranda, haciendo un mohín y parpadeando.

–Tu padre quiere verte antes de que te vayas.

–Te apuesto diez dólares a que quiere recordarme que bese a los niños.

–No creo que vayan a votarle.

–No, pero estarán sus padres para que coquetee con ellos, o sus madres, a las que tendré que conquistar diciéndoles cuánto me gustan los niños.

Poniéndose en pie, tomó el bolso y los zapatos y, entrelazando el brazo con Grace, salió con ella al corredor.

Era la única persona con la que tenía un mínimo contacto físico. El resto, se mantenían siempre a una distancia prudencial, respetando su espacio personal. Quizá por eso mismo le costaba tanto olvidar el contacto íntimo del cuerpo de un hombre viril.

–Para ahora debería haber producido un nieto –añadió, sin abandonar el tono animado–. Los bebés siempre aseguran el éxito con el electorado.

–Si lo planeas con tiempo, podrías hacerlo coincidir con la rumoreada campaña para gobernador.

–Siempre vale la pena guardarse un as en la manga –coincidió Miranda. Llegaron al rellano–. Buenos días, Roger –saludó, sonriente–. ¿Esa corbata es nueva?

–Me la regaló mi mujer por mi cumpleaños –contestó el secretario de prensa de su padre.

–Tiene un gusto excelente.

–Hablando de esposos, sería mejor que encontraras a uno antes de tener un bebé –susurró Grace en tono conspiratorio.

–He oído que no hace falta tener uno para conseguir lo otro –susurró a su vez Miranda.

–Me temo que, cuando tu padre es el alcalde, es imprescindible.

Otra persona se ganó una sonrisa.

–Buenos días, Lou. ¿Qué tal el partido de béisbol de ayer?

–Dos strikes y un home run –contestó el jefe de seguridad, imitando el barrido de un bate.

–Dile a Tommy que he dicho «hurra» –dijo Miranda, golpeado el aire con el puño.

–Los zapatos –le recordó Grace en la puerta del despacho de su padre.

–¿Qué sería de mí sin ti?

–Irías descalza y llegarías tarde a las citas.

–Eso sí que suena divertido –Miranda le pasó el bolso y se puso los zapatos. Luego giró sobre sí misma–. ¿Estoy lista para la inspección?

–Yo diría que sí.

Miranda llamó a la puerta, esperó el correspondiente «adelante» y entró.

–Aquí está –dijo su padre desde detrás de su escritorio mientas ella se acercaba–. Miranda. Este es el detective Brannigan. Será el encargado de tu seguridad durante la campaña.

Aunque no sabía que hubiera ningún cambio de planes, Miranda sonrió y esperó a que el hombre se pusiera de pie y se volviera. Por lo que pudo observar, no parecía muy alto. Pero en contra de lo que la gente solía creer, una aguda capacidad de observación y la rapidez de reflejos eran tan importantes en un guardaespaldas como su preparación física.

Todo pensamiento racional fue sustituido por el desconcierto cuando se encontró frente a unos espectaculares ojos azul cobalto.

–Señorita Kravitz –dijo él en su grave voz de barítono al tiempo que estrechaba su mano con firmeza.

Ella tuvo que despegar la lengua del paladar al sentir una corriente de calor recorrerle el brazo. ¿Sabía él quién era cuando la había salvado? ¿Lo había hecho porque era su deber? ¿Desde cuándo la seguía?

Bajó la mano sintiendo un cosquilleo en los dedos y miró a su padre. Como mantenía su sonrisa oficial de candidato, no podía adivinar si estaba metida en un lío, pero, si estaba molesto, había elegido una nueva táctica para demostrarlo. Normalmente, sus pequeñas escapadas se ganaban un sermón sobre el sentido de la responsabilidad a los que se había acostumbrado estoicamente a lo largo de los años.

–Informará a Lou, tal y como hacía Ron –dijo él–. Han cambiado el protocolo –y añadió–: El detective Brannigan ha pensado que era necesario.

Mientras su padre volvía a ocuparse de unos papeles, Miranda miró al detective para ver si se correspondía con su recuerdo. Con sus facciones marcadas, el cabello rubio y unas pestañas largas que enmarcaban unos ojos de mirada intensa, era tal y como lo recordaba. Y de inmediato se sintió transportada al beso que la había dejado convertida en una gelatina.

En su momento, le había sorprendido la facilidad con la que se habían saltado el cordón policial, pero la explicación estaba clara. Y le desconcertó que no se hubiera identificado. ¿Por qué había recurrido a besarla en lugar de mostrar la placa?

–Tengo entendido que hay que llegar a una cita a las nueve –dijo él.

Miranda lo ignoró y fue a dar un beso a su padre.

–Hasta luego, papá.

–Hasta luego, cariño. Que tengas un buen día.

–Lo mismo digo –Miranda fue entonces hacia la puerta con gesto altivo–. Podemos irnos.

Lo precedió por el descansillo del segundo piso. Aunque Miranda llevaba viviendo en aquella casa las dos legislaturas que su padre había sido alcalde, no dejaba de admirarle su entorno, el exquisito mobiliario de piezas exclusivas y la combinación de cuadros antiguos y modernos, y era consciente del privilegio que representaba habitar una mansión del siglo XVIII. Pero al contrario que la mayoría de las mañanas, no se detuvo a acariciar alguna de sus piezas favoritas. El hombre que la seguía concentraba toda su atención.

Estaban ya bajando las escaleras cuando, en voz baja, preguntó:

–¿Sabías quién era?

–Sí.

Miranda sonrió a una mujer que subía.

–Buenos días, Dorothy. ¿Hace tan buen tiempo como parece?

–Sí –respondió la doncella con una sonrisa.

La tensión aumentó con cada paso que dieron. Miranda se preguntaba cómo iba a pasar tantas horas junto a un hombre al que se imaginaba desnudo y sudoroso. Ella, que era conocida como una figura pública serena y tranquila, se resistía a convertirse en alguien inquieto y sexualmente frustrado. Y lo peor era que saber que era un «buen chico» no había acabado con sus fantasías. Incluso vestido con traje y corbata exudaba el tipo de personalidad peligrosa que la fascinaba desde la adolescencia.

Aunque llevaba años acumulando una lista de frustradas actividades prohibidas, jamás se le había pasado por la cabeza tener un romance con uno de sus guardaespaldas. Hasta ese momento.

Miranda se reprendió, diciéndose que debía concentrarse. No llevaba toda su vida luchando por conseguir ser libre para dejar que apareciera alguien nuevo y permitir que le cortara las alas. Cuando oyó una puerta cerrarse a su espalda, se volvió hacia él.

–Como es tu primer día, será mejor que establezcamos algunas reglas.

–Así es –dijo él–. Así que escucha.

Miranda lo miró con incredulidad.

–No puedes hablarme así.

–Supongo que soy el primero en hacerlo –Tyler dio varios pasos hacia ella y Miranda sintió que se quedaba sin aire–. Será mejor que sepas que yo no estoy aquí para obedecerte, sino para hacer mi trabajo. Y que, si me pones dificultades, tendremos problemas.

–¿No sabes que puedo hacer que te despidan? –preguntó ella, indignada.

–Ojalá puedas. Llevo toda la semana intentando evitar que me asignen a este puesto –Tyler abrió la puerta de la calle para que pasara–. Después de ti, princesa.

Miranda salió al exterior levemente aturdida y se quedó mirando los hombros de Tyler, que la adelantó hacia el coche. ¿Quién se creía que era? Le demostraría que no se dejaba intimidar fácilmente. Era la hija de un político y a lo largo de sus veinticinco años había aprendido a ocultar sus emociones.

Con gesto altivo, se detuvo y sacó del bolso unas enormes gafas de sol y el teléfono móvil. Si él pensaba que estaba tratando con una niña mimada, actuaría como tal. Se puso las gafas y marcó un número.

–Buenos días, cariño, ¿cómo estás? –dijo, elevando el tono de voz premeditadamente–. Mi día ha empezado fatal.

–¿Has decidido robarle el acento a la reina de Inglaterra? –preguntó Crystal. Y suspiró–: ¿Vas a cancelar la cita para comer?

Miranda sonrió ladinamente.

–En absoluto.

Por mucho que fuera una fantasía sexual andante, estaba decidida a librarse de su guardaespaldas antes del mediodía.

Capítulo 3

–¿CÓMO te llamas?

Tyler miró por el espejo retrovisor. Eran las primeras palabras que Miranda le dirigía desde que salieron de casa de su padre, y el silencio le había ayudado a centrarse. Él no estaba allí para charlar, sino para mantenerla a salvo.

–Se lo preguntaré a Lou –dijo ella al ver que no recibía contestación–. Es un encanto.

Tyler sospechaba que cambiaría de opinión de haber sabido que era su jefe de seguridad quien le había dado el trabajo porque quería contratar a alguien que no llevara tanto tiempo haciendo de guardaespaldas como para relajarse, ni al que una cara bonita pudiera distraer con facilidad.