Confianza en uno mismo - Ralph W. Emerson - E-Book

Confianza en uno mismo E-Book

Ralph W. Emerson

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La única persona que estás destinado a ser es la persona que decides ser

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Confianza en uno mismo

Copyright © 2022 - Taller del Éxito

Título original: Self-Reliance and Other Essays

Copyright ©2020 Esta edición de Taller del Exito incluye algunos de los ensayos de Ralph Waldo Emerson: Self-Reliance, Friendship, Character, Spiritual Laws, Nominalist and Realist, Compensation, The Transcendentalist. La primera serie de ensayos fue publicada en Boston en 1841 y la segunda serie de ensayos fue publicada en Boston en 1844.

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida por ninguna forma o medio, incluyendo: fotocopiado, grabación o cualquier otro método electrónico o mecánico, sin la autorización previa por escrito del autor o editor, excepto en el caso de breves reseñas utilizadas en críticas literarias y ciertos usos no comerciales dispuestos por la Ley de Derechos de Autor.

Publicado por:

Taller del Éxito, Inc.

1669 N.W. 144 Terrace, Suite 210

Sunrise, Florida 33323

Estados Unidos

www.tallerdelexito.com

Editorial dedicada a la difusión de libros y audiolibros de desarrollo y crecimiento

personal, liderazgo y motivación.

Diseño de carátula: Diego Cruz

Diagramación: Joanna Blandon

Corrección de estilo: Nancy Camargo Cáceres

ISBN: 9781607386674

01-202207

Contenido

CONFIANZA EN UNO MISMO

AMISTAD

NORMALISTASY REALISTAS

COMPENSACIÓN

LEYESESPIRITUALES

CARÁCTER

EL TRASCENDENTALISTA

1

CONFIANZA EN UNO MISMO

Hace días, leí unos versos escritos por un eminente pintor; eran originalísimos y nada tenían de convencionales. Las líneas escritas en este tono siempre contienen, sea cual sea el asunto, una advertencia para el alma. El sentimiento que inspiran tiene más valor que el pensamiento en ellas contenido. La genialidad consiste en esto: en ser fieles a nuestros criterios y en confiar en que lo que es verdad para nosotros en el fondo de nuestro corazón también es verdad para todos. Así que expresa tu convicción secreta y la verás convertida en opinión universal, pues el tiempo transforma las cosas interiores y las hace exteriores y nuestro pensamiento inicial nos es devuelto con trompetas de victoria final. Por familiar que sea para cada uno de nosotros la voz del espíritu, el mayor mérito que les concedemos a Moisés, a Platón o a Milton es el de reducir a nada los libros y las tradiciones, hablándonos, no de lo que pensaban los hombres de sus tiempos, sino de lo que pensaban ellos mismos. El ser humano debería aprender la manera de buscar y estudiar ese rayo de luz que, partiendo de lo más profundo de su ser, atraviesa su espíritu. Y debería preferir esa claridad al resplandor de todo un firmamento poblado de sabios y poetas. Pero en vez de esto, renunciamos a nuestro criterio y lo desdeñamos porque nos es propio. Sin embargo, en cada obra genial encontramos expresadas nuestras ideas, esas que un día menospreciamos, refluyendo hacia nosotros revestidas de extraña majestad. Ni las grandes obras de arte nos ofrecen una lección que impresione tanto como esta. Ellas nos enseñan a respetar, a guardar con inflexibilidad serena nuestras impresiones espontáneas, sobre todo, cuando nos enfrentamos a opiniones opuestas a las nuestras. El caso es que mañana cualquier extraño dirá, apoyándose en la autoridad del buen sentido, lo que nosotros mismos siempre habíamos imaginado y nos veremos en la situación de recibir avergonzados la que es nuestra propia opinión, pero de manos de otro.

En el proceso de crecimiento y educación de todo ser humano llega una época en que este adquiere la convicción de que la envidia es ignorancia y la imitación es un suicidio que debe tomarse tal como es, bien sea bueno o malo; aprendemos que, aunque este vasto universo esté colmado de excelentes dádivas, ningún grano de trigo germinará, ni nos servirá de alimento si no es por la labor que realicemos en el espacio que nos sea dado cultivar. Es bien claro que el poder que habita en el hombre es nuevo en la naturaleza; nadie sino él sabe lo que es capaz de llevar a cabo por su propia cuenta y ni siquiera él mismo lo sabe, sino hasta después de haberlo intentado. Por algo, ciertos rostros, caracteres y hechos nos impresionan en gran manera, en tanto que otros apenas sí nos inspiran indiferencia. Esta capacidad, esta elección de la memoria, supone una armonía preestablecida. El ojo ha sido puesto allí donde cierto rayo debía caer a fin de reflejar y devolver dicho rayo. Casi siempre, al expresarnos, lo hacemos muy a medias. Se diría que nos avergüenza esa idea divina que cada cual de nosotros representa. No obstante, debemos confiar en ella por completo, como cosa proporcionada a nuestras fuerzas y que promete el éxito con tal de que se la interprete con la fidelidad debida. No quiere Dios, sin embargo, ver realizada su obra por cobardes. El hombre siente alivio y satisfacción cuando pone todo su corazón en su trabajo y lo hace lo mejor que sabe. En cambio, lo que no dice, ni hace según esta premisa no le proporciona paz alguna. Esa es una redención que no redime. En el esfuerzo que debe hacer, su genio le abandona; ninguna musa, ninguna invención, ni ninguna esperanza le auxilian.

Confía en ti mismo: todo corazón vibra al son de esta cuerda de hierro. Acepta el puesto que la providencia ha encontrado para ti y en la misión que la sociedad de tus contemporáneos te ha asignado. Los grandes hombres lo han hecho siempre así, confiando como niños en el genio de su época, trabajando con sus manos e intelecto y dominando sus emociones y su corazón por completo. Como seres humanos que somos también debemos aceptar ese mismo destino sublime en el más elevado sentido; no somos niños, ni inválidos que se resguardan en un rincón, protegidos de la intemperie, ni tampoco cobardes huyendo ante una resolución, sino guías, salvadores, bienhechores que obedecen al esfuerzo omnipotente que se enfrenta al caos y a las tinieblas.

¡Cuán hermosos augurios nos ofrece la naturaleza con este texto lleno de verdades reflejadas, por ejemplo, en el rostro y comportamiento de los niños, los bebés y aun de los desvalidos! Ellos no tienen un espíritu titubeante, fraccionado y rebelde, ni aquella desconfianza de un sentimiento en cuyo vigor no creemos. Su mente está entera y sus ojos aún no han sido domados; y cuando nos fijamos en sus rostros, nos desconciertan. Vemos que la infancia a nada se somete: todo el mundo se pliega a sus caprichos hasta el punto en que un bebé manda y dispone a su antojo de los cuatro o cinco adultos que juguetean a su alrededor y se divierten con él. Pero Dios también ha dotado a la juventud, a la adolescencia y a la edad madura de otros cuantos encantos; a todas las ha hecho agradables e incluso envidiables; les otorgó derechos innegables con tal de que no se aparten de su carácter propio. No creas que ese joven no tiene fuerza porque no puede hablarnos a ti o a mí. ¡Escúchalo! Esa es su voz en la habitación contigua y suena bastante clara y marcada. Parece que sabe cómo hablarles a sus contemporáneos. Sea tímido u osado, su juventud nos hará seniles y superfluos.

La indolencia de los muchachos que cuentan con más de lo necesario y con un benefactor los hace desdeñar, hacer o decir cualquier cosa así no sea para congraciarse con otros. Un pilluelo en un salón representa lo mismo que un mirón en una sala de juego: es independiente, irresponsable, observa desde su rincón a todos los que pasan, los juzga, los clasifica de acuerdo a su mérito y los califica, según la costumbre sumarísima de los pilletes, en buenos, malos, interesantes, bobos o fastidiosos. Ni su interés, ni las consecuencias de sus palabras lo reprimen; su veredicto es independiente y sincero. Desde el momento en que habla o se agita para darse a conocer, está comprometido con su verdad y, a partir de ese instante, se gana bien sea el odio o la simpatía de quienes lo rodean.

No existe amnesia que tal cosa remedie. El que entienda que hay que evitar riesgos —y habiendo ya observado, continúa observando todavía, desde lo alto de esa misma inocencia natural, recta, incorruptible, sin temor— es y será siempre sabio. Podrá emitir su opinión en los asuntos de actualidad y esta será juzgada como necesaria y filosófica y no como una simple opinión personal. Su verdad entrará como un dardo en los oídos de los demás.

Tales opiniones son las que oímos en medio de nuestra soledad, pero se debilitan y apenas las percibimos cuando nos conectamos con el mundo. Por todas partes, la sociedad conspira contra la virilidad de cada uno de sus miembros. La sociedad viene a ser algo así como una “compañía por acciones”, cuyos individuos se confabulan —en beneficio de la mayoría— a fin de sacrificar la libertad y el exceso de educación de quienes la componen. La virtud allí más solicitada es la CONFORMIDAD; se mira con aversión a quienes confían en sí mismos. No es a los creativos a quienes se les estima, sino a la reputación y a las costumbres.

El que aspira a crecer debe ser un inconforme. Al que desee adquirir triunfos inmortales no debe detenerle eso que se llama el bien, pues ha de indagar si en realidad es el bien. Nada hay sagrado, sino la integridad de nuestra propia conciencia. Si podemos absolvernos a nosotros mismos, lograremos las dichas de este mundo.

Recuerdo que cuando era muy joven le di una respuesta a un hombre en extremo amigo de dar consejos. Tenía la costumbre de fastidiarme trayendo siempre a colación “las queridas y viejas doctrinas de la Iglesia”. Como le dije que poco me importaba la santidad de las tradiciones, puesto que me entregaba a una vida completamente interior, me respondió: “Pero esos impulsos interiores pueden provenir del infierno lo mismo que del cielo”. A esto, repliqué: “No creo que vengan del abismo; pero si soy hijo del diablo, ¡viviré para el diablo!”. Ninguna ley es sagrada para mí si no es la de mi propio ser. El bien y el mal no son más que nombres aplicables a cosas muy diferentes; para mí el bien, la vía recta, es tan solo lo que se acomoda a la constitución de mi ser, de mi conciencia; el mal es todo lo que está en contra de eso. En presencia de cualquier oposición, el hombre debe portarse como si todo, excepto él mismo, fuese efímero y el resto solo apariencia. Vergüenza me da observar con cuanta facilidad capitulamos ante nombres y títulos, ante grandes sociedades o instituciones muertas.

Cada individuo bien puesto y de buenas maneras engaña más de lo que convendría. Debería andar erguida la cabeza, ojo alerta y decir la escueta verdad sin ambages ni rodeos. Si la vanidad y la astucia se cubren con el manto de la filantropía, ¿puedo acaso consentirlo? Si un mojigato con inflamado celo se hace partidario de causa tan hermosa como la abolición de la trata de negros y viene a referirme las últimas noticias de los esclavistas, ¿por qué no habré de decirle: “Anda, ve, ama a tus hijos, ama a tu más humilde prójimo, sé bueno y modesto y hazme el favor de no barnizar tu dura y poco caritativa ambición con esa supuesta ternura que demuestras hacia unos negrillos que están a miles de leguas de aquí? Tu celo de lo lejano no es sino desdén hacia lo que te rodea”. Semejante reprensión sería grosera y desdeñada, pero la verdad vale más que un falso semblante de simpatía. Nuestra bondad también debe incluir cierta aspereza o no será bondad. La doctrina del odio debe ser predicada como la del amor, siempre que este se torne quejoso y lloricón. Cuando mi genio me llama, evito padre, madre, hermanos, hermanas. Quisiera defender mi puerta, escribiendo en ella: Lubie (del francés: significa capricho extravagante). A fin de cuentas, creo que lo que me fuerza a aislarme vale más que un extravagante capricho, pero no es posible pasar la vida en explicaciones.

No esperes que te explique por qué evito o busco la sociedad. Y no me digas luego, como un excelente sujeto lo ha hecho hoy, que estoy obligado a ayudar a todos los pobres. ¿Son acaso mis pobres? Advierte, necio filántropo, que me saben mal el peso y los céntimos que les doy a esas gentes. Hay una clase de personas a la que estoy ligado, vendido —que me ha comprado—, y a la que le tengo apego por toda clase de afinidades morales e intelectuales. Por ellas iría yo a la cárcel si fuera necesario, pero no por causa de tus diversas caridades populares, como la educación que se imparte en un asilo de alienados o estableciendo sociedades como hay tantas —las dedicadas a concederles limosna a los que en verdad no las necesitan—, ni por los millares de sociedades de socorro; aunque confieso con pena que a veces sucumbo y entrego mi dinero, pero esa es una mala costumbre de la que, poco a poco, me iré desprendiendo.

Según la opinión popular, las virtudes son más bien la excepción que la regla. Es indudable que existe conexión entre el ser humano y sus virtudes. Hay quienes hacen lo que llaman una buena acción, un acto de valor o de caridad, pero lo hacen como si pagasen una multa por sus culpas. Las obras que realizan son para excusar o atenuar la vida que llevan en el mundo, por el estilo de lo que les ocurre a los inválidos o a los locos que pagan un seguro más alto que el de los demás. Sus virtudes son penitencias. Pero yo no deseo expiar, sino vivir. Mi vida existe para sí misma, no para servir de espectáculo. Prefiero dejar que siga un curso modesto y natural y no brillante, pero desequilibrado.

La quiero sana, dulce, normal, ávida de la buena comida y el buen vino. No consiento en pagar un privilegio allí donde tengo un derecho intrínseco. Por pequeñas, por ínfimas que sean mis facultades, yo soy quien soy y no tengo necesidad de convencerme de ello, ni de persuadir a mis semejantes.

Lo que debo hacer es lo que a mi personalidad concierne y no lo que las gentes piensen que tengo obligación de hacer. Esta regla, tan ardua de aplicar en la vida práctica como en la intelectual, suele suplir toda distinción entre la grandeza y la bajeza.

Es tanto más difícil de implementar, pues en ocasiones encontramos gente a nuestro alrededor que cree conocer nuestro andar y nuestra ruta mejor que nosotros mismos. Es fácil vivir conforme a la opinión del mundo y también de acuerdo a la nuestra, pero el hombre verdaderamente grande es aquel que en el mundo guarda, con dulce y perfecta calma, la independencia proveniente de la soledad.

Si sostienes una iglesia o un culto muertos, si contribuyes a una sociedad bíblica cuya influencia se extinguió, si votas a favor o en contra del gobierno, si extiendes a todos tu hospitalidad como el más pobre mesonero, difícil me será discernir con exactitud, tras de esos velos, qué clase de persona eres.

Pero si haces tus propias obras, ganarás crédito. Hazlas y te fortalecerás. Recuerda que este juego de la conformidad es el juego de la gallina ciega. Si conozco tus creencias, sé de antemano cuáles son tus argumentos. Oigo a un predicador anunciarles a sus oyentes que va a examinar tal o cual doctrina de su iglesia y sé a ciencia cierta, antes de que profiera frase alguna, que no dirá nada nuevo, ni espontáneo. Sé que con toda su aparatosa pretensión de examinar las bases de la institución en litigio, no lo hará ni mucho menos. ¿Por ventura ignoro que ha pactado consigo mismo, no como hombre, sino como pastor, y que mirará tan solo un lado de las cosas, el lado permitido? Es un abogado defensor de su causa y esos aires que se da dictando cátedra son completamente vanos. Pues bien, la mayor parte de la gente se ha vendado los ojos con uno u otro pañuelo, adhiriéndose a una comunidad de opinión cualquiera. Esta conformidad hace, no que ellos sean falsos en algunos puntos, no que pronuncien solo algunas mentiras, sino que sean falsos en todos los puntos. Cada una de sus verdades no es una verdad total. Su dos no es el verdadero dos, ni su cuatro es el verdadero cuatro; cada vocablo que profieren nos apesadumbra y no sabemos por dónde empezar para obligarles a mantenerse en lo justo.

La naturaleza no tarda en revestirnos con el uniforme del partido al que propendemos. Adquirimos cierta apariencia, cierto talante y, poco a poco, tomamos la más encantadora expresión animal. Hay sobre todo un hecho mortificante que mañosamente se introduce en esa historia general. Me refiero al “necio semblante de la lisonja”, a la forzada sonrisa de que hacemos gala en una sociedad donde no estamos a gusto para responder a una conversación que no nos interesa. Los músculos, no movidos de forma espontánea, sino por virtud de ineficaz predisposición, se entumecen en los contornos de la máscara con desagradabilísima sensación.

Por falta de conformidad, el mundo nos azota con su disgusto. Por eso, debemos saber estimar en su justo valor la austeridad de un rostro, observarlo en cualquier esquina o en cualquier contexto.

Pero los rostros austeros de la gente, lo mismo que sus rostros apacibles, no tienen causas profundas, cambian con el soplo del viento o con la influencia de un periódico. A pesar de esto, el descontento de las masas es más formidable que el del Senado o de las universidades. A un hombre firme, que conoce el mundo, le es fácil llevar con paciencia la cólera de las clases cultivadas. La cólera de estas es prudente, guardan al manifestarla cierto decoro y se presentan tímidas y por eso mismo son muy vulnerables. Pero cuando se añade la indignación popular a esa cólera femenina, cuando se agitan el pobre y el ignorante, cuando se hieren hasta gruñir y hacer rechinar los dientes, la fuerza bruta ininteligente que yace en lo más bajo de nuestro ser, entonces, es preciso tener hábitos de magnanimidad y de religión para enfrentar nuestras bajas pasiones como bagatela sin importancia.

Otro terror que nos aleja de la confianza en nosotros mismos es nuestro espíritu de consecuencia, nuestro deseo de ser consecuentes con nosotros mismos, esa especie de veneración por nuestros actos o palabras anteriores, porque opinamos que los ojos de los demás no tienen otro punto distinto sobre el cual calcular la órbita de nuestra personalidad, sino nuestros actos pasados, y nos molesta contrariarlos.

Pero ¿para qué te obligas a mirar hacia atrás? ¿Para qué arrastras ese peso de la memoria con tal de evitar contradecir lo que dijiste en tal o cual circunstancia? Supón que te contradices; bueno; ¿y ahora? Parece ser norma de la prudencia la de que no tengamos que referirnos a nuestra sola memoria, aun en los actos puramente mnemotécnicos, sino mirar el pasado a la luz del presente con ojos de Argos y despertar a la nueva experiencia de un día nuevo. En tu conocimiento de la metafísica no has reconocido personalidad en la divinidad. Sin embargo, si un impulso religioso se apodera de ti, cédele tu corazón y tu vida, aun cuando hayas de revestir a Dios con formas y colores. Abandona tu teoría como abandonó José su capa en manos de la mujer adúltera y huye.

La necia perseverancia en un mismo pensamiento es manía de espíritus de cortos alcances, adorada por los mezquinos hombres de Estado y de Iglesia, por los filósofos menguados, por los artistas menos que mediocres. Un alma grande no se preocupa de tales pequeñeces; las considera tan vanas como sombra que se proyecta en las paredes. Di hoy lo que piensas en términos enérgicos y haz lo mismo mañana, aunque se te ocurra contradecirte de un día a otro, pero si lo haces, es seguro que serás mal comprendido—. ¿Y qué importa ser mal comprendido? A Pitágoras no lo comprendieron, ni a Sócrates, ni a Jesús, ni a Lutero, ni a Copérnico, ni a Galileo, ni a Newton, ni a ninguno de los han sido de pensamientos puros y sabios. Ser grande implica ser incomprendido.

Creo que nadie puede forzar su naturaleza. Todos los relieves de su voluntad los nivela la ley de su ser, así como las desigualdades salientes de los Andes y del Himalaya son insignificantes en la superficie terrestre. La manera de juzgar a otros es indiferente y, si importa, importa poco; el carácter es como un acróstico o una estrofa alejandrina: aunque lo leas de arriba abajo, de abajo arriba, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, siempre dice lo mismo. En esta retirada y apacible vida de los bosques que Dios me concede quiero consignar sinceramente día por día mi pensamiento sin mirar en lo pasado, ni en lo porvenir, y estoy seguro de que será siempre igual, aunque yo no lo advierta, ni lo haga adrede. Mi libro debería evocar perfumes de pinos y zumbidos de abejas. La hilacha o la brizna de paja que la golondrina lleva en su pico y deposita en el nido construido en el alero de mi ventana también deberían tejer la trama de mi libro. Se nos toma por lo que somos. Nuestro carácter se exalta a pesar nuestro. Imaginamos que no manifestamos nuestras virtudes o vicios más que por nuestras acciones conocidas, ostensibles, pero no nos damos cuenta de que la virtud y el vicio tienen un aliento que les es propio y que no dejan de manifestarse ni un instante.

Existirá una conexión entre nuestras acciones más disparatadas y más opuestas, si en cada momento actuamos de manera natural y honesta. Por desemejantes que parezcan, nuestras acciones serán armoniosas, pues parten de una sola voluntad. A corta distancia, a cierta altura de pensamiento, se pierden de vista esas divergencias.

Una sola tendencia las une aunque el viaje de la vida es una línea en zigzag que, vista a distancia, se reduce a una línea media. Nuestra acción espontánea y natural se explicará por sí misma y explicará nuestras demás acciones espontáneas. Nuestra conformidad nada explica. Procede con sencillez y tu simplicidad te justificará. Todo lo que es grande requiere de un plan futuro. Si hoy demuestras firmeza en practicar el bien y desafías la opinión de los demás haciéndolo, este acudirá en defensa tuya. Pero ocurra lo que ocurra y pase lo que tenga que pasar, no importa; ejerce el bien a cada instante. Desdeña las apariencias; siempre es posible hacerlo. La fuerza de carácter es fuerza acumulada. Todos los momentos virtuosos de nuestro pasado aportan su energía al momento presente. A los héroes de los campos de batalla o del Senado, ¿qué les aporta al presente el pasado? No es otra cosa que la conciencia de un legado de grandes días y de muchas victorias.

Esas victorias proyectan sobre ellos una luz parecida a la que ilumina desde lo alto al actor en medio de la escena. Los rodea una visible corte de ángeles. Esa conciencia y ese poder son los que le dieron resonantes tonos a la voz de Chatham, dignidad a Washington y los que pusieron a América entera en los ojos de J. Q. Adams. Todos veneramos el honor porque no es nada efímero, sino una virtud antigua e imperecedera que admiramos hoy porque no es de hoy. La acogemos y le rendimos homenaje porque es digna de nuestra admiración, porque no depende, ni deriva más que de sí misma y porque florece inclusive en los jóvenes.

Espero que, en nuestros días, no se hable más de esta supuesta virtud de la conformidad. Confío en que, de hoy en adelante, el significado de tal palabra sea recubierto de un tinte de ridiculez. En vez de enfocarnos en la campana que anuncia la llegada de la comida o en el estruendo del gong japonés, busquemos voces que nos transmitan valor. No hagamos tantos cumplidos, ni gastemos tantas excusas. Si un gran hombre come a mi mesa, no deseo ser yo quien me esfuerce en agradarle, sino que aspiro a que sea él quien desee agradarme a mí. En esta circunstancia, yo represento a la humanidad y si quiero representar la bondad de ella, quiero que la sinceridad y la verdad estén asimismo representadas. Reprendamos y afrontemos la mediocridad almibarada, ese vulgar optimismo de la época; protestemos ante la rutina, el Estado, el comercio. Deduzcamos de la Historia que un gran pensador, un gran actor, un hombre sincero, completo, no pertenece a una época, ni a un lugar determinado, diferente o distinto de aquel donde él se halla; allí donde él se encuentra, allí mismo se encuentra el centro de su vida. Donde está él, está su naturaleza; desde allí mide a todos los hombres y todos los sucesos. Por lo general, las gentes que encontramos por el mundo nos recuerdan a otras gentes. El verdadero carácter, el hombre real, no representa a una persona específica; representa toda la creación. Es preciso que el hombre se arme de tanto valor que lleguen a serle indiferentes las circunstancias en que se encuentre. Cada hombre verdadero es una causa, un país, una época. Son necesarios mucho tiempo, mucho espacio y muchos hombres para que sus designios se vean plenamente cumplidos; y la posteridad, como un séquito de clientes, parece marchar tras sus pasos. Nació César y por siglos enteros tuvimos un Imperio Romano. Nació Jesucristo y millones de espíritus se adhirieron a su espiritualidad. Una causa es la sombra prolongada de un hombre. Ejemplo, el monaquismo de Antonio el Eremita, la Reforma de Lutero, el cuaquerismo de Fox, el metodismo de Wesley, la abolición de Clarkson. Milton llama a Escipión cumbre de Roma; y toda la Historia se resume fácilmente en la biografía de algunas personalidades destacadas e imperecederas.

Sepa el hombre conocer su valor y dominar las cosas. No ande ambiguamente, vagabundeando de acá para allá, con apariencias de mendicante, de bastardo, de intruso, en un mundo creado para él. Pero el hombre de la calle, que no siente dentro de sí mismo la fuerza correspondiente a la que edificó esa torre o esculpió esa estatua de mármol, se siente pobre ante su contemplación. Para él, un palacio, una estatua o un libro precioso tienen aspecto extraño, como si algo hubiesen de vedarle, como ese tren suntuoso que al pasar parece decirle: “¿Quién es usted, caballero?”. Y sin embargo, todo esto solicita su atención, todo esto se ha hecho para que él lo apruebe, todo se dirige a él y le suplica para que sus facultades vengan a tomar posesión de ello. La pintura expuesta allí aguarda mi veredicto; no es ella quien me lo impone; soy yo quien debo darlo.

Aquella fábula popular del rústico imbécil recogido completamente ebrio en la calle, que es llevado al palacio del duque, después vestido, acostado en el lecho de este y luego tratado, cuando despierta, como si fuese el verdadero duque y hubiese sido víctima de una pesadilla, esta fábula le debe su popularidad al hecho de que simboliza perfectamente el estado del hombre. Este es, en el mundo y en la vida ordinaria, una especie de idiota, pero despierta de tiempo en tiempo, ejercita su razón y se ve convertido en verdadero príncipe.

Nuestras lecturas son pobres y llenas de adulaciones. En Historia, nuestra imaginación nos engaña. “Reino, dominio, poder, señorío”, todo esto forma un vocabulario más brillante que el de los modestos “Juan” y “Eduardo”, que en su humilde casita trabajan en su jornal diario.

Sin embargo, las cosas de la vida son las mismas para todos, la suma total del valor de esos dos hombres distintos es la misma. ¿Por qué tanta deferencia hacia el rey Alfred, Scanderberg o Gustavus? Supongamos que ellos fueron virtuosos; pero ¿agotaron su virtud? Un prestigio tan grande como el que dependía de sus célebres acciones, hoy depende de nuestra acción actual. Cuando los particulares procedan de forma particular, la fama, el esplendor y la ilustración se transferirán de las acciones de los reyes a las de los simples particulares.

El mundo ha mirado por los ojos de sus reyes y estos han hipnotizado largo tiempo los ojos de las naciones. Existe la reverencia mutua que el hombre le debe al hombre. La sumisión gozosa, la generosa fidelidad con que los hombres les han permitido a los reyes, a los nobles y a los grandes marchar al frente de ellos por una ley que les fue propia, así como disponer de sus cosas y disfrutar del hecho de pagarles, no en dinero, sino en honores y representando la ley en su persona, esta generosa sumisión que era el jeroglífico, el símbolo oscuro, indicador de la conciencia que tenían los hombres de sus propios derechos, de su valor propio; ese homenaje a algunos era para ellos la imagen inconsciente de los derechos de todos.

El magnetismo que ejerce cada acción original se explica cuando se busca la base, la razón de la confianza en sí mismo. ¿Quién es aquel en quien uno confía? ¿Quién es ese yo primordial sobre el que puede basarse tan universal confianza? ¿Cuál es la naturaleza, el poder de esa estrella que se burla de la ciencia —sin paralaje, sin elemento calculable—, que lanza un rayo de belleza aun sobre acciones triviales o reprobables con tal de que en ellas se encuentre algún rasgo de personalidad independiente? La investigación nos conduce a ese manantial que es a la vez esencia del genio, de la virtud y de la vida y al cual llamamos espontaneidad o instinto.

A esa sabiduría primitiva la llamamos “intuición”, mientras que todo cuanto deducimos y aprendemos no es nada más que “tuición”.

En esta fuerza profunda es donde todas las cosas encuentran su común origen, pues el sentimiento de la vida, de la existencia que se eleva en el espíritu en las horas de apacible calma, sin saber cómo, no es diferente del espacio, de la luz, del tiempo, del hombre y procede manifiestamente de aquel mismo manantial de donde también toma su origen la vida. Compartimos primero la vida por la cual las cosas existen; luego, encontramos esas cosas en la naturaleza. He aquí la fuente, el origen de la acción y del pensamiento, —los pulmones cuya aspiración da la sabiduría al hombre, el manantial que no puede negarse sin impiedad y ateísmo.

Descansamos en el seno de una vasta existencia que nos hace receptores de su actividad y órganos de su verdad. Cuando discernimos la justicia y la verdad, nada hacemos por nosotros mismos, damos paso al rayo de esa inteligencia. Si indagamos de dónde proviene eso, si queremos espiar el alma —causa— se engañan todas nuestras filosofías; su presencia o su ausencia es todo lo que puede afirmarse. A cada cual le es posible distinguir los actos voluntarios de su espíritu, de sus percepciones involuntarias y saber que puede concederles entera fe. Se equivocará o no en la expresión o en la interpretación de esas percepciones; pero sabe que “es así”, que no se las puede discutir, como no se discuten la noche y el día. Mis acciones y mis adquisiciones voluntarias no son más que holgazanerías, ensayos errabundos; mientras que el más ligero desvarío, la menor emoción natural, solicitan mi curiosidad y mi respeto. Los atolondrados contradicen lo mismo el informe o la exposición de una percepción que el de una opinión cualquiera: lo mismo digo, y tal vez más aún, pues no distinguen entre una percepción y una noción. Creen que elijo en vista de tal o cual cosa, pero la percepción no es caprichosa, es fatal. Si observo un hecho, mis hijos lo observan después que yo y toda la humanidad lo ve en seguida, aun cuando sea posible que nadie lo haya visto antes que yo, pues la percepción que de él tengo es de tal suerte un hecho tan cierto como el sol.

Las relaciones del alma con ese espíritu divino son tan puras, que se las profana al intentar interpretarlas. Esto acaso provenga de que, cuando Dios habla, nos persuadimos de que debería comunicar no una cosa, sino todas las cosas; habría de llenar el mundo con su voz; que, por medio de un solo pensamiento, debería esparcir la luz sobre la naturaleza, el tiempo, las almas; que podría, con una palabra, crear de nuevo y recomenzarlo todo. Cuando un espíritu es sencillo y recibe esta sabiduría, las cosas del pasado pierden su valor; medios, enseñanzas, textos, templos, todo cae; vive hoy y absorbe el pasado y el porvenir en la hora presente. Todo lo que se refiere a semejante concepción, sea como fuere, se vuelve sagrado. Todas las cosas sufren disolución completa por su causa, y en el milagro universal, los milagros particulares y minúsculos desaparecen.