Conmigo nunca se sabe 3 - Francisco Javier Vaquer Diez de Tejeda - E-Book

Conmigo nunca se sabe 3 E-Book

Francisco Javier Vaquer Diez de Tejeda

0,0
10,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Conmigo nunca se sabe 3 nos hace viajar en el tiempo, a nuestra niñez y adolescencia, a la época donde nuestros padres y abuelos dominaban parte de nuestras acciones. Un redescubrimiento de situaciones que en esos momentos eran tan distintas como opuestas a lo que es hoy en día. Los escenarios donde transcurren las acciones son similares a los de los anteriores libros de la saga: la Ciudad de Buenos Aires, pueblos en el interior de la provincia, las sierras de Córdoba y Mar del Plata, donde las travesuras o transgresiones sucedieron en la edad de los aprendizajes.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 153

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Corrección: Guadalupe Garione

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Vaquer y Diez de Tejada, Francisco Javier

Conmigo nunca se sabe 3 / Francisco Javier Vaquer y Diez de Tejada. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

170 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-616-1

1. Autobiografías. 2. Memoria Autobiográfica. 3. Relatos Personales. I. Título.

CDD 808.8035

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Vaquer y Diez de Tejada, Francisco Javier

© 2023. Tinta Libre Ediciones

Este libro está dedicado a mi novia, Cynthia Hernández.

AGRADECIMIENTOS

En primer término, quiero agradecer a mis hermanos, hijas y sobrinos, que siempre me están apoyando en este proyecto. Por supuesto, no puedo dejar de lado a mi novia y a mi suegra. Y a los compañeros de aventuras en estas historias que, a veces, al igual que yo, no quedan bien parados, pero de eso se trata la vida.

Quiero agradecer, además, a Fernando Sánchez Sorondo y a los miembros de su taller, que son unos críticos justos asistiéndome para arreglar algunos desatinos. A mis amigos, que me ayudan en la presentación, como Walter que las organiza y otros a los que cuento con su presencia.

Por supuesto, además, a mis hermanos, hijas y parientes, que siempre están en todas las ocasiones siendo incondicionales y apoyándome en el arte de la escritura.

PRÓLOGO

Hay una frase que dice: “Cuando somos niños, queremos ser adultos y cuando alcanzamos la madurez, queremos recuperar al niño que fuimos”. Y creo que Javier logró recuperar, mediante estos libros, momentos que nos hicieron felices o que querríamos volver a vivir y que, lamentablemente, como sabemos, no podremos recuperar nunca más. Porque la emoción de esa situación, de ese descubrimiento o de esas macanas cometidas que nos conmovieron no se podrán recobrar jamás… Como el primer amor: uno volverá a amar, pero nunca volverá a amar “sin presentir”, como dice Discépolo en el tango Uno.

Javier, en Conmigo nunca sabe, tanto en el primer volumen como en el segundo y, ahora, en el tercero y en los que continúen, logra algo interesantísimo. Recuerda su infancia y adolescencia, recupera nuestras propias experiencias y momentos felices, generalmente, con muchas macanas. Por eso, al leer esos cuentos breves, lo hacemos con una media sonrisa porque nos divertimos con sus historias y rememoramos las propias.

Porque, ¿quién no? ¿Quién no trató de quemar un nido de avispas?¿Quién no coleccionó cosas tan inútiles como chapitas de bebidas,hizo una cerbatana con el tubo de una biromeo una pajita o utilizó un rulero para cascotear un colectivo?

¿Quién no tiró bombitas de olor, le hizo una broma (a veces feroz) al hermano,jugó al carnaval con bombitas de agua en Capilla del Monte?

¿Quién no se interesó por las figuritas como un capitalista por su dinero?¿Quién no embromó a un hermano o hermana?Nunca cesa ese placer de querer engañar a alguno de ellos porque, seguramente, ellos lo hicieron antes o después con nosotros.Y tantas cosas más...

Leer Conmigo nunca se sabe es un verdadero placer compartido que no es común en la literatura de estos últimos años donde el horror, el dolor y el sopor han contagiado a la mayor parte de las obras. No dudo que, para algunos, la niñez no es un recuerdo grato, pero para Javier y para mí se debe reconocer que fue una especie de paraíso, hoy perdido, es cierto, pero que él, con su pluma, supo recuperar. Así, se confirma una frase de Rainer María Rilke que, creo, la mayoría podemos compartir: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Y ese tesoro Javier supo reflejar y lo seguirá haciendo en sus libros.

Daniel García Molt

1

AFEITADO

Desde chico, lo miraba a papá afeitarse. Usaba una pomada que tenía dentro de un pequeño frasco de vidrio, una brocha con base de madera y unos pelos extraños de dudosa procedencia y, por último, una pequeña antigüedad donde se ponía la gillette, artefacto por demás raro. Complementariamente, tenía también la típica navaja que usaban en las viejas barberías con ese insólito afilador que nunca supe cómo se utilizaba. Era lógico que tuviese todos estos objetos del año “del ñaupa”, ya que había nacido en 1929.

A mis catorce años, me vi en la espantosa situación de empezar a afeitarme, ya que ridículas pelusas, por aquí y allá, brotaban de mi rostro sin criterio lógico. Era como esas plazas donde jugábamos al fútbol, que eran en parte de tierra y, en escasos lugares, había pasto apenas crecido.

Para empezar, le pedí ayuda a papá, que hizo la espuma y la distribuyó por mi barbilla y mi cuello. Después, me dio ese dispositivo estrambótico para que me hiciera la afeitada. Cuando terminé, parecía que me hubieran picado un montón de mosquitos y sangraba por distintos puntos.

—Esto se arregla fácil.

Agarró una hoja de papel higiénico que recortó en pedacitos para “emparcharme” cada lastimadura. Tras cinco minutos, me dijo que me mojara la cara con agua tibia, y, así, se desprendieron los papelitos. Finalmente, me indicó que me secara con una toalla. A continuación, sacó un agua florida de las que venían en botellón de litro y me hizo poner las dos manos ahuecadas para recibirla. Luego, indicándome que cerrara los ojos, me instruyó a pasarla por toda la parte afeitada. Así lo hice. Un grito, acompañado de un par de puteadas, emergió de mi garganta sin haberlo planificado, ante lo que él se rio.

Al otro día, en el colegio, me empezaron a gastar y me preguntaron, entre otras tantas cosas, si había tenido una pelea con la afeitadora. Generalmente, eran los imberbes quienes más lo hacían.

—Ya te va a pasar a vos, infeliz —les decía—, y después el que se va a reír voy a ser yo.

La cosa se fue agravando y las heridas se fueron complicando cada vez más, ya que la barba tendía a endurecerse, pero mi piel seguía siendo como la del Principito. Tuve la genial idea de volver a recurrir a mi papá. Me recomendó que, después del afeitado, me frotara medio limón, que eso ayudaría a curtir la piel si lo hacía durante un mes. Yo a él lo creía bastante guasón, por lo cual, después de una semana de sufrimiento y chillidos, di por terminado el tratamiento, ya que el único resultado que había logrado era el de tenerle un poco más de bronca al limón y a mi propio padre.

Un día, en televisión, vi el anuncio de una maquinita descartable que hacía sencillo el afeitado y proponía desechar antigüedades como la que había en casa. Obviamente, le mostré el aviso a mi papá; él refutó diciendo que “esos” no sabían nada. Di media vuelta y me fui despotricando contra la prehistoria romperrostros. Apenas pude ver a mi mamá, le pedí por favor que me comprara ese adminículo. Ella, al ver mi destruida tez, se apiadó de mí.

A partir de ahí, pude mantener mi parte facial impecable. El nuevo equipo provisto por mi madre incluía un aerosol, cuya espuma genial mejoraba la afeitada. Por supuesto, también dejé de usar esas aguas floridas con aromas antiguos y me perfumé con mi eau sauvage que tanto disfrutaba.

Los imberbes empezaron a tener los problemas que yo ya había superado.

—De la muerte y de la afeitada, nadie se salva —me di el gusto de decirle a uno que pasaba luciendo sus desfiguraciones faciales. Y me fui silbando alegre con un paso exótico.

2

ANDÁ AL SUPERMERCADO

A mi mamá no le divertía hacer ciertas cosas como ir al supermercado y, realmente, tenía razón: era un bodrio. Para evitarlo, me enviaba a mí. Yo recibía una lista más larga que la deSchindler. Al efectivo lo encanutaba en el fondo del bolsillo y hacia allí me encaminaba. Quedaba a poco más de tres cuadras y, por suerte, el local tenía envíos a domicilio sin cargo. Mientras a mis nueve años yo andaba en esos menesteres, ella leía esas novelas de Agatha Christieque tanto le gustaban.

Una de esas veces, ya en el lugar, vi que la lista detallaba más de cuarenta productos, obviamente en un orden aleatorio. Yo, un avezado inexperto, fui buscando producto por producto sin referencia de estanterías, de tal manera que, a modo de pinball, recorrí la misma góndola un sinnúmero de veces. Esto me fastidiaba mucho, como cuando veía que el azúcar estaba al lado de la harina. Mientras paseaba por los pasillos, una música de fondo, por demás aburrida y somnífera, completaba mi castigo. Esa ensoñación aletargaba mis movimientos. La agarradera parecía una almohada y, al estilo de un perezoso, mi paso se iba transformando en el de una vieja tortuga. Estos métodos de venta amansadores, para mí, eran inhumanos. Yo pensaba «¿Qué hago en un súper en vez de estar jugando?». La respuesta era clara: muchas veces, mi madre, en este tipo de trámites, me dejaba quedarme con el vuelto o, si era mucho, con parte de él.

La experiencia que fui ganando a través del tiempo me permitió encontrar trucos para agilizar la tarea y, de algún modo, contrarrestar el efecto hipnótico de esa música aburrida y antiestresante en un modo de propulsión para mi carrito. Entonces, busqué sacar el mayor provecho a la situación.

Fue en ese momento que se me ocurrió usar los carros como si fueran autitos chocadores. Cuando veía alguien enfrente que venía en mi dirección, miraba los estantes y facilitaba la colisión. Después de chocar, con cara de sorpresa, con la expresión del jugador de truco que tiene tres cuatros, me disculpaba:

—Perdón, señora, es que esta música me duerme.

—No hay problema, nene —me respondía la damnificada esbozando una sonrisa.

Era claro que otros compradores también sufrían aquel efecto hibernación que ni el oso más inquieto podría combatir.

Por mi parte, de esa manera había encontrado una forma de hacer “la misión” un poco menos insoportable. Poco tiempo después, ya llevaba un lápiz para ir tachando cada uno de los productos de los respectivos sectores y, así, acortaba los tiempos en el lugar.

Cuando llegaba a las cajas, una larga cola me esperaba justo donde las tentaciones de unas golosinas ricas buscaban dispersar mis pensamientos. Cada tanto, llevaba alguna y me la engullía en el camino de regreso con previo tachado por parte de la cajera para que no figurara dentro del envío domiciliario.

Las empleadas de este sector, al verme tan pequeño, solían preguntar:

—¿Dónde está tu mamá?

—No sabía que era obligación —les respondía con una sonrisa picaresca y socarrona.

3

ARREGLÁ LOS TELÉFONOS

Nuestro departamento era muy amplio, ya que éramos siete sus ocupantes. No sé por qué había tanto cableado telefónico, solo faltaba algún teléfono en el baño. He visto viviendas donde los tenían.

En nuestra casa, había uno en el hall de entrada y otro en el escritorio de mi papá, en el cuarto de ellos. Extrañamente, había otros en la habitación de mis hermanas, en el living comedor, en la cocina y, por último, en el play room del séptimo piso. Sería por eso que era muy difícil que alguien atendiese el teléfono. El que más lo hacía era mi padre, pero claro que pegaba un grito que alcanzaba con suerte los tres metros. Si no estabas en esa distancia, simplemente decía: “No está, llamá más tarde”.

Así, justo en la época de la incomunicación, estábamos más desconectados del mundo que nunca. Nuestra vida se había transformado en una cadena de no-favores, por lo cual la estrategia era el “yo te llamo”. ¿Por qué sucedía esto?

Así, empezó la fase uno. Fue cuando nos mudamos a ese departamento en forma de chorizo, donde las distancias solían ser enormes y los responsables de las llamadas eran quienes, generalmente, no contestaban los teléfonos. Para colmo, además, te hacían mentir: “Decile que no estoy”, “decile que después lo llamo”. Y, así, podría seguir un rato largo. Entonces, pasamos a la fase dos:

—Te llama Pepito.

—Decile…

—Andá y le decís lo que quieras. Ahí está en el teléfono, te está esperando.

—Pero estoy en el baño.

—Lo siento mucho, avisale para la próxima que no te llame cuando estés en esos menesteres.

Insultos, más insultos.

Nos fuimos a la tercera fase, que era una especie de gracias en inglés: “Theinks”. Si decías primero esa palabra, estabas eximido de atender. Era así hasta que el último se la tenía que fumar con pipa. Ahí empezamos con otro despelote, no mentíamos más.

—Che, atendé a Jacinta.

—No estoy —contestaba la otra persona en voz muy baja.

—Dice que no está.

Inmediatamente después de que pasara esto, colgabas el teléfono y arrancaban las peleas entre hermanos, que eran como la serie Gran Hermano; sin peleas, era un bodrio de programa.

Otras veces, cuando estaban los curiosos (ya fueran padres o hermanos), se divertían escuchando conversaciones ajenas. Y ahí gritabas:

—Cortá, que ya atendí.

A veces, había que insistir. ¡Qué chismosos!

Pero cuando se rompían las líneas telefónicas, estábamos totalmente incomunicados. No teníamos teléfonos celulares, ni email ni señales de humo; para decirle algo a alguien, tenías que ir a su casa. El tema era si quedaba lejos, pero no en otra provincia; solo a media hora de colectivo. Era un riesgo que nadie quería tomar.

De pronto, todos se iban como ratas por tirante a casas de amigos o novios y yo, con catorce años, me quedaba leyendo un libro tranquilo sin que sonara ese aparato del demonio. Mi mejor amigo estaba a veinte metros de nuestro edificio, por lo que, cuando tocaba el portero eléctrico, sabía si estaba.

Pero claro, la vida a veces no quiere que seas perezoso y menos mi papá. Pretender que viniera alguien de Entel a arreglar las líneas internas en tu departamento era más difícil que vinieran los Reyes Magos en junio. Todavía escucho su voz:

—Javier, arreglá los teléfonos.

—Papá, no soy electricista.

—No te pregunté. ¡Vamos, manos a la obra!

Me lo decía con un ademán que significaba que cerrara el pico. Yo agarraba un destornillador y una pinza, iba a cada enchufe telefónico y lo desarmaba para ver si un tirón había aflojado alguna pieza interna. Y nada, solo se escuchaba en la bocina un “Uuuuuuh” lejano, pero no caía el disco.

A veces, para divertirme, probaba el uno-uno-tres con el que se escuchaba la hora. Lo hacía rápido con la tecla para cortar, pero la línea seguía muerta. Después de tres horas de estar reptando por toda la casa y quedar cubierto de tierra, aparecía mi papá de nuevo a molestar.

—¿Ya lo arreglaste?

—Todavía no.

Cinco minutos después, sentía su presencia nuevamente.

—No todavía.

Con razón le decían el “dege” de chico (léase “degenerado”). Es que, cuando él cursaba en la facultad y era un señor de dieciocho años y su hermanito de diez jugaba a la pelota, con la excusa de que estaba estudiando les sacaba la pelota a él y a sus amigos diciéndoles que no lo dejaban hacerlo correctamente. De ahí el apodo.

Un día, a la tercera vez, me dijo:

—Apurate, que tengo que hacer varias llamadas.

—Andá a un teléfono público.

De pronto, encontré el desperfecto. Y claro, alguien había dado un tirón a la ficha. La arreglé y tuvimos tono. Le avisé.

—Ya era hora —dijo.

Tragué mis insultos.

—Estás hecho un asco.

—Ya sé, estuve limpiando todos los pisos de la casa con mi cuerpo.

—A bañarte.

—Gracias por la sugerencia.

Me bañé, me cambié de ropa y, como por arte de magia, todos mis hermanos aparecieron. Le pedí plata a papá para ir al cine y, ante mi cara de pocos amigos, esa vez ni chistó. Vi lo que me había dado y observé que me alcanzaba justo porque era miércoles y, por ser ese día de semana, las funciones estaban a mitad de precio.

Fui al edificio de mi amigo y le toqué el portero eléctrico. Bajó también con lo justo, pues nuestros padres eran medio pijoteros (si los mirabas con un parche en el ojo).

De pronto, me preguntó:

—¿Por qué no me llamaste por teléfono?

—Hernán, vamos al cine —atiné a decir solamente. Y él, conociendo mis historias, me acompañó en silencio.

4

BARRILETE

Estábamos en nuestra casa de San Isidro a fines de la década de los sesenta y se había puesto de moda entre los chicos hacer barriletes. Al principio, éramos ayudados por los padres, que a veces no ponían tanto empeño como nosotros. Una vez que aprendimos lo básico, con mi hermano Gonzalo, el inventor, nos pusimos a darle nuestro estilo. Él tenía siete años y yo, con uno menos, era su ladero: “Javier, andá a buscar más papel de diario”. “Traé la cola, la del frasco grande”. Así, iba y venía como maleta de loco.

Cuando ya teníamos todo preparado, me hacía correr por el parque como una liebre perseguida por un galgo para lograr que el barrilete levantara vuelo. Tiraba de la piola, que tenía cincuenta metros, mientras mi hermano mantenía el cometa con el brazo estirado lo más alto posible. Pero a veces nos pasaba que no había viento o se largaba una lluvia que, por nuestra distracción, no veíamos venir y que irrumpía en nuestro entretenimiento sin ser invitada. Las consecuencias eran trágicas: el papel empleado se deshacía y se despegaba de la madera balsa. También pasaba que, cuando corríamos, nuestros perros, excitados, saltaban sobre el aparejo volador y lo destruían. Y los pobres, sin entender nada, huían nomás con su presa inerte mientras les gritábamos furiosos. Nunca rescatábamos nada para reutilizar: volvíamos, invariablemente, a comenzar de cero.

Por todas estas cuestiones, un día decidimos remontar nuestra cometa en un parque público alejado de aquellos peligros. Hacia allí fuimos con nuestra nave planetaria. Cuando llegamos al lugar, nos encontramos con una incontable cantidad de estos ovnis circundando el cielo y, lamentablemente, los comparamos con el nuestro. Nos sentimos algo avergonzados; algunos parecían del siglo XXI.

Después de ese desencanto, por fin, conseguimos hacer volar nuestro barrilete. Una vez arriba, ya no nos importaron los otros. De repente, sucedió que un grupo de chicos más grandes, de unos diez años, interceptaron nuestro cometa y lo bajaron como si le hubieran tirado un cascote. Ellos llegaron primero a la zona del aterrizaje forzoso y desempapelaron nuestra nave para salvar la suya, que salió indemne. Mi hermano era grandote, pero no podíamos hacer nada frente a tamaña pandilla, así que volvimos a nuestra casa con la frente marchita, a pesar de haber logrado nuestro vuelo de bautismo.