Contra la arrogancia de los que leen - Cristian Vázquez - E-Book

Contra la arrogancia de los que leen E-Book

Cristian Vázquez

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Beschreibung

No tengo claro en qué momento comencé a sentir que algunos de mis artículos podrían merecer una segunda vida. Una reencarnación en forma de libro. Me pareció que los distintos textos que aparecen en este libro se necesitaban entre sí, y que cada uno de ellos conocía el sitio exacto que debía ocupar, y que sus límites encajaban tan bien con los de alrededor como si fueran las piezas de un rompecabezas minucioso… Temí también que esta recopilación pudiera ser superflua y banal. Más aún, ¿no resulta hasta contradictorio que bajo el título "Contra la arrogancia de los que leen" se den a imprenta los meros apuntes de un lector? En todo caso, me gusta pensar este libro como hijo de esa tensión. Y de otras tensiones, como la que existe entre leer y escribir. O la que se pregunta si hay diferencias entre los escritores que leen y los lectores que escriben, y si las hay cuáles son. O la que busca la última frontera en el afán de expresar el amor por los libros, con el fin de promover la lectura, sin caer en la trampa de convertirse en un burdo propagandista o un odioso fanfarrón.

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ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

DEDICATORIA

LIBROS

LAS HABITACIONES EN LAS QUE ELEGIMOS VIVIR

COMPRAR LIBROS PARA (TODAVÍA) NO LEERLOS

LOS LIBROS PRESTADOS Y LA LEY DE LA CONSERVACIÓN DE LA MATERIA

ROBAR LIBROS

NO HAY MEJOR REGALO

EL PRECIO DE UN LIBRO

LIBROS USADOS, UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD

¿SE EXTINGUEN LAS LIBRERÍAS DE VIEJO?

QUE LOS LIBROS VAYAN A LA GENTE

LA ITINERANCIA DE LOS LIBROS

LOS LOMOS, CAMPO DE BATALLA Y OBRA DE ARTE

CÓMO USAR LAS PÁGINAS EN BLANCO

LOS RECUERDOS GUARDADOS

LIBROS COMO PERFUME

INMORTALES Y POBRES PRESENTACIONES DE LIBROS

CUANDO UNA BIBLIOTECA SE FUSIONA CON OTRA

BOTELLAS AL MAR

LA PUBLICACIÓN DE LIBROS EN UN MUNDO IDEAL

ESCRITURAS

FANTASÍAS DE LA GENTE DE FUERA DE LA LITERATURA

¿DE QUÉ TRATA TU NOVELA?

EL ANTIPLAGIO, O CUANDO LOS ESCRITORES SE OCULTAN DE SÍ MISMOS

EL SUEÑO DE CREAR UNA MÁQUINA QUE INVENTE HISTORIAS

LA EXISTENCIA DE LAS PALABRAS

CRÍMENES LITERARIOS: MATO, LUEGO ESCRIBO

UN RASTRO DE TINTA A SU PASO

LA TIPOGRAFÍA COMO UNA VISIÓN DEL MUNDO

TODOS LOS FINALES FELICES

LECTURAS

EL DERECHO A QUE LEER SEA UNA FORMA DE LA FELICIDAD

DEL ARTE DE SUBRAYAR

SOBRE LAS RECOMENDACIONES DE LIBROS

CUANDO LOS LIBROS NOS SALEN AL CRUCE CON CIERTA VIOLENCIA

LA ENFERMEDAD DE LEER

DERECHOS DE AUTOR VS. EL DERECHO A LEER

LEER FOTOCOPIAS

LA AVENTURA EN EL TRANSPORTE PÚBLICO

EL SILENCIO PERDIDO

¿POR QUÉ NOS GUSTA VER A LOS DEMÁS LEER?

LAS CITAS APÓCRIFAS Y EL DESEO DE CREER

¿EXISTE UNA LITERATURA ELITISTA?

DE LO BIEN QUE LOS LATINOAMERICANOS PRONUNCIAMOS LA ZETA

CONTRA LA ARROGANCIA DE LOS QUE LEEN

NOTA DEL AUTOR

CITA

CRÉDITOS

AUTOR

COLECCIÓN TIPOS MÓVILES

En ese universo saturado de libros, donde todo está escrito,

solo se puede releer, leer de otro modo.

RICARDO PIGLIA

El último lector

LIBROS

LAS HABITACIONES EN LAS QUE ELEGIMOS VIVIR

Una vez alguien me dijo, muy suelto de cuerpo, que compraba libros según el tamaño y el color de sus lomos porque los veía como parte de la decoración de su casa. Si bien muchas veces había oído chistes acerca de gente que posee libros con un mero afán ornamental («Ese es un gran admirador de la Escuela de Frankfurt», «¿Ah, sí? ¿Cómo sabés?», «Tiene todos los libros de Adorno»), nunca había escuchado a nadie admitirlo, y mucho menos de una forma tan despreocupada.

La anécdota recuerda a la encargada de un puesto de libros junto al río Sena de la que habla Hemingway en París era una fiesta. La mujer le explicaba su forma de distinguir si un libro tenía valor: «Primero, depende de si tiene ilustraciones. Luego, según que las ilustraciones sean buenas o malas. Luego está la encuadernación. Si un libro es bueno, el que lo compra se lo hace encuadernar bien». Cuando la mujer, que solo leía en francés, le preguntó si había algún modo de distinguir los buenos libros en inglés, Hemingway respondió: «Yo los distingo leyéndolos».

Y es que los lectores tendemos a prestar atención a diversas cuestiones cuando pensamos en comprar un libro: sobre todo el texto, por supuesto, pero también la tipografía, el tamaño de los márgenes, incluso detalles como las sangrías, los espacios antes y después de las rayas de diálogo, etc. Pero si hay algo a lo que no prestamos atención, salvo excepciones (que las habrá, imagino), es al tamaño y al color del lomo.

Esto no quiere decir, claro está, que nos tenga sin cuidado el aspecto estético al ordenar los libros en los estantes de nuestras casas. Se ordenan los libros como se vive. El lector descuidado los tiene todos mezclados, así nomás. El obsesivo los ubica en función de múltiples categorías: apellido del autor, nacionalidad, género, cronología, colecciones, idiomas. El marketinero pone los mejores libros de su biblioteca en los estantes del final, de manera que quien quiera llegar hasta ellos se vea obligado a pasar frente a todos los demás. El sentimental monta un pequeño altar y dispone allí, todos juntos, los ejemplares a los que más cariño profesa. El procrastinador siempre tiene pilas de libros fuera de los estantes, aquí y allá, y siempre está a punto de acomodarlos en su sitio, pero siempre le aparece algo más urgente que hacer. El insatisfecho los ordena en función de un cierto criterio, pero poco después se da cuenta de que hay uno mejor, así que se pasa días enteros sacando todos de su lugar e instalándolos según el orden nuevo, el cual permanecerá vigente hasta que el insatisfecho se percate de que hay un criterio mejor y vuelva a empezar.

A todos los lectores nos encanta pararnos cada tanto frente a nuestros libros y pasear la vista por los lomos, los títulos, los autores. Es como pararse frente a un edificio enorme y prestar atención a los ventanales y balcones, y pensar en las vidas y las historias que transcurren allí dentro. En los libros ya leídos uno recuerda, más o menos vagamente, esas vidas e historias. En los que le quedan por leer, las imagina.

Vicente Luis Mora escribió en una ocasión en su perfil de Facebook: «Toda novela es una habitación. Para el escritor es un cuarto casero, donde sufre su redacción durante años. Para el lector es una habitación de hotel, en la que apenas soñará unas horas». «¿Y un cuento? ¿Qué sería un cuento?», le preguntó alguien en un comentario. «Un cuento sería un autobús, donde el conductor vive largas temporadas y el lector pasa apenas unos minutos». «A veces como lector te quedás mucho tiempo a vivir por ahí, ¿no?», comentó alguien más. «Ese es el objetivo –respondió Mora–. Yo vivo en muchas habitaciones que he leído a lo largo de la vida».

En un prólogo a su novela Dormir al sol, de 1973, Adolfo Bioy Casares escribió:

Alguna vez dije que si los libros fueran casas, me gustaría irme a vivir a Dormir al sol. Tal vez sea el libro que me representa de un modo más auténtico, porque está desprovisto de tragedia o, más precisamente, de dolor. Yo tengo una inteligencia pesimista, pero soy una persona de temperamento optimista. Tanto La invención de Morel como El sueño de los héroes son historias donde la muerte está muy presente; en Dormir al sol, en cambio, puede sentirse el gusto por la vida. Para mí, por lo menos, fue una felicidad escribirla.

Como Bioy, todos podemos elegir la casa en la que nos gustaría vivir. Pero creo que los lectores somos más bien como Vicente Luis Mora: viajeros que saltamos de una habitación a otra y que de algún modo vivimos en todas las habitaciones que amamos, las que llevamos dentro de nosotros y a las que siempre estamos volviendo. Eso nos hace ciudadanos del mundo. Y nos enseña que mirar los libros y solo ver el tamaño y el color de sus lomos es quedarse fuera, como mirar las ventanas de un edificio y prestar atención solo a las cortinas. Al otro lado está el calor del hogar. La vida.

COMPRAR LIBROS PARA (TODAVÍA) NO LEERLOS

Dos situaciones, muy relacionadas entre sí, hacen sentir mal a algunas personas. Una: comprar libros y luego no leerlos. La otra: comprar libros cuando se tienen en casa libros sin leer. Esta última suele ser, claro, consecuencia de la primera.

Hay casos patológicos en los que esto se convierte en un problema: el de la bibliomanía, considerada un trastorno obsesivo-compulsivo, o el de alguien que gasta todo su dinero en libros, e incluso se endeuda, y luego no tiene para comer o para pagar el alquiler. Pero son situaciones puntuales. La gran mayoría de las personas a las que me refiero no padecen de estos males. Simplemente les gustan los libros: leerlos y comprarlos.

Siempre animo a esas personas a que no se sientan mal. Hay varios motivos por los cuales los lectores solemos tener en nuestras bibliotecas unos cuantos libros que no hemos leído. A veces, porque los hemos recibido como regalo. En otros casos, porque fueron comprados para aprovechar una oportunidad. Porque estaban muy baratos, a precios que no se iban a repetir. O porque eran libros difíciles de encontrar y de pronto el azar los cruzó en nuestro camino. Ofertas que no podíamos rechazar.

Pero a veces, también, porque no siempre el momento de leer un libro es justo después de que llegue a nuestras manos. Hay libros de los que disfrutamos tenerlos ahí, al alcance de la mano, preparados para cuando por fin llegue el momento de su lectura. Ese momento puede demorarse semanas, meses, años. Durante ese lapso, a veces les miramos el lomo al pasar junto a ellos, cada tanto nos detenemos y los acariciamos, incluso los sacamos de los estantes, los hojeamos, leemos pasajes al azar, los olemos, como si nos preparáramos para ellos, y luego los volvemos a dejar ahí para que sigan a la espera. Hasta que, cuando el momento de leerlo por fin llega, nos damos cuenta. No sabemos explicar cómo, pero lo sabemos.

Hay una palabra japonesa que define la acción de comprar libros para luego no leerlos: tsundoku. Muchos de quienes hablan de ella en Internet la califican –un poco en broma pero también un poco serio– de «enfermedad». ¿Por qué despierta tantas sensaciones negativas?

Intuyo que la respuesta está muy cerca de lo siguiente: comprar más libros de los que se puede leer en un determinado lapso de tiempo se parece mucho al más puro consumismo. Es decir, el consumo excesivo e innecesario de bienes y servicios hacia el cual el capitalismo nos impulsa todo el tiempo. Desde todas partes, el mercado nos estimula a comprar cosas nuevas para sustituir a las viejas que poseemos, o para satisfacer necesidades que antes no teníamos y que ahora el mismo mercado se ha tomado el trabajo de crear.

Sin embargo, creo que hay una diferencia crucial entre los libros y la mayoría de los demás productos. Una diferencia de la que fui consciente después de ver el documental Comprar, tirar, comprar, de 2010, dirigido por la alemana Cosima Dannoritzer. El tema es la obsolescencia programada, es decir, la reducción deliberada de la vida útil de los productos para incrementar el consumo. Casi todo lo que compramos se fabrica de modo tal que, después de un determinado plazo, deje de servir. Y para lo que no deja de servir se inventó la solución perfecta: la moda. Así, aunque la ropa todavía sirva, ya no se puede usar: hay que comprar ropa nueva, acorde a esta temporada. Ropa que tampoco se podrá usar el año que viene, por supuesto, pues habrá que comprar la de la temporada nueva.

He ahí la diferencia de los libros, uno de los pocos productos que escapan a esa norma.

Hay libros, es cierto, que sí tienen fecha de caducidad. Muchos de ellos son de no ficción, vinculados con personajes, acontecimientos o productos que acaparan la conversación en un determinado momento y pasan al olvido poco después. Entre los de ficción, creo que no es erróneo hablar de obsolescencia programada en el caso de los best sellers: libros fabricados para ser vendidos en gran cantidad en poco tiempo, y que luego se devalúan de manera brutal. Los ejemplares de El código Da Vinci que se ofrecen hoy por unos pocos billetes en casi cualquier librería de viejo de Buenos Aires, de México o de Madrid así lo corroboran.

Pero no son esos los libros que un lector compra para que lo esperen con paciencia en sus estantes hasta que llegue el momento de leerlos. Cuenta el editor Mario Muchnik que, en una conferencia dictada en España, el escritor albanés Ismaíl Kadaré pronunció la siguiente frase: «Estamos habituados a vivir con la velocidad de la ciudad, pero la literatura vive con la velocidad de los astros». Es decir: para entender mejor la literatura, tenemos que despojarnos del frenesí de la urbe y acoplarnos al ritmo de los fenómenos celestes, distanciados por décadas o siglos o milenios unos de otros. Y si la Tierra tiene que esperar 76 años para que el cometa Halley vuelva a visitarla, ¿por qué nosotros no podríamos esperar un poco para leer un buen libro?

Comprar, tirar, comprar (cuyo título original es Prêt-à-jeter, ‘Listo para tirar’ en francés) se difundió en los países angloparlantes como The Light Bulb Conspiracy, «La conspiración de la lamparita». El título alude a una de las historias que funcionan como hilo conductor del documental: la de la «lamparita centenaria», que fue encendida en el cuartel de bomberos de Livermore, California, en 1901, y brilla de manera ininterrumpida desde entonces. El responsable de que a las lámparas se les impusiera una vida útil mucho más breve fue el llamado Cártel Phoebus, integrado por empresas como Osram, Philips y General Electric, y que funcionó entre 1924 y 1939. Ese cártel es considerado uno de los padres de la obsolescencia programada.

Durante varios años, en la década de 1980, mi padre trabajó precisamente como operario en la planta de Osram en Buenos Aires, en el sector donde se fabricaban los tubos fluorescentes. Me cuenta que cuando un tubo salía con alguna falla, por mínima que fuera, lo desechaban. Una vez él preguntó por qué no lo vendían más barato o se lo daban a alguien a quien le pudiera servir igual. La respuesta fue que, si hacían eso, corrían el riesgo de que las personas que se hicieran de esos tubos los vendieran como si fueran buenos. La presencia de fallas, en ese caso, causaría un desprestigio a la empresa.

El argumento es parecido al de por qué muchos restoranes tiran la comida que les sobra, en lugar de dársela a personas en situación de calle (el riesgo de que a alguien esa comida le haga mal y lo demande), y al de por qué algunas editoriales, cuando tienen que deshacerse de libros porque ya no les resulta rentable guardarlos en sus almacenes, los destruyen en lugar de ofrecerlos baratos en mesas de saldos: el desprestigio que esto, en teoría, representa para la marca.

De modo que, a su manera, muchos libros también pagan las consecuencias de las reglas del mercado. Por eso, he aquí otra posible razón para que no se sienta mal quien compra libros, aunque no los vaya a leer de inmediato y tenga otros sin leer: quizá los esté salvando de su destrucción.

Otra opción es simplemente quedarse con la frase del escritor y bibliófilo estadounidense A. Edward Newton:

Incluso cuando no se pueden leer, la presencia de los libros adquiridos produce un éxtasis: la compra de más libros que los que uno puede leer es nada menos que el alma en busca del infinito. Apreciamos los libros aunque no los hayamos leído, su mera presencia brinda confort y el hecho de que estén disponibles, seguridad.

Por eso, la próxima vez que tengas ganas de comprar un libro aunque sepas que no lo vas a leer de inmediato y aunque tengas otros en casa sin leer, y tu superyó, parado sobre uno de tus hombros, te grite «¡No lo hagas!», callalo explicándole que es por tu propio confort y seguridad. Que es tu alma que va de camino hacia el infinito y más allá.

LOS LIBROS PRESTADOS Y LA LEY DE LA CONSERVACIÓN DE LA MATERIA

Un viejo chiste argentino afirma que existen dos clases de boludos. Unos, los que prestan los libros. Otros, quienes los devuelven.

Lo cierto es que el préstamo de libros, un gesto generoso y noble, a veces deja daños colaterales. ¿Qué lector no ha sufrido el hecho de prestar un libro y nunca recibirlo de regreso? ¿Y qué lector no tiene en su casa al menos un libro que alguna vez le prestaron y nunca devolvió? ¡Ah! Ante la primera pregunta todos levantan la mano, pero con la segunda muchos no se animan. A ver, seamos sinceros, vamos...

Ahora sí. Así me gusta.

Permítaseme formular aquí un principio o una ley de conservación de la materia que, creo, rige las bibliotecas personales. Nada se pierde, todo se transforma. Por dos motivos. En primer lugar, porque cuando presto un libro y no me lo devuelven, ese libro está perdido para mí, pero ganado para otro. Lo cual quiere decir que el libro, más que perderse, cambió de propietario, de condición.

El segundo motivo es el más importante: estoy convencido de que, a la larga, el número de libros que faltan en la biblioteca de alguien debido a que salieron prestados y nunca retornaron, es igual (o casi) al número de libros que llegaron allí en calidad de prestados y nunca se marcharon. Como resultado, cada biblioteca tiene el número de libros que le corresponde. Falta la misma cantidad que sobra.

Esta conservación de la materia de las bibliotecas no es el fruto de cálculos deliberados de sus propietarios. Sucede que la cantidad de libros que uno recibe en préstamo por parte de amigos o conocidos tiende a equipararse con la cantidad de ejemplares que uno da en esa misma condición. El riesgo de que no recorran el camino de regreso es similar en ambas direcciones. En consecuencia, con el paso de los años se produce la equiparación.

No faltará quien aclare que en determinado período de su vida prestó muchos libros que nunca le devolvieron y que, después de eso, decidió no prestar más; pero que, en cambio, no tiene en su casa ninguno (o casi ninguno) que le hayan prestado y nunca devolvió. Esos casos existen, claro que sí. Pero se debe considerar ese período como una «etapa de aprendizaje», precio que hay que pagar para comprender la química del préstamo de libros. Superada esa etapa, comienza a regir la ley descrita.

Surgen preguntas, algunas de índole casi filosófica. ¿Llega a ser del todo mío un libro que una vez me prestaron y nunca devolví? Si es así, ¿cuándo? ¿Después de cinco años? ¿De diez, de treinta? ¿Ese lapso se mide desde el momento del préstamo o desde cuando dejé de ver a quien me lo prestó? ¿O ni siquiera hace falta que deje de verlo? En cualquier caso, aunque no haya sabido nada de esa persona en muchísimo tiempo, aunque ni siquiera Facebook haya vuelto a unir lo que la vida había separado, cada vez que emplee algún término de carácter posesivo para referirme al libro, cada vez que pronuncie palabras como «tengo» o «mío», sentiré que un pequeño ser, parado sobre uno de mis hombros, me dice al oído: «No mientas: ese libro no es tuyo». La culpa es una compañera ingrata.

¿Y qué ocurre en el caso opuesto? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que considere perdido un libro que presté y nunca volvió? Supongo que esto es muy subjetivo. Habrá quienes den sus libros por perdidos pocos meses después del préstamo y otras que reivindiquen sus derechos sobre volúmenes que llevan décadas sin ver. Una fecha precisa de la resignación ante la pérdida inexorable de un libro prestado es la del día en que se compra otro ejemplar de la misma obra. Aceptar la derrota es señal de sabiduría.

El paso del tiempo torna cada vez más difícil la restitución del orden previo. Cuanto más tiempo pase —y el tiempo no hace otra cosa que pasar— más pudor genera al prestador la idea de recordarle al otro que hace tiempo, hace unos quince años, quizás un poco más, te presté un librito así y asá, y es cierto que llevamos como diez años sin vernos y no sé qué es de tu vida, ni cómo se llaman tus hijos, ni nada de nada, pero ¿podrías buscar ese libro y devolvérmelo, por favor?

El pudor y la culpa, dos caras de la misma moneda.

No estamos hablando, por supuesto, de robar libros, sino de los que podríamos denominar «préstamos incompletos». Dado que un préstamo se compone de dos partes, un camino de ida y uno de vuelta, estos serían incompletos porque quedaron truncos entre la primera y la segunda. Esta interrupción puede deberse a motivos varios: el olvido, la desidia, la pérdida de contacto entre las personas, pero nunca al acto deliberado de llevarse un libro con el pretexto de un préstamo y sin ninguna intención de devolverlo alguna vez. Esto último es un robo. Y un robo de la mayor vileza, además, porque a lo censurable de cualquier robo en sí mismo se le añade la traición: una traición a la confianza que el prestador deposita en la persona que recibe el préstamo. Me gusta pensar que las leyes de la naturaleza también acuden para hacer justicia ante situaciones como esa, y que esa gente termina rodeada de otra de la misma calaña. El último sótano del infierno, allá donde Dante describió el amontonamiento de traidores, me lo imagino acá, de nuestro lado del mundo.

Cuando Stephen Dedalus, en el Ulises, se pregunta qué es un fantasma, se responde: «Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres». La ausencia o, quizá mejor, el cambio de costumbres es lo que convierte a los libros que hemos prestado y no nos han devuelto en libros impalpables, libros fantasmas. Quizá sea lo mejor pensar en ellos de esa forma, sin esperar su regreso, pero también, íntimamente, sin descartar del todo que un día los veamos volver ajados y perplejos como espectros del más allá.

ROBAR LIBROS

En su cuenta de Twitter, la librería y editorial Eterna Cadencia, de Buenos Aires, comparte sus novedades y artículos sobre libros y literatura. Hace un tiempo difundió un artículo publicado en su propio blog, titulado «La ladrona de libros: Del arte de robar libros y otras cuestiones literarias» (19 de mayo de 2015), y otros dos textos referidos al mismo tema (y citados en el primero), uno de Roberto Bolaño y el otro de Rodrigo Fresán.

Como el Coyote, que cuando se exponía a la trampa que había fallado con el Correcaminos pero estaba a punto de funcionar para él, miraba a cámara y sacaba un cartel que decía: «¿Se dan cuenta de lo que estoy haciendo?», enseguida Eterna Cadencia publicó su autocrítica: «Más boluda no puedo ser. Tuiteo tres tuits sobre robo de libros. A favor del robo de libros». Después enumeró un listado de «razones por las cuales es una mierda robar libros», que dicen más o menos así:

1) Perjudicás a la librería, que lo tiene que pagar.

2) Los libreros pierden mucho tiempo buscando libros que no están. Y los clientes pierden tiempo esperando.

3) Si hay uno solo, perjudicás al autor, ya que la librería no lo va a reponer y ese autor probablemente pierda una venta.

4) Estás perjudicando a una industria que anda con lo justo. ¡¡¡Andá a robarle faso a un dealer!!!

5) Estás cometiendo un delito. Después no te quejes si alguien te roba el celular. (Otro usuario de Twitter añadió: «El pobre roba un celular y es delincuente. El burgués roba libros y es cool».)

Bolaño y Fresán han conformado una de las grandes amistades de la literatura en castellano de las últimas décadas. Pero los motivos por los que dicen haber robado libros parecieran opuestos. «Los libros que más recuerdo –dice Bolaño– son los que robé en México D.F., entre los 16 y los 19 años, y los que compré en Chile cuando tenía 20, en los primeros meses del golpe de Estado». Si robó en México y compró en Chile no fue por motivos nacionalistas. Al hablar del Chile al que volvió en 1973, dice: «No recuerdo, además, haber visto nunca librerías más solitarias. Allí no robé ningún libro. Eran baratos y los compraba».

Fresán, en cambio, recuerda que proviene de una familia de clase media-alta y que robaba por deporte. Cuenta, incluso, y quién sabe si será verdad, que en una ocasión desafió a un amigo al «reto definitivo»: cada uno se paró en un extremo de la avenida Corrientes y comenzó un auténtico raid delictivo en pos de conseguir los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y en orden de publicación (no sé cómo hubieran podido demostrar esto último).

Afirma Fresán que robar libros es «una forma deportiva de la literatura». «Cuando escribimos o leemos –explica– estamos sentados o acostados, casi inmóviles. Cuando robamos libros, en cambio, el músculo de nuestro cerebro actúa en perfecta comunión con los músculos de nuestro cuerpo. Cuando se roban libros, uno piensa y actúa y, de algún modo, uno lee y escribe. Cuando se roban libros, uno es persona y personaje».

Un hombre llamado Stephen Blumberg, oriundo de Minnesota, fue detenido en 1990 por haber robado más de 23.600 libros, valuados en 5,3 millones de dólares. Un lustro después, el inglés Duncan Jevons fue condenado por un delito parecido, aunque superó con creces la marca de Blumberg: guardaba en el sótano de su casa más de 52.000 ejemplares, robados en el transcurso de tres décadas.

La bibliocleptomanía de Jevons era tan irracional que lo llevó a robar dos veces los 27 tomos de la Enciclopedia Británica de un mismo convento de monjas. Se robó la colección completa, las monjas la repusieron y él regresó cuatro años después y se la volvió a llevar. Jevons había estudiado teología y filosofía en su juventud.

Stephen Blumberg y Duncan Jevons, personas y personajes.

Para bien o para mal, robar libros sigue rodeado de un aura de romanticismo, de ese aire cool del que alguien hablaba en Twitter. Muchos lo califican como «el delito más hermoso del mundo» o recurren a una cita atribuida a José Martí: «Robar libros no es robar». Se parece a aquella idea de Bertold Brecht de que atracar un banco es menos delito que fundarlo, aunque la verdad es que nunca escuché a ningún ladrón de bancos justificar sus actos citando a Brecht. Circulan incluso argumentos del tipo: «¿Por qué un aficionado a la lectura que posee dinero puede leer lo que quiera sin ninguna molestia y otro aficionado que no posee tanto dinero no puede?». Es curioso: el mismo razonamiento se puede aplicar también a aficionados a las consolas de videojuegos, a las bicicletas o los collares de diamantes y, sin embargo, a nadie se le ocurre emplearlo en relación con estos productos.

En cualquier caso, cada uno puede justificar el robo de libros –ante sí mismo o ante los demás– de la forma que más linda o más convincente le parezca. Yo creo que lo más apropiado es que quien robe libros lo asuma como lo que es: un robo. Como amante de los libros, no me creo con más derecho para robar un libro que el que tiene un amante de las alfombras persas para robarse una alfombra persa.

No pretendo esgrimir un juicio ético o moral sobre el robo en sí mismo. Hablo solo de la construcción discursiva posterior. Para decirlo en palabras de uno de los comentaristas del artículo en el blog de Eterna Cadencia: «Silvio Astier (el protagonista de El juguete rabioso, de Roberto Arlt) era un ladrón de libros pero se hacía cargo de que era un chorro (ladrón) en todos los sentidos posibles». De eso se trata. Luego, jactarse o no de su condición ya es decisión de cada uno.

NO HAY MEJOR REGALO

En su «Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj», Julio Cortázar nos enseñó que cuando te regalan un reloj, te regalan «un pequeño infierno florido», «un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca», y que te regalan también unas necesidades y obligaciones y su marca y el miedo de perderlo y tantas cosas que «no te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj».

En efecto, el hábito burgués de hacer regalos está plagado de riesgos. Quien se propone hacer un regalo debe tener muy en cuenta los gustos del destinatario. O sus necesidades. Si es ambas cosas, mucho mejor. El problema es que a menudo no conoce los gustos o las necesidades del otro. Incluso aunque los conozca, pensar en algo para otro supone un tremendo ejercicio de proyección. «Si a Fulano le gusta A –piensa el regalador– entonces seguro que también le gustará B». Y va y lo compra, y se lo entrega de lo más contento, y en ese momento, en lugar de un gesto de pura satisfacción, ve una mueca, un gesto apenas perceptible, y comprende que, ay, ha fallado una vez más.

Regalar ropa, por ejemplo, es casi una misión imposible. En primer lugar, porque para hacerlo bien la persona que regala tiene que saber mucho del tema. En esa instancia ya muchos quedamos fuera de carrera. En segundo término, porque, aunque sepas de ropa, es muy difícil conocer tan a fondo a otra persona como para estar más o menos seguro de que tal o cual prenda le va a gustar. Y luego está la cuestión del tamaño. Si comprás algo demasiado grande, el otro se puede sentir mal porque lo ves gordo. Si comprás algo demasiado pequeño, el otro se puede sentir gordo. Si comprás algo del talle justo, y además a la persona obsequiada le gusta, pues no lo dudes: sos un elegido, naciste con el talento natural, tenés que dedicarte a eso, no podés darte el lujo de desperdiciarlo. Es eso o que invertiste en esa compra tu dosis anual de buena suerte. Más tarde recordarás con nostalgia todas las situaciones en las que hubieras preferido una fortuna similar.