2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
¡El banquero y la asombrosa Mishka! El banquero Mathew Bond estaba más acostumbrado a las bromas de las salas de juntas que a las circenses. El rey del desapego emocional por lo general no intervenía personalmente en la ejecución de un préstamo, pero en el pasado el circo Sparkles había significado mucho para él. ¡Gran error! Porque la dinámica Allie tenía más perspicacia de lo que sugería su vestido de lentejuelas rosadas. Y no iba a permitir que un hombre con un traje impecable desahuciara a su familia… ¡por muy apuesto que fuera!
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 182
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Marion Lennox. Todos los derechos reservados.
CORAZÓN DE LENTEJUELAS, N.º 2518 - julio 2013
Título original: Sparks Fly with the Billionaire
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3450-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
ESPERABA a un director, alguien que conociera de números y pudiera hablar de las malas noticias en un entorno de negocios.
Lo que encontró fue a una mujer con lentejuelas rosadas y rayas de tigre que hablaba con un camello.
–Busco a Henry Miski –dijo, esquivando con cuidado charcos mientras la joven dejaba un cubo abollado y centraba su atención en él. Un par de pequeños terriers que había a su lado se adelantaron para olisquearlo.
Mathew Bond rara vez trabajaba fuera de las oficinas antisépticas del ámbito corporativo. Su empresa financiaba algunos de los proyectos de infraestructura más grandes de Australia. Entrar en los terrenos del Circo Sparkles era una aberración.
Conocer a esa mujer era una aberración.
Llevaba un ceñido mono de seda de color rosado, muy prieto, con centelleantes e irregulares franjas que giraban en torno a su cuerpo. El cabello castaño estaba recogido en un moño complicado. Unas pestañas de casi cinco centímetros de largo enmarcaban sus ojos oscuros y delineados con kohl, y solo el maquillaje parecía una obra de arte en sí mismo.
Sin embargo, lo que estropeaba esa excesiva fantasía era el antiguo abrigo del ejército que le cubría las lentejuelas, los pies embutidos en botas pesadas y embarradas y ese par de perros curiosos. No obstante, sonreía con cortesía, como cualquier director corporativo al saludar a una visita inesperada. Cómoda en su propio cargo. Educada pero cautelosa.
¿Que no esperaba ser declarada en bancarrota?
–Un momento mientras alimento a Faraón –le dijo–. Ha estado constipado y hoy no puede trabajar, pero a menos que crea que recibe un trato especial, rebuznará durante todo el número. Nadie oirá nada –vació el cubo en el depósito de alimentación del camello y rascó las orejas del animal grande. Una vez satisfecha de que Faraón se encontraba contento, se concentró en él–. ¿En qué puedo ayudarlo?
–He venido a ver a Henry Miski –repitió.
–El abuelo no se siente bien –le informó–. La abuela quiere que se quede en la caravana hasta la hora del espectáculo. Yo soy su nieta... Alice, o La Asombrosa Mischka, pero mis amigos me llaman Allie –le estrechó la mano con un vigor que habría enorgullecido a un hombre–. ¿Es importante?
–Me llamo Mathew Bond –se presentó, entregándole su tarjeta–. Del Banco Bond.
–¿Alguna relación con James? –esbozó una leve sonrisa y lo escrutó de arriba abajo, asimilando su estatura, su traje hecho a medida, el abrigo de cachemira y los zapatos elegantes aunque salpicados de barro–. ¿O el parecido es solo una coincidencia? Ese abrigo es una maravilla.
Habría sido un eufemismo decir que lo desconcertó. Matt medía un metro ochenta y cinco, fibroso y moreno, tal como habían sido antes que él su abuelo y su padre, pero su atractivo era irrelevante. El Banco Bond era lo bastante grande e importante como para que la gente lo reconociera por lo que era. Nadie hablaba de su aspecto... y no tenía necesidad de afirmar una relación con un espía de ficción.
Allie seguía observándolo, evaluándolo, y empezaba a sentirse confuso. No por primera vez, pensó que eran otros los que debían estar allí, que debería haber enviado al equipo de recuperación.
Pero hacía eso como un favor a su tía Margot. Y ya era hora de que pusiera un límite a dicho favor. Los banqueros no invertían buen dinero en negocios malos.
–Su abuelo me espera –le informó, tratando de sonar otra vez profesional–. Tengo una cita con él a las dos.
–Pero las dos es la hora del espectáculo –extrajo un reloj de oro que colgaba de una cadena entre el atractivo escote y lo consultó–. Eso es en diez minutos. El abuelo jamás habría quedado a la hora del show. ¿Y en domingo?
–No. Henry dijo que era el único momento en que estaba disponible. Ya se lo he dicho, soy del banco.
–Lo siento, así es –frunció las finas y cuidadas cejas mientras lo observaba–. El Banco Bond. ¿Es el banco donde el abuelo tiene la hipoteca? Debe de estar en los últimos pagos. ¿Ha venido por eso?
No pensaba hablar de los asuntos de un cliente con una desconocida.
–Esto es entre su abuelo y yo –le indicó.
–Sí, pero no se encuentra bien –dijo, como si explicara algo que él debería haber captado nada más llegar–. Necesita toda la energía para el espectáculo –volvió a mirar el reloj, luego giró hacia una hilera de caravanas y se marchó con una velocidad que él tuvo que esforzarse en mantener. Mientras él evitaba los charcos, ella no lo hacía. Simplemente, los atravesaba con los perros abriendo el camino–. ¿No hace un tiempo horrible? –comentó por encima del hombro–. Anoche tuvimos problemas para levantar la carpa principal. Por suerte, las previsiones son estupendas para las próximas dos semanas y ya tenemos sentado a casi todo el aforo. Hemos llenado. Escuche, puede tener un rápido intercambio con él, pero como sea prolongado, deberá esperar. Esta es la caravana del abuelo –alzó la voz–. ¿Abuelo?
Calló y llamó a la puerta mosquitera de una caravana grande y destartalada con el emblema del Circo Sparkles en un lado. Matt pudo ver sillones a través de la malla metálica, un televisor encendido en un banco lejano y montones de destellos. Por doquier se veían ropa y lentejuelas.
–La abuela está reacondicionando nuestra imagen para la temporada próxima –le informó al ver hacia dónde dirigía la vista–. Le gustan los temas de colores. La temporada siguiente será púrpura.
–¿Pero rosa este año?
–Lo ha adivinado –se abrió el abrigo, revelando los tonos rosa y plata en toda su gloria–. Me gustan. ¿Qué le parece?
–Es... es muy agradable.
–He ahí un cumplido que haría que una chica girara la cabeza –rio entre dientes y volvió a llamar–. Abuelo, sal. Ya casi es la hora del show y ha venido Mathew Bond del banco. Si queréis hablar, tendrás que quedar para otra ocasión –silencio–. ¿Abuelo? –preocupada, abrió la puerta, pero vio que Henry se acercaba.
Era un hombre grande. De cerca, Matt pudo distinguir los vestigios de la edad, aunque estaban astutamente disimulados.
Ese era Henry Miski, director de pista, alto y digno. Lucía unos pantalones azabache con una franja dorada a cada lado y una chaqueta de chaqué de brocado negro y oro tan ricamente bordada que Mathew tuvo que parpadear. El pelo plateado era tan espeso que casi parecía una melena. El atuendo lo coronaba un sombrero de copa con un borde dorado; llevaba un elegante bastón negro y gualda.
Bajó de la caravana con una dignidad que hizo que él se apartara de forma automática. El hombre mayor se erguía con rigidez, como un monarca orgulloso. Matt vio todo eso en un primer vistazo. Fue al observarlo con más detenimiento cuando percibió el miedo.
–Ahora no tengo tiempo para hablar con usted –le informó Henry con gravedad–. Allie, ¿por qué llevas aún esas botas tan feas? Deberías estar lista. Los perros se han manchado las patas con barro.
–Disponemos de dos minutos, abuelo –indicó ella–, y los perros solo necesitan que los limpie superficialmente. ¿Quieres que le demos a Mathew un buen asiento para que pueda ver el show? Luego podréis mantener vuestra charla.
–Tendremos que reprogramarla para dentro de unos días –espetó Henry.
Pero Matt decidió que el tiempo para las dilaciones se había acabado. Una docena de cartas del banco habían quedado sin respuesta. Cartas certificadas para que Mathew tuviera constancia de que las habían recibido. Bond no realizaba préstamos a negocios tan pequeños. Había sido una aberración por parte de su abuelo, pero dicho préstamo se incrementaba por momentos. Hacía seis meses que no recibían ningún pago.
En circunstancias normales, ya se habían presentado hombres duros para apoderarse de lo que ya era propiedad del banco. Solo Margot hacía que hubiera ido él en persona.
–Henry, debemos hablar –expuso con amabilidad pero también firmeza–. Usted programó el día y la hora de esta reunión. Le enviamos cartas certificadas confirmándola, de modo que no puede resultarle una sorpresa. Estoy aquí como representante del banco para anunciarle oficialmente que vamos a ejecutar la hipoteca. No tenemos otra elección, y tampoco usted. A partir de hoy, este circo queda bajo mandato judicial. Está fuera del negocio, Henry, y debe aceptarlo.
Durante un momento reinó el silencio. Un silencio mortal. Henry lo miró como si no lo reconociera. Oyó un jadeo procedente de la joven que tenía al lado, algo que podía ser un sollozo asustado, pero él no apartaba la vista del anciano, cuya cara empezó a palidecer.
El director de pista abrió la boca para hablar... sin éxito.
Se llevó la mano al pecho y se desplomó allí mismo.
Para gran alivio de Allie, su abuelo no perdió la consciencia. Los sanitarios llegaron con tranquilizadora rapidez y concluyeron que no parecía más que un mareo momentáneo. Pero el mareo, sumado a una fiebre leve y a un historial de angina, bastó para que decidieran que había que ingresarlo en el hospital. El pulso se le había estabilizado, pero había experimentado dolor en el pecho y tenía setenta y seis años, por lo que debían llevárselo.
La abuela de Allie, Bella, a quien habían llamado desde el puesto de venta de entradas, mostró su total acuerdo.
–Vas a ir, Henry.
Pero la angustia del hombre mayor era evidente.
–El circo... –tartamudeó–. La carpa está llena. Todos esos niños... no voy a defraudarlos.
–No los decepcionas –afirmó Allie muy afectada. Henry y Bella la habían cuidado desde que su madre se marchara cuando ella tenía dos años. Los quería con todo su corazón y no pensaba poner en peligro la salud de Henry por nada–. Nos arreglaremos sin ti –le informó–. Siempre has dicho que el circo no es una sola persona. Lo formamos todos. Fluffy y Fizz mantienen al público contento. Ve, que nosotros empezaremos el espectáculo.
–No puede haber un circo sin un director de pista –gimió Henry.
Tenía razón. Para sus adentros, se esforzaba en urdir un plan, pero la verdad era que no tenía nada.
Podían prescindir de un acto individual sin que representara un desastre. Con tiempo, uno de los payasos podía ocupar el puesto de Henry, pero ese día solo contaban con dos porque Sam había tenido que volar a Queensland para visitar a su nueva nieta, y Fluffy y Fizz ya estaban vestidos y maquillados, animando a los asistentes en la pista.
–Nos arreglaremos –dijo, aunque su cabeza era un torbellino. Sin un director de pista...
–Sin un director de pista el circo no es nada –gimió Henry–. Sacadme de esta cosa y devolvedme el sombrero.
–No.
–Allie...
–No –afirmó ella con rotundidad–. Nos arreglaremos. Tal vez yo misma pueda encargarme de la presentación de los números.
Pero sabía que no podía. Aparte del hecho de que una chica con lentejuelas rosadas carecía de la misma presencia que su abuelo, no podía anunciar sus propios números.
Necesitaban a un hombre. Con un traje.
O... O... Sabía que se agarraba a un clavo ardiendo, pero, ¿y un hombre con un abrigo de cachemira?
El banquero había recogido el sombrero de Henry del barro. Se hallaba a un lado, casi tan conmocionado como ella.
Pensó que tenía presencia física. Era alto, moreno y enérgico, tenía una hermosa voz de barítono y, a su manera, era casi tan imponente como el abuelo. Quizá incluso más.
Miró el sombrero que sostenía en las manos y luego lo miró a la cara. No vio a un banquero, sino... otra cosa.
–Usted tiene la talla del abuelo –susurró.
–¿Qué?
–Con su chaqué y sombrero... es perfecto –era un cabo salvavidas... tenue, pero al que se agarraba con todas sus fuerzas–. Él puede hacerlo –se volvió hacia Henry, se inclinó sobre la camilla y le tomó las manos–. Claro que puede. Escribiré las presentaciones según avancemos. Está chupado.
–¿El banquero? –murmuró Henry.
–Ya está enfundado en un traje. Solo necesita los adornos. Es Mathew Bond, un pariente próximo de James, que hace cosas tan arriesgadas que hasta los directores de pista palidecen a su lado. Hizo que te desmayaras a dos minutos del comienzo del show y estará encantado de compensártelo. ¿No es así, Mathew? ¿Ha visto alguna vez un circo?
–Sí, pero...
–Entonces, ya conoce la rutina. «Damas y caballeros, anunciando la llegada desde lo más profundo y oscuro de Venezuela, La Asombrosa Mischka...». ¿Puede hacer eso? Claro que sí. La capa del abuelo, su sombrero y bastón... un toque de maquillaje para evitar que desaparezca bajo los focos... Eso no puede asustar mucho a un Bond –sonrió, pero sus entrañas eran como gelatina. Tenía que aceptar–. Señor Bond, tenemos una carpa llena de niños entusiasmados. Ni un banquero querría echarlos sin que disfrutaran de un espectáculo.
–Yo no soy un director de pista –espetó.
–Ha lastimado a mi abuelo –espetó ella en réplica–. Está en deuda con nosotros.
–Lo siento, pero no les debo nada y esto no es asunto mío.
–Lo es. Dijo que iba a ejecutar la hipoteca del circo –obligaba a su mente conmocionada a pensar en ello–. Y si es así, entonces es su circo. Su circo, señor Bond, con un público que espera y sin director de pista.
–Yo no me involucro en los asuntos de operaciones.
–Lo acaba de hacer –soltó–. Cuando asustó al abuelo. ¿Va a aceptar o voy a tener que entrar en la pista para anunciar que el Banco Bond ha cerrado el circo y que el director del banco está echando a todo el mundo?
–No sea ridícula.
–No lo soy –se plantó ante él y lo miró con toda la indignación que pudo acopiar–. Le anuncio exactamente lo que voy a hacer si no colabora. Usted provocó esto; arréglelo.
–No tengo ni idea...
–No le hace falta tenerla –captó la vacilación en su voz y sabía que lo tenía. Ningún banco querría la publicidad con la que lo había amenazado–. Póngase el sombrero y la chaqueta del abuelo y diga lo que yo le indique que diga... no requiere ninguna habilidad.
–Solo si acepta mis requisitos –indicó Mathew–. Ejecutaremos la hipoteca y ustedes lo aceptarán sin rechistar ni causar ningún alboroto.
–Perfecto –aceptó Allie–. Lo que usted quiera, siempre y cuando el espectáculo de esta tarde siga su curso normal.
¿Cómo había pasado?
No se le ocurría ninguna circunstancia que pudiera convertirlo en un director de pista.
Pero estaba a punto de serlo.
Aunque la visión del anciano desplomándose sobre el barro lo había sacudido. Durante un par de angustiosos segundos, había creído que estaba muerto.
No debería estar ahí. En el pasado nunca había cobrado deudas directas a un cliente básico y no era factible que volviera a hacerlo.
¿En qué había estado pensando su abuelo al prestarle dinero a esa gente? El Banco Bond era un insigne banco privado que se ocupaba de financiar a corporaciones enormes, tanto en el ámbito nacional como internacional. Si la situación se torcía, él entraba en escena, pero estaba acostumbrado a tratar con altos ejecutivos.
Y casi siempre los hombres y mujeres con los que trataba tenían protegidos sus bienes privados.
Por lo que no estaba acostumbrado a que un anciano se derrumbase cuando su mundo se hacía añicos.
Observó cómo se marchaba la ambulancia antes de volverse y encontrar una bola de furia rosa y plata.
Al parecer, la conmoción de Allie estaba convirtiéndose en ira.
–Se pondrá bien –dijo con dientes apretados, como si quisiera reafirmarse a sí misma–. Ha tenido angina antes, pero se le ha mezclado con un resfriado obstinado. Aunque usted... No me importa de qué banco sea ni los derechos que pueda tener en esta absurda historia que me cuenta. Sin embargo, ¿lo único que se le ocurre es informarle de que van a ejecutar una hipoteca dos minutos antes de que salga a escena? De todos los momentos estúpidos y crueles... Esto tiene que ser una farsa. Conozco al dedillo las finanzas del abuelo. Nos va bien. Pero, mientras tanto, tengo doscientos niños y padres sentados en la carpa principal. Me gustaría pegarle, pero lo que tengo que hacer es ayudarlo a vestirse. Vamos.
–Desde luego que esto es una farsa.
–En la que está metido hasta el cuello –espetó ella–. El abuelo es obsesivo con el papel que desempeña... lo escribe todo desde que el año pasado introdujo a los camellos en lugar de los ponis. Tendrá un portapapeles dorado con el guion. Disponemos de dos minutos para vestirlo, maquillarlo y salir a la pista. Primero complacemos a los clientes y luego me encargaré de los golpes.
–Seré yo quien se encargue de los golpes –afirmó Matt con tono lúgubre–. No estoy acostumbrado a que me empujen y manipulen, y menos por la gente que le debe dinero a mi banco.
–Perfecto. Guerra abierta. Pero después del show. Ahora, tenemos que dirigir un circo.
Lo que explicaba por qué, cinco minutos después, Mathew Bond, banquero corporativo, se hallaba en el centro de la carpa grande del Circo Sparkles, con la parte superior de un chaqué, sombrero de copa y un chaleco de brocado dorado, entonando su mejor, ¿o peor?, voz de director de pista...
«Damas y caballeros, bienvenidos a la única, inimitable, estupenda, maravillosa, estimulante y mágica experiencia que es el Circo Sparkles. Ante sus mismos ojos, damas y caballeros, se despliegan ciento cuarenta años de historia. Acomódense pero no se relajen ni por un instante. Prepárense para quedar hipnotizados».
Para su asombro, una vez superadas la sorpresa y la indignación, descubrió que incluso disfrutaba de la situación.
Tenía ciertos fundamentos, ya que después de la muerte de sus padres, había pasado todas las vacaciones de verano en Fort Neptune con su querida tía abuela Margot, una mujer que sería el sueño de cualquier niño.
Su marido había muerto en la guerra y ella se había negado a pensar en reemplazarlo, lo que no le impidió seguir disfrutando de la vida. Tenía una bonita casita en el puerto marítimo y un diminuto bote que mantenía anclado en el embarcadero. Siempre le pisaba los talones un perro. Había sido maestra, pero en los campamentos de verano siempre había estado ahí para los dos. Niño, tía abuela y perro habían pescado, explorado la bahía, nadado y jugado en la playa.
Le había encantado. En ese pequeño pueblo costero donde nadie lo conocía, se veía libre de las altas expectativas que recaían sobre el heredero de la dinastía de banqueros Bond. Podía ser un niño... al que al final de cada verano Margot había llevado al Circo Sparkles como regalo de despedida.
Siempre lograba conseguir asientos privilegiados. Recordaba comer perritos calientes y palomitas de maíz y ensuciarse la ropa sin que a nadie le importara mientras observaba asombrado cómo unas señoras con trajes brillantes volaban en lo alto, unos hombres comían fuego, unos funambulistas realizaban lo imposible, los payasos se caían y los elefantes ejecutaban su paseo majestuoso alrededor de la pista.
En ese momento no había elefantes... de hecho, tampoco leones ni ningún otro animal salvaje. Consideró que ahí radicaba el problema principal del circo... pero ese no era el momento de pensar en las finanzas.
Era el momento de concentrarse en el portapapeles que le había entregado Allie.
Doscientas madres y niños lo miraban como si fuera el director de pista... y un hombre tenía que hacer lo que tenía que hacer.
En ese instante se hallaba a un lado de la pista, a la vista, tal como debía estar siempre el presentador, mientras observaba a Bernardo el Asombroso caminar sobre zancos altos por una tensa cuerda floja.
Pensó que siendo niño había parecido más alta y que no había tenido una red de seguridad... o quizá sí y él no lo había notado.
Bernardo era bueno. Muy bueno. Hacía malabares mientras mantenía el equilibrio. En una ocasión titubeó y se le cayó uno de los palos del número. Matt pensó que un director de pista lo recogería, de modo que salió y lo hizo, luego permaneció debajo de Bernardo, esperó el imperceptible gesto de asentimiento y se lo arrojó de vuelta. Cuando el artista lo atrapó y prosiguió sin vacilar con los malabarismos, se sintió desmesuradamente complacido consigo mismo.
Miró hacia bastidores y vio a la joven de lentejuelas rosadas relajarse de forma imperceptible. Le ofreció una sonrisa débil y alzó el dedo pulgar, pero Matt notó que la sonrisa era forzada.
Pensó que ella hacía lo que era necesario para sacar adelante esa sesión, pero la sonrisa leve indicaba enfrentamientos futuros.
¿De verdad desconocía la situación en la que se hallaba la economía de su abuelo? ¿Es que vivía en un mundo de fantasía?
Bernardo terminó y le arrojó los palos a uno de los payasos y Matt comprendió que desempeñaban el papel de enlaces entre un número y otro. Fluffy y Fizz. Eran buenos, pero no excelentes. ¿Un poco viejos ya? Se caían, tropezaban y ejecutaban falsas acrobacias, pero a simple vista rondaban los sesenta y tantos o quizá más, y se notaba.
Hasta Bernardo el Asombroso parecía un poco agotado.
Pero entonces...
–«Damas y caballeros... –no podía creer que estuviera entonando las palabras con una floritura teatral que el Matt niño evidentemente había captado y memorizado–. Aquí está, desde lo más profundo y oscuro de Venezuela, la mujer que ahora nos deslumbrará con su extraño, increíble, grandioso... –¿cuántos adjetivos tenía ese guion?–... la única, la especial, la fabulosa Señorita Mischka Veronuschka...».
Y Allie salió a la pista.
Su número incluía tres ponis y dos perros. Los animales eran masilla en sus manos. Los perros eran terriers Jack Russell idénticos y corrientes, pero ejecutando trucos que los hacían extraordinarios. Ella parecía flotar alrededor de sus animales. Era una mariposa rosa y dorada que susurraba en las orejas, tocaba los hocicos, sonreía y alababa... hasta que Matt tuvo la certeza de que los animales harían cualquier cosa por ella.
Y entendió la causa. El público estaba hipnotizado, igual que él.