Corazón, su historia - SANDEEP JAUHAR - E-Book

Corazón, su historia E-Book

SANDEEP JAUHAR

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Beschreibung

Durante siglos, el corazón humano parece haber estado más allá de nuestra comprensión. Como cardiólogo y escritor de renombre, SANDEEP JAUHAR nos demuestra, en Corazón, su historia, que sólo recientemente se han descartado los antiguos tabús sobre el corazón, descubriendo procedimientos transformadores que han cambiado nuestra manera de vivir. Alternando con habilidad los episodios en clave histórica y su propio trabajo, Jauhar narra la historia (poco conocida hasta ahora) de médicos que arriesgaron sus carreras y de pacientes que arriesgaron sus vidas para conocer mejor y poder sanar nuestro órgano más vital. Nos presenta, por ejemplo, a Daniel Hale Williams, el médico afroamericano que llevó a cabo la primera cirugía a corazón abierto del mundo. Encontraremos a C. Walton Lillehei, que conectó el sistema circulatorio de un paciente enfermo al de un paciente sano, allanando el camino hacia la máquina corazón-pulmón. Y también hallamos a Wilson Greatbatch, que salvó a millones de personas cuando inventó el marcapasos por casualidad. Al mismo tiempo, Jauhar hace que nos enfrentemos a los límites de la tecnología médica, y postula que los futuros progresos en este ámbito dependerán más del estilo de vida que escojamos que de los aparatos que se puedan inventar.

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SANDEEP JAUHAR

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Los editores no han comprobado la eficacia ni el resultado de las recetas, productos, fórmulas técnicas, ejercicios o similares contenidos en este libro. Instan a los lectores a consultar al médico o especialista de la salud ante cualquier duda que surja. No asumen, por lo tanto, responsabilidad alguna en cuanto a su utilización ni realizan asesoramiento al respecto.

Colección Psicología

CORAZÓN

Sandeep Jahuar

1.ª edición en versión digital: junio de 2019

Título original: Heart

Traducción: Pilar Guerrero

Maquetación: Juan Bejarano

Corrección: M.ª Ángeles Olivera

Diseño de cubierta: Enrique Iborra

© 2018, Sandeep Jauhar

(Reservados todos los derechos)

© 2018, Ediciones Obelisco, S.L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco S.L.

Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida

08191 Rubí - Barcelona - España

Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23

E-mail: [email protected]

ISBN EPUB: 978-84-9111-496-3

Maquetación ebook: leerendigital.com

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

 

Portada

Corazón

Créditos

Prólogo: tomografía computarizada

Introducción: el motor de la vida

Parte I. Metáfora

Capítulo 1. Un corazoncito

Capítulo 2. Movimiento principal

Parte II. Máquina

Capítulo 3. Embrague

Capítulo 4. La dinamo

Capítulo 5. La bomba de inyección

Capítulo 6. El regulador de caudal

Capítulo 7. Fracturas por estrés

Capítulo 8. Las tuberías

Capítulo 9. Los cables

Capítulo 10. El generador

Capítulo 11. Las piezas de recambio

Parte III. Misterio

Capítulo 12. Corazón vulnerable

Capítulo 13. Corazón de madre

Capítulo 14. Pausa de compensación

Lecturas suplementarias

Agradecimientos

Para Pia, mi corazón.

La chispa que anima el cuerpo, enfermera de su vida, el principio creativo y la armoniosa unión de los sentidos; el eslabón central en la estructura humana… Pilar de nuestra naturaleza, rey, gobernador, creador.

BERNARD SILVESTER, poeta y filósofo del siglo XII

Prólogo: tomografía computarizada

Me estaba quedando sin aliento. Mientras subía la escalera a mi oficina, en el cuarto piso, tuve que detenerme para descansar. A veces, por la noche, empezaba a respirar con dificultad porque mis vías respiratorias se congestionaban con mucosidad y me daban ataques de tos. Como médico, tuve el privilegio de haber sido el primero en responder el fatídico 11 de septiembre, pero muchos de los que estuvimos en la «zona cero» teníamos problemas respiratorios. Así que fui a ver a mi amigo Seth, que es neumólogo, para que me hiciera un reconocimiento. Me hizo una prueba para ver mi función pulmonar, en la que me senté en una cabina con paredes de vidrio y soplé con fuerza por un tubo de plástico. El flujo de aire y los volúmenes pulmonares eran normales. Seth me diagnosticó reflujo ácido, una causa común de tos crónica, y me recetó un antiácido diario. Pero lo convencí para que me hiciera una tomografía computarizada en el pecho. Mis síntomas me parecían desproporcionados para un diagnóstico tan benigno como el suyo. Me preocupaba que mis pulmones estuviesen afectados por el humo y el polvo que había inhalado aquel día aciago.

Como Seth predijo, la tomografía computarizada reveló que mis pulmones eran normales. Sin embargo, un hallazgo casual me llamó la atención. «Se observan calcificaciones de la arteria coronaria», afirma con brusquedad el informe. El calcio coronario es un marcador de aterosclerosis o endurecimiento de las arterias. A lo largo de los años, me había informado sobre innumerables tomografías computarizadas de mis pacientes mayores y apenas había prestado atención. Pero ahora, a los cuarenta y cinco años, quería saber más. ¿Cuánto calcio estaba presente, y dónde, exactamente? Un radiólogo me dijo que la exploración que me habían hecho no tenía suficiente resolución para responder esas preguntas.

Saqué una calculadora de Framingham, que es una herramienta diseñada para estimar el riesgo de infarto en los próximos diez años, de mi ordenador. Introduje mi estatura y peso, mi presión arterial y el colesterol, además de especificar que no fumo y no tengo diabetes. El programa arrojó un riesgo de infarto del 2 % en los siguientes diez años, y de cualquier otro evento cardiovascular (incluyendo angina y derrame cerebral) de alrededor del 7 %. Tranquilizadoramente bajo. Sin embargo, también sabía que para un inmigrante indio con un fuerte historial familiar de enfermedades cardíacas, ese cálculo quizá subestimaba el verdadero riesgo.

Mi hermano, Rajiv, también cardiólogo, sugirió una prueba de esfuerzo en la cinta, pero yo jugaba a tenis los fines de semana y no tenía ningún síntoma. Una prueba de esfuerzo sólo detectaría bloqueos coronarios mayores al 70 %, y estaba bastante seguro de que mi enfermedad no estaba tan avanzada. Así que opté por un angiograma TC no invasivo, especial para examinar mis coronarias. Cada día del padre recibía un correo electrónico no deseado sobre esta prueba. «Asegúrate de que papá no está entre los cientos de miles de hombres en Estados Unidos que parecen estar sanos, pero en realidad son una bomba de relojería». Es extraño pensar que ahora podría ser uno de esos hombres. Llamé a la doctora Trost, la radióloga cardíaca de nuestro departamento, y programé la exploración. Me aseguró que tenía un bajo riesgo de enfermedad cardíaca. «Y para tu tranquilidad te diré que, a tu edad, la gente suele tenerlo más alto», dijo.

Así que, una mañana de junio, temprano, fui a la prueba. Mientras yacía a la entrada del escáner, en forma de C, un técnico insertó un IV en la parte posterior de mi mano. La exploración tendría que arrojar una placa de tamaño milimétrico en un órgano del tamaño de un pomelo que se mueve a una velocidad de 200 milímetros por segundo. Me dieron un beta-bloqueador intravenoso para reducir la velocidad del corazón y evitar en lo posible el desenfoque de la imagen. También me colocaron una pastilla de nitroglicerina debajo de la lengua para dilatar las arterias del tórax y que se vieran mejor durante la exploración. Después de un par de imágenes preliminares, una enfermera me inyectó un tinte opaco a los rayos X. «Vas a sentir una sensación tibia por todas partes», dijo mientras me sonrojaba al sentir que me estaba orinando. La ejecución final llevó menos de un minuto.

Después de que la doctora Trost revisara las imágenes, me llamó a la sala contigua. Las imágenes en gris y blanco estaban arriba, en un monitor grande. En mis tres vasos coronarios se veían manchas blancas, arenilla radiográfica. La arteria principal que alimenta al corazón tenía una obstrucción del 30 al 50 %, cerca de la abertura, y un bloqueo del 50 % en la parte media. También había placas menores en las otras dos arterias. Sentado y aturdido en ese cuarto oscuro, sentí como si estuviera vislumbrando cómo sería mi propia muerte.

Introducción:

el motor de la vida

No hay nada vergonzoso en un ataque al corazón.

SUSAN SONTAG, Illness as a Metaphore (1978)

Quizás el evento más importante de mi vida ocurrió quince años antes de que naciera. En un sofocante día de julio, en la India, en 1953, mi abuelo paterno murió repentinamente. Tenía sólo cincuenta y siete años. Las circunstancias fueron inusuales y, como la mayoría de las tragedias familiares, la nuestra ha adquirido un toque de mito. Todo el mundo está de acuerdo en que la mañana del día en que murió, a mi abuelo lo mordió una serpiente escondida entre los sacos de grano de su tiendecita, en Kanpur. Nadie vio el tipo de serpiente que era, pero las mordeduras de serpiente son comunes en la India; en cualquier caso, mi abuelo estaba muy bien cuando llegó a casa a almorzar. Mi padre, que tenía casi catorce años, tenía una convocatoria en la Universidad Agrícola de Kanpur al día siguiente, y mi abuelo había planeado acompañarlo. Estaban sentados en el suelo de piedra, inspeccionando el diploma de mi padre, deleitándose con todos los honores académicos que había conseguido hasta entonces cuando, a mitad de la comida, los vecinos nos mostraron el cadáver de la cobra negra, brillante, que afirmaban que había mordido a mi abuelo. (Había sido asesinado por un encantador de serpientes que habían llevado a la tienda). Mi abuelo la miró y se puso pálido. «¿Cómo voy a sobrevivir a esto?», dijo, antes de caer al suelo. Los vecinos lo exhortaron a decir «Ram, Ram», una oración hindú, pero sus últimas palabras, tendido en el suelo, con los ojos mirando hacia el cristal, fueron «Quería llevar a Prem a la universidad».

Una ambulancia del gobierno solía hacer rondas en el pueblo regularmente. Alrededor de las siete de la tarde, varias horas después del colapso de mi abuelo, fue detenida en su rutina de paso. Para entonces, el rigor mortis se había instalado, pasando como una lenta ola desde el cuello y la mandíbula de mi abuelo hasta sus miembros. Los paramédicos afirmaron de inmediato que mi abuelo había fallecido (no tenía pulso), pero la familia, negando la evidencia, insistía en que lo llevaran (y a la serpiente) a un hospital británico que estaba a unos cinco kilómetros de distancia. Un médico de allá declaró muerto a mi abuelo, al llegar.

«Fue un ataque al corazón», dijo el médico, disipando la creencia familiar de que lo había matado una serpiente. Mi abuelo había sucumbido a la causa más común de muerte en todo el mundo, muerte súbita por paro cardíaco tras de un infarto de miocardio, o ataque cardíaco, seguramente provocado, en este caso, por el miedo insuperable a la mordedura de serpiente. Sin nada que hacer y con un calor sofocante que amenazaba con descomponer el cuerpo con rapidez, llevaron al abuelo de regreso a la aldea y lo incineraron al día siguiente. Ante un ataúd metido en una pira empapada en aceite, la gente se golpeaba la cabeza en señal de duelo bajo un cielo azul claro.

Escuchando las tradiciones familiares, crecí con miedo al corazón, entendiéndolo como una especie de verdugo que mataba a la gente en el mejor momento de su vida. Por culpa del corazón podías estar sano y morir súbitamente; el corazón me parecía una trampa. Esta aprehensión fue alimentada por nuestra abuela, que se vino a vivir con nosotros a California, a principios de la década de 1980 (hasta que sintió nostalgia y regresó a su pequeña aldea de Kanpur, donde había muerto su amado marido). Incluso treinta años después de su muerte, todavía se envolvía en chales de gasa blanca que olían a bolas de naftalina, como corresponde a una viuda. Una vez, en el zoológico de Los Ángeles, se inclinó con respeto ante una serpiente que trajeron, juntó las manos y murmuró una oración antes de insistir en que la lleváramos de vuelta a casa. Era una mujer de fuerte voluntad que tomó apropiadamente las riendas de la casa tras la muerte de su marido. Y, sin embargo, igual que Miss Havisham, se pasó la vida llorando por un incidente incomprensible e insólito. En la India, las serpientes simbolizan la permanencia y la atemporalidad, así como la desgracia y la muerte. En su mente, fue una serpiente venenosa la que mató a su marido, y eso creyó hasta el final de sus días. Y, en cierto modo, dada la brusquedad con la que un ataque al corazón puede acabar con una vida saludable, sin previo aviso, así fue.

Mi abuelo materno también fue víctima de muerte súbita cardíaca, aunque muchos años después. Era un médico del ejército que llevó a cabo una exitosa carrera privada en su casa de Nueva Delhi. Una mañana de septiembre de 1997, justo después de cumplir ochenta y tres años, se despertó quejándose de dolor abdominal, que atribuyó al exceso de comida y de whisky de la noche anterior. Después de unos minutos, lanzó un fuerte gemido y quedó inconsciente. Y eso fue todo, estaba muerto. Es casi seguro que tuvo un infarto agudo, pero eso no fue lo que lo mató. Lo hizo la arritmia subsiguiente (fibrilación ventricular, en la que el latido del corazón se vuelve caótico), lo que impidió a su corazón mantener el flujo de sangre y la vida. Cuando hablé con mi madre sobre su muerte, me dijo que lo que más la entristecía era una muerte tan repentina. Pero también agradecía la falta de sufrimiento.

Así las cosas, el corazón humano se convirtió en una obsesión para mí, en gran parte debido a mi historia familiar. Cuando era niño, solía acostarme y escuchar atentamente el ruido sordo de mi propio pecho. Me acostaba de lado, con la cabeza en la mano y escuchaba el pulso de mis oídos. Ajustaba la velocidad del ventilador del techo para sincronizarlo con los latidos de mi corazón, atento a las dos maquinarias, agradecido porque la mía no dejaba de funcionar.[01] Estaba fascinado por la naturaleza dicotómica del corazón: musculoso, trabajando sin descanso y, sin embargo, tan vulnerable. Años más tarde, cuando me convertí en cardiólogo especialista, reproduje esta preocupación en mis propios hijos. Cuando mi hijo Mohan era pequeño, solíamos ver un programa especial de televisión sobre enfermedades del corazón, en el que un hombre que sufría un infarto desarrollaba un paro cardíaco.

En la parte trasera de la ambulancia, se le devuelve la vida mediante las palas del desfibrilador, viendo cómo se sacudía su cuerpo con cada descarga eléctrica. Mohan miraba la escena hechizado, rebobinando la grabación para volver a verlo, hasta que insistíamos en apagar la tele, temerosos del impacto que dichas imágenes podrían tener en su mente. Lo veríamos de nuevo al día siguiente.

♥ ♥ ♥

Este libro trata sobre el corazón, cómo lo ha tratado la medicina y cómo podemos vivir de la manera más sabia por y para nuestro corazón, ahora y en el futuro. La importancia del corazón es fundamental para la comprensión de nuestro propio cuerpo. Si el corazón es el último órgano importante en dejar de funcionar, también es el primero en desarrollarse: comienza a latir aproximadamente a las tres semanas de vida fetal, incluso antes de que haya sangre para bombear. Desde el nacimiento hasta la muerte, late aproximadamente tres mil millones de veces. La cantidad de trabajo que realiza es alucinante. Cada latido del corazón genera suficiente fuerza para hacer circular la sangre a través de 160.000 km de vasos sanguíneos. La cantidad de sangre que pasa por un corazón adulto medio en una semana podría llenar una piscina doméstica. Pero lo que te da la vida te la puede quitar con rapidez. Cuando el corazón se detiene, la muerte es instantánea. Si entendemos la vida como la lucha continua contra la inexorable entropía, entonces el corazón es el núcleo de dicho conflicto. Al suministrar energía a nuestras células, contrarresta nuestra tendencia hacia el desorden.

El corazón quiere latir más que nada en este mundo; este propósito está incorporado en su propia estructura. Las células del corazón que crecen en una placa de Petri empiezan a contraerse espontáneamente, buscando otras células (a través de conexiones eléctricas llamadas uniones de nexus) para sincronizarse en una danza rítmica. En este sentido, las células cardíacas y la organización que crean se pueden considerar entidades sociales. El corazón puede continuar latiendo durante días, incluso semanas, tras la muerte de un animal. En el laboratorio, un ganador del premio Nobel, el francés Alexis Carrel, demostró que el tejido del corazón de un pollito bien alimentado y cultivado en un medio de plasma sanguíneo y agua pulsará durante meses y puede permanecer vivo durante más de veinte años, mucho más que la vida normal del pollito. Ésta es una propiedad única del corazón. El cerebro y otros órganos vitales no pueden funcionar sin un corazón que late, pero un corazón que late no depende del cerebro en funcionamiento, al menos no a corto plazo. Además, el corazón no sólo bombea sangre a otros órganos; se bombea sangre a sí mismo. No podemos ver nuestros propios ojos. Tenemos que esforzarnos para usar la cabeza y pensar. Pero el corazón es diferente. En cierto sentido, y a diferencia de cualquier otro órgano, el corazón es autosuficiente.

De todas las conexiones del corazón, con las emociones, con el pensamiento, el vínculo entre el latido del corazón y la vida es quizás el más fuerte. Asociamos el corazón con la vida porque, como la vida misma, el corazón es dinámico. Segundo a segundo, y en una escala macroscópica, el corazón es el único órgano que se mueve de manera perceptible. A través de sus murmullos, nos habla; a través de sus contracciones sincronizadas, emite una señal eléctrica varias veces más potente que cualquier otra en el cuerpo. A lo largo de los siglos, las culturas más dispares han visto al corazón como la fuente de una fuerza que da vida y que debía ser eliminada o arraigada. En el antiguo Egipto, el corazón era el único órgano que quedaba en el cuerpo durante la momificación porque se creía que desempeñaba un papel central en el renacimiento de un individuo después de la muerte.[02] En una escena representada a menudo en la mitología egipcia, el corazón de una la persona fallecida se pesa en una balanza junto con una pluma que representa la verdad. Si el corazón se equilibraba uniformemente con la pluma de la verdad, se consideraba puro y es devuelto a su dueño. Pero si no había verdad en él y estaba cargado de pecados, era de inmediato devorado por una monstruosa quimera, y el difunto se desterraba al inframundo. Tres mil años más tarde, en elaboradas ceremonias en la cima de una colina, los aztecas abrían el tórax de los prisioneros con cuchillos de sílex y les arrancaban el corazón, que aún latía, como ofrenda a sus dioses. En los cuentos de hadas occidentales, las brujas que buscaban la inmortalidad se comían los corazones de los inocentes. En Blancanieves, por ejemplo, la malvada reina insiste en que el cazador arranque el corazón de la niña para asegurarse de que está realmente muerta. Incluso hoy en día, cuando la muerte cerebral se ha convertido en un signo de desaparición ampliamente aceptado, las personas continúan asociando un latido con la viabilidad de la existencia. Las familias se me acercan en la unidad de cuidados intensivos y me dicen: «¡Su corazón está latiendo! ¿Cómo va a estar muerto?»

La danza de la sangre debe llegar a su fin para que entendamos que la muerte ha llegado. La enfermedad cardiovascular se cobra 18 millones de vidas, casi un tercio de todas las muertes, en todo el mundo y cada año. Desde 1910, la enfermedad cardíaca ha sido la principal causa de muerte en Estados Unidos. En la actualidad, 62 millones de estadounidenses (y más de 400 millones en todo el mundo, incluidos 7 millones en Reino Unido) padecen enfermedades cardíacas.

La segunda causa más común de muerte en Estados Unidos es el cáncer, pero las enfermedades cardíacas y el cáncer no pueden ser más diferentes. En el cáncer, las células se dividen a lo loco, migran a lo bestia, invaden otros órganos sin piedad, en una especie de contaminación violenta y despiadada. La enfermedad cardíaca es diferente: es más limpia, más estricta, menos ambigua, más comprensible. Los pacientes con cáncer, escribe Susan Sontag, se sienten manchados y fragmentados. Los pacientes cardíacos, afirma, permanecen erguidos y dignos, aparentemente sanos, como mi abuelo… hasta que mueren.

Los números podrían ser aún peores. Las muertes cardiovasculares en Estados Unidos, en realidad han disminuido en casi un 60 % desde mediados de la década de 1960. De 1970 a 2000, el promedio de vida en Estados Unidos aumentó en seis años. Dos tercios de este aumento en la longevidad provinieron de avances en los tratamientos cardiovasculares. (En los últimos años ha habido una disminución en la duración de la vida de los blancos de mediana edad por razones no cardiovasculares). Aunque más del 60 % de los estadounidenses desarrollarán algún tipo de enfermedad cardiovascular en sus vidas, menos de un tercio morirá de esta enfermedad; por consiguiente, sabemos que nuestros tratamientos son eficaces. El siglo XX pasará a la historia como el siglo en el que el flagelo de las enfermedades cardiovasculares empezó a controlarse.

Pero hay un inconveniente dentro de este éxito, por supuesto. Los pacientes que hubiesen muerto antaño de una enfermedad cardíaca ahora tienen que vivir con ella de manera crónica y, a menudo, en un estado de crispación. Cada año, más de medio millón de estadounidenses desarrolla insuficiencia cardíaca congestiva, que consiste en el debilitamiento del corazón o en rigidez, hasta el punto de que no puede bombear sangre adecuadamente para satisfacer las demandas energéticas del organismo. La insuficiencia cardíaca es ahora la razón principal por la que pacientes mayores de sesenta y cinco años son hospitalizados, y la mayoría de ellos mueren en los cinco años posteriores al diagnóstico. Irónicamente, a medida que nos volvemos más expertos en el tratamiento de las enfermedades del corazón, el grupo de personas aquejadas de alguna patología cardíaca está creciendo.

Es probable que la situación cardiovascular en Estados Unidos empeore en los próximos años. La adherencia a un estilo de vida saludable para el corazón ha disminuido. En conjunto, los estadounidenses se han vuelto más obesos y sedentarios, y las tasas de tabaquismo apenas han cambiado en las últimas dos décadas. Un estudio de las autopsias en Archives of Internal Medicine sugiere que el 80 % de los estadounidenses de dieciséis a sesenta y cuatro años tiene, por lo menos, inicios de enfermedad en la arteria coronaria. Estos hallazgos indican que el declive de cuatro décadas en patología cardíaca podría estar llegando a su fin. Necesitaremos nuevas formas de hacer frente a esta amenaza.

En las páginas que siguen, examinaremos las dimensiones emocionales y científicas de un órgano que ha intrigado y eludido a filósofos y médicos durante siglos. Ningún otro órgano, tal vez ningún otro objeto en la vida humana, está tan imbuido de metáfora y significado. La historia que describiré no es una historia de progreso ininterrumpido, sino una que, desde sus inicios y con todos sus ajustes, ha resuelto grandes desafíos, ayudando a innumerables personas a sobrevivir a una patología que en otro tiempo se consideraba terminal. Es una gran historia –desde los filósofos naturales que se centraban en los significados metafóricos del corazón, hasta William Harvey y el descubrimiento de la circulación de la sangre– y los esfuerzos a gran escala como el estudio del corazón de Framingham, que exploró las causas de las patologías cardíacas, hasta técnicas y tecnologías quirúrgicas modernas que hasta hace un siglo se consideraban tabú debido al exaltado simbolismo del corazón en la cultura humana.

La mística cristiana del siglo XII Hildegarda de Bingen escribió una vez: «El alma se sienta en el centro del corazón como en una casa». En muchos sentidos, el corazón se parece a una casa. Se divide en cámaras diversas, separadas por puertas. Las paredes tienen una textura característica. La casa es antigua, diseñada a lo largo de muchos milenios. Ocultos a la vista están los cables y tuberías que la mantienen funcionando. Y aunque la casa no tiene un significado intrínseco, sí lo tiene debido al simbolismo que le atribuimos. El corazón una vez fue considerado el centro de la acción y del pensamiento humano, la fuente del coraje, del deseo, de la ambición y del amor. Incluso si esas connotaciones están desmentidas, siguen siendo profundamente relevantes en cuanto a cómo consideramos a este órgano y cómo afecta a nuestras vidas.

[01]. Los científicos del siglo XIX utilizaron una rueda giratoria accionada por un motor y sincronizada con el ciclo cardíaco para detectar pequeñas variaciones en el ritmo del corazón.

[02]. Los riñones también se conservaban, probablemente debido a que su ubicación en el cuerpo dificultaba la extracción. Casi se pueden escuchar las palabras del egipcio recién fallecido, inclinado en sumisión, escritas en el papiro: «Oh, corazón mío que tenía sobre la tierra, no te levantes contra mí como testigo […] No hables en mi contra sobre lo que he hecho». Durante la Edad Media, los corazones de reyes y príncipes solían ser enterrados por separado y, en 1989, la reina de Hungría quiso que su corazón fuera enterrado en un monasterio de Suiza, donde también estaba el corazón de su marido.

PARTE I

METÁFORA

1

Un corazoncito

Puedes morir de corazón roto –es un hecho científico– y mi corazón se ha estado rompiendo desde el día que te conocí. Puedo sentirlo ahora mismo, me duele en lo más profundo de la caja torácica, como lo hace cada vez que estamos juntos, latiendo a un ritmo desesperado: ámame. Ámame. Ámame.

ABBY MCDONALD, Getting Over

Garrett Delaney (2012)

Cuando tenía quince años, tuve que hacer un proyecto de investigación para mi clase de biología en el instituto. Decidí medir la señal eléctrica del corazón de una rana viva. Para realizar el experimento, iba a tener que matar al animal (cortarle la médula espinal estando aún viva, paralizándola). Pedí prestado un osciloscopio para medir la corriente, un amplificador de voltaje y algunos electrodos rojos y negros. Mi profesor de ciencias, el señor Crandall, dijo que era un proyecto impresionante para un estudiante de secundaria.

Pero primero tuve que cazar algunas ranas. Con la red de pesca en una mano y el manillar de la bici en la otra, me fui al bosque cercano a mi casa, al sur de California. Era un viernes a última hora de la tarde, a principios de primavera, y los pájaros cantaban con todas sus fuerzas. El camino estaba mojado. Las ruedas de mi bici emitían un ruido arenoso en el barro lleno de grava.

Mi destino era un pequeño estanque, no más grande que una piscina de patio trasero. La superficie estaba cubierta de hojas, libélulas y franjas interconectadas de lodo verde. Bajé por la orilla, mis zapatillas se hundían ligeramente en el barro. Luego, a través de una separación entre plantas, vi un mundo maravilloso de renacuajos y ranas arborícolas. Metí la red –en realidad era una malla blanca clavada en la punta de un palo– en el agua y la arrastré por el fondo viscoso. Cuando la saqué, una pequeña rana amarilla estaba allí atrapada. La dejé caer (junto con unas pocas hojas) en una bolsa de basura. Con unos cuantos barridos, recolecté más ranas, unas seis en total. Hice agujeritos en la bolsa de plástico con la punta de un lápiz y até la parte superior. Luego, tras haber guardado la bolsa en mi mochila, me fui a casa.

Dejé caer la bici a un lado y destrabé la puerta de madera que daba al patio trasero. Las malas hierbas asomaban por las grietas en el camino de cemento. Al lado del patio cubierto había un pequeño limonero. El hecho de que estuviera allí siempre me hizo sentir como si mi patio fuera un lugar mejor y más libre de lo que realmente era. Para entonces, la oscuridad se acercaba, reemplazando el amarillento cielo. Desde la cocina, mi madre me llamó para ir a cenar. Dejé la bolsa con las ranas en el patio. Dentro, mi madre me preguntó si iba a dar de comer a las ranas. Le dije que no tenía sentido porque de todos modos iban a ser sacrificadas.

La circulación animal, que había aprendido del señor Crandall, evolucionó durante millones de años. Los moluscos y gusanos tienen una circulación abierta de baja presión. Los animales más grandes desarrollaron vasos en forma de tubo y bombas de complejidad creciente para hacer circular la sangre a una presión más alta, permitiendo así el suministro de oxígeno y nutrientes a distancias más largas. Los corazones de rana tienen tres cámaras. Los corazones humanos son más intrincados, tienen cuatro cámaras: dos aurículas (los compartimientos de recolección) y dos ventrículos (las bombas). Las ranas requieren menos oxígeno que los humanos porque no necesitan mantener una temperatura interna constante. A diferencia de los humanos, que las diseccionan, las ranas son de sangre fría.

Al día siguiente, un sábado, cogí la bolsa de basura, mi aparato eléctrico, un bisturí y una bandeja de disección y me senté en un taburete de plástico debajo de nuestro columpio oxidado. En 1856, ciento veintisiete años antes, los anatomistas Rudolf von Kölliker y Heinrich Müller midieron la corriente eléctrica del latido del corazón de una rana al pasar los electrodos conectados a un imán, lo que produjo una fuerza que desvió una aguja. Con algo de tecnología moderna, éste fue esencialmente el experimento que iba a intentar replicar. Conecté los electrodos a la fuente de voltaje para probar el circuito, obteniendo una señal limpia de 60 Hz en el osciloscopio. Debido a que las puntas de los electrodos eran gordas y romas, no estaba seguro de que hicieran el contacto adecuado si el corazón de la rana era demasiado pequeño, pero ese fin de semana era el mejor momento para experimentar, así que decidí continuar de todas formas.

Saqué una rana de las profundidades de la bolsa. Agarrándola firmemente con la mano, apliqué con cuidado el bisturí a la piel beis de su parte posterior. Pateó salvajemente, luchando por liberarse. Cuando sin darme cuenta relajé mi agarre, se escapó saltando sobre la hierba seca hasta que la pillé. Apretándole la cadera y las patas traseras de forma segura hasta que dejó de resistirse, lo intenté de nuevo. A estas alturas, mi propio corazón palpitaba contra mi esternón, tratando de liberarse. Empujé la punta del bisturí unos pocos milímetros a través del foramen mágnum, en la base del cráneo. La rana luchó, así que empujé más fuerte, sintiendo que la capa cartilaginosa cedía. Debí haber estado conteniendo la respiración, o tal vez hiperventilando, porque diminutas manchas negras empezaron a enturbiar mi visión. Sacudí con violencia la punta del bisturí de un lado a otro, casi decapitando al animal. Cuando la coloqué en la bandeja de disección, trató de arrastrarse hasta el borde. Dio un salto más débil antes de que se rindiera.

Hice una incisión lineal a lo largo del tórax, que expulsó un líquido viscoso. El corazón seguía latiendo, por lo que parecía, aunque era difícil estar seguro, dado que estaba envuelto en otras estructuras torácicas. Para despejar el campo, arranqué estos órganos con los dedos. Para entonces ya estaba llorando y veía más bien poco. Las puntas de los electrodos eran demasiado grandes, casi del tamaño del corazón mismo. Sin embargo, en estado de pánico, las dirigí hacia el corazoncito del tamaño de un guisante, que aún estaban conectadas a la batería. Cuando hicieron contacto, una chispa eléctrica crujió, chamuscando el corazón. Olía fatal, incluso peor que los especímenes empapados en formaldehído del casillero de almacenamiento del señor Crandall. Cuando mi madre apareció yo estaba llorando a moco tendido. Había torturado a la pobre criatura, y, además, no tenía nada que mostrar. Mi madre estudió cuidadosamente la escena. Luego, con su habitual simpatía a la hora de pegarme la bronca, me dijo: «Deberías hacer un experimento diferente, hijo. Tu corazón es demasiado pequeño para esto».

Al día siguiente, me preparé para intentarlo de nuevo, pero cuando fui a buscar otra rana, la bolsa estaba vacía. Las ranas habían desaparecido. Todavía no sé cómo escaparon (y sé que no las liberó mi madre). Sin datos originales, llené mi papel con figuras de libros de texto. Obtuve un suficiente. Decepcionado, le pregunté al señor Crandall por qué una nota tan baja. Me dijo que era porque no había aprendido nada nuevo.

♥ ♥ ♥

Si el corazón otorga vida y muerte, también incita a la metáfora: es un recipiente que se llena de significado. El hecho de que mi madre asociara mi falta de coraje con un corazón pequeño no es una sorpresa. El corazón siempre ha estado vinculado a la valentía. Durante el Renacimiento, el corazón en un escudo de armas era un símbolo de fidelidad y coraje. Incluso la palabra «coraje» deriva del latín cor, que significa «corazón». Una persona con un corazón pequeño se asusta fácilmente. El desaliento o el miedo se expresa como una pérdida de corazón.

Esta metáfora existe en todas las culturas. Tras la muerte de mi abuelo, mi padre, de sólo catorce años, se matriculó en la Universidad Kanpur Agricultural, y fue el primero de la familia en cursar estudios superiores. Cada mañana caminaba seis kilómetros hasta la facultad porque la familia no podía permitirse una bici. De vuelta a casa, cargando su bolsa de libros prestados, se reunía con mi abuela en un lugar concreto del polvoriento camino. Cuando se quejaba de que estaba cansado o abrumado, ella lo invitaba a demostrar su fuerza. «Dil himmauth kar», decía ella, «Haz de tripas corazón».

Shakespeare exploró este tema en sus tragedias. En Antonio y Cleopatra, Dercetas describe el suicidio de Antonio de la mano que «con el coraje que el corazón le prestó, se lo atravesó». Antonio estaba desconcertado por lo que creía una traición de Cleopatra, y en su conmoción, Shakespeare se refiere a otra concepción del corazón: el lugar donde reside el amor romántico. «Hice estas guerras para Egipto y para su reina –declara Antonio–, cuyo corazón creía que tenía, porque ella tenía el mío». Como escribe la crítica Joan Lord Hall, Antonio está en conflicto a causa de dos concepciones muy diferentes del corazón metafórico. Al final, su ansia de gloria en el campo de batalla supera su deseo de pasión y lo conduce a su autodestrucción.

La riqueza y amplitud de las emociones humanas es quizás lo que más nos distingue de otros animales y, a lo largo de la historia y en muchas culturas, se ha pensado que el corazón es el lugar donde residen esas emociones. La palabra «emoción» deriva del verbo francés émouvoir, que significa «conmover», y tal vez sea lógico que las emociones estén vinculadas a un órgano caracterizado por su movimiento agitado. La idea de que el corazón es el lugar de las emociones se extiende a lo largo de la historia desde el mundo antiguo. Y este simbolismo ha perdurado.

Si preguntamos a las personas qué imagen asocian más con el amor, no hay duda de que el corazón encabezaría la lista. La forma ♥, llamada cardioide, es común en la naturaleza. Aparece en hojas, flores y semillas de muchas plantas, incluyendo silfio, que se usó para el control de la natalidad a comienzos de la Edad Media y puede ser la razón por la que el corazón se asociaba con el sexo y el amor romántico (aunque el parecido del corazón con la vulva probablemente también tenga mucho que ver). Cualquiera que sea la razón, los corazones comenzaron a aparecer en las pinturas de enamorados en el siglo XIII. (Estas representaciones al principio se restringieron a los aristócratas y miembros de la corte, de ahí el término «cortejo»). Con el tiempo, las imágenes se colorearon de rojo, el color de la sangre, símbolo de la pasión. Más tarde, la hiedra en forma de corazón, conocida por su longevidad y crecida en lápidas, se convirtió en un emblema del amor eterno. En la Iglesia católica romana, la forma ♥ fue conocida como el Sagrado Corazón de Jesús; adornado con espinas y emitiendo una luz etérea, era una insignia del amor monástico. La devoción al Sagrado Corazón alcanzó su máxima intensidad en Europa en la Edad Media. A principios del siglo XIV, por ejemplo, Heinrich Seuse, un monje dominico, en un arrebato de fervor piadoso (y de automutilación espantosa), se llevó una pluma al pecho para grabar el nombre de Jesús en su corazón. «Dios Todopoderoso –escribió Seuse–, dame fuerzas este día para cumplir mi deseo, porque debes ser cincelado en el corazón de mi corazón». La dicha de tener una prenda visible de unidad con su verdadero amor, dijo, hizo que el dolor pareciera un «dulce deleite». Cuando sus heridas se curaron, el nombre sagrado estaba escrito en su piel con letras que tenían «el ancho de un tallo de maíz y la longitud de la falange pequeña de un dedo». Esta asociación entre el corazón y los diferentes tipos de amor ha resistido la modernidad. Cuando Barney Clark, un dentista retirado con insuficiencia cardíaca en etapa terminal, recibió el primer corazón artificial permanente en Salt Lake City, Utah, el 1 de diciembre de 1982, su esposa durante treinta y nueve años le preguntó a los médicos: «¿Me va a seguir queriendo?».

Hoy sabemos que las emociones no residen en el corazón físico, pero todos seguimos suscribiéndonos a las connotaciones simbólicas del corazón. Las metáforas del corazón abundan en la vida cotidiana y en el lenguaje. «Hacer de tripas corazón» es tener coraje para afrontar lo que nos espera. «Hablar con el corazón en la mano» transmite sinceridad. Decimos que «llevamos en el corazón» lo que nunca vamos a olvidar. «Tener el corazón en un puño» refleja preocupación o miedo, mientras que cuando «se nos encoge el corazón» estamos sufriendo Si tu corazón está con alguien, empatizas con sus problemas. La reconciliación o el arrepentimiento requiere actuar «de todo corazón».

Igual que el corazón biológico, el corazón metafórico tiene tamaño y forma: una persona de buen corazón es generosa; una persona sin corazón es egoísta. El corazón metafórico tiene características materiales: puede ser de oro, de piedra e incluso líquido (por ejemplo, se derrite con la pasión y el amor). El corazón metafórico también tiene su temperatura: puede ser cálido, frío, ardiente, Y tiene su propia geografía: el centro de un lugar es su corazón. El «corazón de tu corazón», como le dice Hamlet a Horatio, es el lugar de los sentimientos más profundos y sagrados. Llegar al corazón de algo es descubrir lo que es verdaderamente importante, y hacer un monumento o ponerle un pedestal en el corazón a alguien tiene que ver con el amor, el honor y la valentía.

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A lo largo de los años, he aprendido que el adecuado cuidado de mis pacientes pasa por tratar de entender (o al menos reconocer) sus estados emocionales, tensiones, preocupaciones y temores. No hay otra forma de practicar la medicina del corazón. Porque aun cuando el corazón no sea el asiento de las emociones, es muy sensible a ellas. En este sentido, el registro de nuestra vida emocional queda escrito en nuestros corazones. El miedo y la pena, por ejemplo, pueden causar una profunda conmoción en el miocardio. Los nervios que controlan los procesos inconscientes, como el latido del corazón, pueden sentir angustia y desencadenar una respuesta de lucha o huida inadaptada, con la cual los vasos sanguíneos se contraen, el corazón se pone a toda máquina y la presión sanguínea aumenta, rozando así un peligro inminente.

En otras palabras, cada vez está más claro que el corazón biológico es extraordinariamente sensible a nuestro sistema emocional, al corazón metafórico, si así lo queremos llamar.

En la primera mitad del siglo XX, Karl Pearson, un especialista en bioestadística que estudiaba lápidas de cementerios, se dio cuenta de que maridos y esposas suelen morir a lo largo del año posterior al fallecimiento de su pareja. Este descubrimiento respalda lo que ahora sabemos que es verdad: la angustia puede causar infartos. Los matrimonios mal avenidos pueden conducir a enfermedades crónicas y agudas del corazón. Un estudio de 2004 sobre casi treinta mil pacientes en cincuenta y dos países, demostró que factores psicosociales, como la depresión y el estrés, eran factores de riesgo tan fuertes para los ataques cardíacos como la presión arterial alta y casi tan importantes como la diabetes. El corazón es una bomba, pero no una simple bomba material, sino una bomba emocional.

Cardiomiopatía takotsubo (del International Journal of Cardiology, 209 [2016] 196-205)

Hay una patología cardíaca reconocida por primera vez hace aproximadamente dos décadas, llamada cardiomiopatía takotsubo, o síndrome de corazón roto, en la que el corazón se debilita de manera aguda en respuesta a un estrés extremo o al dolor emocional intenso, como después de una ruptura amorosa o la muerte de la pareja. Los pacientes (casi siempre mujeres, por razones poco claras todavía) desarrollan síntomas que imitan los de un ataque cardíaco. Pueden sufrir dolor agudo en el pecho y dificultad para respirar, incluso insuficiencia cardíaca. Cuando se les somete a un ecocardiograma, el músculo cardíaco parece aturdido, frecuentemente inflamado, y adquiere la forma de un «takotsubo» –una especie de olla japonesa para atrapar pulpos, con el fondo ancho y el cuello estrecho.

Aunque no sabemos exactamente por qué sucede esto, la morfología anormal del corazón parece reflejar la distribución de los receptores de adrenalina en un corazón normal. La alta concentración de adrenalina produce la liberación de cantidades masivas de calcio dentro de las células cardíacas, las cuales dañan la maquinaria celular. Las áreas con mayor densidad de receptores (como el vértice o parte inferior del corazón) se ven más afectadas y, por lo tanto, sufren mayor daño. Aunque la cardiomiopatía takotsubo suele resolverse en unas pocas semanas, cuando está en período agudo puede causar insuficiencia cardíaca, arritmias potencialmente mortales e incluso la muerte. Los primeros estudios de este trastorno tuvieron lugar a principios de la década de 1980 en víctimas de traumas emocionales o físicos (robo, tentativa de asesinato) que parecían morir no tanto por sus heridas físicas, sino por causas cardíacas. Las autopsias mostraron signos reveladores de lesión cardíaca y muerte celular.

La cardiomiopatía de takotsubo es el arquetipo del trastorno «neuro-cardíaco» que está controlado por las interacciones entre las emociones y el cuerpo físico. En ningún otro caso el corazón biológico y el metafórico se unen tan estrechamente. El desorden puede ocurrir incluso cuando los pacientes no son conscientes de su dolor. El marido de una paciente mía, anciana, había muerto dos semanas antes. Estaba triste, por supuesto, pero aceptaba la situación tal vez con cierto alivio: había sido una enfermedad larga y sufría demencia senil. Pero una semana después del funeral, la pobre abuela miró la foto de su difunto marido y se echó a llorar; luego sintió un intenso dolor en el pecho y dificultades para respirar, las venas del cuello se distendieron, empezó a sudar y jadeaba notablemente estando sentada en una silla. Signos claros de insuficiencia cardíaca congestiva. En la ecografía se veía que su corazón se había debilitado hasta quedarse a mitad de su función normal. Sin embargo, el resto de pruebas salían bien, no había signos de arterias obstruidas ni de hipertensión… Dos semanas más tarde, su estado emocional había vuelto a la normalidad y, por lo tanto, la ecografía confirmaba que su corazón trabajaba con total normalidad.

La cardiomiopatía de takotsubo aparece en muchas situaciones estresantes, como pueden ser hablar en público, perder en apuestas, tener frecuentes disputas domésticas, incluso por una simple fiesta sorpresa de cumpleaños. Los «brotes» incluso se han llegado a asociar con trastornos sociales generalizados, como tras un desastre natural. Por ejemplo, el 23 de octubre de 2004, un gran terremoto de 6,8 en la escala de Richter, devastó la Prefectura de Niigata, en Honshu, la isla más grande de Japón. Treinta y nueve personas murieron y más de tres mil resultaron heridas. Los trenes descarrilaron y los deslizamientos de tierra forzaron el cierre de dos autopistas nacionales, interrumpiendo el teléfono, el suministro eléctrico y el de agua. Inmediatamente después de esta catástrofe, los investigadores comprobaron que hubo un aumento de veinticuatro veces en el número de casos de cardiomiopatía takotsubo en el distrito de Niigata un mes después del terremoto, en comparación con un período similar del año anterior. Los ingresos por estos casos se relacionaron en gran medida con la intensidad del temblor. Así, en casi todos los casos los pacientes vivían cerca del epicentro.

Usando una base de datos nacional, los científicos de la Universidad de Arkansas identificaron a casi 22.000 pacientes diagnosticados con cardiomiopatía takotsubo en Estados Unidos, en el año 2011. La tasa más alta de casos, casi el triple del promedio nacional, se daba en Vermont, donde una tormenta tropical causó más daños ese año que en todo el siglo anterior. La segunda tasa más alta fue en Missouri, donde un tornado masivo arrasó la ciudad de Joplin, matando al menos a 158 personas. Aunque estas áreas geográficas no fueron las únicas afectadas por desastres naturales ese año, los científicos observaron que sus poblaciones estaban menos preparadas debido a la falta de experiencia en desastres naturales y, por lo tanto, resultaron más vulnerables a la consiguiente angustia.

No obstante, estos hallazgos no deberían sorprendernos. Los problemas cardíacos, incluida la muerte súbita, están documentados desde hace mucho tiempo en individuos que experimentan trastornos emocionales intensos, un estado de intensa agitación en el corazón metafórico. Las alteraciones más inusuales pueden tener efectos especialmente dramáticos. En su libro The Lost Art of Healing, el cardiólogo Bernard Lown describe el caso de una revista médica india en la que un preso es condenado a muerte por ahorcamiento. Un médico convence al juez para que permita que las autoridades lo desangren en lugar de ahorcarlo, porque la muerte por desangrado es relativamente indolora. El hombre está atado a una cama y con los ojos vendados. Luego se le rasgaron los brazos y las piernas levemente, lo que le hizo creer que estaría sangrando. Lown escribe:

Se colgaron recipientes llenos de agua en cada uno de los cuatro postes de la cama y se dejaron gotear en recipientes colocados en el suelo. Los recipientes empezaron a gotear, al principio bastante rápido, luego disminuyendo progresivamente (simulando el sangrado). A medida que se redujo el grado, el prisionero se fue debilitando, lo cual se veía reforzado por la entonación del médico, que usaba una voz cada vez más baja. Finalmente el silencio fue absoluto cuando cesó el goteo del agua. Aunque el prisionero era un joven sano, al finalizar el experimento, cuando se detuvo el flujo de agua, pareció haberse desmayado. El examen, sin embargo, determinó que estaba muerto, a pesar de no haber perdido ni una sola gota de sangre.

Estos tipos de muertes «emocionales» se han observado durante al menos un siglo. En 1942, el fisiólogo de Harvard Walter B. Cannon publicó un artículo titulado «Muerte Vudú» en el que describía casos de muerte por miedo en personas primitivas que creían que habían sido poseídas, como las de un médico brujo que señalaba a los malditos con huesos o como consecuencia de comer fruta «tabú». En su libro The Australian Aboriginal, publicado en 1925, el antropólogo Herbert Basedow escribió:

El hombre que descubre que está siendo apuntado por un enemigo tiene, de hecho, una visión lamentable. Se queda atónito con los ojos mirando la punta traicionera, y con las manos levantadas para protegerse del medio letal, que imagina que está entrando en su cuerpo. Sus mejillas palidecen, sus ojos se vuelven vidriosos y la expresión de su rostro se distorsiona horriblemente. Intenta chillar, pero por lo general el sonido se ahoga en su garganta y todo lo que uno puede ver es espuma en su boca. Su cuerpo comienza a temblar y sus músculos se contraen involuntariamente. Se balancea hacia atrás y cae al suelo y, tras un breve espacio de tiempo, parece desmayarse. Finalmente se calla, va a su choza y allí muere solo.

Lo que estas muertes tienen en común es la creencia absoluta de las víctimas en una fuerza externa y sobrenatural que puede causar su desaparición y contra la cual no se puede luchar. Esta percepción de falta de control, según Cannon, da lugar a una respuesta fisiológica no mitigada en la que los vasos sanguíneos se contraen hasta tal punto que el volumen de sangre disminuye de forma notable, la presión arterial se desploma, el corazón se debilita de forma aguda y el daño masivo a los órganos se debe a la falta de oxígeno transportado en sangre. Cannon creía que las muertes por vudú se limitaban a personas primitivas «tan supersticiosas, tan ignorantes, que se sienten desconcertadas como extraños en un mundo hostil». Pero a lo largo de los años se ha demostrado que este tipo de muertes repentinas afecta a todo tipo de personas. A la gente moderna también. Hoy se han identificado gran cantidad de síndromes de muerte súbita, que incluyen hombres de mediana edad (generalmente después de un infarto de miocardio), síndrome de muerte súbita infantil, síndrome de muerte nocturna repentina, muerte súbita durante una catástrofe natural, muerte súbita asociada a la sobredosis de drogas recreativas, muerte súbita en animales salvajes y domésticos, muerte súbita por abstinencia de alcohol, muerte súbita tras de una pérdida importante, muerte súbita durante ataques de pánico y muerte súbita durante la guerra. Casi todas ocurren debido a un paro cardíaco agudo e inesperado. En la actualidad, las muertes repentinas representan aproximadamente la mitad de todas las muertes por enfermedades cardiovasculares, y aproximadamente la mitad de todas las muertes cardíacas súbitas son el primer evento cardíaco en las personas afectadas.