Corazones que vuelven a latir - Claire Contreras - E-Book

Corazones que vuelven a latir E-Book

Claire Contreras

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Beschreibung

Victor Reuben es el abogado matrimonialista más cotizado de Los Ángeles. Nicole Alessi, futura exmujer de la estrella de cine más famosa del momento, es su última cliente, además de la hija de su jefe. Ante un divorcio tan mediático, no hay cabida para problemas adicionales. Afortunadamente, ni abogado ni cliente tienen nada que ocultar… si no contamos con la sesión de sexo alucinante que compartieron… Una vez… Dos veces… Tres veces… Aunque eso fue hace mucho tiempo, y la ocasión de estar juntos se desvaneció… Si son capaces de dejar el pasado a un lado, todo saldrá bien. Pero si continúan devorándose con los ojos cada vez que se ven, las cosas se pueden complicar…

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Traducido por María José Losada

Título original: Elastic Hearts

Primera edición: septiembre de 2018

Copyright © 2015 by Claire ContrerasPublished by arrangement with Bookcase Literary Agency.

© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2018

© de esta edición: 2018, Ediciones Pàmies, S.L.C/ Mesena,1828033 [email protected]

ISBN: 978-84-16970-95-7BIC: FRD

Diseño de cubierta: Calderón StudioImagen de portada: Photographee.eu/Shutterstock

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo

Nota de la autora

Agradecimientos

Contenido extra

A cualquiera que piense que el amor solo existe en los cuentos de hadas:

El amor no tiene límites.

Cree en él.

Dame un poco de tiempo o quememos esto.

Juguemos al escondite para cambiarlo.

Lo único que quiero es disfrutar del sabor que me dejen tus labios…

Ed Sheeran

Prólogo

—No podemos volver a hacerlo —dijo él.

No eran las palabras que esperaba que salieran de su boca teniendo en cuenta que la última vez que estuve aquí me había gruñido mi nombre contra el cuello antes de decirme que guardara silencio para que nadie nos oyera. Parpadeé, tragué saliva y volví a parpadear, tratando de concentrarme en sus penetrantes ojos color avellana, que se clavaban en mi rostro como si quisiera asegurarse de que estaba entendiéndolo bien.

—Vale —susurré. Quería preguntarle por qué, pero guardé silencio. Conocía la respuesta. O, al menos, pensaba que la sabía. Así que intenté animarme; ahora nos haríamos amigos. Habíamos conectado un par de veces. No suponía un problema que acabara nuestra relación. En absoluto. Pero si ese era el caso, ¿por qué sentía como si me estuvieran arrancando el corazón?

—No es… —Empezó a hablar, pero hizo una pausa, suspirando mientras se pasaba la mano por el pelo. El mismo cabello en el que había hundido las manos hacía tan solo un par de semanas—. Iba a decir que no es por ti…, pero suena mal. Ya sabes por qué no podemos volver a hacerlo.

—Porque temes lo que podría pasar si mi padre se enterara —dije. Asintió, como me imaginaba. No estaría nada bien que el nuevo fichaje de la compañía fuera descubierto liándose con la hija del jefe, daba igual que ni siquiera nos hubiéramos conocido allí.

—Esto está mal —insistió—. Si no nos hubiéramos conocido de copas esa noche, jamás habríamos llegado tan lejos.

—Ya, lo entiendo —afirmé, sin querer escuchar las predecibles excusas que, estaba segura, iba a ofrecerme.

—Tengo que centrarme en mi carrera.

Tragué saliva. Recorrí sus facciones con la vista, grabándolas en mi mente, pues era lo único que me quedaba. En veinticuatro horas estarían borrosas en mi memoria. En veinticuatro días, se habrían desvanecido; tendría que entrecerrar los ojos y rebuscar entre los recovecos para recordar cuál era su aspecto, qué vestía, dónde habíamos estado. Lo único que quedaría serían su olor y la forma en la que me sentía cuando estaba con él. Importante, sexy, inteligente… Victor solo tenía cuatro o cinco años más que yo, pero eso era algo que no conseguía con los chicos de mi edad.

—Acabas de terminar la universidad. Te queda toda la vida por delante —añadió.

—Lo sé. —Hice una pausa—. No tienes que estar aquí sentado largándome este sermón, lo entiendo todo.

Soltó un largo suspiro de alivio y cerró momentáneamente aquellos hermosos ojos que no volvería a ver brillar de pasión. Me pregunté incluso si había considerado preguntarme qué me parecería decírselo a mi padre. Seguramente no. Vic estaba demasiado involucrado con el trabajo. Le gustaba seguir las reglas, y en el fondo yo era consciente de que él nunca había querido nada más. Sabía que solo deseaba divertirse conmigo. No quería sentar la cabeza hasta construir su propio imperio sobre las mentiras que interpretaba para ganar casos.

Igual que mi padre.

Siempre había jurado que no me enamoraría de un tipo como él. Como ellos. Siempre había dicho que terminaría con alguien con el mismo estilo de vida que yo. Alguien que hiciera algo más que lo planeado o calculado. Alguien que siguiera sus sueños, sin importar lo locos que fueran. Los hombres como Victor no eran así. Se acababan consumiendo por el trabajo, por el trabajo real, no por sueños creativos y divertidos como los que yo tenía. Jamás encajaríamos. Tenía que convencerme: ¡jamás encajaríamos! Quizá si me lo repetía las veces suficientes me lo acabaría creyendo.

—Bien…, ha sido agradable. —Me levanté y fui hacia la puerta. Él también se puso en pie, pero se quedó detrás del escritorio, como si no tuviera ni idea de qué hacer. Solté un suspiro—. Acuérdate de regar las plantas —le aconsejé mientras miraba el pequeño bonsái que tenía encima de la mesa y que nunca recordaba regar.

—Lo haré. No deberías ir de nuevo a clases de tenis por si acaso —repuso.

Sonreí ante sus palabras. Me había torcido el tobillo unos meses antes, el día que fui a jugar al tenis con un amigo mío. Me había tomado el pelo de forma implacable porque no me había hecho el esguince jugando, sino al dar un salto, al pisar el borde de una fuente de agua. Un accidente muy poco normal.

Cerré la puerta y permanecí fuera durante un segundo, respirando hondo para llenarme los pulmones de aire, preguntándome si me habría comportado con la suficiente frialdad. Una vez me hube tranquilizado, me moví para ir al set de rodaje de una nueva sitcom donde me habían contratado como sustituta de la diseñadora de vestuario, que estaba de baja por maternidad.

Cuando llegué, había repasado toda la historia con Victor y nuestra breve relación en cuarenta y cinco minutos. Había tratado de pensar y averiguar en qué momento se había dado cuenta él de que no funcionaría. ¿Fue el día que estuvimos en aquella cafetería del centro y nos encontramos con un amigo suyo? Me había presentado como una amiga —lo que era—, pero su tono implicaba que podíamos llegar a ser mucho más. ¿Sería por mi edad? ¿Por la de él? Habíamos hablado sobre el matrimonio y las relaciones, y ambos sentíamos aversión hacia ambas. Uno de los dos lo había dicho en serio; el otro había mentido todo el rato, porque yo sí quería una relación con todas sus consecuencias y objetivos a largo plazo.

Aparqué el coche y saludé al encargado al entrar, y en esos segundos en los que lo miré por encima del hombro, tropecé con la persona que salía.

—Lo siento —me dijo el hombre, arrastrando las palabras con un leve acento sureño que no había escuchado más que en las películas. Subí la mirada lentamente por su cuerpo hasta su rostro, y allí me quedé atrapada por sus llamativos ojos azules. ¡Santo Dios! Era la definición de «Hollywood».

—No pasa nada. Estaba distraída. —Intentamos no volver a chocar tres veces más, fracasamos y nos reímos—. Lo siento —dije de nuevo, con las mejillas encendidas.

—El destino debe de querer unirnos —comentó con una encantadora sonrisa—. Soy Gabriel —se presentó, bloqueando la puerta por completo.

—Yo, Nicole —repuse, con el corazón acelerado.

—¿Eres actriz? —preguntó. Negué con la cabeza.

—Diseñadora de vestuario.

Asintió lentamente, sin apartar los ojos de los míos.

—¿Nueva?

—Es mi primer día.

—¿Estás nerviosa?

—Mucho —reconocí, aunque sonreí. Él me abrió la puerta.

—Te prometo que no mordemos —aseguró con una sonrisa de oreja a oreja—. Bueno, al menos algunos no lo hacemos.

Entré riéndome. Durante el resto del día y la semana, Gabriel encontró la forma de verme en todas partes, y eso hizo que todos los pensamientos sobre Victor comenzaran a desvanecerse. Como debía ser. Victor y Nicole habían terminado. Tenía que aceptarlo, y el encanto de Gabriel fue suficiente para que lo hiciera.

1

Victor

Nicole Alessi rara vez visitaba el bufete últimamente. Podía contar con los dedos de las dos manos la cantidad de veces que había venido, y seis de ellas habían sido antes de anunciar su compromiso. Una de las últimas ocasiones fue después de que el anillo adornara su dedo. La vi de pasada, y ella se aseguró de alejarse de mí lo antes posible. Como si fuera a llevarla a mi despacho y hacer con ella lo que quería mientras su alianza me miraba con furia, recordándome que pertenecía a otra persona. Para mí las cosas estaban bien así. No me sentía herido por su compromiso, solo me había pillado desprevenido. Un día hablábamos sobre que solo se casaban los locos y al siguiente se había convertido en una de esos chiflados. No me lo esperaba, no me había dado ninguna señal de que quisiera algo más… De mí, de la vida…, de nada.

A pesar de que ese barco había zarpado hacía cinco años, o, más exactamente, nunca había llegado a salir, oír su nombre en el bufete me puso alerta. Todos, desde mi secretaria hasta la recepcionista, cuchicheaban sobre la guapísima Nicole, la esposa del apuesto Gabriel Lane, que venía de visita como si formara parte de la realeza de Hollywood. Y quizás así fuera. Me había esforzado en no saber de su paradero. ¿Qué importancia tenía, de todas formas? Y como sabía que ella iba a venir, me dediqué a hacer averiguaciones sobre Sam Weaver, un atleta portentoso al que llevaba un divorcio en el que se manejaban grandes cifras. Le había hecho más preguntas que en un examen de acceso a la universidad, y todavía seguía sin ser sincero conmigo.

Que mis clientes quisieran que los representara ante el juez sin darme toda la información que les pedía y esperaran que ganara era algo inexplicable para mí. Mi concentración se vio interrumpida por un fuerte golpe en la puerta del despacho, que se abrió antes de que diera permiso para ello. No fue necesario que apartara la mirada de la pantalla para saber que se trataba de William. Era el único con las suficientes pelotas para hacerlo. También ayudaba que fuera mi jefe y el dueño del edificio.

—¿En qué puedo ayudarte? —pregunté mientras revisaba la última noticia publicada en la web de tmz sobre Sam y su encuentro no con una, sino con dos prostitutas. Aparté la vista de la pantalla cuando noté que Will se acercaba a mí sin decir una palabra. Tenía en la cara esa expresión, la que me decía que estaba a punto de pedirme algo que sabía que yo no querría hacer. Como cuando me pidió que me encargara de un caso de divorcio de dos estrellas del porno, algo que con dieciséis años me habría dado mucho morbo, pero que con treinta y uno me había tenido demasiado ocupado usando desinfectante cada vez que me acercaba al lugar de trabajo de mi cliente.

—Joder… —musité antes de elevar la voz—. Escupe lo que sea.

Will se rio entre dientes mientras se desabrochaba el traje para sentarse delante de mí. El hecho de que no dijera nada y se sentara para discutir el tema hizo que empezara a sonarme una sirena de alarma en los oídos. Así que le presté toda mi atención.

—Sabes que eres el mejor abogado del bufete —empezó. Me mantuve en silencio; sabía que no podía despedirme, pero comenzar así una conversación solo podía significar que… El corazón me dio un vuelco ante la mera idea—. Tu valía ética es envidiable. Eres comedido, un cabrón arrogante, pero de alguna forma mantienes un nivel de humanidad con los clientes.

—A menos que estés a punto de arrodillarte y proponerme algo, creo que deberías dejar de andarte con rodeos y preguntar claramente lo que quieres en vez de ponerme esa cara de «Victor, por favor, no dejes la firma después de lo que voy a decirte» —solté, porque comenzaba a sentirme incómodo por cómo me miraba con esos ojos azules.

Lo vi sonreír.

—Quiero hacerte socio —dijo.

Lo miré boquiabierto.

Esas tres palabras…

La razón de mi existencia.

Reprimí mis emociones antes de que me sobrepasaran y me recliné en el asiento

—¿En serio? ¿Y Bobby? —Los padres del viejo Bobby eran amigos de siempre de los de Will, lo habían contratado un año antes que a mí. Incluso aunque yo fuera mucho mejor abogado que él, no podía creer que no le diera a Bob una oportunidad previamente.

—Ya he hablado con él sobre esto al detalle. Sabe lo que te voy a proponer y está de acuerdo en que estás mejor preparado que él.

—Más preparado… para ser socio —insistí: necesitaba la confirmación.

—Para ser socio, y para el trabajo que necesito que hagas para ser socio. —Lo dijo con una amplia sonrisa, pero se me aceleró el corazón. ¿Qué cojones iba a pedirme este hombre?

—¿De qué se trata esta vez? ¿Un actor necesita que lo represente porque su esposa lo quiere crujir en el divorcio después de que lo sorprendiera montándoselo con la niñera?

—No exactamente, pero, bueno…, se parece —confirmó. Su sonrisa desapareció y se puso serio—. Necesito que lleves el divorcio de Nicole.

Parpadeé.

«¿Qué? Ni hablar».

Negué con la cabeza mientras tragaba saliva. No era frecuente que me quedara sin palabras, pero esto era…

—¿Nicole se va a divorciar?

—Sí, y, como es obvio, no puedo ser su abogado. Así que me gustaría que tuviera la mejor alternativa posible.

«Es decir, tú. Lo siguiente mejor. Es un gran elogio por parte de William».

Cerré los ojos durante un momento, pero entonces volví a acordarme del día en el que ella apareció en el bufete y Will me la presentó como su hija. De repente, había querido que me tragara la tierra. Bien podría haber ocurrido, porque había sentido como si mi carrera hubiera comenzado a hundirse, ya que en ese momento me había empezado a ahogar con los vívidos recuerdos en los que me liaba con ella en el cuarto de baño de uno de los clubes nocturnos más populares de Los Ángeles. Así que no me había sentido demasiado feliz de conocerla. Ella había sonreído, como si no pasara nada, pero el rubor que había cubierto su rostro y su cuello había dicho algo muy distinto. Me había fijado en cómo había abierto los ojos al verme, como si tuviera que acostumbrarse a mi aspecto en la vida real, fuera del pub oscuro y del cuarto de baño tenuemente iluminado. Y cuando ese recuerdo me recorrió de pies a cabeza, mi polla volvió a la vida, regresando al mismo estado que había tenido la semana anterior, cuando coqueteaba conmigo.

Me había prometido a mí mismo que no me liaría con ella de nuevo, pero, sin saber cómo, las bronceadas piernas de Nicole se separaron ante mí sobre este mismo escritorio, y me había vuelto adicto a la forma en la que echaba la cabeza hacia atrás y a cómo decía mi nombre, con ese ligero acento hispano, con independencia de lo que le había hecho a mi cuerpo.

Tragué saliva, me aclaré la garganta y respiré hondo.

—No puedo hacerlo —logré decir.

—¿Es por el caso de Sam Weaver? Si no quieres tener tanto trabajo, puedes pasárselo a Bobby. Te quiero disponible para Nicole.

«Te quiero disponible para Nicole».

Nicole, la chica que supe que podía ser mi perdición la primera vez que la vi. Nicole, cuyos ojos azules contenían una promesa picante cada vez que me miraba. Nicole, que me había jurado que estaba totalmente en contra del matrimonio, un juramento que supe que era falso cuando apareció publicada la noticia de su compromiso. Nicole, que había tejido a mi alrededor una poderosa red con su comportamiento desenfadado y sus comentarios divertidos, capaces de rivalizar con los que salían por mis labios. Nicole, cuya maldita boca había sido hecha por los dioses para ser besada y no se había acercado a mí durante al menos cinco años. Respiré hondo, tratando de olvidarme de todo eso. Will no tenía ni idea de lo que me estaba exigiendo.

—¿Te lo ha pedido ella?

—No. No lo sabe. Llegará en breve. Primero quería avisarte a ti. Pero, Victor, hazlo, hazlo bien, y luego te haré socio.

«¡Joder!». La puta razón de mi vida. Esas palabras —ser socio— eran demasiado tentadoras para no aceptar. Eran la única razón por la que trabajaba tantas horas extras.

—Vale.

—¿Lo harás?

—Sí.

Ahora solo tenía que asegurarme de no hacer nada con ella en el proceso, porque eso me llevaría a perder mi licencia.

2

Nicole

—El divorcio apesta —dije por enésima vez desde que había comenzado este suplicio. No era que tuviera que convencer a nadie: la gente no se casa pensando que va a divorciarse. A pesar de que mis padres se habían divorciado y de que mi padre era abogado matrimonialista, nunca me había imaginado a mí misma en esa tesitura. Siempre había jurado que si me casaba sería para siempre, pero eso fue antes de que los votos se convirtieran en promesas tristes y frías. Antes de que el juramento en sí mismo consiguiera que quisiera hacerme un ovillo cada vez que pensaba en mi marido, un hombre que se estaba distanciando de mí por lo que abusaba del alcohol y de las pastillas que tanto le habían empezado a gustar durante los dos últimos años. Antes de que todo se fuera a la mierda. Y por eso me encontraba hablando con el nuevo guardia de seguridad cañón que mi futuro exmarido me había asignado.

—¿Preparada? —preguntó Marcus. Marcus. Incluso su nombre resultaba sexy. La primera vez que lo vi, me pregunté si el agente de Gabe lo habría elegido así a propósito, quizá para intentar que me liara con él y dejara en paz a mi marido. O quizá para ver si, enrollándome con él, el divorcio no me parecía tan mala opción.

—Es un prepotente, ¿sabes? —respondí. Los ojos castaños de Marcus buscaron los míos en el retrovisor sin ningún rastro de diversión o entendimiento.

—¿Perdón?

—Hablo de Gabriel. Es un prepotente. Cree que contratando a un guardaespaldas tan sexy como tú el divorcio será un golpe menos fuerte. Pues voy a decirte algo, Marcus. Soy yo la que está ocupándose de toda la mierda del divorcio. Yo. Y quien se dedica a visitar a los abogados e intenta resolverlo lo más discretamente posible por su bien. ¿Y sabes por qué? No es por que sea una buena persona, sino porque todavía tengo sentimientos, y él es un gilipollas de campeonato. Que me haya puesto un chofer imponente no va a hacer que me olvide de eso.

Marcus arqueó sorprendido sus cejas rubias. No estaba segura de si alegrarme por su silencio después de que hube soltado todo eso o cabrearme porque no parecía tener absolutamente nada que añadir mi discurso. Odiaba que la gente no protestara en solidaridad conmigo.

—No lo conozco personalmente, pero es quien me paga, así que no sé qué debo responder a eso —dijo—. Toca la ventanilla en el momento en el que estés preparada para salir. —Abrió la puerta y atravesó el enjambre de paparazzi que aguardaba mi llegada.

Estaba segura de que esperaban verme llorar; si era así, iban a tener que instalar una tienda de campaña junto a la ventana de mi dormitorio para poder pillarme. Reconduje mis pensamientos mientras veía a Marcus rodear el vehículo. Como me había dicho, se quedó de pie junto a la puerta, de espaldas a mí. Me alisé el pelo y respiré hondo mirando con horror a la multitud de fotógrafos.

De todas las cosas que Gabe tenía que soportar a diario, esta era la única a la que jamás me había acostumbrado. Cuando andaba sola, rara vez me seguían, pero si se daban cuenta de que él estaba cerca, iban a por nosotros. Nos perseguían incluso los ratos que estábamos con mis ahijados, que lloraban porque odiaban el destello de los flashes y las agresivas preguntas.

Dejé que pasaran un par de segundos antes de dar tres golpes en la ventanilla. Marcus me tendió la mano para ayudarme a salir del vehículo y bloqueó a un fotógrafo que se acercó apresuradamente.

—¡Nicole! ¿Cómo te sientes al conocer los rumores de que Gabriel está saliendo con Lina, su nueva compañera de reparto?

—¡Nicole! ¡Aquí! Estás guapísima hoy. ¿Vas a solicitar el divorcio?

—¿Piensas presentar cargos contra Fey Winters por destrucción de la propiedad?

—¿Crees que Gabriel se merece una segunda oportunidad?

—¿Es cierto que está liado con la niñera de tu mejor amiga?

Nunca, jamás, dejaba aflorar a mi cara ninguna emoción mientras caían sobre mí para hacerme fotos en estas circunstancias, pero esa última pregunta consiguió que frunciera el ceño. «Mi mejor amiga no tiene niñera». Estaba segura de que manipularían ese ceño fruncido para explicar que estaba hecha un desastre cuando había ido a visitar a un abogado matrimonialista, pero ¿a quién importaba? Era obvio que algún empleado de Gabe, seguramente su agente, había llamado a los paparazzi para informarlos sobre mi paradero. Para hacerme parecer la mala, por supuesto. La vieja historia de Hollywood: la persona menos popular siempre era la culpable.

Me alegré cuando Marcus abrió la puerta del edificio y pudimos alejarnos de las incesantes preguntas, aunque fueron reemplazadas al instante por la voz de la recepcionista.

—Tu padre me ha dicho que ibas a venir, pero no le he creído. ¿Es cierto lo que se comenta en los blogs de chismes sobre Gabriel y la separación? —me preguntó.

Traté de tragarme el dolor y de sonreír con tristeza, pero no fui capaz de curvar los labios hacia arriba, y el sufrimiento me puso un nudo en la garganta. Asentí con la cabeza; fue un gesto leve, lento… mientras miraba hacia abajo. Siempre me había sentido segura de mí misma. De mi cuerpo, de la elección que había hecho en la universidad, de mis pensamientos, de mi inteligencia. Incluso después de que Gabe comenzara a salir con más frecuencia sin contar conmigo para sus planes, de que se hubiera vuelto frío y distante y de que prefiriera beber o quedarse en los pubs más tiempo del necesario, no había dudado de mí misma. Hasta que no comenzaron a correr rumores de infidelidad no empecé a flaquear, luego se me rompió el corazón. Y sentí como si hubiera pasado por una licuadora cuando los paparazzi se pusieron a perseguirme, a plantarme las cámaras delante de la cara y a abrumarme con sus preguntas.

Sin embargo, eso había sido antes. Ahora volvía a disfrutar de la confianza en mí misma. O al menos la que tenía era superior a la que había poseído a lo largo del año pasado. Habíamos guardado en secreto que nos divorciábamos, pero en el momento en el que los documentos se filtraron, nos vimos obligados de repente a enfrentarnos a los medios de comunicación, lo que había resultado ser una pesadilla. Me habían instruido semana a semana sobre qué debía decir, o, más bien, qué no debía decir. El publicista de Gabe había hecho una declaración anunciando que estábamos intentando salvar nuestra relación. El propio Gabe, que siempre estaba frente a una cámara, me puso por las nubes al tiempo que afirmaba lo comprometido que se sentía con sacar adelante el matrimonio. Yo lo había mirado durante todo el rato con asombro. Al principio, me lo creí. Compré todo lo que estaba diciendo y haciendo: a fin de cuentas, era un grandísimo actor. Pero eso fue entonces: ahora ya me había cansado de tantas mentiras.

—Lo siento —dijo Grace en voz baja, ya sin sonreír—. Parecíais tan felices juntos…

—Gracias —repuse. «Gracias» no parecía la palabra correcta en ese momento, pero estaba acostumbrada a chicas como Grace, jóvenes cuyo corazón asomaba a sus ojos. Yo también había sido así una vez. Lo era cinco años atrás.

—¿Mi padre está en la sala de reuniones?

Me miró sorprendida durante un instante antes de moverse en esa dirección.

—Oh, sí, lo siento. Pero la han cambiado de ubicación. Deja que te enseñe dónde está ahora.

Cuando abrió las grandes puertas de madera, ni siquiera tuve tiempo de echar un vistazo y apreciar la decoración —seguramente obra de mi madrastra—, porque en cuanto entré, mi mirada se detuvo en Victor Reuben. Victor, con un traje azul marino que gritaba sofisticación a los cuatro vientos. La chaqueta a medida insinuaba los anchos hombros y los duros músculos que sabía que había debajo. Su expresión era neutra, aunque la certeza de que me estaba mirando había conseguido que el corazón se me acelerara. Llevaba años sin verlo; sin embargo, mi cuerpo lo recordaba perfectamente. A él, a sus grandes manos y la forma en la que me sujetaban. Su profunda risa, que había provocado que mi corazón se detuviera las pocas veces que llegué a oírla. Cómo decía mi nombre, como una maldición en voz baja, con un murmullo que indicaba que sabía que no debería mirarme ni mucho menos dejarnos llevar como lo habíamos hecho, pero no había podido resistir la tentación.

Tragué saliva para borrar aquellas imágenes de mi mente. Me hubiera encantado decir que haber estado casada con una de las estrellas más famosas del mundo había atenuado mi lujuria por ese hombre, pero estaría mintiendo. Era posible que fuera yo la que se casó, pero, para mí, siempre sería Victor el que se escapó. A pesar de que sabía que en el fondo no habíamos llegado a salir juntos, y de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vi, la forma en la que me acariciaban sus ojos me hacía arder a fuego lento. Como si hubiera sido esa misma mañana cuando me tuvo contra la pared. Me estremecí ante el recuerdo, y sus ojos se calentaron en respuesta.

—Nic, no te he oído entrar —dijo mi padre, levantándose de la silla que ocupaba junto a Victor.

Cuando se acercó y me abrazó, volví a sentirme como si tuviera siete años, y me apoyé en su cuerpo. Mi padre no era mucho más alto que yo, pero sí lo suficiente como para que yo pudiera apoyar la cabeza cómodamente en su hombro. Dejé allí la mejilla durante un par de segundos, inhalando el familiar olor a tabaco y a su loción para el afeitado, mientras miraba a Victor, que me observaba inmóvil, inflexible, de una forma inquietante.

—No sé si recuerdas a Victor —dijo mi padre antes de besarme en la mejilla y alejarse de mí. Casi me reí. ¿Si recordaba a Victor? ¡Dios mío! ¿Cómo iba a olvidarlo? Él se puso en pie, aunque no se acercó a saludarme, y me alegré de la distancia que mantenía entre nosotros. Después de la semana, el mes y el año que llevaba, no creía que pudiera resistir tocarlo, aunque se tratara de un simple apretón de manos.

—Por supuesto —reconocí con una sonrisa.

Era algo más alto de lo que recordaba, con los hombros más anchos. Tenía el pelo un poco más largo, un poco más claro, y exhibía una barba incipiente que antes no llevaba. Pero sus ojos color avellana todavía insinuaban placeres y sexo salvaje, y el recuerdo de todo lo anterior hizo que me sonrojara y que mirara hacia otro lado. Había estado casada con una estrella de Hollywood durante los cuatro últimos años y medio, y todavía podía decir con sinceridad que no había conocido a un hombre más seguro de sí mismo que Victor Reuben.

—Encantado de volver a verte —dijo Victor educadamente.

—Lo mismo digo —respondí. Tuve que aclararme la garganta al ver que mi voz sonaba más ronca de lo normal.

—Ven aquí, siéntate —me indicó mi padre al tiempo que me llevaba al otro lado de la habitación.

Se sentó a la cabecera de la mesa, con Victor a su izquierda y yo enfrente de este. Mantuve la mirada fija en mi padre, con la esperanza de terminar la reunión sin sucumbir a la distracción que suponía el hombre que tenía delante. Ni siquiera me pregunté por qué estaba presente. A mi padre le gustaba tener gente a mano para intercambiar opiniones profesionales durante las reuniones con sus clientes, y me sentía feliz de obtener la mejor defensa posible durante el divorcio.

—Tenemos que presentar más papeles —comentó mi padre.

Asentí con la cabeza, tragándome el nudo que amenazaba con formarse en mi garganta al oírlo. Odiaba muchas de las cuestiones que implicaba el divorcio, pero sentirme un fracaso como esposa, como mujer, era lo peor.

—¿Has hablado con Gabriel después de que se filtraran los documentos a los medios?

Asentí de nuevo.

—Hablé ayer con él.

—¿Y qué te ha dicho? ¿Está preparado para seguir adelante? —me preguntó mi padre. Gabe actuaba como si el hecho de que me representara mi padre fuera un shock para él. Sin embargo, no lo era para nadie más, así que no estaba segura de si estaba realmente conmocionado o solo quería solucionarlo como si fuera algo ajeno; estaba claro que no quería quebraderos de cabeza. Cuando bajé la mirada a la mesa, mi padre me cubrió la mano con la suya.

—No pasa nada, cariño. Es algo de lo que tenemos que hablar.

Respiré hondo y me sequé los ojos antes de hablar. Era muy consciente de la presencia de Victor. No quería que me viera llorando, herida o débil. Yo no era así. Nunca lo había sido, pero hablar sobre este tema mientras mi padre intentaba tranquilizarme era difícil, y temía no poder soportarlo.

—Ha estado de acuerdo con que ponga en marcha el divorcio y ha añadido que sabía que le iba a hacer pagar lo que me hizo. Que era consciente de que en el momento en que las cosas se pusieran difíciles, lo dejaría —susurré—. Que no iba a poder lidiar con la realidad de su vida.

Me estremecí al ver que mi padre golpeaba la mesa de madera con la mano libre. Luego se levantó.

—Por eso no puedo ocuparme yo. Si me tropiezo con ese bastardo en la sala, lo estrangularía con mis propias manos. Lo mataría ahora mismo si lo viera en este momento.

Parpadeé, confundida. Miré a Victor, que me estaba estudiando con intensidad, y luego clavé los ojos en mi padre.

—¿A qué te refieres con que no puedes ocuparte tú?

—Será Victor quien lleve el caso. Es el mejor abogado del bufete, cariño —dijo mi padre—. Será como si te estuviera defendiendo yo mismo. Palabra.

«Palabra». Cerré los ojos: era algo que solo decía cuando estaba seguro de que no iba a decepcionarme. Al volver a abrirlos, miré a Victor; su mandíbula cincelada y sus ojos hipnotizadores, ese pelo suave en el que me había encantado hundir los dedos. Intenté con todas mis fuerzas no recordarlo, no acordarme de las bromas y pullas que nos lanzábamos después de que cerrara la puerta de su despacho y rodeara su escritorio poseída por la lujuria —por la necesidad y el deseo—, con un ansia que no se detendría hasta que lo tuviera.

No debía haberle dicho nada a mi padre sobre nosotros, porque, si lo hubiera hecho, probablemente estaría buscando otra firma en vez de representándome en el divorcio. Mi padre tenía unas ideas extrañas sobre mezclar trabajo y vida personal. A pesar de eso, sabía que Victor era muy buen abogado, quizá el mejor. Algunas de mis amigas lo habían contratado para que se ocupara de sus divorcios, y pondrían la mano en el fuego por Victor Reuben. No dudaba de sus habilidades, solo de que pudiera superar esto sin complicarnos las cosas a los dos, porque cuando se trataba de nosotros, todo se nos iba de las manos. O al menos así era antes. Quizá él había pasado página, a juzgar por la indiferencia que mostraba.

—¿Cuánto tiempo llevará poner fin a esto? —le pregunté a Victor.

—El proceso que ha comenzado suele llevar unos seis meses. Suponiendo que él esté de acuerdo y que no nos dé problemas. Y si él no lo está…, siendo tan terca como eres, no debería tardar mucho en avenirse a razones.

Mi padre se rio al ver que mencionaba mi terquedad, y Victor lo miró sonriente mientras buscaba mis ojos.

—Sea como sea, haré todo lo posible para asegurarme de que todo sea lo más sencillo posible. Estoy a tu entera disposición. Da igual lo que necesites y cuándo lo necesites, estoy aquí —se ofreció, posando brevemente la vista en mi boca y en mi escotado vestido para luego volver a mis ojos y contemplarme con una intensidad que me puso la piel de gallina.

¿Cómo sería tenerlo a mi entera disposición? Estaba segura de que era algo que no ocurría a menudo. No parecía de esa clase de hombres. En ese momento sonó el móvil de mi padre, que se levantó y se disculpó. Miré por encima del hombro cómo se retiraba y me volví hacia Victor.

—¿Qué coño te pasa?

—¿A qué te refieres? —me preguntó, empujando la mesa para apoyar el tobillo sobre la rodilla. Era una actitud totalmente casual, como si estuviéramos a punto de hacer un comentario sobre el clima.

—¿Por qué has aceptado?

—¿Por qué he aceptado hacer mi trabajo? —preguntó; parecía divertido—. Vamos a ver… Por un lado me gusta, y luego está la parte de que estudié en la facultad de Derecho durante varios años, y, bueno, sí, lo más importante: me pagan por hacerlo.

Si no lo conociera, o no lo conociera tanto como creía, me habría sentido irritada.

—¿Le has dicho a mi padre algo sobre nosotros?

—¿Nosotros?

—Sí, nosotros. Ya sabes… —repetí, mirándolo fijamente.

—No hay un nosotros, Nicole. No lo ha habido nunca. Éramos amigos, tuvimos sexo, pero eso fue todo. Pensaba que había quedado claro.

No había acritud en su tono ni en las palabras que usaba. Lo dijo con dulzura, como si estuviera hablando con un niño o tratando de calmar a una ex después de una ruptura. Evidentemente, yo me encontraba en un estado demasiado sensible y todo me afectaba. Si no hubiera sido así, sus palabras me habrían resbalado, algo que no ocurrió. En realidad, me dolieron un poco. Yo me había largado sin mirar atrás y me había casado. Aunque tampoco era que esperara que le importara. Lo observé durante un rato. No parecía que le hubiera afectado, y, llegados a ese punto, ¿qué más daba?

—Tienes razón —solté una vez que reagrupé mis ideas, sin apartar la vista de él—. Entonces, ¿ahora qué hacemos?

—La cuestión principal es: ¿firmasteis un acuerdo prenupcial?

—Por supuesto.

Mi padre era abogado matrimonialista. ¿De verdad pensaba Victor que me hubiera dejado casarme sin establecer un acuerdo previo? Leyó mis pensamientos de forma correcta, porque asintió.

—Le pediré a Corinne que me lo traiga —anunció, abriendo la carpeta que tenía delante y anotando algo allí antes de levantarse y rodear la mesa.

—Estando aquí te lo explicaré mucho mejor —dijo sentándose a mi lado. Me envolvió el olor de su colonia, e hice lo posible para inhalarlo en pequeñas dosis, respirando de forma rápida y breve al tiempo que me concentraba en los papeles que me había colocado delante.

—¿Nic? —preguntó en voz baja, cerca de mi oreja. El corazón me dio un vuelco.

—¿Sí? —susurré.

—Vas a tener que aprender a respirar cuando estés cerca de mí. Vamos a trabajar mucho tiempo juntos.

Giré la cabeza hacia él, que retrocedió un poco para dejar cierta distancia entre nuestras caras.

—Eres un creído —le dije.

—Eso me han dicho.

—Continuemos —respondí, haciendo lo posible para no poner los ojos en blanco.

Entonces, Victor me dijo cómo sería el proceso y estudiamos juntos cada página. No me interesaba conocer los detalles; sabía que él velaría por mis intereses y que yo no tendría ni que molestarme, pero escuché de todas formas. Se inclinó sobre mí y señaló los puntos donde tenía que firmar, mientras yo me preguntaba cuántas mujeres habían sentido la calidez de su pecho contra el hombro. Cuando terminamos, retrocedió, recogió los papeles y regresó al lugar en el que había estado sentado antes.

—Bueno, ya hemos terminado con esta parte —informó volviendo a acomodarse. Luego sacó una libreta de tamaño folio—. Ahora vamos a repasar todo lo que debo saber. ¿Cuántas casas propias tienes? Y por propias me refiero a cuántas tienen tu nombre en su título de propiedad.

—Dos. Una casa en Calabasas y un apartamento en Nueva York.

—¿Y también son propiedad de Gabriel?

—Sí.

—¿Alguno de los dos se ha mudado de su residencia habitual?

—No.

Dejó de escribir y me miró.

—¿Alguno planea mudarse pronto?

—No lo sé.

Dejó el bolígrafo a un lado y entrelazó los dedos sin dejar de mirarme.

—¿Has discutido algo de esto con Gabriel?

Negué con la cabeza.

—No.

—¿Por qué?

—Porque está en Canadá filmando una película y yo estoy en un plató, trabajando en otra producción.

—¿Todavía te dedicas al diseño de vestuario?

Asentí con una sonrisa al ver que se acordaba. Mi trabajo era lo único que me mantenía cuerda últimamente. En realidad, impedía que me volviera loca desde hacía bastante tiempo. El trabajo y el vino eran lo que hacía que todas las casadas infelices mantuvieran la cordura en todas las partes del mundo.

—Bien. Repasemos la línea temporal. —Deslizó la libreta y el bolígrafo hacia mí—. Quiero que escribas la fecha de tu boda, y cualquier otra que recuerdes y que consideres importante, da igual que sea buena o mala.

Hice lo que me pidió; apunté el día en el que me casé, y más o menos los momentos en los que habían ocurrido otras cosas, aunque no había llevado un diario en el que anotara cada evento de mi vida. Ahora deseé haberlo hecho. Al terminar, le devolví a Victor el boli y el cuaderno.

—¿Te quedaste embarazada? —me preguntó mientras me miraba como si fuera una completa extraña. Asentí.

—Lo perdí en la novena semana.

Movió la cabeza.

—¿Y no lo volviste a intentar?

Noté que el corazón se me encogía en el pecho.

—No —susurré. No lo habíamos intentado, a pesar de que yo lo deseaba. Cuando Gabe empezó a obtener mejores papeles, me regaló una perrita para tenerme contenta, diciendo que debíamos esperar un poco para comenzar una familia. Me había pedido que aguardara hasta el momento en el que pudiera estar presente para ver crecer a sus hijos, y no pude decirle que no—. ¿Por qué es importante? —pregunté después de aclararme la garganta.

—¿Es una de las razones por las que no funcionó tu matrimonio?

—No —aseguré, aunque a menudo me preguntada si las cosas habrían salido mejor entre nosotros si hubiéramos tenido el bebé. ¿Algo habría sido diferente? Sin embargo, me negaba a culpar a nadie por nuestra caída. Nos habíamos casado porque nos amábamos, no por la idea de tener un hijo juntos.

—¿Estás segura? Has tardado en llegar a esa conclusión.

Cerré los ojos y resoplé.

—Lo estoy. ¿Podemos seguir?

Victor hizo una pausa y buscó mis ojos.

—No estoy tratando de ser un capullo. Necesito saber cada detalle para poder enfrentarme a todo. He tenido casos en los que el cónyuge sacó a colación cosas como esta en el juicio y no estaba preparado, así que tengo que cubrir todas las opciones. En un divorcio salen cosas personales. ¿Estás preparada para ello?

Respiré hondo e hice un gesto con la cabeza para que continuara.

—Aquí pone que te casaste en 2010, y que básicamente sabías que todo había terminado a finales de 2013, principios de 2014. ¿Qué ocurrió en ese momento?

Miré de nuevo hacia otro lado, deseando estar en medio del océano que se veía por la ventana y no en la sala de reuniones hablando de esto.

—Ya que no te va a valer lo de «diferencias irreconciliables», ¿puedo decir que no era la misma persona que conocí y con la que me casé?

Sus ojos se quedaron clavados en mi cara durante tanto tiempo que estuve segura de que iba a encontrar las respuestas a todas sus preguntas escritas en mi rostro. Me resultó incapaz mantenerme quieta bajo su escrutinio antes de que por fin se aclarara la garganta e hiciera un gesto con la cabeza. Fue al siguiente punto.

—¿Quieres quedarte con la casa?

—En realidad no, pero quiero fastidiarle, y él adora esa casa.

Se rio entre dientes; era un sonido tan sexy que tuve que contener el suspiro que amenazaba con escapar de mis labios.

—La gente nunca deja de sorprenderme. ¿Quieres vivir tú sola en un casoplón de seis habitaciones que vale ocho millones de dólares solo para fastidiarle?

Me encogí de hombros.

—¿Qué me sugieres que haga?

—Bueno, dado que esa casa de ocho millones trae aparejado el pago de un seguro a la altura, me largaría de allí, pediría más dinero y me compraría una casa más pequeña en un lugar que me encantara.

Por primera vez desde que llegué, sentí que me relajaba un poco. Me recliné y apoyé los codos en la mesa.

—Me gusta la idea. Hagámoslo así.

La sonrisa permaneció en su rostro mientras continuábamos revisando el resto de la lista. Incluso me sorprendió riéndose de lo de Bonnie.

—¿Quieres que tengáis la custodia compartida de la perra?

—Sí. Harlow Edwards acaba de divorciarse y ha compartido con su ex la custodia del perro.

Victor cerró los ojos y sacudió la cabeza.

—Debería cobrar una bonificación extra por las peticiones ridículas.

—Ya, bueno, estoy segura de que eso se puede arreglar —dije. «¡Mierda!». No quería que mi voz sonara así, ronca y llena de deseo, pero fue como me salió.

Sus ojos ardieron al mirarme. Sentí que estaba desmoronándome, que existía algo casi tangible entre nosotros, algo que consiguió que, de repente, hiciera demasiado calor, y deseé con desesperación ponerme en pie, subirme el vestido y montarme en su regazo allí mismo. Gruñí ante la idea.

Observé cómo se le movía la nuez al tragar saliva.

—Vamos a tener que poner punto final a la reunión y retomarla otro día.

Parpadeé al tiempo que me alejaba de él, tragándome todas las guarradas que quería decirle. ¿Qué coño me pasaba? Estaba allí para divorciarme. No importaba que hubiéramos estado viviendo separados en aquella infame casa de ocho millones de dólares durante un año y medio. No me importaba que él se hubiera estado follando a la mitad de Hollywood mientras seguía tratándome como si tal cosa, momentos en los que yo me quedaba en casa o disfrutaba de noches tranquilas con amigos. «Yo». La que había sido una chica salvaje que nunca se había quedado en casa mientras que él, el que antes era el buen chico de pueblo, salía y perdía la cabeza. Con independencia de los dieciocho meses de dolor y desilusión que había sufrido, no era apropiado que deseara a Victor.

Se levantó él primero, y yo seguí su ejemplo para andar juntos hacia la puerta. Esperaba que la abriera y saliera de inmediato, pero en cambio dejó la mano en el pomo y se volvió para mirarme. Alcé la cabeza para buscar sus ojos, que estaban muy serios, pero no menos ardientes que antes.

—Lo que fluye entre nosotros —dijo, pronunciando las palabras de forma muy lenta, como si quisiera que entendiera todas y cada una de ellas— se acabó. Nunca ha ocurrido ni ocurrirá. Eres mi clienta y yo soy tu abogado. Hay leyes contra este tipo de cosas, y podría perder mi licencia si me las salto. ¿Lo has entendido?

Tragué saliva y asentí con la cabeza. Mis ojos no vacilaron, aunque el corazón me latía con fuerza.

—Dime «Sí, Victor, lo entiendo».

Hablaba completamente en serio. El problema era que estando tan cerca de él, si me movía solo un poquito más, podría inclinarme y besarlo. Su olor era embriagador. Sus labios siempre habían sido muy suaves, como si estuvieran hechos para besar. ¡Maldito fuera! No iba a dejar que se saliera con la suya haciéndome sentir de esa manera, ¡como si fuera la única afectada por lo nuestro! Solté una risa.

—Lo entiendo, y lamento decírtelo, pero no busco nada contigo. Ya lo tuve, y no pienso tropezar dos veces con la misma piedra.

—Me encantaría ver cómo es esa piedra —se burló.

—Ya te la enseñaré en algún momento; tiene un mensaje que pone «Me gustó más con otros».

Curvó los labios lentamente en una sonrisa de oreja a oreja.

—Estoy seguro de que la palabra «más» está en ella, pero dudo que sea eso lo que dice el mensaje. Si no, ¿por qué me volviste a buscar y me llamaste cuando te emborrachabas con tus amigas?

Abrí mucho los ojos y di un paso atrás.

—No hice eso.

—Sí, y también me enviaste mensajes de texto muy picantes. De hecho, los tengo guardados.

Lo miré boquiabierta.

—¿Por qué ibas a hacer eso…? Es decir, incluso aunque te los hubiera enviado, algo que estoy segura de que no hice…, ¿por qué querrías guardarlos?

—Eres la hija de mi jefe. Tenía que protegerme, no fuera a ser que decidieras en una de tus borracheras que querías acabar conmigo y decir…, qué sé yo…, que te había violado o alguna locura así. Necesitaba tener pruebas de que eras tú la que me perseguía.

—También tú me has perseguido. ¿O crees que mirarme como si quisieras comerme para cenar no cuenta?

—A menos que tengas pruebas tangibles, no, no cuenta.

Lo miré fijamente.

—Eres un capullo.

—Solo quiero que quede claro que no puede pasar nada entre nosotros, así que no me lances esas miraditas que dicen «Victor, por favor, fóllame» mientras estamos solucionando tu divorcio.

—No he hecho eso, pero vale. Ahora, si me disculpas, está esperándome alguien que podría interesarme de verdad.

Me abrió la puerta y me siguió al pasillo. No me molesté en buscar a mi padre. Solo quería salir de allí. Sabía que, de todas formas, lo vería en la cena del día siguiente, así que seguí avanzando hasta que llegué al vestíbulo, donde Marcus me esperaba con el móvil en la mano. Lo guardó en cuanto me vio.

—Venga, Marcus, vámonos. He acumulado mucha tensión reprimida y tengo que deshacerme de ella —le dije. Miré a Victor por encima del hombro. Estaba observándonos a mí y a Marcus, y, si no lo hubiera conocido como lo hacía, no me habría dado cuenta de la forma en la que entrecerró los ojos, ni de cómo apretó los dientes. Pero lo conocía.

—Estaremos en contacto. Voy a tener que preguntarte muchas otras cosas. Te avisaré cuando sea necesario —me dijo, tendiéndome la mano. Se la estreché—. Espero con interés trabajar para ti.

Sus dedos se tensaron cuando dijo eso, haciendo que el corazón se me desbocara. Tuve varios flashbacks al instante: ambos discutiendo sobre temas insignificantes; rodeando su escritorio y separándole las piernas para poder situarme entre ellas; sus dedos subiendo de forma lenta y tentadora por mi falda, agarrándome el culo cuando se hundía en mi interior; su boca en mi cuello mientras me decía que no gimiera para que no nos pillaran…

«Dios…».

Mentiría si dijera que no había habido momentos, después de que comenzara a salir con Gabe, en que no pensara en él, que me preguntara a quién estaría haciéndole eso Victor. Suspiré al salir del edificio y volví a tropezarme con la multitud de paparazzi. Sabía que la advertencia de Victor era verdad. Cinco años antes, había sido muy claro: «Tengo que concentrarme en mi carrera». Evidentemente, lo había hecho. Y lo había hecho bien. ¿Me había equivocado al preguntarme si le tentaba jugar de nuevo con la atracción que había entre nosotros? Me había rechazado antes. Probablemente haría lo mismo ahora. Por desgracia, mi cuerpo no captaba el mensaje. No pude evitar preguntarme hasta dónde sería capaz de llegar sin romper las reglas.

3

Victor

Una de las ventajas de que tu patio trasero diera a la playa era poder despertarte, levantarte de la cama e ir a pillar olas. Por desgracia, hoy no era uno de esos días. No me sonó el despertador, y me presenté a desayunar en casa de mis padres una hora tarde.

—Tienes un aspecto de mierda —dijo Oliver, mi mejor amigo, desde el otro lado de la mesa. Le enseñé el dedo corazón; no tenía energía ni para hablar.

—¿Qué hiciste anoche? —preguntó Estelle, mi hermana, mientras se servía el tercer zumo de naranja.

—Nada —murmuré.

Me había quedado despierto hasta las cinco de la madrugada investigando a Nicole y a Gabriel Lane. Mis socios solían preguntarme a menudo si era necesario que llevara a cabo investigaciones tan extensas sobre mis clientes, y la respuesta era siempre un rotundo sí. Por lo general, encomendaba la tarea a mi adjunta, Corinne, pero al estar implicada Nicole…, me parecía más personal. Me había dicho a mí mismo que era porque había visto lo mal que trataban a sus cónyuges en los divorcios mis clientes más famosos, y si lo que había oído sobre Gabriel tenía algo de cierto, estaba seguro de que ella me agradecería que estuviera haciéndolo así. Pero había algo más en todo ello. Quizá la tristeza que había leído en sus ojos y una de las poses en esas fotos.

No había visto a Nicole desde antes de su boda, ni tampoco había pensado demasiado en ella después de saber que se iba a casar, pero al volver a verla… había sentido algo. No pensaba engañarme a mí mismo al respecto. Sin embargo, se trataba de trabajo. Solo era un caso más. El problema estribaba en que, aunque mi despacho solía ser mi segundo hogar, ahora me recordaba a ella. No estaba seguro de por qué estaba sucediendo ahora, después de tantos años, pero así era. Y después de leer los abundantes cotilleos que habían aparecido sobre Gabriel, sus fiestas y costumbres en la prensa sensacionalista, no podía entender por qué se había casado con ese tipo. Nicole me había dicho que él había cambiado, y tendría que fiarme de su palabra. Quizá también ella había cambiado. Quizá ya no era la Nicole divertida que yo conocía; la chica de la sonrisa pícara y la ironía mordaz que hacía que quisiera empezar a pensar en sentar la cabeza…, aunque no lo suficiente. Al menos entonces. Ni tampoco ahora. Mientras todos mis amigos se habían casado, yo me había concentrado en mi carrera. Lo cierto del asunto era que no había encontrado a una chica que me interesara lo suficiente como para cambiar mis objetivos.

—Venga, te pondré más tortitas —se ofreció mi madre, arrancándome de mis pensamientos al alargar el brazo para coger mi plato. La detuve antes de que lo hiciera.

—Gracias, mamá. Sin embargo, puedo servirme solo.