Cosas pequeñas como esas - Claire Keegan - E-Book

Cosas pequeñas como esas E-Book

Claire Keegan

0,0
5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Qué quietud había ahí arriba, pero ¿por qué nunca estaba en paz? El día aún no despuntaba, y Furlong miró hacia el río oscuro y brillante cuya superficie reflejaba partes equivalentes del pueblo iluminado. Eran tantas las cosas que se veían mejor, cuando no estaban tan cerca. No pudo decir cuál prefería; si la vista del pueblo o su reflejo en el agua. Invierno de 1985 en un pequeño pueblo irlandés. Bill Furlong es un hombre amable y un trabajador infatigable, vende carbón y madera. Su única preocupación es que a su esposa y a sus cinco hijas no les falte nada. Lleva una vida tranquila y rutinaria, hasta que un día, mientras entrega un pedido en el convento del pueblo, se involucra en una situación que le devuelve otra imagen de su pasado, dejándolo en medio de una encrucijada definitiva: por un lado, seguir su instinto de autopreservación y mirar hacia abajo, por el otro, actuar con coraje y hacer lo correcto, sin importar las consecuencias. Claire Keegan, una de las voces más potentes de la literatura irlandesa contemporánea, se detiene con perspicacia en esas pequeñas cosas que hacen la diferencia y construye una novela de una delicadeza conmovedora. "En Cosas pequeñas como esas, Claire Keegan crea escenas con asombrosa claridad y lucidez. Esta es la historia de lo que sucedió en Irlanda, contado con simpatía y precisión emocional." Colm Tóibín

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 108

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

COSAS PEQUEÑAS COMO ESAS

Claire Keegan

Qué quietud había ahí arriba, pero ¿por qué nunca estaba en paz? El día aún no despuntaba, y Furlong miró hacia el río oscuro y brillante cuya superficie reflejaba partes equivalentes del pueblo iluminado. Eran tantas las cosas que se veían mejor, cuando no estaban tan cerca. No pudo decir cuál prefería; si la vista del pueblo o su reflejo en el agua.

Invierno de 1985 en un pequeño pueblo irlandés. Bill Furlong es un hombre amable y un trabajador infatigable, vende carbón y madera. Su única preocupación es que a su esposa y a sus cinco hijas no les falte nada. Lleva una vida tranquila y rutinaria, hasta que un día, mientras entrega un pedido en el convento del pueblo, se involucra en una situación que le devuelve otra imagen de su pasado, dejándolo en medio de una encrucijada definitiva: por un lado, seguir su instinto de autopreservación y mirar hacia abajo, por el otro, actuar con coraje y hacer lo correcto, sin importar las consecuencias. Claire Keegan, una de las voces más potentes de la literatura irlandesa contemporánea, se detiene con perspicacia en esas pequeñas cosas que hacen la diferencia y construye una novela de una delicadeza conmovedora.

En Cosas pequeñas como esas, Claire Keegan crea escenas con asombrosa claridad y lucidez. Esta es la historia de lo que sucedió en Irlanda, contado con simpatía y precisión emocional.

Colm Tóibín

Placa conmemorativa ubicada en St. Stephen’s Green Park, Dublín.

Cosas pequeñas como esas

CLAIRE KEEGAN

Traducción de Jorge Fondebrider

Índice

CubiertaSobre este libroPortadaDedicatoriaEpígrafe1234567Nota sobre el textoAgradecimientosSobre la autoraPágina de legalesCréditos

Esta historia está dedicada a las mujeres y niños que padecieron en los hogares para madres e hijos y en las Lavanderías de la Magdalena de Irlanda.

Y a Mary McCay, maestra.

“La República de Irlanda tiene derecho a la lealtad de todos los irlandeses e irlandesas, y por la presente, la reclama. La República garantiza la libertad religiosa y civil, la igualdad de derechos y la igualdad de oportunidades para todos sus ciudadanos, y declara su determinación de buscar la felicidad y la prosperidad de toda la nación y de todas sus partes, valorando a todos los niños de la nación por igual”.

DEL ACTA DE PROCLAMACIÓN DE LA REPÚBLICADE IRLANDA, 1916

1

En octubre hubo árboles amarillos. Después, se atrasó la hora de los relojes y los prolongados vientos de noviembre llegaron, soplaron y desnudaron los árboles. En el pueblo de New Ross, de las chimeneas salía humo que se disipaba y desvanecía en extensos hilos desmelenados antes de dispersarse por los muelles, y pronto el río Barrow, oscuro como cerveza negra, creció con la lluvia.

La mayoría de la gente soportaba tristemente el clima: tenderos y comerciantes, hombres y mujeres en la oficina de correos y en la cola de los desempleados, en el mercado de hacienda, la cafetería y el supermercado, en el bingo, los pubs y en el negocio que vendía pescado y papas fritas comentaban, a su manera, sobre el frío y la lluvia que había caído, preguntando si ese clima inusual no era un mal presagio porque, ¿quién iba a creer que, de nuevo, ese era apenas otro día de frío glacial? Los niños se subían las capuchas antes de dirigirse a la escuela, mientras que sus madres, ya muy acostumbradas a agachar la cabeza y a correr hacia el tendedero, o casi sin atreverse a colgar nada, tenían poca fe en que, antes de la noche, se les secara siquiera una camisa. Y luego llegaban las noches y las heladas volvieron a imponerse, y por debajo de las puertas se deslizaban cuchillas de frío y les cortaban las rodillas a los que todavía se arrodillaban para rezar el rosario.

Bill Furlong, quien manejaba el depósito de carbón y madera, se frotó las manos, diciendo que si las cosas seguían así, iban a necesitar un nuevo juego de neumáticos para el camión.

–Está en el camino todo el tiempo –dijo–. Pronto vamos a estar en llanta.

Y era verdad: apenas salía un cliente del patio, llegaba otro, pisándole los talones, o sonaba el teléfono, y casi todos decían que querían la entrega de inmediato o pronto, que la próxima semana ya no serviría.

Furlong vendía carbón, turba, antracita, carbonilla y troncos. Se los encargaban de a cien kilos, de a cincuenta, o por tonelada o camionada. También vendía fardos de briquetas, leña y garrafas. El del carbón era un trabajo muy sucio y, en invierno, había que recogerlo mensualmente en los muelles. Dos días enteros les tomaba a los hombres recogerlo, transportarlo, clasificarlo y pesarlo en el depósito. Mientras tanto, los marineros polacos y rusos eran una novedad, yendo por el pueblo con sus gorros de piel y sus abrigos largos y abotonados, sin decir apenas una palabra en inglés.

En épocas ocupadas como esa, Furlong hacía personalmente la mayoría de las entregas, dejando que los trabajadores empaquetaran los otros pedidos y cortaran y dividieran las cargas de árboles talados que traían los granjeros. Por las mañanas, se podía escuchar las sierras y las palas trabajando duro, pero cuando sonaba la campana del Ángelus, al mediodía, los hombres dejaban las herramientas, se lavaban las manos y se iban a Kehoe’s, donde los viernes les servían almuerzos calientes, con sopa, pescado y papas fritas.

–Coman hasta saciarse –le gustaba decir a Mrs. Kehoe, de pie detrás del nuevo bufé de su cantina, cortando la carne y sirviendo las verduras y el puré con grandes cucharas de metal.

Con gusto, los hombres se sentaban para deshelarse y comer hasta saciarse, antes de fumar y volver a salir al frío otra vez.

2

Furlong había venido de la nada. De menos que la nada, diría alguno. Su madre, a los dieciséis años, había quedado embarazada, cuando trabajaba como empleada doméstica para Mrs. Wilson, la viuda protestante que vivía en una casona a unos pocos kilómetros del pueblo. Cuando se supo el problema de su madre, y la familia dejó en claro que ya no tendrían más que ver con ella, Mrs. Wilson, en lugar de despedirla, le dijo que debía quedarse y seguir trabajando. La mañana en que Furlong iba a nacer, fue ella quien la llevó al hospital, y la que los trajo de vuelta a la casa. Fue el primero de abril de 1946, y por eso alguno dijo que el chico resultaría un tonto.1

La mayor parte de su infancia Furlong la pasó en un moisés en la cocina de los Wilson y luego lo engancharon con arneses en el gran cochecito, junto al aparador, para que no alcanzara las altas jarras azules. Sus primeros recuerdos eran de platos, de una estufa negra –¡caliente! ¡caliente!– y de un piso brillante de baldosas cuadradas hecho de dos colores sobre el que gateó y caminó, y luego supo que se parecía a un tablero de damas, cuyas piezas saltaban unas sobre otras o eran comidas.

A medida que iba creciendo, Mrs. Wilson, que no tenía hijos propios, se fue haciendo cargo de él, le asignó pequeñas tareas y lo ayudó a aprender a leer. Ella tenía una pequeña biblioteca y no parecía preocuparse mucho por los juicios que otros emitieran, porque vivía su propia vida con moderación, manteniéndose con la pensión que recibía por la muerte de su marido en la guerra, y con los ingresos que le daban los pequeños rebaños de sus bien cuidadas vacas Hereford y de sus ovejas Cheviot. Ned, el peón, también vivía ahí, y rara vez había mucha fricción en el lugar o con los vecinos, ya que la tierra estaba bien vallada y administrada, y no se debía dinero. Tampoco había demasiada tensión a propósito de las creencias religiosas que, de ambos lados, eran tibias; los domingos, Mrs. Wilson simplemente se cambiaba el vestido y los zapatos, se sujetaba el sombrero bueno en la cabeza y Ned la conducía hasta la iglesia en el Ford, que luego conducía un poco más allá, con madre e hijo, hasta la capilla; y cuando regresaban a la casa, tanto los libros de oraciones como la Biblia se dejaban junto al perchero hasta el próximo domingo o el siguiente día festivo.

En la escuela, se habían burlado de Furlong y lo habían apodado con nombres desagradables; una vez, había vuelto a casa con la parte de atrás de su abrigo cubierta de saliva, pero su vínculo con la casona le había dado cierta libertad y protección. Por un par de años, continuó sus estudios en la escuela industrial antes de terminar en el depósito de carbón, haciendo prácticamente el mismo trabajo que otros hombres ahora hacían bajo sus órdenes y había ido progresando. Tenía cabeza para los negocios, era conocido por su buen trato y se podía confiar en él, ya que había desarrollado buenos hábitos protestantes; era dado a levantarse temprano y no le gustaba la bebida.

Ahora, vivía en el pueblo con Eileen, su esposa, y sus cinco hijas. Había conocido a Eileen cuando ella trabajaba en la oficina de Graves & Co. y la había cortejado de la manera habitual, llevándola al cine y, por las tardes, dando largos paseos por la costanera. Se sintió atraído por su cabello brillante y negro, por sus ojos color pizarra, su mente práctica y ágil. Cuando se comprometieron, Mrs. Wilson le dio a Furlong algunos miles de libras para que comenzara. Algunos decían que le había dado el dinero porque el que lo había engendrado era uno de los suyos (si no, no lo habrían bautizado William).2

Pero Furlong nunca pudo descubrir quién había sido su padre. Su madre había muerto repentinamente, desplomándose un día sobre los adoquines, mientras llevaba a la casa una carretilla con manzanas silvestres para hacer gelatina. Un derrame cerebral fue lo que dijeron los doctores más tarde. Furlong tenía doce años en ese entonces. Años después, cuando fue al registro civil a buscar una copia de su partida de nacimiento, lo único que decía en el espacio donde debería haber estado el nombre de su padre era “desconocido”. La boca del empleado que se la entregó por encima del mostrador se torció en una fea sonrisa.

Ahora, Furlong no estaba dispuesto a quedarse en el pasado; su atención estaba centrada en atender a sus hijas que tenían el cabello negro como Eileen y la tez blanca. En la escuela, ya se mostraban prometedoras. Kathleen, la mayor, los sábados iba con él a la pequeña oficina prefabricada y, por un poco de dinero, lo ayudaba con la contabilidad, clasificaba lo que se había acumulado durante la semana y llevaba la cuenta de la mayoría de las cosas. Joan también tenía una buena cabeza sobre los hombros, y felicitados y muy bien en sus cuadernos, y además recientemente se había unido al coro. Ambas ahora cursaban la secundaria, en St. Margaret’s.

Sheila, la hija del medio, y Grace, la penúltima, que habían nacido con once meses de diferencia, podían recitar las tablas de multiplicar de memoria y nombrar los condados y los ríos de Irlanda, cuyos contornos a veces dibujaban y pintaban con marcadores en la mesa de cocina. También ellas se inclinaban por la música y tomaban lecciones de acordeón en el convento los martes, después de la escuela.

Loretta, la menor de todas, era tímida con la gente, pero ya estaba leyendo a Enid Blyton y había ganado un premio Texaco por su dibujo de una gallina azul y gorda patinando sobre un estanque helado.

A veces, Furlong, al ver que las niñas hacían las pequeñas cosas que debían hacerse –una reverencia en la capilla o agradecer al comerciante por el cambio–, sentía una alegría profunda y privada de que fueran sus hijas.

–Qué suerte tenemos –le comentó a Eileen una noche en la cama–. Hay tantos que son pobres.

–Sí, claro.

–No es que tengamos mucho –dijo–. Pero, aun así.

La mano de Eileen apartó lentamente un pliegue de la colcha.

–¿Pasó algo?

Le tomó un momento contestar.

–El chico de Mick Sinnott volvió a salir hoy al camino, a buscar maderitas.

–Supongo que te habrás detenido.

–Llovía a cántaros. Me detuve, le ofrecí llevarlo y le di el poco cambio que tenía en el bolsillo.

–Sí, claro.

–No vayas a pensar que le di un billete de cien libras.

–¿Sabes que hay quienes se buscan los problemas solos?

–Seguramente, no es el caso del chico.

–El martes, Sinnott estaba achispado en el teléfono público.

–Pobre hombre –dijo Furlong–, sea lo que sea que le pase.

–La bebida es lo que le pasa. Si tuviera algún respeto por sus hijos, no andaría así. Tendría que enderezarse.

–En una de esas, no puede.

–Supongo –dijo y se estiró y apagó la luz–. Siempre hay alguien a quien le toca sacar la paja corta.