Cristo y la cultura - Donald Carson - E-Book

Cristo y la cultura E-Book

Donald Carson

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Beschreibung

Llamados a vivir en el mundo, pero a no ser de él, los cristianos deben mantener un equilibrio que se vuelve más precario cuanto más se aleja nuestra cultura de sus raíces judeocristianas. ¿Cómo deben interactuar los miembros de la Iglesia con semejante cultura, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que nos hemos involucrado en ella la mayoría? D. A. Carson aplica su toque maestro a este problema. Comienza analizando la tipología clásica de H. Richard Nieburh, con sus cinco opciones Cristo-cultura. El autor propone que estas opciones distintas son en realidad una visión todavía más grande. Usando la propia línea argumental de la Biblia y las categorías de la teología bíblica, expone con claridad esa visión unificadora. Carson admite la utilidad de los patrones de Niebuhr, pero advierte que no debemos otorgarles una fuerza canónica. "Cristo y la cultura" no es una mera obra teórica; está pensada para ayudar a los cristianos a desenmarañar los debates modernos que supone vivir en el mundo. Carson subraya que la relación entre Cristo y la cultura no está limitada a un paradigma cultural de lo uno o lo otro, Cristo contra la cultura o Cristo, transformador de la cultura. En su lugar, Carson ofrece su propio paradigma, en el que todas las categorías de teología bíblica deben tenerse en cuenta al mismo tiempo para que formen la cosmovisión cristiana. Aunque hay muchos otros libros sobre la cultura que interactúan con Niebuhr, ninguno de ellos adopta el enfoque bíblico-teológico de este. "Cristo y la cultura" es un tour de force innovador y desafiante.

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Dedico este libro,

con gratitud, a Scott y a Cathy.

Índice

Prólogo a la serie

Prefacio

1. Cómo pensar en la cultura: Recordar a Niebuhr

2. Niebuhr, revisado: El impacto de la teología bíblica

3. Refinar la cultura y redefinir el posmodernismo

4. El secularismo, la democracia, la libertad y el poder

5. La Iglesia y el Estado

6. Sobre programas discutibles, utopías frustradas y tensiones permanentes

Iglesias y entidades colaboradoras en la publicación de esta serie

Prólogo a la serie

Un sermón hay que prepararlo con la Biblia en una mano y el periódico en la otra.

Esta frase, atribuida al teólogo suizo Karl Barth, describe muy gráficamente una condición importante para la proclamación del mensaje cristiano: nuestra comunicación ha de ser relevante. Ya sea desde el púlpito o en la conversación personal hemos de buscar llegar al auditorio, conectar con la persona que tenemos delante. Sin duda, la Palabra de Dios tiene poder en sí misma (Hebreos 4:12) y el Espíritu Santo es el que produce convicción de pecado (Juan 16:8), pero ello no nos exime de nuestra responsabilidad que es transmitir el mensaje de Cristo de la forma más adecuada según el momento, el lugar y las circunstancias.

John Stott, predicador y teólogo inglés, describe esta misma necesidad con el concepto de la doble escucha. En su libro El Cristiano contemporáneodice:Somos llamados a la difícil e incluso dolorosa tarea de la doble escucha. Es decir, hemos de escuchar con cuidado (aunque por supuesto con grados distintos de respeto) tanto a la antigua Palabra como al mundo moderno. (…). Es mi convicción firme que solo en la medida en que sepamos desarrollar esta doble escucha podremos evitar los errores contrapuestos de la falta de fidelidad a la Palabra o la irrelevancia.

La necesidad de la “doble escucha” no es, por tanto, un asunto menor. De hecho tiene una clara base bíblica. Podríamos citar numerosos ejemplos, desde el relevante mensaje de los profetas en el Antiguo Testamento -siempre encarnado en la vida real- hasta nuestro gran modelo el Señor Jesús, maestro supremo en llegar al fondo del corazón humano. Jesús podía responder a los problemas, las preguntas y las necesidades de la gente porque antes sabía lo que había en su interior. Por supuesto, nosotros no poseemos este grado divino de discernimiento, pero somos llamados a imitarle en el principio de fondo: cuanto más conozcamos a nuestro interlocutor, más relevante será la comunicación de nuestro mensaje.

La predicación del apóstol Pablo en el Areópago (Hechos 17) constituye en este sentido un ejemplo formidable de relevancia cultural y de interacción con “la plaza pública”. Su discurso no es solo una obra maestra de evangelización a un auditorio culto, sino que refleja esta preocupación por llegar a los oyentes de la forma más adecuada posible. Esta es precisamente la razón por la que esta serie lleva por nombre Ágora, en alusión a la plaza pública de Atenas donde Pablo nos legó un modelo y un reto a la vez.

¿Cómo podemos ser relevantes hoy? El modelo de Pablo en el ágora revela dos actitudes que fueron una constante en su ministerio: la disposición a conocer y a escuchar. Desde un punto de vista humano (aparte del papel indispensable del E. S.), estas dos cualidades jugaron un papel clave en los éxitos misioneros del apóstol. ¿Por qué? Hay una forma de identificación con el mundo que es buena y necesaria por cuanto nos permite tender puentes. El mismo Pablo lo expresa de forma inequívoca precisamente en un contexto de testimonio y predicación: A todos me he hecho todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del Evangelio (1 Corintios 9:22-23). Es una identificación que busca ahondar en el mundo del otro, conocer qué piensa y por qué, cómo ha llegado hasta aquí tanto en lo personal (su biografía) como en lo cultural (su cosmovisión). Pablo era un profundo conocedor de los valores, las creencias, los ídolos, la historia, la literatura, en una palabra, la cultura de los atenienses. Sabía cómo pensaban y sentían, entendía su forma de ser (Romanos 12:2). Tal conocimiento le permitía evitar la dimensión negativa de la identificación como es el conformarse (amoldarse), el hacerse como ellos (en palabras de Jesús, Mateo 6:8); pero a la vez tender puentes de contacto con aquel auditorio tan intelectual como pagano.

Un análisis cuidadoso del discurso en el Areópago nos muestra cómo Pablo practica la “doble escucha” de forma admirable en cuatro aspectos. Son pasos progresivos e interdependientes: habla su lenguaje, vence sus prejuicios, atrae su atención y tiende puentes de diálogo. Luego, una vez ha logrado encontrar un terreno común, les confronta con la luz del Evangelio con tanta claridad como antes se ha referido a sus poetas y a sus creencias. Finalmente provoca una reacción, ya sea positiva o de rechazo, reacción que es respuesta natural a una predicación relevante.

Pablo era, además, un buen escuchador como se desprende de su intensa actividad apologética en Corinto (Hechos 18:4) o en Éfeso (Hechos 19:8-9). Para “discutir” y “persuadir” se requiere saber escuchar. La escucha es una capacidad profundamente humana. De hecho es el rasgo distintivo que diferencia al ser humano de los animales en la comunicación. Un animal puede oír, pero no escuchar; puede comunicarse a través de sonidos más o menos elaborados, pero no tiene la reflexión que requiere la escucha. El escuchar nos hace humanos, genuinamente humanos, porque potencia lo más singular en la comunicación entre las personas. Por ello hablamos de la “doble escucha” como una actitud imprescindible en una presentación relevante del Evangelio.

Así pues, la lectura de la Palabra de Dios debe ir acompañada de una lectura atenta de la realidad en el mundo con los ojos de Dios. Esta doble lectura (escucha) no es un lujo ni un pasatiempo reservado a unos pocos intelectuales. Es el deber de todo creyente que se toma en serio la exhortación de ser sal y luz en este mundo corrompido y que anda a tientas en medio de mucha oscuridad. La lectura de la realidad, sin embargo, no se logra solo por la simple observación, sino también con la reflexión de textos elaborados por autores expertos. Por ello y para ello se ha ideado esta serie. Los diferentes volúmenes de Ágora van destinados a toda la iglesia, empezando por sus líderes. Con esta serie de libros queremos conocer nuestra cultura, escucharla y entenderla, reconocer, celebrar y potenciar los puntos que tenemos en común a fin de que el Evangelio ilumine las zonas oscuras, alejadas de la luz de Cristo.

Es mi deseo y mi oración que el esfuerzo de Editorial Andamio con este proyecto se vea correspondido por una amplia acogida y, sobre todo, un profundo provecho de parte del pueblo evangélico de habla hispana. Estamos convencidos de que la Palabra antigua sigue siendo vigente para el mundo moderno. Ágora es una excelente ayuda para testificar con la Biblia en una mano y “el periódico” en la otra.

Pablo Martínez Vila

Prefacio

Fueron cuatro las reflexiones que me indujeron a escribir este libro.

Primero, desde el día de Pentecostés, los cristianos han tenido que plantearse la naturaleza de sus relaciones con otras personas. Los cristianos pronto multiplicaron su número y salvaron una cantidad increíble de barreras raciales y sociales, todo ello para constituir una Iglesia, una comunidad, un cuerpo, que trascendía de las categorías establecidas del imperio, la etnia, el idioma y el estatus social. Incluso dentro de las páginas del Nuevo Testamento, a los cristianos se les dice que consideren que el gobierno es algo ordenado por Dios y que entiendan que al menos un tipo concreto de gobierno es representativo del anticristo. Las primeras disputas que se registran dentro de la Iglesia giraron en parte en torno a diferencias culturales, injusticias perceptibles a la hora de distribuir los servicios destinados a diversos grupos lingüísticos. Más allá de las páginas del Nuevo Testamento, incluso un conocimiento superficial de la historia de la Iglesia revela una increíble variedad de situaciones en las que se han visto inmersos los cristianos: perseguidos y reinando; aislados y dominantes; ignorantes y cultivados; claramente distinguibles de la cultura que les rodeaba y prácticamente indiferenciables de ella; empobrecidos y ricos; con celo evangelístico o desganados en la predicación; reformadores sociales y defensores del statu quo; anhelantes del cielo y deseosos de que no llegase todavía. Todas estas posibilidades polarizadas reflejan el conocimiento cultural de sí mismo que tenía cada grupo humano. Inevitablemente, en la mayoría de las generaciones los cristianos se han planteado cuáles deberían ser sus actitudes. La mía no es más que una voz en esta larga cadena de reflexiones cristianas.

El segundo motivo que me ha impulsado a escribir este libro es tan contemporáneo como universal es la primera razón. Las comunicaciones instantáneas de hoy día suponen que solo con un mínimo esfuerzo los cristianos pueden ser conscientes de los entornos culturales extraordinariamente dispares en los que se encuentran otros cristianos. Sabemos cosas de los cristianos en Sierra Leona, el país más pobre del mundo; también tenemos datos de los cristianos en Hong Kong y en New York City. Observamos cómo la Iglesia se multiplica en Latinoamérica a la vista de todos, y también cómo crece en China, en cierta medida soterradamente. Somos testigos de la notable pérdida de consenso entre los cristianos que viven prácticamente en todos los países de Europa occidental, y vemos cómo el número de cristianos se dispara en Ucrania y en Rumania. Leemos que en Irán arrestan a los cristianos; que en Arabia Saudita los decapitan; que son masacrados por cientos de miles en el sur de Sudán; mientras al mismo tiempo conocemos la opulencia de algunos entornos cristianos en Dallas y en Seúl. En una aldea de Nueva Guinea nos sentamos junto a hermanos y hermanas en Cristo que apenas saben leer, y que con dificultad dan sus primeros pasos en la alfabetización, y no podemos olvidar que sus antepasados fueron cazadores de cabezas; nos sentamos con presidentes de seminarios y universidades cristianas, responsables de administrar con sabiduría muchas decenas de millones de dólares anualmente. En el pasado, resultaba más fácil hablar de la cultura propia de cada uno sin hacer referencia a la cultura de otros, pero en la actualidad los ensayos que tienen una mirada tan concreta parecen obsoletos, o bien se centran tímidamente en una sola cultura, sin tener la pretensión de obtener una visión más amplia. Muchos de los ensayos y libros más reflexivos escritos por cristianos en el pasado, y que pretendían definir la relación entre creyentes que vivían en una cultura más amplia y los incrédulos que les rodeaban, reflejaban la especificidad de la localización cultural del autor. Dietrich Bonhoeffer no sonará como Bill Bright, y la mayoría de la gente razonable admitirá que sus propias experiencias tienen bastante que ver con sus respectivos énfasis teológicos, sobre todo los vinculados con la relación entre los cristianos y quienes no lo son. Si Abraham Kuyper se hubiera criado en el entorno de los campos de exterminio de Camboya,1 uno sospecha que su concepto de la relación entre el cristianismo y la cultura habría sido notablemente distinto. Incluso el amplio análisis cultural de H. Richard Niebuhr, sobre quien hablaré mucho más, aunque repasa la historia para enriquecer el estudio, es meridianamente la postura de un occidental de mediados del siglo XX empapado de la herencia de lo que había sido el protestantismo liberal. Sin embargo, hoy en día tenemos que centrar nuestra atención como nunca antes en la evidente diversidad de la experiencia cristiana. Sospechamos hasta tal punto de análisis elocuentes que parecen ser verdad en un entorno cultural y patentemente irrelevantes en otros, que intentamos realizar solo análisis locales. Pero afirmaré que esta falta de coraje hace que perdamos algo importante, algo trascendente.

El tercer estímulo es el “grupo de aconsejados” (al que algunas instituciones llaman “grupo reducido”, “grupo de capellanía” o “grupo de formación”); por ejemplo, esto es así en la Trinity Evangelical Divinity School, donde Scott Manetsch y yo hemos compartido nuestra responsabilidad durante los últimos años. Este grupo sigue siendo una de las alegrías constantes de mi vida, no solo por el privilegio de trabajar junto a Scott, sino también debido a todas las relaciones que ese grupo ha formado y, en cierto grado, ha conformado. Hace un par de años estudiamos una breve unidad sobre los cristianos y la cultura. Inevitablemente, uno de los puntos de partida del debate fue la obra clásica de Richard Niebuhr. El animado debate de aquella ocasión me impulsó a trabajar más sobre el tema y a plasmar en el papel algunas cosas sobre las que llevaba reflexionando algún tiempo.

Por último, una invitación que recibí de la Faculté libre de théologie évangélique en Vaux-sur-Seine, justo a las afueras de París, para dar algunas conferencias en uno de sus coloquios teológicos, supuso el incentivo para comenzar a convertir mis notas en un libro. Los dos primeros capítulos del mismo los impartí en Vaux. Quiero expresar mi profunda gratitud a Émile Nicole y a los otros miembros del cuerpo docente, y por supuesto a mi viejo amigo Henri Blocher, por la calidez de su bienvenida y la agudeza de su interacción conmigo. Debo añadir que, aunque me educaron en francés y todavía lo hablo con bastante fluidez, llevo tantas décadas viviendo fuera del mundo francoparlante que no me fío de que pueda escribir correctamente en esa lengua. Por consiguiente, estoy profundamente agradecido a Pierre Constant, un exdoctorando en Trinity (con un gran talento), para otorgar a la versión francesa de estos capítulos la elegancia que puedan tener.

A pesar de que Cristo y la cultura, de Niebuhr, tiene más de cincuenta años, resulta difícil pasarlo por alto (al menos, en el mundo de habla inglesa). Su obra, para bien y para mal, ha dado forma a buena parte del debate. Incluso las celebradas distinciones de eruditos anteriores (como la que hizo Weber entre “Iglesia” y “secta”, en la que la Iglesia se establece como parte de la cultura mientras que la secta queda como un elemento contrario a aquella) han llegado hasta muchas personas por medio de esta obra de Niebuhr. Por otra parte, durante los últimos cincuenta años, se han producido ardorosos debates sobre el significado mismo de la “cultura”. Muchos escritores, desencantados por la arrogancia de algunas hipótesis de la Ilustración, las han cuestionado, formulando toda una batería de preguntas nuevas sobre cómo deberían pensar en sí mismos los cristianos (o, por el mismo patrón, cualquier otro grupo religioso) al relacionarse con la cultura que les rodea, cuando ellos mismos son incapaces de eludir formar parte de ella.

Mi propio esfuerzo en este libro comienza resumiendo a Niebuhr, dado que este se ha convertido en un icono al que todo el mundo hace referencia, aunque son pocos los que hoy día le leen en profundidad. Aparte de esta evaluación inicial de Niebuhr en sus propios términos, luego intento establecer los rudimentos de una teología bíblica responsable que todo cristiano querrá reclamar para sí, y comienzo a mostrar cómo estos puntos de inflexión en la historia de la redención deben dar forma al pensamiento cristiano sobre las relaciones entre Cristo y la cultura (caps. 1 y 2). Las estructuras generadas por esta teología bíblica son lo bastante sólidas como para permitir que los numerosos énfasis dentro de la Escritura hallen su propia voz, de modo que hablar de diferentes “modelos” de la relación entre Cristo y la cultura empieza a parecer engañoso. Semejante reflexión requiere un mayor análisis, no solo sobre los debates actuales sobre la “cultura” y el “posmodernismo” (cap. 3), sino también con respecto a algunas de las fuerzas culturales dominantes de nuestros tiempos (cap. 4). Una de las dimensiones de este debate constante es la relación entre Iglesia y Estado (cap. 5). Aquí he esbozado brevemente las diversas posturas culturales asociadas con el concepto de separación entre Iglesia y Estado presentes en Francia y en Estados Unidos, echando un vistazo a otros países, de modo que podamos detectar con mayor claridad los tipos de lentes intelectuales que inevitablemente aplicamos a la lectura de la Escritura, y cómo incluso la aplicación del equilibrio escritural variará ineludiblemente en las diversas culturas. El último capítulo expone una selección de tentaciones perennes a las que se enfrentan los cristianos cuando abordan estos temas. Es un modesto intento de crear una postura estable y flexible que sea inmune a los distintos cantos de sirena.

Ha habido algunas personas que leyeron el manuscrito y me hicieron sugerencias útiles. Estoy en deuda con Mark Dever, Tim Keller, Andy Naselli, Bob Priest, Michael Thate y Sandy Willson. Gracias también a Jim Kinney, de Baker Book House, que me facilitó las galeradas de dos libros todavía inéditos para que pudiera aprovecharlos en mi propia obra. La energía y la atención al detalle de Andy Naselli, habituales en él, se manifestaron claramente en la compilación de los índices. Y por último, vaya mi gratitud al personal de Eerdmans por conseguir de forma segura y eficaz que este libro haya podido imprimirse.

Soli Deo gloria.

D. A. Carson

Trinity Evangelical Divinity School

1.Véase especialmente Don Cormack, Killing Fields, Living Fields (Londres: Monarch, 1997).

Capítulo 1 Cómo pensar en la cultura: Recordar a Niebuhr

Antes de sumergirnos en este tema, lo mejor es que lleguemos a cierto consenso sobre qué queremos decir al hablar de “cultura”.

No hace mucho tiempo, “cultura” hacía referencia normalmente a lo que hoy día se considera “alta cultura”. Por ejemplo, podríamos haber dicho: “¡Tiene una voz tan cultivada!”. Si una persona leía a Shakespeare, Goethe, Gore Vidal, Voltaire y Flaubert, y escuchaba a Bach y a Mozart mientras leía un breve volumen de poesía, degustando un suave Chardonnay, era una persona culta; si leía novelas policiacas baratas, cómics de Astérix y libros de Eric Ambler (o mejor aún, si no leía nada en absoluto), mientras bebía cerveza o una Coca-Cola y escuchaba ska o heavy metal al tiempo que concentraba su atención en la pantalla de la X-Box, donde a gritos se entretenía con el último juego violento a la venta, era una persona inculta. Pero este concepto de “cultura”, tarde o temprano, será cuestionado por aquellos para quienes la “alta” cultura supone un tipo de elitismo, algo intrínsecamente arrogante o condescendiente. Para ellos, el antónimo de “alta cultura” no es “baja cultura”, sino “cultura popular”, expresión que apela claramente a unos valores democráticos. Pero incluso la apelación a la “cultura popular” no resulta muy útil para nuestro propósito, porque solo apela a una parte de la “cultura”: presuntamente, ahí fuera también pululan diversas formas de “cultura impopular”.

Actualmente, “cultura” se ha convertido en un concepto bastante plástico que significa algo así como “el conjunto de valores que en general comparten los miembros de algún subconjunto de la población humana”. No está mal, pero sin duda esta definición podría mejorar estrechándola un poco. Probablemente, la definición básica más importante, que surge de los campos de la historia intelectual y la antropología cultural, sea la de A. L. Kroeber y C. Kluckhohn:

La cultura está compuesta de patrones, explícitos e implícitos, de y para la conducta, adquiridos y transmitidos por símbolos, que constituyen el logro distintivo de grupos humanos, incluyendo su plasmación en artefactos; el núcleo esencial de la cultura consiste en ideas tradicionales (es decir, derivadas y seleccionadas históricamente) y, especialmente, en los valores que las acompañan; por un lado, los sistemas culturales pueden considerarse productos de la acción; por otro, elementos condicionantes de actos futuros.1

Hay otras cuantas definiciones que dicen algo parecido a esto. Una de ellas, concisa y directa, es la definición de una sola línea de Robert Redfield: “conceptos compartidos manifiestos en actos y en artefactos”.2 Otra definición muy citada, que nos ofrece Clifford Geertz, combina la concisión con la claridad: “El concepto de cultura… denota un patrón de significados transmitido históricamente y encarnados en símbolos, un sistema de conceptos heredados expresados de forma simbólica por medio de los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento sobre la vida y sus actitudes hacia ella”.3

Sin duda, los detalles de estas definiciones se pueden debatir y refinar; ciertamente, una minoría significativa de antropólogos y otros se muestran suspicaces frente al concepto general de la cultura.4 La razón primaria tiene que ver con la confusión sobre lo que significa “cultura” y lo que significa “metanarrativa”. Los críticos nos ofrecen dos argumentos dominantes. Primero, insisten ellos, debemos rechazar sin más la pretensión de que es posible una metanarrativa: no existe una amplia historia explicativa que encuentre sentido a todas las pequeñas historias. Y si rechazamos el concepto de metanarrativa, no podemos seguir hablando de la cultura, dado que esta se encuentra vinculada con hipótesis universales o incluso trascendentales. Segundo, todos estos debates presuponen que nosotros, que hablamos de la cultura, nos hallamos fuera de ella, lo cual es imposible. Por ejemplo, todo debate entre Cristo (y, por tanto, el cristianismo) y la cultura es incoherente, dado que todas las formas de cristianismo se encuentran inherente e ineludiblemente insertas en una expresión cultural. ¿Cómo puede haber un diálogo cuando solo hay un interlocutor?

En el tercer capítulo intentaré abordar algunos de estos retos. Este no es (aún) el lugar donde sondear este asunto con detalle. Por el momento, basta con señalar que el uso que hago de “cultura” encajará cómodamente en el ámbito de las definiciones que ya he proporcionado, en concreto en la contribución de Geertz. Estas definiciones presuponen que existen muchas culturas, y no tienen la pretensión de asignar un valor trascendental a ninguna de ellas.5 No es posible negar razonablemente que todas las ejemplificaciones de la fe, cristiana o no, se expresan necesariamente dentro de formas que son culturales. Aún tenemos que dilucidar qué supone esto para el diálogo.

Lo cual me lleva al meollo del tema que deseo abordar.

El desafío contemporáneo

Con el paso del antiguo pacto al nuevo, el eje del pueblo del pacto pasó de la nación del pacto al pueblo internacional del pacto. Esto planteó inevitablemente preguntas sobre las relaciones que mantendrían estos pueblos con quienes les rodeaban y que no formaban parte del nuevo pacto. En términos políticos, los cristianos tuvieron que plantearse la relación entre la Iglesia y el Estado, entre el reino de Dios y el Imperio Romano. Las distintas circunstancias exigieron que las respuestas fueran también dispares: comparemos, por ejemplo, Romanos 13 y Apocalipsis 19. Pero los problemas a los que se enfrentaba la Iglesia por ser una comunidad internacional que exigía una lealtad última a un reino que no es de este mundo fueron mucho más que gubernamentales. También tuvieron que ver con si los cristianos debían participar de costumbres que se esperaban de ellos en su cultura, siempre que esas costumbres tuvieran connotaciones religiosas (p. ej. 1 Corintios 8), se relacionasen con formas de gobierno (p. ej. Mateo 20:20-28), con toda una batería de expectativas relacionales (p. ej. la epístola a Filemón; 1 Pedro 2:13–3:16), el reto que suponía la persecución (p. ej. Mateo 5:10-12; Juan 15:18–16:4; Apocalipsis 6), y muchos temas más.

Por supuesto, todas estas dinámicas cambiaron debido a la decisión de Constantino, pero esto no quiere decir que desde principios del siglo IV se resolvieran todas las tensiones y se acallasen los debates. Obviamente, el reto de cómo responder a la persecución oficial perdió relevancia en el imperio tras la subida al poder de Constantino, pero tuvo que dilucidar otras preguntas. Por ejemplo, la teoría de la guerra justa, expresada en su forma pagana por Cicerón, adoptó formas distintivamente cristianas una vez los creyentes se enfrentaron a las responsabilidades crecientes del liderazgo político.6 “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”, había dicho el Maestro (Marcos 12:17), y era improbable que las consecuencias de esa afirmación, dentro del contexto de los documentos del Nuevo Testamento como un todo, llegase a una resolución estable en el lapso de una o dos generaciones. Solo en el terreno de la política, los cristianos escribieron numerosos tratados mientras intentaban establecer las relaciones idóneas entre Cristo y la cultura.7

Sin embargo, no tengo intención de estudiar la historia de estos debates, excepto para comentar de pasada que nunca debemos caer en la trampa de suponer que somos la primera generación de cristianos que piensa en estas cosas. Quiero centrarme en cómo deberíamos plantear las relaciones entre Cristo y la cultura ahora, a principios del siglo XXI. Por supuesto, disponemos de los mismos textos bíblicos que indujeron a reflexionar a las primeras generaciones de cristianos, pero nuestras reflexiones quedan conformadas por seis factores únicos:

1. Sobre todo dentro del mundo anglosajón, el tratamiento de estos asuntos no puede pasar por alto el análisis programático de H. Richard Niebuhr. Volveremos con él dentro de poco.

2. Vivimos en una época en la que diversas voces reclaman el derecho de citar cuáles deberían ser las relaciones entre Cristo y la cultura.

3. Debido a la tecnología moderna de la comunicación y a los patrones de la inmigración, que han convertido a gran número de megalópolis repartidas por el mundo en centros extraordinarios de la multiculturalidad, se producen muchos debates sobre lo que es “cultural” y lo que es “multicultural”.

4. Esto, a su vez, ha precipitado los debates sobre los méritos relativos de una cultura respecto a otra o, dicho de otra manera, sobre si alguien tiene derecho a afirmar la superioridad de una cultura sobre otra. Por supuesto, esto a su vez alimenta los debates sobre las afirmaciones religiosas, debido a que también las religiones, según la definición de “cultura” que hemos dado, son necesariamente formas de expresión cultural. ¿Qué confiere a una religión, cualquier religión, el derecho a reclamar su propia superioridad o incluso su singularidad?

5. En buena parte del mundo occidental, aunque en términos generales no en otros puntos, el cristianismo confesional está en franca decadencia. Esto significa que el statu quo heredado en la mayoría de países occidentales no puede permanecer incuestionable. Nos vemos obligados a pensar, una vez más, en cuál debería ser la relación entre Cristo y la cultura.

6. La historia real de las tensiones entre la Iglesia y el Estado varía enormemente de una nación a otra dentro del mundo occidental y fuera de él, dificultando la labor de hacer generalizaciones (o incluso de analizar ejemplos) sin introducir numerosas excepciones. Por ejemplo, en Estados Unidos el ya proverbial “muro divisorio” entre Iglesia y Estado influye en todos los debates, pero aunque en el Reino Unido existen libertades similares, no hay un muro parecido. En Francia, la “laïcité française” es, en parte, una función de un anticlericalismo histórico profundamente arraigado que hasta hace muy poco tiempo no encuentra ningún paralelo en, por ejemplo, los países escandinavos o Estados Unidos.

Más adelante estudiaremos la mayoría de estas ideas, pero vale la pena ampliar algunas de ellas ahora, para clarificar así los retos a los que nos enfrentamos. No debemos pasar por alto la gran diversidad de las voces que forman este desafío. En buena parte del mundo occidental, a pesar del hecho de que el cristianismo era una de las fuerzas que dio forma a aquello en lo que se convirtió Occidente (junto con la Ilustración y toda una hueste de poderes dominantes), la cultura no solo se está distanciando del cristianismo, sino que es frecuente que se muestre abiertamente hostil a él. El cristianismo se tolera siempre que sea un asunto totalmente privado: la creencia cristiana que se cuela en el foro público suele considerarse, con la mayor frecuencia y sin examinarla, como evidencia prima facie de fanatismo y de intolerancia. En la mayor parte del mundo occidental, esta burlona condescendencia se ha vuelto dominante en muchos órganos públicos solo durante el último cuarto de siglo aproximadamente; aunque, como es evidente, progresó con mucha más velocidad, y llegó más lejos y más rápido, en países profundamente anticlericales como Francia, y en países notablemente seculares como Australia, y no en países que otrora tuvieron una Iglesia nacional sólida, como Inglaterra, o un destacable “cinturón bíblico” [N. del T. Expresión creada por el periodista estadounidense H. L. Mencken en 1924, que indica una zona geográfica donde la población otorga un énfasis especial a la Biblia como norma de conducta individual y social] como Estados Unidos. Incluso en estos dos últimos casos, la potencia del ataque depende tanto de la geografía como del estrato social: es intensa en el norte de Inglaterra, el noroeste del Pacífico y en Nueva Inglaterra de Estados Unidos, así como en segmentos culturales como los medios de comunicación y las instituciones que imparten enseñanza terciaria.

Mientras tanto, en algunos sentidos el mundo se ha vuelto más furiosamente religioso.8 Dentro del mundo occidental, más en Europa que en Norteamérica, esto se manifiesta en el creciente número de musulmanes, una tendencia que tiene trazas de continuar si pensamos que el índice de natalidad de las poblaciones europeas más tradicionales no es lo bastante alto como para mantenerse ni en un solo país europeo. Y, por supuesto, todos los que vivimos en grandes núcleos urbanos interactuamos necesariamente hoy en día con hindús, sijs e incluso animistas, así como con secularistas. Según lo expresa el nuevo eslogan “Nadie deja en paz a nadie más, y nunca volverá a hacerlo”. La multiplicidad de pretensiones religiosas ha venido para quedarse y los gobiernos tendrán que acostumbrarse a ella. Cada vez se vuelve más acuciante la urgencia de reflexionar de nuevo sobre la relación entre Cristo y la cultura.9

Inevitablemente, los cristianos responden de diversas maneras. Unos abogan por una forma u otra de retirada. Algunos quieren obtener mayor acceso a los medios de comunicación. Otros realizan valientes esfuerzos por influir en el gobierno y conseguir que se emita una legislación adecuada. Los hay que, conscientemente o no, desarrollan una mentalidad de dos niveles, uno para los cristianos y las actividades eclesiales, y otro para los encuentros culturales más amplios que dominan la mayor parte del resto de la semana. Incluso se dan los que piensan poco en estos asuntos, queriendo sencillamente seguir adelante con la evangelización y la fundación de nuevas iglesias.

Tanto la creciente hostilidad en Occidente contra el cristianismo como las respuestas que presentan los cristianos sugieren determinadas hipótesis sobre cuál debería ser la relación entre Cristo y la cultura. Lo mismo sucede con las voces oponentes de otras religiones. Por ejemplo, si queremos adaptar el enfoque etiquetador de Niebuhr, a la hostilidad más acerba podríamos llamarla “cultura por encima de Cristo”. Aparte de esto, cuando las voces potentes insisten en que la religión, incluyendo la religión cristiana, debería quedar restringida a un ámbito puramente privado, entonces lo que dicen, claro está, es que Cristo y la cultura pertenecen a esferas separadas: el primero, a la privada, y la segunda, a la pública. Cuando algunas voces cristianas sostienen el modelo de Abraham Kuyper, a quien nos referiremos más adelante, han entrado claramente en el paradigma “Cristo por encima de la cultura” (lo que Niebuhr especifica aún más que es el modelo “conversionista”). Richard Bauckham percibe dos peligros opuestos. Por un lado, algunos cristianos intentan insertar su fe en la cultura y corren el riesgo “de difuminar el cristianismo volviéndolo indistinguible de otras opciones de la cultura occidental”.10 Por otro lado, los hay que se alejan tantísimo de todo contacto que raras veces participan directamente de la cultura, creando para sí mismos una racionalidad alternativa, una postura en gran medida defensiva, que Bauckham identifica con el “fundamentalismo”.11

Incluso cuando no se adopta formalmente una postura teórica, esta suele presuponerse. Cuando las voces firmes que articulan una u otra herencia ofrecen consejos prácticos a los cristianos, se da por hecho invariablemente algún tipo de relación entre Cristo y la cultura. Otra cuestión diferente es si alguien de esa tradición ha reflexionado sistemáticamente sobre esta relación más amplia. Veamos algunos ejemplos: (1) Nancy Pearcey asevera que, cuando se articula y defiende “la verdad total” del evangelio, el cristianismo queda liberado de su cautiverio cultural,12 que en este caso está predominantemente vinculado con las formas estadounidenses del posmodernismo. (2) Stassen y Gushee abogan por una forma de pacifismo del reino.13 (3) Otra obra, un compendio de ensayos que preservan diversos puntos de vista, se preocupa por el impacto de la globalización y por las diversas maneras en las que Estados Unidos gobierna un “imperio”.14 Entre tanto, (4) la “teología de la cultura” de Gorringe es esencialmente un intento de fundamentar en la teología cristiana un socialismo bastante de izquierdas.15

En este momento no estoy criticando ni defendiendo ninguno de estos paradigmas. Me limito a señalar que cada uno de ellos presupone algún tipo de relación entre Cristo y la cultura, a pesar de que no suelen abordar directamente esa cuestión.

Esto nos lleva, entonces, a ese punto en que debemos recordarnos la útil taxonomía de las posibilidades que hizo Niebuhr. Intentaré describir las opciones que él ofrece con toda la precisión que me sea posible. A medida que avancemos intentaré realizar una ligera evaluación, pero buena parte del análisis tendrá que esperar a los dos capítulos siguientes.

H. Richard Niebuhr

Niebuhr nos ofrece cinco opciones, cada una de las cuales comprende un capítulo, y las cinco están envueltas en una dilatada introducción y un “apéndice no científico a modo de conclusión”. Niebuhr escribe que el propósito del libro

es ofrecer respuestas cristianas típicas al problema de Cristo y de la cultura, contribuyendo así al entendimiento mutuo de grupos cristianos divergentes y a menudo enzarzados en un conflicto. Sin embargo, la creencia subyacente en este esfuerzo es la convicción de que Cristo como Señor viviente responde a la pregunta en la totalidad de la historia y de la vida de una manera que trasciende la sabiduría de todos sus intérpretes, pero aun así emplea sus puntos de vista parciales y sus conflictos necesarios.16

Este problema no es nuevo. Los cristianos tuvieron que enfrentarse a él durante los días del Imperio Romano. En determinados aspectos relevantes, el imperio era tolerante: no solo se toleraba la amplia gama de religiones y de culturas, sino que se fomentaba. La insistencia del cristianismo en que solo Jesús es el Señor (a pesar de lo poco políticos que fueron los creyentes al principio de la era cristiana) se despreciaba al mismo tiempo que se la consideraba una amenaza. Hoy sucede lo mismo que entonces: hay fuertes voces que sostienen que “cualquier consideración de las afirmaciones de Cristo y de Dios deberían excluirse de las esferas en las que reinan otros dioses llamados valores” (9).

Si tiene intención de hablar sobre “Cristo y la cultura”, Niebuhr debe proporcionar unas definiciones razonablemente claras tanto de “Cristo” como de “cultura”, de manera que dedica varias páginas a cada uno de estos términos. El autor es plenamente consciente de que todo entendimiento de “Cristo” es, como mucho, parcial; ninguna confesión lo dice todo, captando así la verdad objetiva, la esencia de Jesucristo. A pesar de esto, insiste, “si no podemos decir nada adecuadamente, podemos decir algunas cosas inadecuadamente… Aunque toda descripción es una interpretación, puede ser una interpretación de la realidad objetiva. A Jesucristo, quien es la autoridad cristiana, se le puede describir, si bien toda descripción queda corta frente a la totalidad, y sin duda no conseguirá satisfacer a otros que le han conocido” (14). Por antagónicas o complementarias que puedan ser estas descripciones, a Jesús “nunca se le puede confundir con un Sócrates, un Platón o un Aristóteles, un Gautama, un Confucio o un Mahoma, o ni siquiera con un Amós o un Isaías” (13). Esto allana el camino para que Niebuhr hable de los puntos fuertes y débiles (tal como él los ve) del Cristo liberal, el Jesús existencialista, etc., y concretamente de las diversas virtudes que aprecian los cristianos cuando piensan en Cristo: la fe, la esperanza, la obediencia, la humildad y otras. En resumen, Niebuhr desea ser ampliamente abarcador, aceptando como “Cristo” los diversos retratos de Jesucristo que se encuentran en las variantes dominantes de la cristiandad.

El enfoque de Niebuhr sobre lo que significa “Cristo” en su título Cristo y la cultura nos lleva a dos reflexiones iniciales. Primero, para él, “Cristo” no es infinitamente plástico. No incluye a los arrianos fundamentalistas, por ejemplo, como los Testigos de Jehová, ni tampoco al Jesús mormón. A pesar de ello, la gama de interpretaciones de “Cristo” que acepta Niebuhr es indudablemente demasiado amplia, si queremos limitarnos a las formas de cristianismo confesional que quieren vivir, explícitamente y conscientes de sí mismas, bajo la autoridad de la Escritura. Como resultado, creo que deberíamos descartar del debate determinados elementos de su manera de entender las posibilidades de la relación entre Cristo y la cultura, siempre que estos se encuentren decisivamente conformados por un entendimiento claramente inferior al que la Biblia presenta sobre quién es Cristo. Obviamente, tendré que volver sobre esta idea. Segundo, Niebuhr es plenamente consciente de que todo entendimiento humano es parcial e interpretativo por necesidad; o, usando la categoría contemporánea, todo conocimiento humano está necesariamente localizado en un punto de vista determinado. La finitud humana, por no mencionar su condición caída, respalda esta aseveración. Los posmodernos, en especial los estadounidenses, tienden a dar la impresión de que todos los pensadores que les antecedieron (sin olvidar a esos desagradables modernos) eran víctimas del engaño que dice que el conocimiento humano genuino es absolutista. Para ser franco, esta evaluación del modernismo es, en muchos casos, una caricatura; a pesar de ser modernista, Niebuhr es plenamente consciente de que el conocimiento humano es parcial y se basa en un punto de vista. Sin embargo, elude sabiamente la postura posmoderna extrema que concluye que el conocimiento de lo objetivo es imposible. Tal vez digamos algunas cosas inadecuadamente, incluso si no podemos decir nada adecuadamente, es decir, con el conocimiento de la omnisciencia, desde el punto de vista de una mente omnisciente. A pesar de las calumnias de muchos posmodernos, Niebuhr no es el único moderno consciente de las limitaciones humanas.17

Centrándose en lo que él entiende por “cultura” (29-39), Niebuhr quiere esquivar los debates técnicos de los antropólogos. Él nos dice que la cultura que nos interesa “no es un fenómeno particular, sino el general, aunque ese ámbito general aparezca solo bajo formas particulares y aunque un cristiano occidental no pueda pensar en el problema sino en términos occidentales” (31). Luego escribe:

Lo que tenemos en mente cuando abordamos el tema de Cristo y la cultura es ese proceso total de actividad humana y el resultado total de semejante actividad al que ahora se aplica, en el lenguaje cotidiano, a veces el nombre cultura y a veces el de civilización. La cultura es “el entorno artificial, secundario” que el hombre superpone al natural. Comprende el lenguaje, los hábitos, las ideas, las creencias, las costumbres, la organización social, los artefactos heredados, los procesos técnicos y los valores. Esta “herencia social”, esta “realidad sui generis”, que con frecuencia tuvieron en mente los escritores del Nuevo Testamento cuando hablaban del “mundo”, que se representa de muchas maneras pero a la que los cristianos están tan inevitablemente sujetos como cualquier otra persona, es a lo que nos referimos cuando hablamos de la cultura (31; cursivas de Niebuhr).

Además, aunque Niebuhr se niega a hablar de la “esencia” de la cultura, está dispuesto a describir algunas de sus características principales: es siempre social (es decir, está imbricada en la vida humana dentro de la sociedad); es algo que consiguen los humanos (lo cual presupone un sentido de propósito y un esfuerzo); está relacionada con un mundo de valores que, de forma dominante, se cree que van destinados “al beneficio de la humanidad” (32-35). Una vez más, la cultura en todas sus formas y variedades tiene que ver con “la puesta en práctica temporal y material de los valores” (36). Por lo tanto, dado que la consecución de esos valores se realiza “en un entorno transitorio y perecedero, la actividad cultural tiene casi tanto que ver con la conservación de los valores como con su materialización” (36; cursivas de Niebuhr).

Con la definición que hace Niebuhr de la cultura pasa lo mismo que con su definición de Cristo: antes de que podamos proceder, tenemos que realizar una breve evaluación preliminar. La definición de la cultura que hace Niebuhr abarca “ideas” y “creencias” además de costumbres, organización social, artefactos heredados y demás cosas parecidas. En apariencia, si la cultura comprende ideas, creencias, valores, costumbres y todo lo demás, resulta difícil entender cómo puede eludir la inclusión del cristianismo, en cuyo caso, una vez más, es difícil ver cómo es posible analizar la relación entre Cristo y la cultura cuando, según esta definición, parece que Cristo forma parte de la cultura. Niebuhr sobrevive a este problema restringiendo la cultura al ámbito de “la plasmación temporal y material de los valores”, y al asociar “cultura” con lo que el Nuevo Testamento quiere decir con su uso de “mundo”: es decir, que con “cultura” Niebuhr se refiere a algo así como “la cultura desprovista de Cristo”. Entonces, a medida que progresa el análisis y va desgranando cuál podría ser la relación entre Cristo y la cultura, esa cultura podría, por ejemplo, verse “transformada” por Cristo, de manera que ya no es una “cultura desprovista de Cristo”, sino algo que antes no era: “una cultura transformada por Cristo”. Es palpable la naturaleza resbaladiza de la terminología relativa a la “cultura”.

Evidente es que Niebuhr no habla tanto sobre la relación entre Cristo y la cultura como lo hace sobre las fuentes de autoridad que compiten dentro de ella, a saber, Cristo (tal como se le entienda dentro de los diversos paradigmas de la corriente principal de la cristiandad) y cualquier otra forma de autoridad desprovista de Cristo (aunque Niebuhr piensa principalmente en la autoridad secular o civil, no tanto en la autoridad que reclaman las religiones que compiten con el cristianismo). Si no reconocemos que las polaridades que establece Niebuhr siguen estas líneas, el resto de su elegante análisis se vuelve incoherente. Sin embargo, nuestra tarea consiste en intentar comprender su paradigma quíntuple según sus propios términos antes de repensarlo por nuestra cuenta, de modo que, por el momento, conservaré su uso de la terminología.

(1) Cristo contra la cultura

En el resumen que hace Niebuhr del primer paradigma queda notablemente ilustrado cuál es el significado que Niebuhr atribuye a “Cristo” y a “cultura”, que sigue la línea de las pretensiones que exponen autoridades en conflicto entre sí: “La primera respuesta que abordaremos para la cuestión de Cristo y la cultura es la que afirma intransigentemente la sola autoridad de Cristo sobre el cristiano, y que rechaza resueltamente la exigencia de la cultura de que le prestemos nuestra lealtad a ella” (45). Esta es la postura que hallamos en el libro de Apocalipsis, donde se vuelve incluso más intensa porque los cristianos padecen la amenaza de una persecución. Pero también se plasma con gran fuerza en 1 Juan. A pesar de su profunda elaboración de “la doctrina del amor” (46) (esta es la epístola que declara “Dios es amor”, 1 Juan 4:8, 16), “el interés central del autor… es tanto el señorío de Cristo como el concepto del amor” (46). La fidelidad a este Cristo tiene consecuencias en los entornos doctrinal, moral y social. Además, “la contrapartida de la fidelidad a Cristo y a los hermanos es el rechazo de la sociedad cultural; se traza una línea clara de separación entre la hermandad de los hijos de Dios y el mundo” (46-48).

A pesar de esto, esa postura “Cristo contra la cultura” aún no ha alcanzado su forma más radical, dado que Juan también da por hecho “que Jesucristo ha venido a expiar los pecados del mundo” (49). Tertuliano lo afirma de manera radical: los cristianos constituyen una “tercera raza”, diferente de los judíos y de los gentiles, y están llamados a vivir una forma existencial claramente separada de la cultura. Ciertamente, asegura Niebuhr, Tertuliano

sustituye la ética del amor, positiva y cálida, que caracteriza la primera epístola de Juan por una moralidad en gran medida negativa; la evitación del pecado y la preparación temerosa del día del juicio venidero parecen más importantes que la aceptación agradecida de la gracia de Dios expresada en la entrega de su Hijo (52).

Por lo tanto, inevitablemente, “el rechazo que hace Tertuliano de las exigencias de la cultura es consecuentemente agudo” (52). Y lo peor de la cultura es la religión pagana, sobre todo cuando refleja la idolatría, el politeísmo, las creencias y los ritos falsos, la sensualidad y la comercialización. Pero esta religión toca todo lo que hay en el mundo antiguo, de modo que el cristiano debe abstenerse de la vida política, como también del servicio militar, la filosofía y las artes. Por supuesto, la educación es importante para el creyente, de modo que “aprender literatura es permisible para los creyentes” (55, citando en Sobre la idolatría x), pero no enseñarla, dado que la enseñanza induce al maestro a alabar la literatura, con el resultado de que uno acaba alabando y afirmando “el culto a los ídolos intercalado en ella” (55).

Por supuesto, al adoptar esta postura “Cristo contra la cultura”, Tertuliano no puede ser tan coherente como parece, dado que rechaza la acusación de que los cristianos son “inútiles para los asuntos de esta vida”, porque, como él mismo señala,

viajamos junto a vosotros en el mundo, sin renunciar ni al foro, ni a la carnicería, los baños, los puestos, las posadas, el mercado semanal o cualquier otro lugar de comercio… Navegamos con vosotros y luchamos con vosotros; y, de la misma manera, nos unimos a vosotros en vuestros comercios, e incluso en las diversas artes convertimos en propiedad pública nuestras obras para vuestro beneficio (53, citando Apología xlii).

A pesar de ello, señala Niebuhr, esto “se dice como defensa”, mientras advierte a los creyentes que el consejo de Tertuliano sirve principalmente “para apartarse de numerosas reuniones y ocupaciones” (53).

Niebuhr sigue la pista a este mismo impulso en La regla de san Benito, a través de ciertos grupos menonitas (no menciona a ninguno en concreto, pero en Norteamérica uno piensa de inmediato en los Amish) y de los primeros cuáqueros. Luego, con bastante detalle, nos lleva por las obras tardías de León Tolstói. Pero Niebuhr insiste en que estas son simplemente “ilustraciones del tipo”: uno encuentra grupos parecidos “entre los católicos orientales y occidentales, protestantes ortodoxos y sectarios, milenaristas y místicos, cristianos primitivos, medievales y modernos” (64). No importa si estos grupos comprenden su propia importancia en términos místicos o apocalípticos. El tipo se encuentra de igual manera en los monasterios y en un Kierkegaard luterano. Supongo que hoy en día añadiríamos que esta postura también aparece en Stanley Hauerwas.

Niebuhr considera que esta postura es tanto “necesaria” como “inadecuada” (65-76). Este paradigma suele ser heroico, basado en principios, moralmente sólido e intransigente. Históricamente, los monasterios contribuyeron a conservar y transmitir la tradición cultural occidental, mientras que los cuáqueros y los seguidores de Tolstói, “con intención de abolir todos los métodos de coerción, han contribuido a reformar las prisiones, limitar los arsenales y fundar organizaciones internacionales para el mantenimiento de la paz mediante la coerción” (67). La posición es inevitable:

La relación entre la autoridad de Jesucristo y la autoridad de la cultura es tal que todo cristiano debe sentirse a menudo reclamado por el Señor para rechazar el mundo y sus reinos con su pluralismo y su temporalidad, sus compromisos provisionales de muchos intereses, su obsesión hipnótica por el amor de la vida y el temor a la muerte… Si Romanos 13 no queda equilibrado por 1 Juan, la Iglesia se convierte en un instrumento del Estado, incapaz de encaminar a los hombres a su destino transpolítico y a su lealtad suprapolítica; incapaz asimismo de participar en labores políticas, salvo como un grupo más de hombres que aspiran al poder o buscan la seguridad (68).

Pero, aun siendo inevitable, esta posición es insostenible. Es ineludible que los cristianos más radicales hagan uso de la cultura o de partes de ella. “En casi todas sus aseveraciones, Tertuliano evidencia que es romano, criado en la tradición legal y tan dependiente de la filosofía que no puede defender el caso del cristianismo sin su ayuda” (69-70). De igual manera, Tolstói solo es inteligible como un ruso del siglo XIX. En todas nuestras confesiones de Cristo usamos palabras, y las palabras están insertas en una cultura, incluso vocablos como “Cristo”, “Verbo” y “amor”. Cuando Tertuliano alaba la modestia y la paciencia, está en deuda, en parte, con las categorías estoicas; cuando Tolstói habla de la no resistencia, es imposible no discernir la influencia de Jean-Jacques Rousseau. “La diferencia entre los radicales y otros grupos a menudo es solo esta: que los radicales no logran reconocer lo que hacen y siguen hablando como si estuvieran separados del mundo” (76).

Niebuhr detecta cuatro problemas teológicos en esta posición. (a) En estos movimientos radicales existe la tendencia de usar la “razón” para referirse a los métodos y el contenido del conocimiento dentro de la “cultura”, y “revelación” como referencia a su propia fe cristiana. Sin embargo, lamentablemente, “no pueden resolver su problema de Cristo y la cultura sin admitir que hay que hacer distinciones tanto con respecto al razonamiento que se produce fuera de la esfera cristiana como al conocimiento presente dentro de ella” (78). (b) Estos radicales dan la impresión de que el pecado abunda en la cultura, mientras que la luz y la piedad son cosas de los cristianos. Pero esto no logra enfrentarse al pecado que hay entre los cristianos, igual que no consigue detectar la “gracia común” (aunque esta no es la expresión de Niebuhr) ampliamente manifiesta en el mundo. (c) Esta postura a menudo intenta defenderse mediante nuevas leyes, nuevas normas de conducta, que son tan inflexibles y tan precisas que la propia gracia parece relegada a un segundo o tercer escalafón. (d) Sobre todo, el “problema teológico más enrevesado” de este paradigma, según Niebuhr, radica en “la relación de Jesucristo con el Creador de la naturaleza y el Gobernante de la historia, así como con el Espíritu inmanente en la Creación y en la comunidad cristiana” (80-81). En parte, esto supone un reto trinitario; incluso más, produce la tentación de convertir “su dualismo ético en una bifurcación ontológica de la realidad” (81) que acaba en el montanismo, en la luz interior del cuaquerismo, en el espiritualismo de Tolstói.

(2) El Cristo de la cultura

Esta segunda posición es la que adoptan las personas que celebran a Jesús como Mesías de su sociedad, como aquel que satisface sus máximas esperanzas y aspiraciones. Son cristianos “no solo en el sentido de que se consideran creyentes en el Señor, sino también en el sentido de que pretenden mantener comunión con todos los creyentes. Sin embargo, parecen sentirse igual de a gusto dentro de la comunidad de la cultura” (83). No buscan la aprobación de Cristo para todo lo que hay en su cultura, sino solo para aquello que consideran lo mejor de ella; de igual manera, tienden a desasociar a Cristo de lo que según ellos son conceptos judíos bárbaros y obsoletos sobre Dios y sobre la historia. “Sociológicamente, se les puede considerar no revolucionarios que no sienten la necesidad de postular ‘grietas en el tiempo’, la Caída, la Encarnación, el juicio y la resurrección” (84).

En los primeros siglos de existencia de la Iglesia cristiana, el mejor ejemplo de estos pensadores son los gnósticos. Aunque con el tiempo sus líderes más destacados fueron condenados por la Iglesia, “el movimiento representado por el gnosticismo ha sido uno de los más poderosos de la historia cristiana”. “Ve en Cristo no solo a un revelador de la verdad religiosa, sino un dios, objeto de adoración religiosa; pero no al Señor de toda vida, y no al Hijo del Padre que es el Creador y Gobernante actual de todas las cosas” (88-89).

Aunque el gnosticismo murió con el tiempo,18 el paradigma del “Cristo de la cultura” siguió desarrollándose tras la componenda de Constantino, mediante el auge de “la llamada civilización cristiana” (89). Durante el período medieval, Abelardo es el mejor ejemplo, a pesar de que su pensamiento estaba muy alejado del gnosticismo. Desde el punto de vista formal, Abelardo meramente discrepa de la manera en que la Iglesia afirmaba la fe; en realidad, “la reduce a lo que se adapta a lo mejor que hay en la cultura. Se convierte en un conocimiento filosófico de la realidad y una ética para la mejora de la vida” (90). Fue dentro de este marco donde Abelardo ofreció la teoría moral de la expiación

como una alternativa no solo a una doctrina que resulta difícil para los cristianos como cristianos, sino a toda la concepción de un acto de redención hecho una vez y para siempre. Para Abelardo, Jesucristo se había convertido en el gran maestro de moral que en todo lo que efectuó estando en la carne… tuvo como meta nuestra instrucción, realizando en un grado más elevado lo que habían hecho Sócrates y Platón antes que él (90).

Si, dentro de la cultura medieval “Abelardo fue un personaje relativamente solitario”, desde el siglo XVIII “ha tenido numerosos seguidores, y lo que antes fue herejía se convirtió en la nueva ortodoxia”. Por supuesto, Niebuhr se refiere a lo que llama “protestantismo cultural”. Sus defensores “interpretan a Cristo como el héroe de la cultura múltiple” (91). Tanto John Locke, con su Racionabilidad del cristianismo, como Immanuel Kant, con su La religión dentro de los límites de la mera razón, encajan en esta categoría. También entra en ella Thomas Jefferson, quien pudo escribir: “Soy cristiano en el único sentido en el que él [Jesucristo] quiso que alguien lo fuera” (citado en 91-92), después de recortar el Nuevo Testamento para conservar solamente los fragmentos que mejor le parecían. Niebuhr se pone del lado de Schleiermacher, Emerson, F. D. Maurice y otros dentro de este campo, pero presta una atención especial a Albrecht Ritschl. Después de todo, la teología de Ritschl “tenía dos piedras angulares: no la revelación y la razón, sino Cristo y la cultura” (95). Ritschl consiguió la reconciliación de Cristo y la cultura que deseaba, en gran medida apelando a su forma de entender el reino de Dios. El reino “denota la asociación de la humanidad (una asociación que, tanto extensiva como intensivamente, es lo más abarcadora posible) por medio de la acción moral recíproca de sus miembros, una acción que trasciende todas las consideraciones meramente naturales y particulares” (citado en 98). Por lo tanto, en función de su concepción del reino, Jesús se convierte en el Cristo de la cultura en ambos sentidos: “como guía de los hombres en toda su tarea de poner por obra y conservar sus valores, y como el Cristo a quien se le comprende mediante las ideas culturales del siglo XIX” (98).

Niebuhr percibe considerables fortalezas en esta herencia. Ha atraído a muchas personas a Jesús, precisamente porque no le hace parecer tan extraño como lo presentaba su primera postura. Además, afirma Niebuhr,

los cristianos culturales tienden a hablar a los más cultos entre quienes menosprecian la religión; usan el lenguaje de los círculos más sofisticados, de aquellos familiarizados con la ciencia, la filosofía y los movimientos políticos y económicos de su tiempo. Son misioneros para la aristocracia y la clase media, o para los grupos que están haciéndose con el poder en una civilización (104).19

Aparte de esto, el propio Jesús, aunque fue más que un profeta, “como un Isaías manifestó su interés por la paz de su propia ciudad” (105). Aunque para él no había nada tan importante como el “alma” del individuo, no solo perdonó sus pecados, sino que también sanó a los enfermos.

Para el cristiano radical, todo el mundo exterior a la esfera en que se reconoce explícitamente el señorío de Cristo es un ámbito de tinieblas; pero los cristianos culturales afirman que existen grandes diferencias entre los diversos movimientos dentro de la sociedad; y al observarlos, no solo encuentran puntos de contacto para la misión de la Iglesia, sino que también se ven capacitados para trabajar para la transformación de la cultura. Los radicales recha-zan a Sócrates, a Platón y a los estoicos, junto con Aristipo, Demócrito y los epicúreos; para ellos, la tiranía y el imperio vienen a ser lo mismo; tanto los bandoleros como los soldados recurren a la violencia; las figuras esculpidas por Fidias son tentaciones más peligrosas para caer en la idolatría que las talladas por un hombre hábil; la cultura moderna es un solo bloque, individualista y egoísta, secularista y materialista. Sin embargo, el cristiano cultural entiende que en cualquier civilización existen grandes polaridades y que, en cierto sentido, Jesucristo afirma los movimientos en la filosofía que tienden a justificar la unidad y el orden en el mundo, los movimientos en la moral hacia la negación de uno mismo y la procuración del bien común, la defensa política de la justicia, y los intereses eclesiales en la honestidad y en la religión (106).

Al mismo tiempo, Niebuhr logra identificar objeciones teológicas o de otra índole para esta postura. A menudo, los cristianos culturales se ven acosados no solo por los ortodoxos, sino también por los de fuera: los escritores paganos criticaron a los gnósticos cristianos y tanto John Dewy como Karl Marx rechazaron el liberalismo cristiano. Ellos sospechan que lo que interpretan como una postura concesiva debilitará la pureza de su paganismo, de su liberalismo o de su marxismo; del mismo modo que, desde el otro lado, los ortodoxos consideran que estos cristianos culturales han sacrificado demasiado de lo que es esencial para el cristianismo. Ciertamente, es difícil negar que “toman un fragmento de alguna compleja historia o interpretación del Nuevo Testamento, lo califican como el rasgo esencial de Jesús, desarrollan su tesis y reconstruyen de esta manera su propia figura mítica del Señor”. Lo que resulta ser ese fragmento, ineludiblemente, es “algo que parece concordar con los intereses o con las necesidades de su tiempo… Jesús representa la idea del conocimiento espiritual, o de la razón lógica, o del sentido de lo infinito, o de la ley moral interna, o del amor fraternal” (109). Sospecho que hoy podríamos añadir que Jesús representa la inclusión, la tolerancia, la espiritualidad. Aparte de esto, estos cristianos culturales no tienen una comprensión firme de “los conceptos cristianos del pecado, la gracia y la ley, y la Trinidad” (112). Por ejemplo, no entienden lo endémico que es el pecado, cómo corrompe no solamente a todos los seres humanos sino también la naturaleza humana por completo. Su moralismo es de una índole que entiende poco de la gracia, porque entiende poco de la necesidad de la gracia. Y a Dios mismo se le redefine fácilmente: “Los gnósticos necesitan más que una Trinidad, y los liberales, menos. Siguiendo esta línea, la tendencia dentro del movimiento consiste en identificar a Jesús con el espíritu divino inmanente que obra en los hombres” (114).

(3) Cristo por encima de la cultura

A diferencia de la postura “Cristo contra la cultura”, y también de la que aboga por “Cristo y la cultura”, Niebuhr considera que este paradigma, “Cristo por encima de la cultura”, es la postura mayoritaria a lo largo de la historia de la Iglesia. Pero se manifiesta de tres maneras distintas, que constituyen las tres últimas entradas en su tipología quíntuple.20

A estas tres manifestaciones, en su conjunto, Niebuhr las llama “la Iglesia del centro” (117). En el meollo de esta postura encontramos un artículo del credo:

Una de las convicciones teológicamente afirmadas con las que la Iglesia del centro aborda el problema cultural es que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Padre todopoderoso que creó los cielos y la tierra. Con esta formulación intro-duce en el debate acerca de Cristo y la cultura el concepto de la naturaleza sobre el que se levanta toda cultura, y que es buena y está bien ordenada por Aquel a quien presta obediencia Jesucristo, con quien está inseparablemente unido. Donde domina esta convicción, Cristo y el mundo no se pueden oponer meramente el uno al otro. Tampoco es posible entender “el mundo” como cultura simplemente como el entorno donde reina la impiedad, dado que, como mínimo, está fundamentado sobre “el mundo” como naturaleza, y no puede existir excepto si lo sustenta el Creador y Gobernante de la naturaleza (117-18).