Crónicas desde el Himalaya - Ramón Feixa Jove - E-Book

Crónicas desde el Himalaya E-Book

Ramón Feixa Jove

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Beschreibung

Este libro no pretende ser una guía de viajes, ni un diario, ni unas memorias, ni mucho menos un libro de maravillosas fotos; tampoco es una novela, y sin embargo, es un poco de todo esto. Se trata tan solo de una narración en primera persona de las vivencias del autor durante algo más de diez años sobre un mundo no demasiado conocido. Las montañas del Himalaya, el Tíbet y Nepal, son el fabuloso mundo que el autor nos intenta describir para transmitirnos el amor que Èl profesaba por estos lugares por los que sentÌa fascinación y una inclinación irrefrenable de volver a visitarlos una y otra vez.

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CRÓNICAS DESDE EL HIMALAYA

Ramón Feixa

Título original: Crónicas desde el Himalaya

Primera edición: Junio 2017

© 2017 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Ramón Feixa Jové

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

Colaboradores: Víctor Pérez Arizpe, Silvia González González, Rocío Sánchez Llorens

ISBN: 978-84-16994-33-5

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorpo-ración a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de pro-piedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación públi-ca o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la auto-rización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotoco-piar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 7021970/93 2720445).

Quiero dedicar este libro al extraordinario, honesto, bondadoso y hospitalario pueblo tibetano, con el deseo −tal vez inalcanzable− de que algún día puedan regresar y recuperar su amado país, país que forjaron y amaron sus antepasados. Y aunque solo sea una quimera, deseo que los imperialistas que invadieron y destruyeron su tierra y su cultura se la devuelvan y abandonen pacíficamente y para siempre ese país que nunca les perteneció.

El pueblo nepalí siempre me acogió en sus brazos y mucho me ofreció a cambio de muy poco. Le deseo que un día pueda resurgir de las cenizas y la destrucción en que los sumió el terremoto del 25 de abril del 2015, que puedan recobrar aquella sonrisa, la fuerza y nobleza que siempre fue su seña de identidad.

¡Por todos vosotros, para que encontréis la paz, la felicidad y la libertad a la que todos los seres humanos deben aspirar!

Prólogo

Mi pasión por las montañas del Himalaya, el deseo irreprimible de perderme en estos indescripti-bles paisajes, la necesidad de comprobar en per-sona todo lo que se contaba de aquellos exóticos países, me marcó desde mi primera juventud.

El primer libro que cayó en mis manos sobre el tema me impactó enormemente y aumentó mi curiosidad por el Tíbet y el mundo de los lamas. Aquel libro se titulaba El Tercer Ojoy lo escribía un señor llamado Lobsang Ram-pa. Según sus propios relatos, él era una reencarnación de un lama que tuvo que huir de su país cuando los chi-nos invadieron el Tíbet en 1953. La historia estaba conta-da con total realismo y yo acabé completamente atrapado por aquel libro y por los hechos que en él se relataban. Ya entonces soñaba con viajar a aquellos lejanos e inalcan-zables mundos que en mis fantasías imaginaba como el Shangri-la o el último paraíso perdido.

Más tarde devoré con avidez todo lo que ese autor publicó y mi obsesión por el Tíbet aumentó año tras año, hasta que un buen día alguien decidió investigar y llegó a

Fotografía: Ramón Feixa

la conclusión que se trataba de un gran fraude y que Lob-sang –que en realidad se llamaba Cyril Henry Hoskin– nunca había estado en el Tíbet y tampoco era un monje; pero bueno esa es otra historia y de lo que no hay duda es de que su obra caló profundamente en mí.

Más tarde busqué otros libros que me hablaran de esas tierras y sus montañas. Ya en mi madurez llegaron a mí obras como la de la maravillosa periodista y aven-turera Alexandra David-Néel que murió con cien años de edad (1868-1969) después de realizar una increíble proeza en el interior del Tíbet. El libro de Heinrich Ha-rrer (1912-2006), Siete años en el Tíbet, basado en hechos reales vividos por el propio autor, aumentó aún más, si cabe, mi deseo de visitar ese país. Finalmente la obra de Michel Peissel, francés afincado durante años en Cada-qués (1937-2011), y su libro El reino prohibido del Hima-laya,me atrapó e hizo nacer en mí un deseo irrefrenable de conocer el mundo donde se había desarrollado aquella aventura. Mi admirado Peter Matthiessen (1927-2014), con su libro El leopardo de las nieves,fue el detonante definitivo para que yo me decidiera a emprender el viaje al Tíbet, a Nepal y al mundo que los rodea, la fabulosa cordillera del Himalaya…

Ramón Feixa,

Queralbs, 2015

f

Crónicas desde el Himalaya

Con estos relatos pretendo contaros en primera persona las vivencias y las sensaciones que he sentido en esos lejanos parajes. Os explicaré el primer motivo que me impulsó a buscar la aventura en tan maravillosos países. Os transmitiré todas las expe-riencias que viví, las personas que conocí, a las que amé; unas, a las que sigo viendo a menudo y, otras, a las que nunca más volví a ver pero que jamás olvidaré.

Os describiré lugares, paisajes de infinita belleza, horizontes increíbles e intrigantes que quedaron para siempre grabados en mi retina y en mi memoria. Momen-tos de infinita paz y sosiego, y otros difíciles y duros que marcaron mi carácter e hicieron que valorara como nun-

Fotografía: Juanjo Rodríguez

ca aquellas cosas simples que antes no tenían ninguna importancia para mí.

Aprendí a convivir con las personas y su entorno y, a pesar de los inevitables roces que surgen a menudo con nuestros compañeros de camino, descubrí que los amigos que hacemos en la montaña difícilmente se olvidan; en toda ocasión intenté aprender algo de ellos y por mi parte siempre que lo necesitaron les tendí una mano.

«Todos los viajes forman parte de nuestros sueños, hasta que se convierten en realidad.

Entonces pasan a ser parte de nuestros recuerdos y nuestras vivencias»

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Fotografía: Shutterstock

ca aquellas cosas simples que antes no tenían ninguna importancia para mí.

Aprendí a convivir con las personas y su entorno y, a pesar de los inevitables roces que surgen a menudo con nuestros compañeros de camino, descubrí que los amigos que hacemos en la montaña difícilmente se olvidan; en toda ocasión intenté aprender algo de ellos y por mi parte siempre que lo necesitaron les tendí una mano.

«Todos los viajes forman parte de nuestros sueños, hasta que se convierten en realidad.

Entonces pasan a ser parte de nuestros recuerdos y nuestras vivencias»

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Fotografía: Shutterstock

Rumbo a Nepal, 2003

31 de julio. Por fin parto hacia lo desconocido, a mi propio encuentro, o quizás solo huya de mi pasa-do. Solo sé que hoy empieza para mí un sueño tan-tas veces imaginado.

Ya no hay vuelta atrás. Me siento solo aunque esté rodeado de cientos de pasajeros a bordo del vuelo IB4516 que me llevará hasta Fráncfort. Una vez allí me encontra-ré con el resto de un grupo casi totalmente desconocido, que serán mis compañeros de viaje en esta maravillosa aventura.

Con el grupo de Madrid estaba Santi, un directivo de empresa que era cliente mío al que me habían presentado unos quince días antes y que por casualidad realizaba el mismo viaje y con la misma agencia que yo.

La coincidencia me alegró mucho, ya que, durante el escaso espacio de tiempo que había estado con él comen-tando los pormenores del viaje tuve buen feelingcon él.

Fotografía: Ramón Feixa

Mi estado de ánimo era sereno; creo que me estaba acostumbrando a esa soledad que cada vez me pesaba menos y que debía asumir como el que sería mi nuevo modo de vida a partir de entonces. Debo admitir que me sentía herido de desamor y todavía acumulaba una gran tristeza en mi interior, pero por otro lado también me sentía feliz y liberado.

El encuentro en Fráncfort con todo el grupo fue so-bre ruedas; nuestros teléfonos móviles nos facilitaron la labor y no tardamos demasiado tiempo en estar todos reunidos capitaneados por nuestro guía, Xavi Alongina, un experto en cultura budista que dirige con acierto una revista llamada Cuadernos de Budismoy una editorial en torno al mismo tema. Ante tal currículo pensé que es-tábamos en manos del mejor para visitar y conocer las costumbres y la religión de los pobladores del Reino de Nepal y posteriormente del enigmático Tíbet.

Después de las presentaciones y una vez compro-bado todo el papeleo, nos dirigimos hacia la puerta de embarque que teníamos asignada. Con nosotros solo aca-rreábamos la mochila y el equipo fotográfico; nuestros equipajes ya habían sido facturados directamente desde origen hasta destino.

Después de unas cuatro horas de espera en Fránc-fort cogimos de nuevo otro vuelo, esta vez rumbo a Doha (Qatar), donde hicimos una pequeña escala.

La noche antes de salir estuve cenando con mis hi-jos; estaban algo preocupados por mí. Pensaban, no sin razón, que mi preparación física no estaba a la altura de la aventura que iba a emprender. Les convencí que debía hacerlo y que aquello era lo que yo siempre había querido. Parecieron comprenderlo y se alegraron de que pudiera hacer realidad mis sueños.

Fotografía: Shutterstock

Mientras meditaba sobre todos aquellos aconteci-mientos llegó el momento de coger otro avión; esta vez un vuelo directo hasta Katmandú. La estancia en Doha había sido corta pero asfixiante; el calor sofocante era in-soportable. Al descender del avión tuve la sensación de que entraba en un horno y la respiración se me hizo casi imposible. Pero por fin me dirigía a mi última etapa.

Cinco horas más de vuelo y llegaríamos a nuestro destino final, Nepal.

De mis estimadas montañas desde el avión no vi ni rastro. Todo el país estaba cubierto por un espeso manto de nubes, y aunque yo esperaba ver por encima de ellas las cumbres de más de 8.000 metros, la verdad es que me fue imposible divisarlas.

Finalmente, cuando por fin atravesamos aquella ba-rrera de nubes, descubrí un país cubierto por un manto muy verde de vegetación y campos de cultivo, y las mon-tañas rodeando la ciudad y todo el valle.

En el aeropuerto de Tribhuvan en Katmandú nos re-cogió un destartalado mini-autobús; el gentío esperando la llegada de los turistas y expedicionarios era agobiante. Por todos lados llamaban tu atención para ofrecerte taxi, o simplemente acarrear tu equipaje hasta el autobús o el vehículo todoterreno de turno que te llevaría hasta tu lu-gar de hospedaje.

El tráfico hasta el centro de la ciudad era caótico; allí todo el mundo conducía anárquicamente y por la izquier-da, como en casi todas las ciudades de Asia. Me acordé de mi viaje a Bangkok de hacía unos cuantos años que tam-bién me había producido la misma sensación de desorden y caos que parecía ser la norma en aquella ciudad; salir ileso de aquel desbarajuste parecía cuestión de un mila-gro.

A pesar de todo conseguimos llegar sin problemas a nuestro céntrico hotel, el Royal Singi, donde nos alojaría-mos durante nuestra estancia en Katmandú.

Me tocó compartir habitación con un simpático e in-teresante personaje de Madrid que resultó ser un experto montañero y conocedor de la cultura de Nepal y de otros pueblos. La verdad es que, aun siendo totalmente distin-tos, simpatizamos bastante rápido y desde aquel viaje compartimos otros muchos, tanto en el Himalaya como en otros países.

Una vez nos hubimos duchado y aseado, salimos en distintos grupos a dar una primera vuelta a pie por la exótica ciudad.

Nuestro hotel estaba cerca del Palacio Real, muy cer-ca del mítico hotel Yak and Yeti y a tan solo diez minutos del barrio comercial de la ciudad.

Buscamos un restaurante, no demasiado lejos del hotel, y encontramos, justo en una de las avenidas prin-cipales, la Durbar Marg, un bonito local llamado Gharko Bar con terraza y barbacoa en el exterior.

Después de la cena algunos se fueron al hotel a recu-perarse del largo y agotador viaje. Yo me uní al grupo que optó por conocer los tenderetes que forman las abigarra-das callejuelas del barrio de Thamel.

Me sentía emocionado pues era consciente de que me adentraba en uno de los barrios donde cientos de hip-piesllegados de todo el mundo habían paseado sus mise-rias y su doctrina de amor libre mientras se ponían hasta arriba de marihuana durante la década de los años 60. En aquella época yo también soñaba con sumergirme en un dulce sueño en aquellos lejanos edenes.

Sin embargo, en la actualidad el barrio ya no conser-va casi nada de su antiguo esplendor hippie. Además por la noche todas sus tiendas están cerradas y presentan un panorama desolador; se podía observar a personas dor-midas en el relativo resguardo que les ofrecían los ten-deretes cerrados mientras ratas del tamaño de conejos se paseaban a sus anchas por las polvorientas calles.

A pesar de ello dimos por casualidad con una pla-zoleta que nos ofreció el primer vistazo de las joyas que nos esperaban al día siguiente en aquella maravillosa ciu-dad. Se trataba del bonito y desconocido templo de Tride-vi Marg que poseía una pequeña estupa que ocupaba el

Fotografía: Shutterstock

centro de aquella escondida plaza. Decidí volver de nuevo solo al día siguiente con luz.

Antes de retirarme al hotel a descansar comprobé la hora de España y llamé a mi hermana Carol para infor-marle de mi feliz llegada a Nepal. La diferencia horaria era de unas cuatro horas aproximadamente.

Esa noche dormí plácidamente; la emoción de en-contrarme ya en Nepal y la curiosidad por lo que iba a descubrir en aquel país llenaba mi espíritu de sosiego y de alguna manera mi angustia y las penas que me habían llevado tan lejos quedaron en segundo plano. Me dormí casi sin darme cuenta y soñé con un mundo imaginario y con una vida lejos de la rutina y los problemas.

Mi compañero de habitación estaba ya roncando y yo me decidí a imitarlo sin dilación, así es que me uní al con-cierto y me entregué a los brazos de Morfeo.

Aunque dormí de un tirón, eran apenas las seis de la mañana cuando salté de la cama. Mi compañero seguía plácidamente dormido, pero yo no pude contener el im-pulso de correr la cortina y contemplar el paisaje que me ofrecía la enigmática ciudad de Katmandú.

Desde mi habitación solo se podían ver edificios y más edificios, ninguno demasiado alto y entre ellos brotes de vegetación que hacían de aquella ciudad un remanso de paz; claro que esto solo era hasta que salías a la calle y te encontrabas con el caos circulatorio y demencial que invadía toda la urbe.

Sin despertar a mi amigo salí de la habitación y me dirigí al halldel hotel. A pesar de lo temprano de la hora ya se podía divisar movimiento de las expediciones que partían hacia las montañas o de los grupos que debían coger vuelos hacia otras poblaciones.

El gran hallcon grandes ventanales al exterior pare-cía el punto de reunión de todos los guías y organizado-res; no vi a nadie que perteneciera a nuestro grupo así que me entretuve observando las furgonetas y los autoca-res que llegaban a la puerta del hotel y recogían con asombrosa rapidez a los componentes de cada expedi-ción. Todos ellos desaparecían aún con cara somnolienta, rumbo a saber qué desconocido destino.

Fotografía: Shutterstock

Al cabo de un buen rato me acerqué al comedor, que se encontraba en el lado opuesto. Todavía no había dema-siada gente pero algunas mesas estaban ya ocupadas por los madrugadores de turno. Una mujer vestida a la usan-za nepalí se acercó a mí y, después de hacerme una reve-rencia y saludarme con un Namaste(saludo nepalí que se utiliza para todo), me señaló una mesa situada al lado de las cristaleras que daban a los magníficos jardines rebo-santes de flores y árboles.

Al cabo de no demasiado tiempo se fueron presen-tando algunos de los que integraban nuestro grupo.

Yo, por mi parte, como ya había desayunado abun-dantemente en el buffetlibre, decidí darme una vuelta por los alrededores del hotel.

Me perdí por las calles adyacentes, que sorprenden-temente no tenían casi tráfico, y me impregné de la sen-

sación que me producía estar tan lejos de todo, en un sitio desconocido y mágico donde todos mis problemas se di-luían. Aunque aquella parte de la ciudad no tenía ningún encanto, la gente con la que me cruzaba o aquellos que me observaban con curiosidad hacían