Cruzando la línea. Luis Suárez - Luis Suárez - E-Book

Cruzando la línea. Luis Suárez E-Book

Luis Suárez

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Beschreibung

Mucho se ha escrito sobre Luis Suárez, uno de los grandes goleadores del fútbol mundial, pero nunca, hasta ahora, habíamos escuchado la versión del propio protagonista narrada por él mismo. En primera persona, y con una sinceridad conmovedora, Luis nos cuenta aspectos hasta hoy desconocidos de su vida que sorprenden en algunos casos y, en otros, impactan: sus inicios en Uruguay, su paso por la liga holandesa en el Groningen y el Ajax, sus años en el Liverpool, sus partidos con la celeste y el fichaje por el Barça son narrados con innumerables detalles inéditos que incluyen, sin autocensuras, episodios como la acusación de racismo de Patrice Evra, los mordiscos, y su opinión sobre los representantes y el dinero en el fútbol y en su vida. Frontal y directo como en el campo, pero sencillo y tierno a la vez, Luis Suárez se nos muestra tal cual es, y comparte su vida con una afición que lo idolatra.

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Título original: Luis Suárez. Crossing the line. My life

Primera edición: marzo de 2015

Copyright © 2014 by Luis Suárez

Traducido por Rafael Varela

© de esta edición: 2015, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

[email protected]

ISBN: 978-84-16331-22-2

Índice de contenido
Introducción
Cruzando la línea
1
Esta es una historia de amor
2
La Escuela Holandesa
Árbitros
3
La mano de Suárez
Fama
4
Siete
5
“Racista”
Fortuna
6
La revolución de Rodgers
El día de partido
7
Tan cerca
Amigos y héroes
8
Eso era Anfield
Dirección Técnica
9
Inglaterra, mi Inglaterra
Epílogo
El Callejón
Agradecimientos
Fotos
Créditos de las fotografías

Para Sofi, Delfi y Benja.

Introducción

Cruzando la línea

Lo supe inmediatamente, apenas ocurrió.

Cuando Godín anotó grité “Gol”, pero por dentro todo era oscuridad. Estaba feliz porque habíamos marcado y contento por mis compañeros porque íbamos a clasificar, pero no quería pensar más. Pensar equivalía a aceptar lo que había hecho y las consecuencias relacionadas.

Había defraudado a la gente. En el vestuario, el Maestro Tabárez, el entrenador, estaba mal porque sabía lo que podría pasarme. No podía mirar a mis compañeros. No podía mirar al Maestro. No sabía cómo disculparme con ellos. Me dijo que después del partido los periodistas le habían preguntado sobre el incidente y que respondió que no había visto nada. Mis compañeros intentaban decirme que tal vez la situación no era tan grave. Yo no quería escuchar ni una palabra sobre el tema. Pasarían dos días antes de que tuviera que irme de Brasil pero en mi cabeza ya me había ido. Al día siguiente estaba en el entrenamiento, todavía en un estado inconsciente de negación, sin querer pensar en nada y menos todavía enfrentarme a la necesidad de pedir disculpas y de aceptar que necesitaba ayuda. Apenas terminamos la práctica, el Maestro me llamó aparte. Tenía noticias. “Esto es lo peor que he tenido que comunicarle a un jugador” dijo, hablando con dificultad. En ese momento pensé que la suspensión podría ser de diez, quince o incluso veinte partidos, pero entonces dijo “Nueve partidos”. No me pareció peor de lo que yo temía, pero no acabó ahí. “Y no podés pisar un estadio. Tenés que irte ahora. No podés estar cerca del equipo.”

Yo quería quedarme y apoyar a mis compañeros. Aunque no jugara, quería por lo menos compensar lo ocurrido de alguna pequeña forma. Pero había representantes de la FIFA en el hotel y el responsable de la selección, Eduardo Belza, había sido informado de que yo debía abandonar la concentración lo más pronto posible. Me trataron peor que a un criminal. Puedes castigar a un jugador, puedes suspenderlo, pero… ¿puedes prohibirle estar cerca de sus compañeros? La suspensión de nueve partidos era previsible. ¿Pero ser enviado a casa y prohibir la entrada a los estadios? La única razón por la que no lloré fue porque estaba frente al entrenador cuando me comunicó la noticia.

Después hubo una reunión con el equipo, en el hotel. Yo quería hablarles durante el almuerzo, pero no pude. Estuve a punto de ponerme de pie y decirles que fueran fuertes, que siguieran adelante, y que siguieran luchando, pero no pude. Si la suspensión hubiera sido sólo de nueve partidos con Uruguay —lo que tomé conciencia paulatinamente de que significa una descorazonadora pérdida de dos torneos y dos años de fútbol internacional— quizás lo hubiera recurrido pero podría haberlo entendido. Pero ¿prohibirme jugar con el Liverpool cuando mis suspensiones en Inglaterra nunca me impidieron jugar con Uruguay? ¿Prohibirme acudir a partidos de baby fútbol para ver a mis sobrinos de nueve y diez años? ¿Prohibirme la entrada a los estadios de todo el mundo? ¿Decirme que no puedo ir a trabajar? ¿Impedirme siquiera correr alrededor del perímetro de una cancha? Todavía me parece increíble que, hasta el momento que el tribunal de arbitraje modificó el castigo, el poder de la FIFA pudiera llegar tan lejos.

Jamás suspendieron de esa forma a un jugador por quebrarle una pierna a otro, o por destrozarle la nariz, como hizo Mauro Tasotti a Luis Enrique en el Campeonato Mundial de 1994. Dieron gran relevancia al hecho de que el incidente había ocurrido “a plena vista del mundo”, pero el cabezazo de Zinedine Zidane a Marco Materazzi en la final del Mundial de 2006 fue castigado con una suspensión de tres partidos. Tal vez yo era un blanco fácil, pero había algo importante que debía reconocer: yo mismo me había convertido en un blanco fácil. Yo cometí el error y fue mi culpa. Fue la tercera vez que ocurrió. Necesitaba trabajar este tema con la gente adecuada. Necesitaba ayuda.

Después de mi suspensión de diez partidos en 2013 por morder a Branislav Ivanovic, cuestioné el doble rasero y cómo nunca se tiene en consideración el hecho de que nadie resulta realmente lesionado. El daño al jugador no es comparable con el que se puede sufrir por una entrada horrible. A veces el fútbol inglés se enorgullece de tener la menor cantidad de tarjetas amarillas de Europa, pero claro que la tiene si puedes arrancarle la pierna a alguien ser sancionado. Cuando puedan decir que es la liga con menos faltas que ponen en peligro la carrera del jugador, entonces será motivo para estar orgulloso.

No creo haber lastimado nunca a un compañero de profesión. Sé que una mordedura escandaliza a muchos, pero es relativamente inofensivo. Al menos en aquellos incidentes en los que estuve involucrado. Cuando Ivanovic se remangó en Anfield para mostrar la marca al árbitro, no había prácticamente nada. Ninguna de mis mordidas ha sido como la de Mike Tyson en la oreja de Evander Holyfield. Nada de esto, sin embargo, hace que sea correcto.

Cuando llegué a casa y vi en televisión las imágenes de la mordedura a Otman Bakkal, del PSV Eindhoven, en 2010, lloré. Acababa de convertirme en padre de una niña, Delfina, y la idea de que cuando creciera pudiera ver lo que yo había hecho fue lo que más me entristeció. Mi esposa Sofi estaba en las graderías pero en el momento no se apercibió de lo que había pasado. Cuando lo vio en televisión me preguntó en qué diablos estaba pensando cuando lo hice. Tenía que intentar encontrar una respuesta a esa pregunta yo mismo.

El nivel de adrenalina durante un partido puede ser muy alto, las pulsaciones se disparan y a veces la mente no va a la misma velocidad. La presión se acumula y no hay válvula de escape. En 2010 estaba frustrado porque íbamos empatando un partido que era muy importante para nosotros, estábamos en una mala racha que al final causó el despido de nuestro entrenador, Martin Jol. Estaba enfadado conmigo mismo y con la situación. Quería hacer todo bien ese día y tenía la sensación de que todo me estaba saliendo mal. La frustración acumulada y el sentimiento de que era mi culpa que las cosas no salieran bien iban en aumento hasta llegar al punto que no pude contener más la presión.

Es lo mismo que ocurrió con Ivanovic en 2013. Teníamos que ganar al Chelsea para tener alguna posibilidad de clasificar para la Champions League. Era una probabilidad remota, pero perder el partido era quedarse sin esperanzas. Estaba jugando muy mal. Cometí un estúpido penal por mano y sentía como se nos escapaba la oportunidad. La tensión que sentía iba en aumento, y crecía el enojo conmigo mismo. Me preguntaba cómo había podido ser tan torpe o cómo había fallado una u otra oportunidad.

Momentos antes de morder a Chiellini tuve una gran ocasión para adelantarnos 1-0. Si hubiera marcado, si Buffon no hubiera hecho la atajada, lo que siguió no hubiera ocurrido. No habría hecho nada. Nada. Pero fallé esa ocasión.

La presión se acumula, el miedo y la rabia hierven por dentro: “Vamos a quedar fuera y es por mi culpa.” Es sofocante. No eres consciente de la magnitud de lo que estás haciendo o de lo que podrías hacer. No estoy justificando lo que hice —nadie jamás podría hacerlo— pero estoy intentando explicar lo que ocurrió. Todavía estoy tratando de explicármelo a mí mismo, de entender lo que pasó y por qué. Cuando el corazón se desacelera después de un partido es fácil reflexionar y decir: “¿Cómo pude ser tan estúpido? Quedaban veinte minutos”. Pero en la cancha, con la adrenalina y la tensión, no se tiene realmente la noción del tiempo que resta. No sabes nada. Todo lo que pensaba era: “No pude anotar, quedamos fuera del Mundial.”

Algunos jugadores en esa situación habrían dicho: “Bueno, quedamos fuera, pero anoté dos goles bárbaros contra Inglaterra. Soy la estrella.” Podría haber pedido que me sustituyeran: “La rodilla me duele otra vez, anoté dos el partido pasado, hice lo mejor que pude.” Pero yo no pienso así. Quería más. Es un sentimiento muy difícil de explicar. Después de todo lo que has hecho no quieres que parar allí, quieres más, no soportas la idea de fracasar. No es que quiera ganar, es que necesito ganar. El miedo al fracaso nubla todo para mí, incluso el hecho clamorosamente obvio que tengo al menos 20.000 pares de ojos sobre mí, no es que no se me vaya a ver. Algo se cierne sobre mi cabeza. Deja de ser una cuestión de lógica.

Igual de ilógico es que se manifestara como una mordida. Hubo un momento en un partido contra Chile, en 2013, en que un jugador me agarró de la entrepierna y reaccioné dándole un puñetazo. No me suspendieron por eso. Nada. Ni un partido. Se considera una respuesta normal y aceptable. Tampoco hay una protesta pública. Cuando llamé a Ivanovic después del incidente de 2013, me dijo que la policía había ido a verlo y le había preguntado si quería interponer una denuncia. Afortunadamente dijo que no. Le estoy agradecido porque en ese caso el circo podría haber seguido mucho tiempo más. Si le das una trompada a alguien, se olvida, no hay circo. Entonces ¿por qué tomo el camino más auto-destructivo?

El problema con ese “apagón” de mi mente es que el “apagón” también sucede cuando hago algo brillante en la cancha y, por supuesto, no quiero perder eso. He hecho goles que después me ha costado entender cómo exactamente los hice. Hay algo en la forma que juego que es inconsciente, para bien o para mal. Quiero despojarme de la tensión y la presión, pero no quiero perder la espontaneidad de mi juego y mucho menos la intensidad de mi manera y estilo de jugar.

El Liverpool envió un psicólogo deportivo para que me viera en Barcelona después del incidente con Ivanovic y estuvimos dos horas hablando sobre qué sentí y qué pasó por mi cabeza en ese momento. Me ofreció sus servicios y dijo que podía volver a verlo si quería, pero yo me resistí. En parte, porque temía que el tratamiento me hiciera demasiado tranquilo en el campo de juego. ¿Y si la próxima vez que una pelota pasara cerca la dejaba ir en vez de correrla? Soy el tipo de jugador que se mataría para evitar un saque de banda en el minuto noventa. Es mi forma de jugar. No quería perder eso.

Hasta cierto punto, es normal que un goleador sea irritable y esté siempre en el filo de la navaja. Durante 90 minutos en la cancha, la vida es irritante. Sé que la palabra “irritante” puede sonar extraña, pero se ajusta. Me irrito cuando un defensa se acerca y me empuja desde atrás. Es normal, porque juego de espaldas al arco y retrocedo contra él, pero me irrita. Me irrito cuando fallo oportunidades de gol. Todo me irrita. A veces, cuando mis primeras intervenciones son buenas, todo va bien. Pero si mis primeros toques del partido son malos, pienso “¿qué te pasa hoy?” y sé que la primera vez que un rival choque conmigo hay riesgo de que yo reaccione.

Los defensas también lo saben. Cuando jugaba contra alguien como Johnny Heitinga, antiguamente del Ajax y en ese momento del Everton, o contra Philippe Senderos, del Fulham cuando Martin Jol era el entrenador, yo ya conocía el truco. A los cinco minutos del partido, Senderos me pisaba un tobillo cuando la pelota ya no estaba. “Lo siento”, decía y yo pensaba “sí, Martin Jol te dijo cómo soy y que me hicieras eso”. La irritación es parte del trabajo y hasta cierto punto es normal. Pero cuando aumenta por un mal rendimiento en un partido importante, entonces me enfrento a un problema potencial. Aquel día contra el Chelsea yo estaba pésimo. Había jugado mal contra el PSV, en el partido de Bakkal y contra Italia perdí una oportunidad de anotar que podía costarle a mi país la eliminación en el Mundial. En cada uno de esos casos, los niveles de irritación se habían disparado, la presión era excesiva y yo reaccioné.

Es muy fácil que alguien que no está jugando —o que nunca ha jugado— diga: “No deberías perder la calma.” Pero por la presión haces cosas que nunca hubieras imaginado, comer más, comer menos, actúas de forma diferente. Después de algunos partidos he pensado, “¿Por qué siento tanta presión si todo lo que siempre quise hacer es jugar al fútbol y disfrutar?” Pero la presión está ahí. Me resulta difícil no sobre-dramatizar los partidos muy importantes. Ser capaz de darlo todo y que me importe, pero sólo jugar sin tener tanta intensidad que prácticamente vivo el partido antes de jugarlo. Ese es el punto al que quiero llegar.

Parece extraño que lo diga después de un tercer incidente, pero he mejorado. Estoy más calmo y más maduro. Cuando era niño, un día me expulsaron por darle un cabezazo al árbitro. Corrí cincuenta metros para discutirle una decisión, me mostró la tarjeta roja y le di un cabezazo. La verdad que no estoy orgulloso de eso.

Mi relación con Sofi ha sido de inmensa ayuda en mi vida. Siempre he dicho que tengo la mejor psicóloga en casa. Pero durante mucho tiempo me ha dicho que no es suficiente, que tengo que hablar con los apropiados profesionales.

Después de no querer hablar con nadie en los días posteriores a la mordida a Chiellini, de regreso en Montevideo, con las persianas bajas, deprimido y sin querer digerir lo que realmente pasó, Sofi y yo fuimos al interior. Gradualmente empezamos a hablar sobre todo y yo a aceptar lo que ocurrió y lo que debía hacer. Ella estaba molesta consigo misma por no haber sido más firme conmigo antes. Me dijo: “¿Ahora me vas a escuchar?” Esta vez sentí que no había alternativa y tomé la iniciativa.

Realicé una investigación y encontré la gente adecuada. Si hubiera estado en Liverpool habría vuelto con la gente con la que ya había hablado, o si ya hubiera estado en Barcelona habría buscado dentro del club, pero estaba en el periodo entre los dos equipos así que busqué por mi cuenta y encontré la gente adecuada para que me ayudara. Todavía siento que es algo muy privado, pero pienso que me están ayudando a entender que no tengo que guardarme las cosas y que no debo sentir tanta responsabilidad cuando estoy dentro de la cancha.

Tengo la sensación ya que el proceso me está ayudando, pero sería demasiado fácil decir: “Miren, ahora me estoy portando bien”. Y si algo nuevo ocurre en el futuro, ¿entonces qué? Tengo que entender que esto es un proceso. Ahora tengo tiempo para seguir el tratamiento y para intentar comprenderme mejor, entender de lo que soy capaz en esos momentos y de aprender cómo mantenerme en control. Ahora entiendo también que esto es algo completamente normal, en el sentido de que si tengo un especialista de rodilla entonces, ¿por qué no tener un especialista en este terreno para ayudarme con este asunto?

Lo que me hace más feliz ahora, es que sé que estoy siendo sincero y honesto conmigo mismo. Una cosa es decirle a la gente “No lo haré nunca más”, porque es lo que se supone que debo decir, y otra cosa es realmente ser consciente de lo que significan esas palabras, aceptar la situación, y eso es lo que estoy haciendo. Es como finalmente decirme a mí mismo: “Luis, tenés que darte cuenta que necesitás a alguien que te hable de esto para que encuentres la manera de manejar estas situaciones.”

Ya estoy aprendiendo a lidiar con la acumulación de presión. Siempre preferí guardarme las cosas antes de compartirlas con otros, incluso con mi esposa, que ha compartido todo conmigo y es mi compañera del alma. Pero estoy aprendiendo que si lo sueltas, parte de la tensión abandona tu cuerpo, la mente se despeja y te sientes mejor. No hay que embotellar todo ni hacer frente a todo solo.

Cuando empezamos a hablar tuvimos que empezar siempre con la misma pregunta: “¿Por qué?”

“¿Por qué, Luis, por qué lo hiciste?” Estoy en el camino correcto para entender eso por mí mismo.

A medida que pasó el tiempo, lo absurdo de la suspensión de la FIFA se volvió cada vez más evidente. Tuvimos que planificar todo cuidadosamente ante el supuesto caso de que los paparazzi o algún hincha me tomara una foto realizando alguna actividad remotamente relacionada con el fútbol. Tenía que considerar qué podría pasar si aparecía una foto de mí haciendo ejercicio en un gimnasio.

También fue una difícil operación firmar en secreto mi contrato con el Barcelona. Tuvo que ser meticulosamente planificado para que nadie nos viera, o más aún, para que no hubiera fotos. Había un plan con tres coches que partían del Camp Nou desde tres salidas diferentes, para el caso que la prensa hubiera sido alertada. Ya me había acostumbrado a que todo fuera una operación encubierta. Un día salí de la casa de mi suegro dentro de la valija de su coche para burlar a los paparazzi. Había tanta gente afuera de la casa y la mayoría tenía cámaras, que salir escondido en el maletero parecía la mejor manera de dejar la casa. Aparte de las cosas que no podía hacer por la suspensión de la FIFA, había otro montón de cosas que no podía hacer por la atención que ahora despertaba cada uno de mis movimientos.

La transferencia al Barcelona fue muy distinta al posible traspaso al Arsenal del año anterior. El Liverpool estaba más abierto a la idea, porque sabía que el Barcelona iba a pagar lo que ellos querían por mí. Y hay una gran diferencia entre ir del Liverpool al Arsenal e ir del Liverpool al Barcelona. Nunca me arrepentiré de mi decisión de permanecer en el Liverpool otro año. Habría sido un gran error haberme ido la temporada anterior. Si no hubiera escuchado a Steven Gerrard lo habría cometido. Hablamos de eso cuando fui a Melwood a recoger mis cosas al final del verano y me dijo: “Hiciste lo correcto, esperaste hasta el mejor momento.” Me trajo recuerdos de cuando estaba en el gimnasio de Melwood cuando se hablaba del pase al Arsenal y él me decía: “Espera. Juega bien esta temporada, dale al Liverpool otro año y el año próximo serán el Bayern Munich, el Real Madrid o el Barcelona que vendrán por ti y entonces podrás irte a donde quieras, porque tienes la calidad para jugar en cualquiera de esos tres clubes.”

Me encanta el fútbol inglés y lo echaré de menos, pero es imposible tener tu sueño al alcance y no apresarlo. Por supuesto que hubo lágrimas cuando llegó el día de mudarnos de nuestra casa en Liverpool. Nos inundó una multitud de recuerdos. Mi esposa lloraba, mi hija decía “Extraño mi casa en Liverpool. Recuerdo mi cumpleaños, recuerdo cuando tenía todos los juguetes en mi cuarto.” Fue muy emocionante.

Como se podía esperar, mucha gente se alegró de verme partir. Escuché los comentarios de Richard Scudamore diciendo que yo había sido malo para la imagen de la Premier League. Yo pensé que la Premier League había sido tan emocionante en mi última temporada por lo que había logrado el Liverpool, así que realmente no entendí ese comentario. Tal vez a él le moleste cuando la liga pierde a sus mejores jugadores y se van a otras ligas.

He llegado a amar a todos los clubes en los que he jugado, pero nunca he sido uno que besa el escudo y proclama que cada club es el de mis sueños. Muchos jugadores dicen eso sobre muchos clubes: “Este es el momento que soñaba”. Pero con el Barcelona era difícil no sentirse así. Si se mira en YouTube, se podrá encontrar un video mío de joven, siendo entrevistado por la televisión uruguaya, en el que digo exactamente eso: que un día quería jugar en el Barcelona. Un periodista uruguayo me recordaba recientemente que, cuando tenía dieciocho años y estaba en Nacional, solía aparecer en prácticas con una mochila gris que tenía el escudo del Barcelona.

Visitando a la familia de Sofi, que vive en Barcelona, vimos muchos partidos juntos. Vi el 5-0 contra el Real Madrid, con el famoso festejo de los cinco dedos de Gerard Piqué. Vi a Andrés Iniesta anotar en un 1-0 en un derby contra el Espanyol. Vi al Barça contra el Madrid cuando Fabio Canavaro se revolvió para evitar un gol de Messi… pero sólo consiguió empotrarse contra el palo. Y vi al Barcelona contra el Arsenal, cuando ganó 4-1 y Messi anotó los cuatro goles.

Fui a partidos pero nunca pensé que jugaría con ellos y durante la suspensión, incluso cuando se me permitió entrenar con el equipo, no podía creerlo. Cuando me presentaron en el partido del Trofeo Gamper, me sentía como un invitado, o como si hubiera ganado un concurso. Sofi me preguntó: “¿Cómo fue? ¿Cómo te sentiste?” Le contesté: “La verdad, me sentí como si me hubieran invitado a jugar un partido aislado. Cuando salí a la cancha, esa era la sensación.” Tampoco la presentación al resto del equipo, el día que se me permitió entrenar con el equipo, fue la más ortodoxa. El entrenador Luis Enrique reunió a los jugadores y les dijo: “Bueno, ellos finalmente lo sacaron de Guantánamo para estar con nosotros en el entrenamiento…” Todos aplaudieron al prisionero liberado y yo traté de no ruborizarme por ser el centro de atención.

Puedo comprender lo que el entrenador y el club intentan lograr, devolver al equipo la actitud de antaño y el deseo de ganar. Y es importante que el entrenador haya visto esas cualidades en mí y que confíe en mí para aportar esas características al equipo.

La gente habla de mí como si fuera un jugador problemático, pero hablen con mis compañeros e intenten encontrar uno solo que piense eso. Puedo discutir con un compañero, como cualquier jugador. He discutido con compañeros muchas veces, pero siempre sobre fútbol. La competencia insana o la envidia que en ocasiones se encuentra en los vestuarios nunca ha venido de mí. El Barcelona sabía que no tendría problema alguno conmigo en ese aspecto. Estoy aquí para hacer lo que el entrenador diga, para dar lo que los hinchas quieren y para trabajar con unos compañeros que quieren el mismo éxito que yo.

La gente se pregunta: “¿Funcionará tácticamente?” El entrenador sabe que puedo adaptarme a cualquier posición que quiera que ocupe, tal como lo hice con Brendan. Con el fin de maximizar el beneficio para el equipo, sé dónde debo estar en la cancha. Con Lionel Messi arrancando desde atrás y combinando con los jugadores del medio campo, y Neymar con mucha movilidad, partiendo desde las bandas para ir hacia el medio, o para recibir en zonas interiores y abrirse hacia fuera, será de gran beneficio para el equipo que yo sea la referencia dentro del área. No estoy diciendo que vaya a jugar como un nueve clásico pero debido a los movimientos naturales de Leo y Neymar, creo que muchas veces ese será el espacio que acabe ocupando.

Alguna gente ha indicado que podrá parecerse a la línea delantera de Eto’o- Messi- Henry que el equipo tuvo durante un período con Pep Guardiola, con Neymar como Henry y yo como Eto’o. Hasta cierto punto eso puede ser verdad.

El estilo de fútbol es similar al que experimenté en el Ajax y después con Brendan en el Liverpool, jugando desde atrás con la pelota en el piso, muchos movimientos rápidos y uno o dos toques. Es el clásico modelo del Ajax y bastante similar al estilo del Liverpool de la temporada pasada. De hecho, es la mezcla de los dos.

El toque y pase del Ajax y de la “Escuela Holandesa” y la velocidad de movimientos del Liverpool.

Lo que sentí en mi primer día fue muy parecido a lo que sentí en el Liverpool, el Ajax y el Groningen, la misma incómoda vergüenza. No sabes qué debes hacer, a quién debes saludar y reconocer y cómo hacerlo. Era muy tímido en esos primeros momentos de mi carrera, pero la verdad es que pensaba que sería más difícil de lo que fue, los jugadores fueron fantásticos.

No sabía qué esperar. ¿Sería todo glamour y estrellato? La verdad es que no hubo absolutamente nada de eso. Todo lo que encontré fue un grupo de ultra-profesionales, que quieren ganar títulos, y que trabajan duro por un muy buen entrenador. Hay una verdadera conexión entre los jugadores y el entrenador. Luis Enrique es un entrenador joven y hay un saludable equilibrio entre la risa y las bromas y la seriedad del trabajo que debemos hacer. Andrés, el jugador que más conocía desde antes, se hizo cargo de mí el primer día y me explicó todo. Pronto descubrí que Leo Messi y Javier Marchesano toman mate, la bebida tan popular entre los uruguayos, lo cual es excelente para mí. Al segundo día llevé mi matera. Pensé que sería un poco presuntuoso hacerlo el primer día, pero al segundo día ya me sentía cómodo.

Dani Alves dijo que estaba contento que yo llegara porque ahora él no iba a ser el único “chico malo” del club y eso me hizo reír. Todo esto me ayudó a sentirme parte del grupo.

Aunque faltaba mucho tiempo para que jugara junto a Messi y Neymar en el primer equipo, pronto estaba jugando con ellos y con Xavi, Andrés, Sergio Busquets e Iván Rakitic en el campo de entrenamiento. Es realmente increíble lo que te pueden hacer con la pelota en un espacio reducido. El famoso Rondo de pases es muy difícil al principio. Hay que adaptarse rápidamente a esta velocidad increíble de tocar la pelota o no la ves. Pero además de adaptarme al estilo del Barça, sé que he sido contratado por mis características y por lo que yo hago en la cancha y por lo tanto tengo que enfocarme, en primer lugar, en hacer todo aquello que hizo que el club me quisiera contratar.

Al Director Deportivo Andoni Zubizarreta le preguntaron cómo el Barcelona todavía profesa “ser más que un club” después de contratarme a mí. Su respuesta significó mucho para mí. “Nosotros aceptamos a los seres humanos desde sus imperfecciones. Este también es uno de nuestros valores. Las personas aciertan y se equivocan y tienen la capacidad de aprender de sus errores... estoy seguro que Luis será un referente positivo para el club en el futuro”. Ellos sabían que recibirían ese tipo de crítica y significa mucho para mí que a pesar de ello siguieran adelante con la contratación.

Hubo muchos sinsentidos a la hora de la transferencia. Leí que “Barcelona ha hecho firmar a Suárez una cláusula antimordida”, como si ellos fueran a hacer algo tan ridículo. Todos los jugadores que firman un contrato se comprometen también a un código de conducta. Como si ellos fueran a poner una cláusula de mordidas. Si lo hubieran hecho yo la habría firmado, por supuesto, pero no hubo tal falta de confianza en mí.

Cuando fui a hacerme la revisión médica y a firmar mi nuevo contrato, le conté al presidente sobre mis viajes a Barcelona para visitar a Sofi, cuando éramos adolescentes. Paseamos alrededor del Camp Nou porque no teníamos dinero para entrar al museo o para comprar algo en la tienda del club. Ese día alguien había dejado un portón abierto, una de los enormes puertas al estadio y a la cancha. Llamé a Sofi: “aquí, mirá, dejaron una puerta abierta.” A ella le preocupaba que nos vieran intentando colarnos y nos echaran, pero le dije, “vení, rápido”. Durante un par de minutos estuvimos adentro. Me saqué una foto en el estadio y después nos escabullimos sigilosamente. Cuando Sofi apareció para la firma oficial del contrato, uno de los dirigentes le dijo: “Sofi, me alegro que hayas venido porque necesitamos arreglar la cuenta por la gira que dieron por el estadio y que nunca pagaron, en 2004.”

Sofi estuvo siempre al lado mío en esas visitas al Camp Nou, cuando yo todavía era un joven promisorio jugando en Nacional, en Uruguay, que se preguntaba si alguna vez llegaría a jugar en Europa. Ella estuvo a mi lado cuando finalmente pude aceptar y hablar de todo lo que pasó en la Copa del Mundo. Y ella estuvo a mi lado cuando fiché por el Barcelona, diez años después de que yo dejara Montevideo para intentar estar con ella en la capital catalana. Finalmente llegué. Es justo que, al contar mi historia, empiece con ella. Cómo nos conocimos y cómo el deseo de estar con ella fue lo que primero me trajo a esta ciudad, hace diez años.

1

Esta es una historia de amor

Llovía muy fuerte y Sofi estaba totalmente empapada. Yo estaba seco y jugaba felizmente a las máquinas recreativas dentro de unas galerías. ¿Cómo iba a saber que ella esperaría afuera del Shopping cuando arreglamos nuestra primera cita?

Sus padres se habían ido de la ciudad para llevar a su hermano a jugar un partido de fútbol, así que le propuse aprovechar su ausencia. Ella había estado esperando afuera en una parada de ómnibus bajo el sol, pero de pronto llegó una tormenta y se echó a llover a cántaros. El único teléfono estaba al otro lado de una avenida con semáforos, lo que suponía esperar una eternidad para cruzarla. Ella cruzó y llamó a mi casa para preguntar qué me había pasado, y se empapó. Habló con mi hermana que le dijo: “Él no está. Creo que fue a encontrarse con la novia”. Sofi no solo pensó que la había dejado plantada, sino que creyó que la había dejado plantada un sinvergüenza que ya tenía novia.

La novia, por supuesto, era ella. Había sido amor a primera vista.

Nos conocimos a través de un amigo en común que también jugaba en los juveniles de Nacional, el equipo más grande de Montevideo. Yo siempre saludaba a su padre para causarle buena impresión. Creo que ella pensaría: “¿Por qué este muchacho raro siempre saluda a mi padre?”

Yo había hablado antes con ella en una discoteca, pero el día del shopping fue nuestra primera cita. Finalmente ella entró para secarse y yo aparecí inocentemente y le pregunté dónde había estado y por qué estaba tan mojada. La tormenta había sido tan fuerte que el partido de su hermano se había suspendido. Cuando ella habló con su hermana un poco más tarde, ella le dijo: “Volvé ya, están en camino”. Ella tenía solamente 13 años y yo 15. Más de una década más tarde, ella es mi esposa.

Yo era mucho menos tímido en ese entonces. Ella se avergonzaba de que yo iba derecho a la heladera de su madre apenas llegaba a su casa. O si ella y su madre volvían del shopping yo revolvía la bolsa de su madre y preguntaba si me había comprado algo. Ella pensaba que yo era un caradura pero, por suerte, su madre pensaba que yo era encantador.

Sofi no solo me conoció cuando era mucho menos tímido, sino también cuando yo no tenía nada. Yo acostumbraba pedirle a Wilson Pírez, uno de los directivos de Nacional, los 40 pesos que me costaba ir a verla. Si Pírez no andaba por allí, le caía a algún otro directivo por el préstamo.

Yo pedía premios extraoficiales antes de los partidos, y decía a los directivos: ¿Si meto un gol me daría 20 pesos? Eso era suficiente para llegar, por la vuelta me preocuparía más tarde. Los directivos siempre se reían, me daban el dinero y yo me tomaba el ómnibus de Montevideo a Solymar, donde ella vivía. Yo tenía que encontrar el dinero en algún lado. No se lo podía pedir a mi madre y tampoco a mis hermanos, aunque cuando tenía un poco más de dinero mi hermana mayor me daba para el boleto.

Wilson y José Luis eran muy buenos conmigo. Todavía hablo con ellos y lo que más valoro de nuestra amistad es que nunca me han pedido nada a cambio de todos los favores que me hicieron.

Recuerdo que había un hombre que coleccionaba tarjetas de teléfono usadas y si tenías alguna te la compraba, así que yo mantenía los ojos abiertos y revisaba las cabinas de teléfono para buscar tarjetas y vendérselas. A veces mi madre me las juntaba.

Habría sido fácil para los padres de Sofi rechazar a este pequeño vagabundo. Cuando mi hija tenga trece años, si trae a casa un novio de 15 años con pinta de haber salido de un barrio bajo, no me caerá tan bien. No solo parecía que me aceptaban, realmente parecía que yo les gustaba. Cuando el padre de Sofi se iba a trabajar yo ayudaba a la madre con sus tareas de la casa, como prender la caldera. A veces Sofi y yo discutíamos por algo y ¡su madre me defendía a mí! Supongo que valoraban el esfuerzo que yo hacía por ver a Sofi. Era un muchacho que no tenía plata para ir de Montevideo a Solymar pero que siempre encontraba la manera de ver a su hija. Creo que se daban cuenta que hubiera ido caminando si hubiera sido necesario. Algunos días tenía el dinero para ir pero no para volver y entonces hacía dedo de madrugada. Al otro día tenía que estar en el entrenamiento de Nacional.

Sofi me salvó de mí mismo. Antes de conocerla tenía la costumbre de salir hasta tarde sin preocuparme del entrenamiento. Siempre lo lamentaba, especialmente cuando los compañeros que no habían salido de noche y habían entrenado mejor que yo jugaban y yo quedaba fuera. Pero yo siempre seguía con las mismas costumbres. En la temporada que tenía 13 y 14 años solo marqué 8 goles en 37 partidos y Nacional me dijo que no me quería porque sabía que yo salía de noche y que no tenía la conducta como debía. Fue Wilson quien los convenció para que me dieran otra oportunidad y me avisó muy seriamente que no la desperdiciara. Sofi me mostró otro camino. Sin Wilson y Sofi mi carrera podría haber terminado ahí mismo.

Mis amigos se reunían en la calle o iban a la discoteca del barrio y yo quería hacer lo mismo. Sabía que no era bueno para mí, pero cuando uno es adolescente no sabe que está en un momento decisivo de la vida. Que yo fuera capaz de elegir el camino correcto se debe en gran parte a Sofi. Cuando llegué a los 16 años yo estaba totalmente enfocado en mi carrera. Si no la hubiera conocido, no sé lo que me hubiera pasado.

A los 16 años ya estaba totalmente centrado en el fútbol. Jugaba los sábados y pasaba la noche en casa de Sofi y me quedaba con ella los domingos. Si no fuera por ella hubiera salido y me hubiera mezclado con gente que no me convenía. Quizás hubiera actuado de forma distinta y hubiera acabado siendo una persona muy diferente.

El mundo de Sofi era muy diferente del mío. Tuve que dejar Salto y venir a Montevideo a los siete años y después tuve que vivir la separación de mis padres a los nueve. Me pasaba en la calle. Entre mi casa en Montevideo y la de Sofi hay algunos barrios bastante bravos. Cuando eramos un poco mayores hacíamos ese recorrido en ómnibus y a ella le sorprendía que yo conociera tan bien esas partes de la ciudad. “¿Pero, cómo conoces esos barrios?” me preguntaba. Cuando era más chico yo caminaba por esas calles con mi hermano para ir y venir de los entrenamientos.

Mi madre, Sandra, nos acompañaba cuando podía, pero ella estaba muy ocupada por su trabajo de limpiadora en la Terminal de ómnibus de Tres Cruces. Mi padre, Rodolfo, iba a algunos de mis partidos pero no podía ir a las prácticas porque trabajaba muchas horas. Fue soldado, pero al dejar el ejército tuvo que buscar trabajo en cualquier parte. Trabajó en una fábrica de galletas y después como conserje. Cuando no tenía dinero para alquilar y no tenía dónde quedarse, dormía en el edificio de apartamentos donde trabajaba. Sé que mis padres lo tuvieron muy difícil y valoro todo lo que hicieron por mí y por mis hermanos. Tuve un crecimiento medio anárquico y, en comparación, la vida de Sofi era mucho más estable y estructurada.

Tampoco estudié nunca, realmente. Iba a la escuela pero hasta ahí llegaba mi compromiso con los estudios. Era un estudiante terrible. Nunca prestaba atención ni quería aprender, no me molestaba. Solo me portaba mal. Sofi me decía: “¿Cómo todavía estás en primero de liceo?” Tuve que repetir el primer año dos veces y era dos años mayor que los demás. Al final tuve que ir al liceo de noche para recuperar. Entrenaba por las tarde y después me iba a estudiar. Por lo menos de noche era el más joven de la clase, en vez del mayor. Sofi no lo entendía. Ella venía de un mundo en el que tenías que estudiar.

Ella me ayudaba con las tareas y decía: “No sos estúpido, sos un vago. Podés hacerlo.” Era la primera vez que alguien me empujaba. Mi madre hacía todo lo que podía… pero tenía una casa llena de chiquilines para atender.

Yo llegaba de la escuela y ella me preguntaba: ¿Estudiaste?

Y yo contestaba: Sí.

¿Qué me podía decir? No había tiempo para más preguntas.