Cuando nos sentamos a meditar - Jorge Zentner - E-Book

Cuando nos sentamos a meditar E-Book

Jorge Zentner

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Beschreibung

Contrariamente a lo que muchas personas creen, la meditación no es un atajo para evitar las dificultades de la existencia humana, sino una herramienta para afrontarlas, atravesarlas y trascenderlas conscientemente. En los ochenta capítulos de este libro, Jorge Zentner nos invita a una práctica de atención y presencia. Esta experiencia transformadora de pausa, silencio y recogimiento nos ayudará a explorar los rincones profundos y oscuros de nuestro ser, donde sin duda está la luz que necesitamos para afrontar todas las situaciones de la vida.

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Jorge Zentner

Cuando nos sentamos a meditar

Una práctica de zen laico

Diseño de la cubierta: Dani Sanchis

Edición digital: José Toribio Barba

© 2023, Jorge Zentner

© 2023, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN EPUB: 978-84-254-5061-7

1.ª edición digital, 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Con gratitud, a la memoria de mi maestra zen, Anik Senka Billard

Índice

Introducción

1 Conciencia

2 ¡Aleluya!

3 Sembrar y cosechar

4 Confianza

5 Templo

6 ¿Quién hace?

7 Principiantes

8 Silencio

9 Hogar

10 Voluntad

11 Posturas

12 Creatividad

13 Belleza

14 Autoconocimiento

15 Humildad

16 Árbol

17 Actitud

18 Huracán

19 Café

20 Plenitud

21 Práctica

22 Práctica (2)

23 Muchas mentes

24 Atención

25 Disciplina

26 Sí

27 Zapatos

28 Conscientes de ser

29 El silencio

30 Todo es ahora

31 Otoño

32 Renuncia

33 Pozo

34 Primera vez

35 Vida

36 Imperfecciones

37 Afirmación

38 Testigos

39 Huracán (2)

40 Quietud

41 Control

42 Información

43 Rendición

44 Fondo y figura

45 Sentir

46 Ni hacer ni tener

47 Simplicidad

48 Aprecio

49 Ahora

50 Fuente

51 Entre cielo y tierra

52 Humanos sentados

53 Presencia

54 Aquí y ahora

55 Meditar es amar

56 Instante presente

57 Árbol

58 Lluvia

59 Desapego

60 Suicidio

61 Tormenta y tormento

62 Energía

63 Contemplación

64 Dejar ir

65 Para nada

66 Ya soy

67 Calma

68 Yo soy

69 Aceptación

70 Exploración

71 Entrega

72 Perdón

73 Vulnerabilidad

74 Paisaje interior

75 Hara

76 Decidir

77 Recogimiento

78 Me doy cuenta

79 Retener

80 Fondo y figura

Introducción

Cuando nos sentamos a meditar… nunca sabemos lo que pasará, como en la vida misma. Nos sentamos, entornamos o cerramos los ojos, y eso nos permite descubrir otra mirada, dirigida esta vez hacia nuestro interior. En ese sentido, bien podríamos decir que meditar es, simplemente, estar vivo y ser consciente de estar vivo, plenamente vivo.

Meditar es una oportunidad que nos brindamos para recogernos, para instalarnos en la quietud y el silencio de nuestra conciencia. Todo ello sin aislarnos, presentes en nosotros mismos y abiertos a la presencia de los demás. Nuestra quietud interna, nuestro silencio y nuestra atención en el instante presente sostienen la práctica de las otras personas.

A veces, por error, se atribuye a la experiencia de esa intimidad un rostro adusto, serio, una mirada perdida en el limbo, como si nuestro interior no estuviera saturado de luz, amor y alegría; como si no fuéramos, también, ligereza, sonrisa y celebración.

Contrariamente a lo que muchas personas creen, la meditación no es un atajo para evitar las dificultades de la existencia humana: es una herramienta para afrontarlas, atravesarlas y trascenderlas conscientemente. La práctica zen me ha mostrado que abordar así cada instante —con creatividad e integridad— es una de las muchas formas que puede adoptar el arte de existir.

Hace muchos años, durante la práctica de meditación sentada, zazen, en un dojo zen de Barcelona, viví una súbita experiencia de autoconocimiento que puso fin al malestar existencial que arrastraba desde mi infancia.

En ese instante, me di cuenta también de que tal conocimiento no era un logro individual «mío» (del Jorge que, erróneamente, había creído ser hasta ese día) ni de aplicación exclusiva «para mí». Desde entonces, me he dedicado a compartirlo.

Pese a haber practicado zazen muchos años en un dojo que seguía la tradición transmitida por el maestro Taisen Deshimaru, no me considero budista; mi práctica puede ser vista como una forma de zen laico. Y es también —no lo puedo ocultar— el zen de un escritor, la práctica de alguien que pasa su vida caminando por la cuerda floja que sirve de frontera —y puente— entre el silencio y la palabra.

En Cuando nos sentamos a meditar reúno ochenta textos breves que se inscriben en la tradición zen del Kusen. Ku, boca; sen, enseñanza: enseñanza espontánea, nacida en el instante presente, que el maestro dirige oralmente a quienes permanecen sentados meditando en zazen.

Los capítulos de este libro, pues, no han sido escritos o redactados: son la transcripción de palabras surgidas desde el silencio, en otras tantas sentadas meditativas. Están compuestos en general por frases breves, a veces recurrentes, y siempre flotantes en un gran lago de silencio. No se dirigen a la mente lógica y acostumbrada a establecer categorías —bien/mal; correcto/incorrecto—, sino al lado más silencioso, intuitivo, lúdico y abierto a lo nuevo del lector, ese aspecto menos presionado por la exigencia de saber y de siempre tener razón.

Más que una comprensión intelectual, estas palabras buscan producir un «impacto en el corazón» del discípulo (en este caso del lector). Inexplicablemente, pueden provocar el inesperado fulgor de intuiciones profundas, o el fugaz contacto con la fuente de sabiduría y amor que cada uno de nosotros en esencia es.

Queda claro, entonces, que esta obrano es un ensayo, ni un tratado, ni una investigación de carácter académico. Bien al contrario, cada uno de sus ochenta capítulos es una invitación a la pausa, al recogimiento, a volcar la mirada hacia el paisaje interior, al encuentro con el vacío más íntimo que es —también— plenitud.

Por ello, no es un libro para leer «de una sentada».

Así como en las caminatas meditativas que realizamos en la naturaleza no se trata de «alcanzar una meta», sino de vivir en plena conciencia cada paso, cada instante, en este libro tampoco se trata de llegar al final para desvelar un misterio.

En cambio, es fácil convertirlo en una eficaz práctica de presencia, de estar «aquí y ahora» expuestos a la resonancia que el texto pueda suscitar en el momento presente de la lectura. Lo que resuene con la infinita sabiduría del corazón de cada lector, con su verdad interior, se revelará en su conciencia y será su guía.

Sugiero no leer más de un capítulo cada vez, así como volver a dedicar atención a un mismo capítulo cuantas veces el lector sienta la necesidad de hacerlo.

En gran medida, y pese a que lleva mi firma, estees un libro de autoría colectiva, pues ha nacido gracias al silencio y la quietud de las personas que, semana a semana, participan de forma presencial o virtual en las prácticas de meditación que dirijo en Barcelona. A ellos, mi más sincera gratitud.

Confío en que la lectura de esta recopilación resulte una experiencia transformadora, que ayude a explorar los rincones profundos y oscuros del ser, donde, sin duda, está la luz que necesitamos para afrontar las situaciones más difíciles de la vida.

1Conciencia

Cuando nos sentamos a meditar, nos damos cuenta de que en algún lugar de nuestra conciencia hay niños que juegan alegres y gritan de contento; que en algún lugar de nuestra conciencia hay niños encerrados en sótanos, aterrados por el tronar de las bombas; y que hay soldados masacrando a la población civil…

Todo cabe en nosotros.

Todo cabe en nuestra conciencia.

En cada uno de nosotros caben las galaxias, las guerras y los poemas.

Nos sentamos a meditar para traer la atención a nosotros mismos, a nuestro mundo interno. Así, nos mantenemos conectados con el mundo, con la vida.

Nos sentamos —en silencio— para ver la vida tal como es.

La contemplamos con una mirada amorosa, compasiva, abierta, receptiva, que no juzga, no discrimina, no establece categorías.

Nuestro cuerpo —quieto, sentado, silente— es la encarnación de ese amor que contempla. Ese amor no nos llega de fuera: aquí y ahora nos reconocemos como fuente de amor. Nos reconocemos en nuestra auténtica naturaleza.

Ese amor infinito es lo que nos da la capacidad de acoger el mundo, las galaxias, a los niños que juegan y a los niños que mueren a causa de las bombas, a los soldados que asesinan y violan y mueren bajo el fuego.

Todo cabe en el amor.

Cabe la vida completa.

Y es así como la vida se nos presenta: completa, de instante en instante.

Cuando nos sentamos a meditar, contemplamos con amor el instante presente.

Es el amor lo que nos permite aceptarlo y acogerlo todo, tal como es.

Es el amor lo que nos permite aceptar la vida que late en cada uno de nosotros, tal como es.

Es el amor lo que nos permite decirle «sí» a la vida que encarnamos, con todas nuestras limitaciones, con todas nuestras imperfecciones, con todos nuestros miedos, nuestros apegos y nuestras aversiones.

Es el amor lo que nos permite decirnos «sí».

Es un «sí» absoluto, sin matices, sin peros, sin condiciones.

Somos ese espacio infinito, donde todo cabe.

Somos ese silencio.

Somos esa quietud.

Desde ese silencio, desde esa quietud, contemplamos el movimiento de la vida.

Vemos pasar pensamientos, vemos pasar recuerdos, vemos pasar imágenes, fantasías, deseos…

En nuestra contemplación amorosa, vemos desfilar las emociones, las sensaciones corporales…

Todos esos fenómenos los acogemos con el mismo amor. Les brindamos espacio, para que sean.

Desde nuestro lugar de quietud, comprobamos que todo pasa.

Todo cabe en nosotros.

Observamos y experimentamos la profundidad del silencio.

Observamos cuánta paz hay en este espacio infinito.

Observamos cuánta belleza hay en la quietud.

Observamos cuánto amor puede manar de cada uno de nosotros.

Observamos cuánta libertad hay en nuestro corazón.

Observamos cuánta vida hay en este instante.

2¡Aleluya!

Cuando nos sentamos a meditar, poco a poco frenamos, vamos parando y dejando caer todo lo que cargamos.

¿Para qué?

Para —simplemente— estar aquí.

Durante horas, nuestros ojos, nuestra atención, han estado orientados hacia fuera, hacia el mundo, hacia los demás.

Ahora, nos sentamos para invertir la dirección de esa mirada, para volcarla hacia nuestro interior.

Es una mirada que no busca nada, y que por eso, porque no busca, puede verlo todo, tal como es.

Es una mirada pacífica, no inquisidora.

¿Por qué miramos hacia dentro?

Porque buscamos la vida.

Todo lo que habremos de encontrar en nuestro interior son expresiones, manifestaciones de la vida: pensamientos, imágenes, dolores, deseos, emociones, fantasías, recuerdos…

Están ahí, porque estamos vivos.

Meditar es un encuentro íntimo con la vida. Con la vida que cada uno de nosotros encarna, aquí y ahora.

Cada cosa que observamos bien podría ser saludada con un… «¡aleluya!».

Estoy pensando en la lista de la compra: ¡aleluya!

Hay un dolor en mi rodilla: ¡aleluya!

Me aburro: ¡aleluya!

¿Cómo sentirme vivo, si no me mantengo en contacto con la vida?

¿Cómo sentir la vida, si mi atención la ignora?

¿Cómo encontrar el sentido de la vida, si no tomo conciencia de lo que siento, si no abrazo lo que siento?

Cuando nos desconectamos de la vida que late en nosotros, le pedimos al mundo que nos haga sentir vivos. Es así como nos volvemos dependientes. Necesitamos más: hacer más, tener más, obtener más... para sentirnos vivos. Nunca es bastante.

Para nuestra vida cotidiana tenemos un mantra: siento sed… ¡aleluya!

Estoy cansado: ¡aleluya!

Siento rabia y frustración: ¡aleluya!

Así, la vida, simplemente —cuando tomamos conciencia de lo que sentimos—, se convierte en una celebración.

Nada de lo que siento está mal.

Todo me confirma que «soy la vida», que «yo soy».

Cualquier cosa que sentimos es sinónimo de sentirnos vivos.

Y no nos engañemos: no hay «dos» vidas.

La vida que encarno, aquí y ahora, es la misma vida que encarnan —en mí— los pintores de las cuevas de Altamira.

Si te das cuenta de que aquí y ahora respiras, también te darás cuenta de que eres los pintores de las cuevas de Altamira, y eres los peces del fondo marino.

No hay dos vidas.

Estoy respirando: ¡aleluya!

Siento molestias aquí y allá por la postura de sentado: ¡aleluya!

Siento un gozo muy profundo por el silencio de la sala: ¡aleluya!

Siento tristeza por la enfermedad de un amigo: ¡aleluya!

Siento rabia por la injusticia en el mundo: ¡aleluya!

Experimentar la vida es… experimentar su plenitud.

Preguntémonos: ¿dónde está mi atención cuando no siento la plenitud de la vida?

Aspiramos a sentir la plenitud de la vida y, paradójicamente, al mismo tiempo, rechazamos lo que no nos gusta, lo que nos resulta desagradable o doloroso.

Como si, al respirar, solo quisiéramos inspirar, pero no exhalar.

Como si quisiéramos sentirnos siempre sanos, siempre felices, siempre tranquilos, siempre enamorados.

La plenitud incluye —siempre— los opuestos complementarios: la luz y la sombra.

Si quiero sentirme vivo, esa mirada que vuelco hacia mi interior debe ser una mirada que no discrimine, que no genere categorías.

Si enjuicio, me niego la plenitud.

A la luz y a la sombra que veo les digo: «¡aleluya!».

3Sembrar y cosechar

Cuando nos sentamos a meditar, nos instalamos en la postura, nos instalamos en la quietud, nos instalamos en el silencio.

Al mismo tiempo, renunciamos voluntariamente a cualquier propósito personal.

Renunciamos a «obtener», a «conseguir», a «encontrar», a «cambiar», a «mejorar»…

Nos sentamos y renunciamos al futuro, y a cualquier cosa que el futuro nos prometa.

Los campesinos trabajan la tierra y, cuando quieren producir maíz o trigo, por ejemplo, tienen que abrir la tierra, tienen que trazar un surco, una herida.

En esa herida depositan la semilla.

A través de esos mismos actos, los campesinos abren otra herida, otro surco, en el Tiempo. Y también ahí depositan una semilla: la semilla de la Esperanza.

La tierra es algo bien tangible, que se puede trabajar con las manos, que se puede oler y tocar.

El Tiempo, en cambio, solo existe en la mente de cada uno de nosotros.

Por eso la semilla de la esperanza brota muy rápido, y es como una hiedra que crece y crece, y lo invade todo.

La meditación es sembrar y cosechar, en el mismo acto, en el mismo instante.

Siembra y cosecha son lo mismo, no hay dos, porque no hay mente.

Nos sentamos a meditar y renunciamos a toda esperanza de recoger algo en el futuro, a obtener algún beneficio.

Renunciamos a todo deseo y, especialmente, a desear que las cosas sean distintas a como son ahora. Renunciamos a desear ser otro distinto de quien somos.

Cuando renunciamos a la esperanza, renunciamos a servirnos de la mente, que es donde la esperanza germina y crece.

Es una manera concreta de abrazar el instante presente.

Nos sentamos sin pretender otra cosa que estar aquí, sentados.

Sin propósito, para nada.

Todo es ahora.

Nuestra mente quiere cambiar las cosas, quiere aprender, quiere mejorar. Nuestro corazón reconoce, acepta y acoge lo que es, ahora.

Por eso, a la meditación se le llama «la vía del corazón».

Permanecemos instalados en nuestra postura de sentados, conscientes de nuestra postura, porque nuestro cuerpo nos ata al presente.

Dejamos de buscar, dejamos pasar los pensamientos.

Nuestra atención, puesta en nuestro cuerpo, nos permite tomar conciencia de la postura en la que estamos sentados. Podemos visualizar la estructura de nuestro esqueleto; podemos tomar conciencia del volumen que ocupamos en el espacio.

No buscamos nada. Todo es ahora.

Y tenemos la capacidad de explorar el ahora,permaneciendo con nuestra conciencia en él, aquí.

Es, la nuestra, una atención abierta, que no juzga, que no discrimina.

El espacio nos acoge, para permanecer sentados, respirando.

También el silencio nos acoge, invitándonos a echar raíces en él, permitiendo que nuestra paz interior se revele, se exprese.

Sembramos y cosechamos… en el mismo instante.

La vida se nos ofrece en toda su plenitud, en el momento presente.

Un instante de meditación es eterno.

El momento presente nos ofrece, también, la experiencia de la eternidad.

En el instante presente caben todos los tiempos.

Es aquí y ahora cuando se están desarrollando nuestras vidas pasadas.

Es aquí y ahora cuando escribimos y cumplimos, en el mismo instante, nuestro destino.

Simplemente, aquí sentados, manifestamos nuestra presencia; constatamos ser plenamente.

Cuando no hay mente, no hay tiempo.

Cuando no hay tiempo, no hay espera.

Cuando no hay espera, no crece la hiedra de la esperanza.

Cuando no crece la hiedra de la esperanza, tampoco hay miedo.

4Confianza

Cuando nos sentamos a meditar, permanecemos en quietud y volcamos nuestra mirada hacia nuestro interior.

Vamos, así, al encuentro de la vida, expresada en toda su plenitud, en este instante.

Es en la conciencia de la abundancia que somos —la abundancia que es la vida, encarnada en cada uno de nosotros— donde se funda la confianza.

Podemos confiar en la vida que, en cada uno de nosotros, se reconoce y dice: «yo soy».

Podemos confiar en ella: es abundante, es inagotable.

Hace no mucho tiempo, en las Islas Canarias, se produjo la erupción de un volcán: pudimos presenciar, a plena luz del día, cómo se manifestaba la energía interna del planeta. Nada humano la podía contener.

Es en esa misma extraordinaria energía —que cada uno de nosotros comparte con el planeta Tierra— en la que podemos confiar.

Si solo nos concebimos desde una perspectiva individual, si no tomamos conciencia de quiénes somos en nuestra auténtica naturaleza, que es también la del planeta… es comprensible que desconfiemos de nuestras propias fuerzas y capacidades.

Si solo nos reconocemos como un yo separado, limitado, es comprensible que nos invada el miedo, y que solo podamos concebir la posibilidad de existir a través del esfuerzo, de la lucha.

Cuando profundizamos en la práctica de la meditación, cuando profundizamos en esa mirada hacia el interior de nosotros mismos, cuando gracias a esa práctica nos damos cuenta de que nuestra energía es la misma que hace girar a los planetas en sus órbitas, la misma que produce las mareas y hace estallar los volcanes… cuando tomamos conciencia de quiénes somos en esa dimensión que trasciende el yo individual, entonces la existencia deja de ser vista como un trabajo forzado, como un pedalear agotador cuesta arriba.

La práctica de la meditación —cuando la realizamos con honestidad, con disciplina, con amor— nos permite darnos cuenta de que la existencia también puede ser un arte.

Es decir, una expresión singular de lo que es común a todos; una expresión que fluye sin esfuerzo, que tiende hacia la belleza y la armonía entre contrarios; una expresión del origen; una emanación de la fuente.

La paradoja está en que, para tener esa conciencia, a veces necesitamos sentarnos... «para nada», renunciando a todo propósito, a toda búsqueda, a todo objetivo. Es decir: renunciando a todos los deseos y ambiciones y metas con los que se expresa el Yo psicológico.

Para encontrar lo que solo está en el instante presente, necesitamos renunciar a cualquier esperanza en el tiempo cronológico.

Por eso, nuestra práctica solo consiste en sentarnos, para nada.

Sentarnos, renunciando a «hacer para obtener».

La meditación no es algo que se pueda hacer bien o mal. No es algo que se pueda hacer.

En nuestra vida cotidiana hacemos: trabajamos, estudiamos. Nos dan puntuaciones, nos miden, nos premian o castigan. Nos dicen si lo estamos haciendo bien o mal. Nos damos puntuaciones, nos medimos, nos premiamos o castigamos.

Nos sentamos a meditar para romper con eso. Adoptamos, gracias a la meditación, un paradigma radicalmente diferente.

Al principio puede que nos sintamos confusos: no estamos habituados a vivir… para nada.

Y, sin embargo, todos tenemos experiencia de ello: basta remitirnos a cuando de verdad amamos a alguien. Amamos… para nada.

Sentarnos a meditar es un acto de amor.

Cuando amamos a alguien, en esa persona también vemos la plenitud, la abundancia de la vida.

La clave es el amor.

Cuando nos sentamos a meditar, volcamos una mirada plena de amor hacia nuestro interior; se trata de vibrar con la energía del amor.

Se trata de observar nuestras sensaciones corporales, con amor.

De observar nuestras incomodidades, con amor.

De observar nuestras emociones, con amor.

Meditar es un entrenamiento para la vida, para reconectar con nuestra esencia, que es amorosa.

A esa esencia la encontraremos —siempre— aquí y ahora, en el instante presente.

5Templo

Cuando nos sentamos a meditar, gracias a nosotros —gracias a que lo traemos con nosotros—, llega el silencio.

Nos sentamos y, junto con la quietud, traemos el silencio.

Nuestro cuerpo es el templo donde reinan la quietud y el silencio.

Para cada uno de nosotros —aquí y ahora, en cada instante— nuestro cuerpo es el lugar donde se manifiesta lo sagrado.

Es en nuestro cuerpo donde sopla el aliento vital, esa brisa que no tiene principio ni fin y que nos hace Uno con todo lo que Es.

Cuando llevamos la atención a la respiración, nos convertimos en testigos del latido, del movimiento —del ir y venir— de lo eterno.

Cada hueso de nuestro esqueleto, cada músculo, cada órgano, cada célula de nuestro cuerpo forma parte del templo que somos.

Cada célula nos pide detener nuestra marcha de pies descalzos, nos pide una inclinación reverente, respetuosa, humilde.

Cada célula de nuestro cuerpo es un lugar de oración, de recogimiento, es una manifestación de lo sagrado.

Traer nuestra atención a nuestro cuerpo físico, traer nuestra atención a este lugar donde estamos, y a este tiempo en el que respiramos, traer nuestra atención al presente… nos permite recordar nuestra auténtica naturaleza. Nos permite recordar quiénes de verdad y esencialmente somos.

Como cualquier sitio sagrado, como cualquier otro templo, también nuestro cuerpo expresa la belleza. Son infinitas las formas en que lo bello se manifiesta para maravillarnos, para mostrarnos el milagro de la existencia.

Como cualquier otro templo, como cualquier otro lugar de oración, nuestro cuerpo necesita ser cuidado, preservado, respetado.

A cada uno de nosotros se nos ha confiado un lugar sagrado. Cada uno de nosotros ha recibido la misma misión: cuidar del templo, preservarlo, honrarlo.

Disponemos de muchas maneras para no cumplir nuestra misión.

A veces es lo que comemos, lo que bebemos, lo que fumamos…

A veces es la falta de equilibrio entre el esfuerzo y el descanso…

A veces son los pensamientos tóxicos, que emponzoñan la atmósfera del templo.

Nuestro cuerpo, cuando meditamos sentados, copia las formas de una montaña sagrada.

En esta montaña hay infinitos lugares de oración.

Cuando recorremos con nuestra conciencia el interior de nuestro cuerpo... es como si realizáramos un peregrinaje por lugares santos.

Con esa actitud observamos nuestro cuerpo sentado, nuestra postura.

Esa es la solemnidad de nuestra postura.

Bien arraigados en la tierra, y la coronilla apuntando al cielo.

Quietos. Silenciosos. Presentes.

Permanecemos sentados, profundizando en nuestra intimidad con el silencio, sin quitar la atención de nuestro cuerpo, sin perder esa actitud humilde, respetuosa y solemne que el templo merece.

6¿Quién hace?

Cuando nos sentamos a meditar, nos instalamos silenciosamente en nuestra postura, y vamos familiarizándonos con ella. Es una manera de tomar conciencia de cómo estamos sentados, y de cuáles son nuestras sensaciones corporales.

Es posible que empecemos a reconocer molestias, dolores, picores, tensiones, placeres… en distintos puntos del cuerpo.

Todo está bien. En ningún lugar está escrito que debamos sentir algo preciso, o que no debamos sentir alguna otra cosa.

Meditar es observar lo que hay, darnos cuenta de lo que hay.

La práctica consiste en observar y darnos cuenta, en desarrollar una conciencia testigo.

Así como observamos nuestras sensaciones corporales, con la misma actitud de testigos observamos los fenómenos que se suceden en nuestra mente.

Descubrimos pensamientos, imágenes, recuerdos, fantasías, deseos, comentarios, ecos de nuestro diálogo interno.

Cualquier cosa que descubramos… está bien.

Aceptamos —sin opinar ni criticar— lo que hay en el instante presente.

Lo mismo sucede con nuestras emociones.

Tal vez encontremos miedo, culpa o rabia… Todo está bien.

Aceptamos lo que hay en el instante presente.

En cada instante que aceptamos, estamos aceptando —también— todo nuestro pasado y todo nuestro futuro.

Es imposible vivir de manera incorrecta o equivocada.

Si nos permitimos aceptar el instante, si aceptamos que aquí y ahora todo está bien… ¿qué sentimos?

Si voy a meditar... está bien.

Si no voy a meditar… también está bien.

¿Qué siento?

Aquí y ahora, estoy viviendo exactamente lo que tengo que vivir.

Esta mañana, yo no sabía que por la tarde, de camino a la sala de meditación, habría de tropezar y caerme en la calle. Pero horas después, caminando hacia la sala de meditación, tropecé y caí, en el momento exacto, en el lugar exacto. En el instante que tropecé y caí, el humano que soy se dio cuenta, tomó conciencia de lo que el Ser que soy… ya sabía.

Si me identifico exclusivamente con el humano que soy, necesito caerme para darme cuenta; tengo que «experimentar» el tropiezo... y la caída.

El Ser Humano que soy no podía elegir caerse o no caerse.

Toda mi libertad se reduce a aceptar, o no aceptar, la caída; aceptar, o no aceptar, el instante presente.

¿Qué siento si lo acepto?

¿Qué siento si no lo acepto?

¿Qué experimento en el primer caso?

¿Qué experimento en el segundo?

Cada uno de nosotros siente algo, aquí y ahora.

Practiquemos: lo acepto… ¿qué siento?

No lo acepto… ¿qué siento?

Cada uno de nosotros, en este momento de la vida, está experimentando cosas agradables. ¿Qué siento si las acepto? ¿Qué siento si no las acepto?

Pongamos la atención en nuestro cuerpo.

Tomemos conciencia de nuestro peso, del espacio que ocupamos, de las distintas sensaciones corporales que podemos encontrar si hacemos una suerte de escáner con nuestra observación, nuestra atención:

¿Qué siento en las piernas, en los brazos, en la espalda, en las nalgas…?

¿Qué siento en el cuello, los hombros, la espalda…?

¿Cómo es mi respiración?

¿Qué pensamientos circulan por mi mente?

¿Siento inquietud, aburrimiento, frustración, rabia…?

¿De qué va mi bla, bla, bla mental?

¿Estoy pensando que debo añadir algo a la lista de la compra?

¿Estoy hablando por teléfono con alguien…?

Todo está bien.

Cuando empezamos la meditación, conviene llevar la atención al entrecejo y la frente, y observar si ahí hay tensión, para soltarla.

También observamos los globos oculares, y los relajamos, como si voluntariamente dejáramos de buscar con ellos, como si dejáramos de mirar.

Luego observamos la lengua y la dejamos descansar, porque voluntariamente renunciamos a todo discurso.

Vamos, pues, repasando distintos sitios y, en cada uno de esos puntos, voluntariamente… «dejamos de hacer».

Puestos a «no hacer», ni siquiera «hacemos meditación».

Renunciamos a cualquier pretensión de estar haciendo algo.

De la misma manera que no hacemos palpitar voluntariamente nuestro corazón, tampoco podemos meditar voluntariamente. El estado de conciencia al que denominamos «meditación» ya existe, no podemos «hacerlo».

Meditar es descansar del Yo que hace.

Meditar es dejar de identificarnos con el que hace.

Meditar es —gracias a esa renuncia del Yo que hace— reconocer quién soy de verdad: la observación.

¿Qué siento cuando no soy el Yo que hace?

¿Qué siento cuando me doy cuenta de que soy la observación?

¿Hice Yo mi resbalón y mi caída de esta tarde…?

7Principiantes

Cuando nos sentamos a meditar, sin ninguna prisa, paulatinamente, entramos en intimidad con nuestra postura: observamos si en nuestras piernas hay tensión, o fatiga, o calor…

Exploramos —sin juzgar— los matices sensoriales, en las distintas zonas de nuestras piernas. ¿Qué emoción hay —aquí y ahora— en nuestras piernas?

Lo mismo hacemos con la pelvis. Dejamos que nuestra mirada interior visualice y explore la pelvis.

¿Qué pasa en nuestra pelvis, aquí y ahora?

Es, la nuestra, una mirada que no juzga, que no critica, que exclusivamente… constata.

Observamos la columna vertebral. Visualizamos. Exploramos. Y, a partir de la columna vertebral, nuestra espalda, nuestras costillas, nuestro vientre...

¿Qué siento…?

¿Qué experiencia interna tengo en esta parte de mi cuerpo?

¿Qué emoción están expresando mis órganos?

¿Qué historia están contando mis brazos y mis hombros? ¿Y mis manos…?

¿Estoy cargando un peso?

¿Estoy vencido?

¿Qué energía me habita y me hace vibrar?

¿Qué energía hay en mi cuello, en mi nuca, en mi coronilla, en mi frente…?

Nos visualizamos sentados, perfectamente arraigados, anclados y conscientes de la energía que fluye por nosotros, que vibra en nosotros, conscientes del ánimo con el que estamos sentados.

Renunciamos a cualquier propósito, a cualquier objetivo que vaya más allá de estar sentados.

Hoy es tal vez el primer día que nos sentamos después de mucho tiempo.

La próxima vez —tal vez mañana, tal vez dentro de una semana— será otra vez el primer día.

Y, cada día, volverá a ser la primera vez.

Sentarnos en meditación es un gesto que nos saca de la cronología, de lo sucesivo, de lo relativo, de lo que empieza y termina.

Es un gesto que conecta nuestra conciencia individual con lo que Es, en el eterno ahora.

Sin antes. Sin después. Sin comienzo, sin fin. Sin nacimiento. Sin muerte.

La práctica de meditación es una vía hacia el encuentro y el reconocimiento de nuestra auténtica naturaleza, de quienes de verdad somos, hemos sido y seremos.

La práctica es muy sencilla: simplemente estar sentados, simplemente estar de pie, simplemente estar acostados. Cualquiera de las tres posibilidades de nuestro cuerpo —que nace y muere— nos permite reencontrarnos con nuestra auténtica naturaleza, que ni nace ni muere, sino que Es.

Simplemente estar sentados. Simplemente estar de pie. Simplemente estar acostados. Nuestra auténtica naturaleza nunca nos abandona.

Está en nosotros la capacidad de realizarla en nuestra conciencia individual, a través de nuestra presencia.

Con nuestra práctica, cultivamos la llamada «mente del principiante».

Es la mente de quien siempre está en lo más bajo, siempre está empezando, y no se hace la ilusión de acumular, de crecer, de saber más, de mejorar.