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Cuando nunca se ha amado Estaba claro que la deseaba, pero también que no quería nada serio. Cally iba buscando un poco de paz y tranquilidad cuando llegó a aquel pueblo de España... pero la llegada del misterioso millonario Nicolás Llorca lo cambió todo. El increíble atractivo y los encantos de aquel hombre resultaban extremadamente difíciles de resistir. Pero Cally no tenía ningún interés en mantener una aventura. Además, estaba claro que Nicolás tenía algunos secretos. Aunque estaba decidida a alejarse de él, su seguridad empezó a tambalearse cuando Nicolás le hizo una oferta que no pudo rechazar. Amor en palacio ¡Estaba obligada a vivir con un príncipe! Tammy se sorprendió al descubrir que se había convertido en la tutora de su sobrino huérfano, Henry, que algún día sería príncipe de un país europeo. Marc, el príncipe regente, quería que Henry fuera educado en la realeza, y no estaba acostumbrado a recibir negativas. Pero Tammy, una combativa australiana, no tenía tiempo para los títulos, y estaba decidida a darle a su sobrino todo el amor que necesitaba… incluso si tenía que mudarse al palacio. Pero mientras Tammy y Marc se enfrentaban por el futuro del bebé, la pasión que nació entre ellos se hizo imposible de resistir… Unhombre de palabra Los marines no eran su tipo… o al menos eso se decía a sí misma. Según Kate Bradley, los hombres guapos y temerarios no eran buenos maridos. Pero eso no le impedía fantasear con Striker Kozlowski, el marine a quien había adorado en secreto desde los diecisiete años. Ahora, tenía que asegurarse de que Striker cumpliera la voluntad de su abuelo… y de mantener ocultos sus verdaderos sentimientos. La intención de Striker no había sido volver a Texas ni que lo encerraran en una sala con una hermosa princesa de hielo que lo hacía sentirse como un recluta nervioso. Podía cumplir las misiones más peligrosas, pero ¿podría correr el mayor riesgo de todos… amando?
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Seitenzahl: 513
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
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© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 586 - junio 2025
© 2002 Anne Weale
Cuando nunca se ha amado
Título original: The Man From Madrid
© 2003 Marion Lennox
Amor en palacio
Título original: Her Royal Baby
© 2004 Cathie L. Baumgardner
Un hombre de palabra
Título original: Her Millionaire Marine
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-571-1
Créditos
Cuando nunca se ha amado
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Amor en palacio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Un hombre de palabra
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
El timbre de la puerta la sobresaltó mientras preparaba los dormitorios para los invitados que llegarían esa noche. Cally dejó la mopa contra la pared y salió al pasillo, observándose por un momento en el enorme espejo. Cualquier parecido entre aquella figura en vaqueros, zapatillas de deporte y guantes de fregar consigo misma, una mujer de negocios de inmaculado aspecto, era pura coincidencia, como rezan algunas películas y novelas. ¿Quién, viéndola en aquel momento, habría adivinado que una semana antes había presidido una reunión de negocios en Londres?
Bajó los tres tramos de escalera de la casa de estructura arquitectónica típicamente española y abrió una de las hojas de la enorme puerta. En otros tiempos, cuando se abría entera, pasaban por allí los carruajes de caballos. Fuera, esperaba el modelo arquetípico de hombre que Cally siempre había imaginado pero jamás había visto: un español de los que dejaban sin respiración.
Con más de uno ochenta de estatura y bien proporcionado, su cabello era denso, negro y brillante, y sus rasgos, una réplica de los del morisco de la fuente de la plaza del pueblo. Pero al contrario que él, no llevaba barba, sólo una sutil sombra de pelo incipiente al estilo moderno o, como dicen los británicos, el resultado de un par de días de excursión sin afeitar. El hecho de que hubiera descargado la mochila en el suelo hizo pensar a Cally que el excursionista buscaba albergue para la noche.
–Buenos días, señorita –saludó él en español–. He reservado habitación para tres noches. Me llamo Nicolás Llorca.
Al hacer la reserva una secretaria por teléfono, Cally había supuesto que el señor Llorca era un hombre de negocios. La casa rural, propiedad de sus padres, apenas recibía turistas españoles. En general, los turistas eran extranjeros, igual que su madre y su padre.
–Pase, por favor. No lo esperábamos hasta más tarde, pero su habitación está lista –respondió Cally en un español tan fluido que aquel visitante jamás habría podido adivinar que no era su lengua nativa–. ¿Viene usted de muy lejos?
–No demasiado –respondió él, escueto y serio.
Los hombres siempre le sonreían. Sobre todo, los españoles. Por eso Cally concluyó que aquél no era precisamente simpático.
–Supongo que querrá dejar sus cosas, le mostraré su habitación.
Cally lo guió al piso de arriba y le mostró su habitación, añadiendo:
–Espero que le resulte cómoda. Ésa es la puerta del baño. Tiene ducha. La cena se sirve a partir de las siete y media porque tenemos muchos clientes extranjeros a los que les gusta ese horario, pero le agradeceríamos que no llegara más tarde de las nueve. A la cocinera le gusta volver a casa antes de las diez. Si necesita algo, sólo tiene que pedirlo.
El señor Llorca contempló la habitación mientras ella hablaba. Para Cally fue imposible adivinar qué opinión le merecía.
–Gracias –contestó él educadamente.
–Hay una terraza al otro lado del pasillo con unas vistas preciosas al valle y, si quiere una cerveza, el bar de la planta baja está abierto –le informó Cally–. Le agradecería también que bajara los vasos de vuelta al bar cuando termine –añadió, y desapareció.
Una vez a solas, Nicolás abrió la mochila, sacó el neceser de baño y se desnudó. Había dejado el coche en un garaje de otra ciudad a diez kilómetros de distancia, y había pasado el día recorriendo senderos de montaña en dirección a Valdecarrasca. Y allí pensaba quedarse el tiempo que fuera necesario hasta lograr su objetivo. Tomó una larga ducha y se relajó tras la caminata al sol.
A pesar de ser octubre, las hojas de las parras no se habían caído. Eran de color ocre y rojizo, y aún hacía calor comparado con el frío norte de Europa.
Se lavó el cabello pensando en la chica que le había abierto la puerta. Era extraño, la gente del lugar hablaba el valenciano y el castellano, la lengua oficial de España. Ella le había dado la bienvenida en castellano, pero su acento, que no le habría extrañado en una gran urbe como Madrid, su ciudad natal, resultaba poco frecuente en una mujer de la limpieza de un pueblo tan pequeño. En realidad, todo en ella le había sorprendido: su educación, su corrección, su seguridad, sus aires casi de autoridad y el hecho de que no hubiera intentado flirtear con él. Aquella indiferencia resultaba refrescante frente a la pesada y constante atención de las mujeres hacia él.
Pensando en ella, en su estrecha cintura y trasero redondeado mientras subía las escaleras delante de él, Nicolás notó que se excitaba. Divertirse con una chica de pueblo era algo normal y aceptable en tiempos de su padre o de su abuelo, pero no era su estilo. Había en Madrid muchas mujeres sofisticadas dispuestas a colaborar si deseaba compañía femenina, y quizá algún día se casara con alguna de ellas. Sin embargo, al contrario que su hermano, él no estaba obligado a elegir esposa. Y, tras haber visto de cerca la deteriorada e incómoda relación de pareja a la que llegaban muchos matrimonios, no tenía ninguna prisa.
A las seis en punto Cally estaba poniendo la mesa en la que cenarían todos los huéspedes cuando oyó pisadas en las escaleras. Momentos después, oyó al español preguntar si había alguien por allí. Cally salió al salón.
–Estoy aquí, ¿en qué puedo ayudarlo?
Se había afeitado y cambiado de ropa, observó ella. Llevaba unos chinos y una camisa en lugar de los vaqueros y la camiseta azul marino.
–Supongo que sería mucho pedir que, en un edificio antiguo como éste, tuvieran ustedes una línea telefónica a la que conectar el módem de mi ordenador, ¿no?
El ordenador era para Cally su cordón umbilical con el mundo exterior cuando estaba en España.
–Hay conexión a Internet en la oficina, pero no tenemos banda ancha en un pueblo tan pequeño. Además, disponemos de varias líneas, así que no interferirá las llamadas telefónicas. Tome nota del tiempo que pasa conectado a la red, por favor.
Cally lo guió a la oficina, una habitación pequeña sin ventana. Encendió la luz y se la mostró.
–Si su cable es corto y no llega a la conexión, hay un alargador –añadió.
–Gracias, no creo que me haga falta. ¿Sus huéspedes suelen conectarse a Internet? –preguntó el español, sorprendido.
–No, pero a veces vienen hombres de negocios entre semana. Creí que usted era uno de ellos, hasta verlo con la mochila. Si tiene algún problema, llámeme. Me llamo Cally.
–¿Cally? ¿De qué nombre es ese diminutivo? –preguntó él, deteniéndola antes de que se marchara.
–De Calista, pero nadie me llama así.
–¿Preferirías que te llamaran Calista?
–Estoy acostumbrada a que me llamen Cally –contestó ella encogiéndose de hombros–. ¿Quieres tomar algo mientras revisas el correo?
–Una cerveza, gracias.
–Marchando.
Ella también se había cambiado de ropa, observó Nicolás. Llevaba una falda negra ajustada en las caderas y suelta por las piernas y una camiseta ni demasiado ancha ni demasiado estrecha, mostrando la forma exacta de sus pechos. Llevaba también un cinturón rojo y el pelo largo recogido con un pasador. Y al igual que todas las mujeres españolas, llevaba varios piercings en las orejas.
Nicolás estaba esperando que los mensajes terminaran de cargarse cuando Cally llegó con un vaso y una cerveza San Miguel. Él alzó la vista y dijo:
–Gracias.
–De nada –murmuró ella sin mirarlo, marchándose a continuación.
Cally tenía una voz musical y unos tobillos preciosos, pensó Nicolás mientras abría los e-mails.
El padre de Cally llegó cuando ella estaba terminando de poner la mesa. Se había marchado a la ferretería del pueblo a comprar unos tornillos poco antes de la llegada del señor Llorca. Cally sabía por qué había tardado tanto, pero al contrario que su madre, no hizo ningún comentario sarcástico. Y su padre no tuvo que inventar ninguna excusa.
Hacía mucho tiempo que Cally sabía que sus padres no eran una pareja perfecta. Tampoco eran personas corrientes. Eran el equivalente a un delincuente juvenil, pero en adulto: irresponsables, caprichosos, egoístas, entrañables a veces y exasperantes la mayor parte.
Cally siempre los había querido, pero con el tiempo su afecto se había ido erosionando al darse cuenta de que, en realidad, ninguno de los dos quería a nadie más que a sí mismo. De pequeña siempre había contado con su abuela para rescatarla de los peores excesos de sus padres, pero su abuela estaba muerta.
–¿Han llegado todos los turistas? –preguntó su padre pronunciando la palabra con cierto desprecio, como hacía siempre que sabía que nadie podía oírlo.
Montar aquella casa rural no había sido idea de Douglas Haig. Como siempre, cuando se trataba de ganar dinero, el motor había sido su madre. Sin embargo, a Douglas no le importaba atender en el bar o hacer el papel de cariñoso anfitrión.
–Sí, todos presentes –contestó Cally–. Espero que bajen a cenar de un momento a otro.
La puerta oscilante de la cocina se abrió y apareció tras ella una mujer bajita y regordeta con un viejo delantal. Era Juanita, una vecina del pueblo, viuda, que se ocupaba de cocinar cuando Mary Haig tenía migraña o, como en esa ocasión, cuando estaba fuera.
Juanita y Cally estaban hablando en valenciano cuando una pareja de huéspedes, Jim y Betty, bajó las escaleras. Su habitación había sido reservada a nombre de Jim Smith, pero a Cally no le habría extrañado que ella no se apellidara así. El hecho de que fueran amantes y no estuvieran casados no le importaba lo más mínimo. Cally jamás había mantenido una relación larga con un hombre. Pero Jim y Betty eran de una generación que sí veía con malos ojos eso de «vivir en pecado», y posiblemente se sintieran incómodos.
–Buenas noches, ¿queréis tomar algo? El bar está abierto –los saludó Cally mientras Juanita se marchaba a la cocina a hacer la cena.
A veces, cuando los huéspedes se mostraban reservados, era necesario romper el hielo y darles conversación. Aquella noche, sin embargo, eran todos muy extrovertidos, de los que se quedaban hablando hasta las doce. Para sorpresa de Cally, el señor Llorca apareció cuando aún estaba sirviendo el aperitivo antes de la cena. Era extraño. Aun en el campo, los españoles comían y cenaban mucho más tarde que los extranjeros. Y en las grandes ciudades, aún más.
Douglas se había unido al grupo de hombres que charlaban de golf mientras Cally se quedaba detrás de la barra leyendo el periódico El Mundo. El señor Llorca se acercó al bar justo cuando ella contestaba a Juanita, que asomó la cabeza un momento por la puerta de la cocina para preguntar algo.
–¿Otra San Miguel? –preguntó Cally.
–No, prefiero un vino. Tinto, por favor –contestó él sentándose en un taburete.
–El vino de la casa es un reserva, pero si prefieres otro mejor, tenemos una buena bodega –informó Cally tendiéndole la carta de vinos.
Nicolás la ojeó y Cally aprovechó para observar su rostro. Aquella combinación de rasgos causaba un fuerte impacto. Tan fuerte como el que causaba el perfil autoritario del musulmán que un día había gobernado aquel pueblo y cuyos rasgos, tras matrimonios mezclados con los oriundos del lugar, habían pasado a las generaciones siguientes hasta nuestros días. El linaje ancestral de aquel hombre resultaba particularmente notable. Los pómulos, el corte de la barbilla, el puente de la nariz recto y cortante como una cuchilla, pero sobre todo la piel aceitunada y el cabello y cejas negros le proporcionaban un aire noble, como si hubiera salido de un cuadro de la época de la historia de España que a Cally más la fascinaba.
–Probaré el vino de la casa, gracias –dijo él devolviéndole la carta.
Quizá no pudiera permitirse un buen vino, pensó Cally. Aunque no daba la impresión de que pasara apuros. Llevaba un portátil de los caros.
–Hablas valenciano –comentó él, que la había oído contestar a Juanita–. ¿Naciste aquí?
–No, nací en Andalucía –contestó ella sacudiendo la cabeza–. He vivido en muchos sitios distintos de España… y eso me recuerda que olvidé pedirte tu carné de identidad al llegar. Tenemos que tomar nota de los datos de nuestros huéspedes. Puedes dejármelo luego, si no lo tienes aquí.
–Lo tengo –respondió Nicolás sacándose la cartera del bolsillo trasero del pantalón.
–Gracias.
Cally tomó nota de los datos y se lo devolvió, notando entonces que tenía unos largos y elegantes dedos y que no llevaba anillo de casado.
–¿Hay sitio para mí en la mesa con el resto de huéspedes? –preguntó Nicolás.
–Por supuesto –contestó Cally–. El propietario y yo cenamos también en la misma mesa si la casa rural no está al completo. Pero te advierto que, aunque todos viven en España, apenas saben hablar español. Residen en la costa, donde se puede decir que no hace falta.
Nicolás le sonrió por primera vez. El efecto que esa sonrisa le causó la sorprendió. Cally jamás había sido muy susceptible al encanto masculino, ni siquiera de adolescente. Y, con veintisiete años, se podía decir que era casi inmune a los hombres. Sin embargo, cuando ese hombre sonreía, su respuesta era tan poderosa como si se hubiera inclinado sobre la barra y la hubiera besado.
–Sé algo de inglés –comentó él–. Lo suficiente como para mantener una conversación. De todos modos, estarán ocupados hablando unos con otros, preferiría sentarme a tu lado si es posible. Quiero hablar contigo de este pueblo y del valle. O, si crees que estarás ocupada, puedo sentarme junto al propietario. ¿Habla él español?
–No mucho –dijo Cally–. La señora Haig lo habla mejor, pero ahora no está. Espero poder informarte yo de todo lo que quieras saber.
–¿Cuánto tiempo llevas trabajando para ellos?
Antes de que Cally pudiera explicarse, uno de los huéspedes se acercó al bar a pedir otra ronda:
–Lo mismo, preciosa –pidió en dirección a Cally–. Buenas tardes, señor. Hace bueno hoy.
El acento era pésimo, pero las intenciones del extranjero eran buenas. Nicolás sonrió y contestó en inglés:
–Buenas noches. Sí, ha sido un día precioso, y se prevé que mañana también lo será. Pero supongo que es el excelente clima de este país lo que lo ha traído aquí, ¿no?
–Exacto, amigo –contestó el inglés aliviado.
Cally trataba de asimilar el descubrimiento de que Nicolás Llorca hablaba un inglés perfecto, sin el menor acento. Y para hablarlo así era necesario haber comenzado a estudiarlo desde muy pequeño, aparte de seguir hablándolo con frecuencia. Resultaba molesto que no se lo hubiera dicho. Es más, había tratado de despistarla a propósito al comentar sencillamente que sabía algo de inglés. Evidentemente, era bilingüe.
–No cenes solo, ven a sentarte con nosotros –comentó el inglés haciendo un gesto hacia sus amigos.
–¿Me disculpas? –preguntó Nicolás en dirección a Cally, levantándose de la banqueta.
–Por supuesto.
Le gustaba su corrección. Le habría molestado que él se levantara de la barra y se marchara sin más, como si una empleada de una casa rural no tuviera derecho a ser tratada como una dama. Eso habría demostrado que él no era un caballero.
Cally lo observó durante las presentaciones. Fue Nicolás quien se presentó a sí mismo. Estrechó la mano de los hombres y besó las de las mujeres con una galantería tan espontánea que parecía que el gesto fuera habitual para él. Instantes después ella anunció que la cena estaba servida, y los extranjeros se sentaron por parejas dejando la cabecera de la mesa a su padre y dos huecos en el extremo opuesto libres para Nicolás Llorca y para ella.
Y, una vez más, su corrección se puso de relieve al sujetarle la silla a Cally. Ninguno de los otros hombres presentes tuvo ese detalle de galantería con sus parejas.
–Gracias, pero ¿por qué no te sientas junto a Peggy? Así tendrás alguien con quien hablar cuando yo esté ocupada con Juanita –sugirió Cally.
–Sí, ven y siéntate a mi lado, cariño –asintió Peggy coqueta, dando golpecitos en la silla que tenía al lado y que Nicolás había apartado de la mesa para ella.
Peggy tenía los suficientes años como para ser su madre, pero según parecía, no estaba dispuesta a reconocerlo. Para empezar, se podía elegir entre sopa de pescado y ensalada. Había cestos de distintos tipos de pan sobre la mesa. Nicolás escuchaba una anécdota que contaba Peggy cuando Cally por fin se sentó a la mesa. No pudo evitar mirar de reojo a su padre, que mostraba signos de aburrimiento ante la conversación de sus vecinos. Por supuesto, sólo ella podía notarlo. Y cuando su padre se aburría, recurría a la botella con demasiada frecuencia.
Cally se preguntó cuándo podría volver a su vida de siempre, a Londres. No le importaba sacrificar dos semanas de sus vacaciones para procurarle un descanso a su madre, que enseguida aprovechaba para marcharse de Valdecarrasca. Ni le importaba tampoco concederles unos días a ambos para descansar el uno del otro. En cierto sentido disfrutaba, rodeada de viñedos y montañas en lugar de calles atestadas de tráfico. Sin embargo, el trabajo de editor de una de las más importantes casas editoriales inglesas había dejado de ser un puesto seguro como en los días en que se consideraba una dedicación «para caballeros». En realidad, se había convertido en un empleo estresante en el que los despidos y reajustes laborales eran tan frecuentes como en cualquier otra profesión.
Lo que le preocupaba en ese momento era que Edmund & Burke, la editorial para la que trabajaba, había sido comprada por una editora multinacional con una directora nueva. Todo el mundo esperaba con ansiedad a ver cómo aquella formidable mujer, Harriet Stowe, reestructuraba la delegación del Reino Unido. Tenía reputación de ser despiadada en sus decisiones y de importarle poco la calidad literaria de las obras que publicaba en comparación con los beneficios. Edmund & Burke, en cambio, era famosa por la alta calidad de sus publicaciones, y jamás había publicado un bestseller. Era muy probable que los despidos fueran masivos.
Por todo ello aquél no era buen momento para marcharse de Londres. Sin embargo, su madre tenía planeado visitar a un amigo mucho antes de que el futuro de Edmund & Burke fuera incierto, y Cally sabía que de no haberse marchado ella de Valdecarrasca, el matrimonio de sus padres habría entrado en crisis. Cally temía el día en que decidieran divorciarse, porque ninguno de los dos tenía medios suficientes como para vivir con independencia. No eran felices juntos, pero separados tendrían bastantes más problemas.
Fred, la pareja de Peggy, se inclinó frente a ella sobre la mesa y dijo:
–Supongo que los propietarios de los viñedos de los alrededores se estarán frotando las manos ante la idea de vender los terrenos. Se harán millonarios, igual que los españoles propietarios de los terrenos costeros en los años sesenta y setenta.
–El valle perdería todo su encanto si se llenara de apartamentos –contestó Cally–. Se harán ricos, pero perderán calidad de vida. Es una lástima que la planificación urbana no sea más estricta. No me parece bien que echen a perder el lugar llenándolo de urbanizaciones. Debería haber un límite para la construcción.
–Y seguramente lo hay –comentó Fred sonriendo–. Pero siempre se puede traspasar con un poco de… –Fred terminó la frase con un gesto, restregando los dedos pulgar e índice. Luego volvió la vista a Nicolás y añadió–: No se ofenda, señor, pero todos sabemos lo que ocurre. Siempre ha sido así… y siempre lo será.
–Mi país no es el único en el que uno puede saltarse las leyes con dinero –contestó Nicolás–. El soborno existe en todas partes, pero estoy de acuerdo con la señorita Cally en que sería una lástima que el desarrollo urbanístico descontrolado se extendiera también por el interior. Aunque, por otro lado, las personas como ustedes quieren disfrutar de un retiro en climas cálidos, así que cierto crecimiento es necesario. ¿Cómo te apellidas? –preguntó Nicolás en dirección a Cally.
–Haig.
–¿Eres medio inglesa y medio española?
–No, soy totalmente inglesa. Ése es mi padre, el propietario –contestó Cally.
–Así que por eso hablas un inglés perfecto. Creía que eras española.
–Tú también hablas un inglés perfecto. ¿Cómo es eso? –preguntó Cally.
–Es una larga historia, ya te la contaré.
A pesar de haber contestado con naturalidad, Cally tenía la sensación de que había tocado un asunto delicado. Por un momento pensó en insistir, pero no habría sido de buena educación. Y menos aún siendo él un cliente. De todos modos, era el momento de retirar los platos y servir el segundo: berenjenas al estilo mudéjar, una de las especialidades de Juanita.
–Sé qué verdura son las berenjenas, pero ¿qué significa eso del «estilo mudéjar»? –le preguntó Peggy a Nicolás.
Todos en la mesa estaban callados, así que todos oyeron la respuesta de Nicolás:
–Mudéjares eran los musulmanes que se quedaban rezagados en el territorio paulatinamente reconquistado por los cristianos. Tenían un estilo artístico muy destacado que influyó mucho en la arquitectura del siglo XIII, llamada por ello mudéjar. Este excelente plato es otra muestra más de cuánto influyó en este país la cultura árabe.
Nicolás alzó su copa de vino en dirección a Juanita, que seguía sirviendo berenjenas, y brindó:
–¡Por la cocinera!
El resto de comensales lo imitó y Juanita se ruborizó. Cally no pudo evitar admirar a Nicolás, tanto por sus conocimientos históricos como por su exquisita educación con una persona a la que, por lo general, todo el mundo ignoraba. Habría deseado que fuera su padre quien contestara a la pregunta de Peggy y propusiera el brindis, pero Douglas jamás agradecía lo que los demás hacían por él. Daba por sentado que tenía derecho a que alguien le planchara las camisas y le sirviera la comida. Quizá no fuera culpa suya, quizá su madre lo hubiera malacostumbrado. No era el único hombre de su generación convencido de que la tarea de las mujeres era hacerles la vida más cómoda.
Y ésa era una de las razones por las que Cally se resistía a permitir que un hombre entrara en su vida. Sabía que no todos eran tan egoístas como su padre, pero resultaba difícil saber si lo eran o no sin entablar primero una profunda relación, porque al principio de un romance todos los hombres mostraban lo mejor de sí mismos.
–El plato está caliente, ¡qué detalle más bonito! –exclamó Peggy–. A menudo en los restaurantes españoles los platos están fríos, y la comida se enfría antes de poder disfrutarla. No pretendo ser crítica –añadió dando un codazo a Nicolás–, adoro España. No volvería a Birmingham ni aunque me pagaran. ¡Viva España! –exclamó alzando su copa y mirando a los demás.
Cally acababa de servir a Fred. Nicolás, en el lado contrario de la mesa, la miró. Con el rostro imperturbable, de pronto le guiñó un ojo. Fue un gesto casi imperceptible. Y tuvo sobre Cally el mismo efecto que sus sonrisas: algo en su interior se derritió. Sí, aquel hombre era peligrosamente atractivo.
A las berenjenas siguió un plato de chuletas de cordero y cuencos de verdura. Era la típica guarnición que los ingleses servían en el mismo plato y, los españoles, por separado. De postre había diversos platos a elegir: flan casero de Juanita, helado casero preparado por la señora Haig o macedonia de frutas con Kirsch preparada por Cally.
–El servicio es excelente en relación con el precio –comentó Nicolás nada más sentarse Cally a la mesa, a la que había estado esperando para empezar.
–Eso pretendemos –contestó ella–. Es la única manera de que los clientes vuelvan, pero hay mucha competencia. ¿Por qué elegiste esta casa rural precisamente, y cómo tuviste noticias de ella?
–Leí un libro de viajes de Rafael Cebrián a propósito de estas montañas –contestó Nicolás–. Describe un lugar llamado el Barranc de L’Infern que parece interesante. ¿Has oído hablar de él?
Cally asintió. Tanto por el nombre como por lo que había oído decir, lo mejor era evitar el lugar.
–Sí, ha habido allí muchos accidentes… algunos fatales. Es especialmente peligroso en días de lluvia o con el terreno mojado. No deberías arriesgarte a ir allí solo.
–Tranquila, voy con unos amigos que saben lo que hacen –contestó Nicolás haciendo una pausa y mirándola a los ojos fijamente–. Pero me alegro de que te preocupes por mi seguridad, al llegar aquí me dio la sensación de que no te caía bien.
En realidad, había sido exactamente al contrario. Nada más verlo, Cally había pensado que era el hombre más sexy que había visto en mucho tiempo.
–Lamento que lo pensaras, no era mi intención. Si me disculpas… tengo que ocuparme del café y los licores.
Nada más llegar a la cocina, Juanita preguntó:
–¿Cuánto tiempo va a quedarse el madrileño?
–Tres noches. ¿Cómo sabes que es madrileño? –preguntó a su vez Cally.
–Por el acento, por su forma de comportarse. Es muy guapo, ¿no te parece? Un buen partido.
–¿Qué insinúas, Juanita? Ya sabes que me gusta ser independiente –replicó Cally.
–Eso lo dices ahora que eres joven, pero no lo serás eternamente. Algún día querrás tener marido e hijos. Ya sé que estudiaste una carrera en Londres, pero cuando llegues a los treinta y cinco el trabajo no te resultará tan satisfactorio.
Nicolás, sentado a la mesa, escuchaba a Peggy y pensaba en Cally. Había aprendido a fingir interés por las conversaciones de las mujeres en las fiestas y veladas que celebraba su madre, pero eso no significaba que interrumpiera el curso de sus pensamientos. En algunas ocasiones su madre lo invitaba para llenar un hueco, y él asistía dispuesto a aburrirse y a cumplir con ella.
La madre de Nicolás era muy rica, y en su juventud había sido una belleza. Sin embargo, con el tiempo se había convertido en una mujer profundamente desgraciada. Ni la cirugía estética había sido capaz de conservar su belleza, ni ninguno de sus maridos ni amantes había dado la talla. Era una adicta a todo tipo de pastillas y llenaba sus días con frívolas fiestas sociales en las que derramaba sus desgracias sobre todo aquél dispuesto a oírlas. En algunas ocasiones, sobre alguno de sus cinco hijos, que conocían sus historias de memoria.
Bastaba un vistazo para comprender que el padre de Cally era un borrachín. Nicolás se preguntó qué hacía una mujer inteligente como ella trabajando de doncella en un lugar tan remoto. Sin duda, con su oído para las lenguas estaba capacitada para realizar otro tipo de tareas. Nicolás la observó volver con la bandeja del café y se puso en pie para ayudarla.
–Ah… gracias.
Al rozarse sus dedos, Cally se ruborizó. Ella no tomaba el sol como el resto de las extranjeras, su piel era pálida en lugar de rosa como la de Peggy. Era como un lirio solitario en medio de un mar de caléndulas. Y no es que a Nicolás le desagradaran los otros huéspedes, al revés. Admiraba su capacidad para romper con sus raíces y marcharse a vivir a otro lugar, para disfrutar de la vida. Era más de lo que podía decirse de su madre, viviendo sola en su palacete de Madrid.
La mayor parte de los huéspedes se había marchado a la cama cuando Cally subió a dormir. Sólo quedaban su padre, Bob y Nicolás. Tomaban una copa y conversaban en el salón. Nicolás bebía bastante menos que los otros dos, de hecho sólo había tomado dos o tres copas en toda la noche. Y tampoco hablaba mucho, sólo hacía preguntas de vez en cuando y escuchaba con atención. Cally esperaba que se fuera pronto a la cama, que no se diera cuenta de que su padre bebía demasiado.
En la cama, se puso a leer. Cuando la campana de la iglesia dio las once, dejó el libro y apagó la luz. Pero cuando dio las doce seguía sin dormir. Estaba inquieta por el futuro. A las doce y media se levantó, se puso una bata y salió de la habitación. En el piso de abajo no se oían ruidos. Alguien se había acordado de apagar la luz, pero sin duda no había sido su padre. Cally se dirigió a la oficina y encendió el ordenador portátil esperando encontrar un e-mail de Nicola.
Nicola y su marido Richard eran editores. Richard Russell era el director de la editorial Barking & Dollis y, Nicola, la codirectora de Trio, otra editorial mucho más pequeña. Nicola había sufrido una reconversión laboral en sus propias carnes. De hecho, había sido su adorado marido quien la había echado. Por eso comprendía la ansiedad de Cally y le había prometido comunicarle inmediatamente cualquier rumor del que pudiera enterarse en el mundillo editorial acerca de su nueva jefa.
Desilusionada al no encontrar ningún mensaje de Nicola, se dirigió entonces a su página web favorita acerca de las artes y las letras. No había nada nuevo allí, así que apagó el ordenador y fue a la cocina a beber un vaso de agua.
Había tres vasos boca abajo, limpios, junto al fregadero. ¿Los habría fregado Bob? Cally lo dudaba. Su mujer había dicho durante la cena que era un desastre en la cocina. Eso significaba que había sido el madrileño, lo cual implicaba que se había quedado hasta el final de la velada. La abochornaba pensar que había visto a su padre medio borracho. Quizá incluso lo hubiera ayudado a subir las escaleras y a acostarse.
Bebió un vaso de agua de la montaña traída directamente de la fuente del pueblo y subió las escaleras. Reacia a volver a la cama, decidió sentarse un rato en la terraza. Como, al contrario que las típicas casas españolas, aquélla no tenía patio interior, la terraza era el único lugar en el que disfrutar del aire puro. Las puertas permanecían siempre abiertas, excepto cuando hacía mucho frío, con la cortina de cuentas metálicas echada para evitar que entraran moscas. Cally la retiró y comprobó que no era la única que no podía dormir.
Nicolás estaba sentado en el sillón que ella pensaba ocupar. Estaba descalzo y apoyaba los pies en otra silla. Mog, el gato, que por lo general no se acercaba a los extraños, estaba acurrucado sobre su regazo.
El ruido de la cortina metálica lo alertó, pero Nicolás no reaccionó con sobresalto. Volvió la cabeza y la vio de pie junto al dintel de la puerta. Tomó al gato en brazos, se puso en pie y dijo en voz baja:
–Hace una noche demasiado preciosa para irse a la cama, ven a sentarte con nosotros. He estado haciéndome amigo del gato. Supongo que es vuestro, ¿no? ¿O es de algún vecino y se ha colado en la terraza?
–Es nuestro –respondió Cally saliendo a la terraza–. Lo recogió mi madre del lecho del río seco un día que paseaba al perro. Estaba metido en una bolsa de plástico junto a sus hermanos recién nacidos. Todos estaban muertos menos él.
–¡Vaya! En este mundo hay gente realmente despiadada –contestó Nicolás acariciando al gato.
Cally oyó el ronroneo satisfecho del animal y se imaginó a sí misma en brazos de Nicolás. Ella también habría sonreído satisfecha. Sin embargo, apartó la idea inmediatamente de su mente.
Aquel hombre era un extraño. No sabía nada de él. Y el hecho de que se le dieran bien los animales no significaba que fuera un amante experto. Aunque lo fuera, ella no era de las que tenían aventuras. En su vida no cabía el sexo, y punto. El sexo no era más que una trampa de la naturaleza para perpetuar la especie, aunque en el mundo moderno el truco no diera tan buenos resultados como antiguamente. Las mujeres controlaban su cuerpo o, al menos, evitaban quedarse embarazadas si así lo deseaban. Controlar las reacciones instintivas, sin embargo, era más difícil, pero Cally tenía demasiados colegas destrozados por relaciones de pareja nefastas como para arriesgarse a mantener una relación afectiva.
–Este pueblo es muy silencioso y tranquilo de noche –comentó Nicolás sentándose en la barandilla de la terraza.
–A algunos de nuestros clientes les molesta el repicar de las campanas de la iglesia.
Cally se sentó en el sillón que él había abandonado. No era una decisión muy sensata, pero no tenía ganas de volver a su dormitorio en una noche tan cálida y preciosa como ésa. La luz de la luna bañaba las montañas, y hacía tanto calor en octubre como en la más cálida de las noches de verano de Gran Bretaña. Era muy consciente de que no llevaba nada debajo del camisón y la bata, aunque quizá eso se debiera a que Nicolás seguía vestido a pesar de ir descalzo.
–He estado ojeando los libros de las estanterías del pasillo antes de irme a la cama. ¿Sería posible que tomara alguno prestado y me lo llevara a leer a mi dormitorio? –preguntó Nicolás.
–Claro, para eso están, aunque pocos de nuestros huéspedes les prestan atención. Por lo general, ven la televisión.
–Esos libros, ¿los han comprado tus padres, o estaban ya en la casa cuando la adquirieron? Tu padre me ha contado que compraron esta casa y montaron el negocio hace seis años, y que les costó mucho salir adelante al principio.
–Sí, no fue fácil. Los libros alemanes estaban en la casa junto con algunos de los españoles. El propietario anterior era un botánico alemán. Yo compré muchos en mercadillos y librerías de segunda mano.
–Seguro que disfrutarías en la feria del libro de Madrid. ¿Has estado alguna vez allí?
–Una vez, cuando vivíamos en el sur. Tuvimos que salir disparados a Londres para asistir a un funeral –contestó Cally–. Tomamos el tren de Algeciras a París e hicimos escala en Madrid. Yo quería ver los cuadros de Goya del Museo del Prado, pero ese día estaba cerrado. ¿Has vivido siempre allí?
–No, en realidad yo nací y me crié en el campo. Me gusta Madrid, pero… –Nicolás se interrumpió.
El gato saltó de sus brazos y se subió a la barandilla, por la que asomó la cabeza.
–Creo que ha oído algo ahí abajo –repuso Cally mientras Mog desaparecía–. Se cree un cazador, pero yo jamás lo he visto cazar nada. Decías que te gusta Madrid…
–Sí, pero no sería capaz de vivir siempre, ininterrumpidamente, en una gran ciudad –continuó Nicolás–. Es muy estimulante, pero a veces resulta frenético. Me gusta escaparme de vez en cuando.
La fluidez con que hablaba inglés seguía impresionándola. Cally no sabía si preguntarle una vez más por la razón, que él había prometido explicarle en otro momento.
–Tu situación es exactamente la contraria a la mía. ¿No te aburres nunca aquí, en Valdecarrasca? –preguntó Nicolás.
Cally vaciló. No sabía si contarle que no vivía allí, que sólo iba de visita de vez en cuando. Prefería callar al ser evidente que él tampoco parecía dispuesto a hablar de sí mismo. Por eso contestó:
–Hoy en día, gracias a Internet, ningún lugar del mundo está aislado.
–¿Pasas mucho tiempo conectada a la red?
–Bastante. ¿Y tú?
–Sí, estoy suscrito a un par de forums y a veces leo las noticias –contestó Nicolás–. ¿Qué tipo de cosas buscas en la red?
Cally tenía la sensación de que ninguno de los dos estaba dispuesto a abrirse al otro. Y, no obstante, todo el tiempo era consciente de su increíble atractivo. En la adolescencia, cuando su mente se permitía fantasear, siempre veía rostros del estilo del de él, aunque jamás se los hubiera encontrado en la vida real.
–Reseñas de libros en su mayor parte. A veces miro también las subastas. Lo bueno de Internet es que, sea lo que sea lo que te interese, siempre encuentras información y gente entusiasta en la materia.
–Algunos incluso encuentran pareja, según me han dicho –comentó él.
–Eso dicen –convino Cally encogiéndose de hombros.
La campana de la iglesia dio la una de la madrugada. Faltaban cinco horas para que sonara su despertador. De seis a siete Cally se conectaba a Internet, tomaba una ducha y salía a la panadería a comprar el pan para el desayuno de los clientes.
–¿Quieres que te prepare el almuerzo para llevar mañana? –sugirió ella.
–¿Está incluido en el precio?
–Sí, a muchos de nuestros clientes les gusta salir a pasar el día en la montaña. Si tienes un termo puedo llenártelo de café o té. ¿De qué quieres el bocadillo? Hay jamón serrano, pollo frío, queso de oveja con lechuga, chorizo…
–De jamón serrano, gracias. Me gustaría salir hacia las nueve, ¿es posible? ¿A qué hora se sirve el desayuno?
–La mayor parte de los huéspedes bajan entre las ocho y las nueve –respondió Cally poniéndose en pie–, pero si quieres, puedes desayunar hacia las siete y media, nada más volver yo del pueblo con el pan.
–Entonces, a las ocho menos cuarto, ¿de acuerdo?
–De acuerdo, buenas noches –contestó Cally.
Nicolás se le adelantó para recoger la cortina de cuentas metálicas y abrirle paso.
–Gracias.
Cally tuvo que acercarse mucho a él al pasar por el hueco de la puerta, y al hacerlo se preguntó qué sentiría si él pusiera la mano en su cintura y la obligara a mirarlo. Pero en lugar de ello, Nicolás sólo contestó:
–Buenas noches.
Nada más soltar la cortina Nicolás se preguntó qué habría hecho Cally de haber cedido él al impulso de besarla. Mientras hablaban, había sido muy consciente de que ella no llevaba nada debajo del camisón y la bata. Cally no era una persona excesivamente sexy, pero en su presencia Nicolás no podía dejar de pensar en la suavidad de su piel. No pensaba sino en acariciarla mientras acariciaba al gato.
El gato maullaba de frustración. Se le había escapado su presa. Nicolás conocía esa sensación. Entró en casa y eligió un par de libros para distraerse y no pensar en la tentadora hija de Douglas Haig.
A la mañana siguiente, Cally se dirigió a la cocina y llenó el hervidor con agua de la fuente filtrada para evitar la cal. Su madre se pasaba la vida quejándose de que la dureza del agua le estropeaba la piel. Poco después volvía de la panadería del pueblo cuando se encontró por sorpresa con Nicolás, que salía de una bocacalle. Llevaba un pantalón corto negro y una camiseta amarilla, venía de correr. Estaba sudando y tenía el pelo húmedo, pero respiraba con normalidad.
–¿Hasta dónde has llegado? –preguntó Cally nada más acercarse él.
–He corrido unos seis kilómetros. Las carreteras de los viñedos son perfectas, no hay nada de tráfico.
–Lo sé, yo suelo caminar. ¿Corres todos los días?
–Casi todos –respondió Nicolás.
Nicolás no tenía tanto vello como la mayoría de los españoles, observó Cally. Ella prefería a los hombres así: con el suficiente vello como para que quedara suficientemente claro que era un hombre, pero no un gorila. Pero ¿por qué tenía ella que pensar siquiera en su cuerpo? No era la única. Un par de mujeres con las que se cruzaron lo miraron con atención y admiración. Al llegar a casa, él le abrió la puerta y le cedió el paso, pero no entró.
–Voy a hacer unos ejercicios, enseguida entro.
Cally se dirigió a la cocina pensando que Nicolás estaba en excelente forma. Otros corredores que hacían ese mismo trayecto quedaban al borde del colapso. Cuando volvió a verlo, él se había duchado y cambiado de ropa. Llevaba un termo en la mano.
–He leído en la puerta del dormitorio que hay servicio de lavandería –comentó él.
–Sí, hay un cesto de plástico para la ropa sucia en cada armario. Si dejas ahí tu ropa, la recogeré al limpiar la habitación y estará lista para esta noche.
–¡Vaya! Mejor servicio aún que en un hotel de cinco estrellas –comentó él–. Por lo general, tardan veinticuatro horas.
–Tratamos de dar un buen servicio –contestó Cally sonriendo–. ¿Quieres que te prepare algo caliente para desayunar? Puedo hacerte una tortilla a la francesa, huevo frito con beicon y champiñones o bacalao al horno con tomate.
–¿Puedo tomar la tortilla con tomate y champiñones?
–Claro, lo prepararé en cuanto te hayas servido lo que quieras del bufé. Está en el comedor. ¿Tomarás café?
–Sí, pero descafeinado, por favor.
No bebía, no tomaba café… Tenía que tener algún vicio, pensó Cally. Todo el mundo lo tenía. Cally le llevó el café y comprobó que estaba tomando zumo de naranja y un tazón de muesli del bufé.
–¿Es hoy cuando vas al Barranc de L’Infern?
–No, mañana. ¿Estarán esta noche los huéspedes con los que cené ayer?
–Sí. Voy a hacerte la tortilla –contestó Cally.
Minutos después, al llevársela, Nicolás le rogó:
–No te vayas, quédate conmigo. Aparte de navegar en la red, ¿qué otras cosas haces para divertirte?
–No hay mucho que hacer. Hay cines, exposiciones… Además, Alicante y Valencia están a una hora de camino por la autopista. Son ciudades con mucho ambiente.
–Lo sé, he estado en las dos. ¿Sueles ir a menudo?
–Sí, de vez en cuando.
Era cierto. Siempre utilizaba los aeropuertos de una de las dos ciudades al ir y venir de España. Pero prefería el de Valencia. Era más tranquilo, había menos turistas que en el de Alicante, que siempre rebosaba de veraneantes que iban a Torrevieja o Benidorm.
–Aún no me has explicado cómo conociste nuestra casa rural.
–Gracias a la red –contestó Nicolás–. Buscaba páginas sobre escalada por esta zona y encontré un par de ellas de profesionales de la escalada que mediante un enlace informaban sobre casas rurales. ¿Conseguís muchos clientes gracias a Internet?
–Al principio no, pero cada día hay más gente que lo usa para planear sus vacaciones. Hoy mismo he encontrado un mensaje de un cliente preguntando si servimos comida vegetariana. Sin embargo, en tu caso una mujer llamó por teléfono, ¿por qué?
–No lo sé –se encogió de hombros Nicolás–. Quizá ella prefiera el teléfono a la red. ¿Podría prolongar mi estancia aquí si quisiera?
–Desde luego –respondió Cally alegrándose.
–Esta noche te lo confirmaré. ¿Qué vas a hacer hoy?
–Por la mañana voy a trabajar. Por la tarde puede que vaya a la playa a nadar. El agua está aún caliente, pero apenas quedan turistas.
–Ayer, cuando llegué, estabas limpiando. ¿Lo haces a diario, o es que la asistenta de tus padres está enferma? –siguió preguntando Nicolás.
La verdadera respuesta era que a su madre le costaba mantener en casa a las asistentas. Solía perder los estribos con ellas cuando no hacían las cosas exactamente tal y como quería. Cuando Cally era pequeña aún se podían contratar asistentas por salarios bajos, pero hacía ya tiempo que había muchas otras alternativas de empleo más satisfactorias que el trabajo doméstico. Y las que se seguían dedicando a ello exigían un trato digno, cosa difícil con la señora Haig, con la que siempre se producían altercados.
–Hoy en día hay pocas mujeres dispuestas a hacer el trabajo doméstico –contestó Cally–. Es comprensible.
–Es un desperdicio de tus capacidades –observó Nicolás mirándola fijamente.
–No sabes si tengo otras capacidades –alegó ella.
–Lees, hablas varias lenguas. Tanto tu aspecto como tu comportamiento indican que eres una persona inteligente y con iniciativa. Sabes manejar un ordenador, que hoy en día es esencial para cualquier trabajo. Yo diría que podrías dedicarte a un buen número de cosas interesantes.
Cally pensó decirle que en realidad era editora, pero dada la compleja situación laboral del momento, era como tentar al diablo, así que respondió en su lugar:
–Gracias. He de admitir que, por lo general, no hago preguntas a los clientes, pero siento curiosidad por saber a qué te dedicas tú.
–Adivina –sugirió él con una sonrisa que la derritió.
–Algo relacionado con la ciencia, ¿quizá?
Nicolás sacudió la cabeza, pero antes de que pudiera responder Peggy y Fred se les acercaron. Tras dar los buenos días, Peggy preguntó:
–¿Interrumpimos algo? Tal vez preferiríais estar solos...
Nicolás se puso en pie y contestó:
–En absoluto, ya me iba. La tortilla estaba excelente, Cally. Gracias. Volveré a la hora de la ce-na.
Molesta por no haber podido averiguar a qué se dedicaba él, aunque contenta por el hecho de que quizá se quedara más tiempo, Cally añadió:
–Tu comida y el termo están en la cocina. ¿Queréis vosotros algo caliente para desayunar? –preguntó en dirección a Peggy y Fred.
Tras marcharse todos los huéspedes y su padre, que iba a jugar al golf, Cally suspiró aliviada, contenta de tener la casa para ella sola. Hizo las camas, cambió las toallas y limpió los dormitorios. Dejó el de Nicolás para el final. Al abrirlo se sintió como si estuviera haciendo algo prohibido. Era ridículo. Nicolás era otro huésped más, un visitante al que probablemente jamás volvería a ver.
Nicolás había sacado la bolsa de la ropa sucia del armario y la había dejado sobre una silla junto a la puerta. En ella estaban los vaqueros y la camiseta con la que había llegado, la camisa con la que había bajado a cenar el día anterior y la ropa de deporte. Sin embargo, no había calcetines ni ropa interior. Cally entró en el baño y vio la ropa interior tendida en la ducha, casi seca. Probablemente la hubiera lavado él mismo la noche anterior.
Además, Nicolás se había hecho la cama y había dejado el cuarto perfectamente ordenado. El resto de los huéspedes, en cambio, dejaban sus pertenencias esparcidas por todas partes. Sobre la mesilla había dos libros que Nicolás había elegido de la estantería del pasillo: The Wandering Scholars, un clásico de los años veinte sobre la vida en Europa en la Edad Media, y un libro de viajes que Cally habría querido editar si hubiera tenido la oportunidad.
Bajó la ropa sucia a la lavadora, pero antes de meterla en la máquina se dejó llevar por un impulso y la olió. En lugar de resultarle desagradable, la fragancia íntima de Nicolás le recordó su musculoso y atlético cuerpo. Cally tembló. De pronto, sin saber cómo, una emoción largamente reprimida, que ella creía bajo control, salió a la luz. Le daba miedo pensar adónde la llevaría.
Por la tarde, condujo el coche de su madre en dirección a la costa. Al principio, al mencionar Nicolás que quizá se quedara más tiempo, se había alegrado. No sólo por el negocio, sino también por ella. Sin embargo, de pronto decidió que, cuanto antes se fuera, mejor.
Nicolás se comió el bocadillo al sol en el jardín de una casa abandonada hacía tiempo. Cally le había puesto además un plátano, una manzana y unas cuantas mandarinas. De postre había una chocolatina y pan de higo.
Recordando la conversación que habían mantenido esa mañana, pensó que su situación era desastrosa para ella, aunque fuera estupenda para sus padres. Quizá el fracaso de Cally a la hora de hacerse su propia vida y conseguir un buen trabajo se debiera a que se había criado en un país extranjero. En términos prácticos ella no era británica ni española, aunque dominara ambas lenguas. A los hijos de los diplomáticos les sucedía lo mismo muchas veces: carecían de raíces.
Él mismo había pasado buena parte de su vida fuera de España debido a la profesión de su padre y, tras el divorcio de él y su madre, había preferido quedarse con él que con su caprichosa y egocéntrica madre. Pero a pesar de su cultura cosmopolita se sentía profundamente español. España era su tierra. ¿De dónde se sentía Cally? Probablemente, de ninguna parte.
Quizá pudiera salir con ella una noche si se quedaba más días de lo que había pensado. Disponía de un coche rápido, que había dejado en un garaje de otro pueblo para no llamar la atención. A menos que ella tuviera novio, claro. Costaba creer que una chica atractiva de tan sólo… ¿cuántos años? ¿Veinticuatro? Fueran los que fueran, Nicolás tenía el presentimiento de que no tenía a nadie especial.
Una vez terminó de comer, se echó la siesta a la sombra de una higuera. Era la hora más calurosa del día y había estado leyendo hasta las tres de la madrugada. Cuando despertó hacía bastante más fresco. Entró en la casa abandonada y examinó cada habitación, reflexionando sobre las distintas posibilidades de futuro.
Aquella noche todos los huéspedes tenían algo que contar a la hora del aperitivo, minutos antes de la cena. Peggy se había puesto un vestido rojo ceñido al cuerpo y pendientes de diamantes. Iba un poco exagerada para el ambiente rural. Nicolás apareció poco después con la camisa que Cally le había planchado.
–¿Has planchado tú mi camisa? –preguntó él.
–Sí.
–Gracias.
–De nada. Forma parte del servicio. ¿Quieres tomar algo? –preguntó a su vez ella.
–Vino tinto, por favor.
–¿Has pasado un buen día? –siguió preguntando Cally–. ¿Adónde has ido?
–Sí, ha sido un día excelente… y me gustó mucho la comida. Hacía años que no tomaba pan de higo.
–Sí, es una de mis debilidades –confesó Cally–. Yo prefiero los higos frescos, pero en esta época del año no hay. Por eso compro pan de higo, aunque engorda mucho.
–Pues a ti no se te nota –comentó Nicolás en español.
Cally se ruborizó. Siempre había creído que el francés y el italiano eran idiomas musicales, pero cuando Nicolás hablaba en castellano su voz adquiría un tono acariciador que la hacía estremecer. Para su alivio, su padre se unió a ellos en ese momento. Sólo días más tarde Cally se dio cuenta de que Nicolás no había contestado a su pregunta de adónde había ido.
Todos se sentaron a la mesa. Nicolás tomó asiento junto al padre de Cally, apartándose de Peggy. Cally se sentó en el extremo opuesto, en el mismo lugar que había ocupado la noche anterior, pero rodeada de otros huéspedes. Su tarea de anfitriona le impedía escuchar enteras las conversaciones que se desarrollaban en la mesa, pero sí podía observar que su padre presumía de gran conocedor del mundo mientras Nicolás lo escuchaba en silencio.
Al terminar la cena, tras marcharse Juanita, los huéspedes decidieron prolongar la velada algo más que la noche anterior. Cally se dirigió a la oficina a revisar el correo electrónico pensando que nadie notaría su ausencia. La revista literaria semanal The Bookseller le enviaba todos los días noticias con respecto al mundo editorial. La de aquella noche la dejó sin aliento:
Los beneficios y ventas de Edmund & Burke descienden. Las cifras de resultados aumentan el temor de que la filial americana de la editorial la obligue a reducir los costes drásticamente. Las ventas de E& B bajaron un 7% durante el tercer trimestre del año. Las cifras de ventas del año anterior fueron mejores gracias a la inclusión de una de sus publicaciones en el Oprah Book Club, véase el Media Watch.
Cally acudió inmediatamente al Media Watch, y lo que leyó allí la deprimió aún más. Según un informe del Financial Times, la filial americana de Edmund & Burke se vería obligada a reducir los costes de la empresa en doscientos millones de dólares en el plazo de un año. Los recortes drásticos eran inevitables, e indudablemente sería la delegación inglesa la que los sufriera.
Leyó la noticia una segunda vez. Estaba demasiado deprimida como para revisar el resto del correo, así que apagó el ordenador. Se quedó sentada sin hacer nada durante unos minutos. Sin duda, su nombre figuraría en la larga lista de editores a despedir. ¿Y dónde iba a encontrar otro empleo cuando el mundo editorial rebosaba editores y empleados de editorial despedidos?
Volvió al salón por si alguien quería otra copa. No se unió al divertido grupo de gente sentada allí, sino que se deslizó tras la barra sin ser advertida. Minutos después, mientras fingía leer el periódico, apareció Nicolás.
–¿Te encuentras bien? –preguntó él–. Pareces preocupada.
–Imaginaciones tuyas –respondió Cally–. Estoy bien. ¿Otra copa?
–No, gracias, pero me gustaría subir contigo a la terraza a charlar sobre libros. ¿Quieres venir?
–No puedo, estoy trabajando.
–Llevas toda la noche trabajando, tu padre puede arreglárselas solo. Vamos… tomemos el aire fresco –insistió él.
En ese momento, Peggy soltó una carcajada histérica. Cally hizo una mueca y miró a Nicolás. Él reaccionó exactamente igual. De pronto, la idea de disfrutar de la tranquila terraza en buena compañía se le hizo irresistible.
–Está bien, ¿por qué no? –contestó al fin Cally.
Mientras lo decía, sin embargo, enumeraba en su mente las miles de razones por las que no era una buena idea.
–¿Te ha gustado el cordero asado? –preguntó Cally mientras subía las escaleras delante de él.
–Excelente… preparado en casa al estilo tradicional –contestó Nicolás–. Dijiste que esta mañana te había llamado un vegetariano. ¿Tienes muchos clientes vegetarianos?
–No muchos, pero tenemos un amplio repertorio de platos vegetarianos por si acaso.
–¿Fuiste a nadar esta tarde?
–Sí, es estupendo… mientras mires en dirección al mar y a la costa. Cada vez que voy hay más y más chalets y apartamentos.
–¿No vas a la playa a menudo? –siguió preguntando Nicolás.
–No mucho. Cuando era pequeña me encantaba nadar, pero ya no. Además, está a cuarenta minutos de distancia, y el coche de mi madre hace unos ruidos muy raros.
–¿No tienes coche propio?
–No lo necesito –negó Cally–. Mi padre no suele salir, así que puedo utilizar su coche cuando quiero. Es nuevo, y es más seguro que el de mi madre.
No tenía ganas de explicarle que en realidad vivía en Londres. Y menos en ese momento, cuando todo estaba en el aire.
–¿Y no tienes un novio que te saque a pasear?
–No –negó Cally–. ¿Y tú?
Habían llegado al descansillo de la escalera. Igual que la noche anterior, Nicolás le sujetó la cortina metálica de cuentas. Pero antes de hacerlo dijo:
–De tenerla no te habría sugerido que viniéramos aquí.
–No comprendo por qué el hecho de tener novia iba a impedirte charlar con otras chicas –contestó Cally.
–Charlar no, pero, ¿crees que nuestra relación es pura y simplemente amistosa?
Cally entró tensa en la terraza. Por un momento olvidó por completo su difícil situación laboral.
–¿Y qué otra cosa podría ser? Llegaste aquí anoche –contestó ella.
–¿Cuánto tiempo necesitas para sentirte atraída hacia otra persona?
Cally se acercó a la barandilla y se cruzó de brazos, dándole la espalda. No sabía qué decir. Podía negar que se sentía atraída hacia él pero, ¿la creería? Antes de tomar una decisión, sin embargo, sintió las manos de Nicolás en los hombros. Él la hizo volverse y añadió:
–No creo que fueran imaginaciones mías, estabas pálida cuando volviste al salón. ¿No vas a contarme qué te preocupa? Hablar ayuda, o eso dicen.
Nicolás parecía tan preocupado y se mostraba tan amable que por un segundo Cally se sintió tentada de apoyar la cabeza sobre su pecho y contárselo todo. Pero entonces, mientras miraba su pecho, él puso un dedo bajo la barbilla y le alzó el rostro.
Lo que ocurrió en ese momento la sorprendió. Jamás había experimentado algo así. Se olvidó de todo excepto del deseo de que Nicolás la abrazara y besara. Y eso hubiera debido ocurrir. En esos segundos, pareció inevitable. Pero entonces alguien la llamó desde el piso de abajo con insistencia.
–Es tu padre –dijo Nicolás dando un paso atrás y dirigiéndose de nuevo al pasillo.
Cally lo siguió y lo oyó gritar:
–¡Cally está aquí arriba!
Enseguida se encontraron con Douglas Haig que, subiendo las escaleras sin resuello, anunció:
–Es Fred… le ha dado un ataque de repente. Creo que es un ataque al corazón.
La reacción de Nicolás fue instantánea. Bajó las escaleras a toda prisa mientras Cally gritaba:
–¡Llamaré a una ambulancia!
–Espera que compruebe que no es una indigestión –contestó Nicolás.
Dos horas más tarde, tras ayudar a Peggy a ingresar a su marido en el hospital más cercano y darle su apoyo, Nicolás y Cally volvieron a casa en el coche de su padre. Cally había conducido a la ida detrás de la ambulancia, pero Nicolás insistió en llevar el coche a la vuelta. Cally se lo agradeció. Esperaba que él no volviera a preguntarle qué le preocupaba. Habría podido hacerse cargo ella sola de la emergencia, pero al ver a Fred tirado en el suelo con el resto de huéspedes a su alrededor se había alegrado de que él tomara la iniciativa. Peggy se había mostrado sorprendentemente tranquila. Se había cambiado de ropa y había hecho un pequeño equipaje mientras esperaban a la ambulancia, dejando en la casa rural el resto de sus cosas.
Cuando estaban a punto de llegar a Valdecarrasca, Cally comentó:
–Lamento que todo esto haya ocurrido un día antes de que vayas al Barranc de L’Infern. ¿A qué hora has quedado con tus compañeros?
–A las nueve. Hemos quedado en un bar de Benimaurell llamado Oasis, ¿lo conoces?
–He oído hablar de él –contestó ella–. ¿Cómo piensas llegar allí?
–Un amigo vendrá a recogerme a las ocho y cuarto.
Al llegar al garaje en el que Douglas guardaba el coche, Cally estaba agotada. Nicolás, en cambio, parecía fresco y lleno de energía.
–Gracias por venir conmigo –dijo ella de camino a la casa por las desiertas calles.
–De nada, me alegro de haberte servido de ayuda. Aunque sé que puedes arreglártelas sola.
–Quizá… pero siempre se agradece la ayuda.
A la mañana siguiente Cally recibió un e-mail de su amiga la editora Nicola Russell:
Hola, Cally.
Las cosas se ponen feas en E&B. Tengo la desagradable sensación de que estás en la misma situación que yo cuando Richard vino de Estados Unidos para hacer la «reestructuración» de Barking & Dollis. Pero como a la larga todo fue para bien, creo que no deberías deprimirte. Lo que en principio parece un desastre a menudo se convierte en una gran oportunidad.