Cuando nunca se ha amado - Anne Weale - E-Book
SONDERANGEBOT

Cuando nunca se ha amado E-Book

Anne Weale

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Estaba claro que la deseaba, pero también que no quería nada serio Cally iba buscando un poco de paz y tranquilidad cuando llegó a aquel pueblo de España... pero la llegada del misterioso millonario Nicolás Llorca lo cambió todo. El increíble atractivo y los encantos de aquel hombre resultaban extremadamente difíciles de resistir. Sin embargo, Cally no tenía ningún interés en mantener una aventura. Además, estaba claro que Nicolás ocultaba algunos secretos. Aunque estaba decidida a alejarse de él, su seguridad empezó a tambalearse cuando le hizo una oferta que no pudo rechazar.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 195

Veröffentlichungsjahr: 2013

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Anne Weale. Todos los derechos reservados.

CUANDO NUNCA SE HA AMADO, N.º 92 - septiembre 2013

Título original: The Man from Madrid

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Este título fue publicado originalmente en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3534-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

El timbre de la puerta la sobresaltó mientras preparaba los dormitorios para los invitados que llegarían esa noche. Cally dejó la mopa contra la pared y salió al pasillo, observándose por un momento en el enorme espejo. Cualquier parecido entre aquella figura en vaqueros, zapatillas de deporte y guantes de fregar consigo misma, una mujer de negocios de inmaculado aspecto, era pura coincidencia, como rezan algunas películas y novelas. ¿Quién, viéndola en aquel momento, habría adivinado que una semana antes había presidido una reunión de negocios en Londres?

Bajó los tres tramos de escalera de la casa de estructura arquitectónica típicamente española y abrió una de las hojas de la enorme puerta. En otros tiempos, cuando se abría entera, pasaban por allí los carruajes de caballos. Fuera, esperaba el modelo arquetípico de hombre que Cally siempre había imaginado pero jamás había visto: un español de los que dejaban sin respiración.

Con más de uno ochenta de estatura y bien proporcionado, su cabello era denso, negro y brillante, y sus rasgos, una réplica de los del morisco de la fuente de la plaza del pueblo. Pero al contrario que él, no llevaba barba, sólo una sutil sombra de pelo incipiente al estilo moderno o, como dicen los británicos, el resultado de un par de días de excursión sin afeitar. El hecho de que hubiera descargado la mochila en el suelo hizo pensar a Cally que el excursionista buscaba albergue para la noche.

–Buenos días, señorita –saludó él en español–. He reservado habitación para tres noches. Me llamo Nicolás Llorca.

Al hacer la reserva una secretaria por teléfono, Cally había supuesto que el señor Llorca era un hombre de negocios. La casa rural, propiedad de sus padres, apenas recibía turistas españoles. En general, los turistas eran extranjeros, igual que su madre y su padre.

–Pase, por favor. No lo esperábamos hasta más tarde, pero su habitación está lista –respondió Cally en un español tan fluido que aquel visitante jamás habría podido adivinar que no era su lengua nativa–. ¿Viene usted de muy lejos?

–No demasiado –respondió él, escueto y serio.

Los hombres siempre le sonreían. Sobre todo, los españoles. Por eso Cally concluyó que aquél no era precisamente simpático.

–Supongo que querrá dejar sus cosas, le mostraré su habitación.

Cally lo guió al piso de arriba y le mostró su habitación, añadiendo:

–Espero que le resulte cómoda. Ésa es la puerta del baño. Tiene ducha. La cena se sirve a partir de las siete y media porque tenemos muchos clientes extranjeros a los que les gusta ese horario, pero le agradeceríamos que no llegara más tarde de las nueve. A la cocinera le gusta volver a casa antes de las diez. Si necesita algo, sólo tiene que pedirlo.

El señor Llorca contempló la habitación mientras ella hablaba. Para Cally fue imposible adivinar qué opinión le merecía.

–Gracias –contestó él educadamente.

–Hay una terraza al otro lado del pasillo con unas vistas preciosas al valle y, si quiere una cerveza, el bar de la planta baja está abierto –le informó Cally–. Le agradecería también que bajara los vasos de vuelta al bar cuando termine –añadió, y desapareció.

Una vez a solas, Nicolás abrió la mochila, sacó el neceser de baño y se desnudó. Había dejado el coche en un garaje de otra ciudad a diez kilómetros de distancia, y había pasado el día recorriendo senderos de montaña en dirección a Valdecarrasca. Y allí pensaba quedarse el tiempo que fuera necesario hasta lograr su objetivo. Tomó una larga ducha y se relajó tras la caminata al sol.

A pesar de ser octubre, las hojas de las parras no se habían caído. Eran de color ocre y rojizo, y aún hacía calor comparado con el frío norte de Europa.

Se lavó el cabello pensando en la chica que le había abierto la puerta. Era extraño, la gente del lugar hablaba el valenciano y el castellano, la lengua oficial de España. Ella le había dado la bienvenida en castellano, pero su acento, que no le habría extrañado en una gran urbe como Madrid, su ciudad natal, resultaba poco frecuente en una mujer de la limpieza de un pueblo tan pequeño. En realidad, todo en ella le había sorprendido: su educación, su corrección, su seguridad, sus aires casi de autoridad y el hecho de que no hubiera intentado flirtear con él. Aquella indiferencia resultaba refrescante frente a la pesada y constante atención de las mujeres hacia él.

Pensando en ella, en su estrecha cintura y trasero redondeado mientras subía las escaleras delante de él, Nicolás notó que se excitaba. Divertirse con una chica de pueblo era algo normal y aceptable en tiempos de su padre o de su abuelo, pero no era su estilo. Había en Madrid muchas mujeres sofisticadas dispuestas a colaborar si deseaba compañía femenina, y quizá algún día se casara con alguna de ellas. Sin embargo, al contrario que su hermano, él no estaba obligado a elegir esposa. Y, tras haber visto de cerca la deteriorada e incómoda relación de pareja a la que llegaban muchos matrimonios, no tenía ninguna prisa.

A las seis en punto Cally estaba poniendo la mesa en la que cenarían todos los huéspedes cuando oyó pisadas en las escaleras. Momentos después, oyó al español preguntar si había alguien por allí. Cally salió al salón.

–Estoy aquí, ¿en qué puedo ayudarlo?

Se había afeitado y cambiado de ropa, observó ella. Llevaba unos chinos y una camisa en lugar de los vaqueros y la camiseta azul marino.

–Supongo que sería mucho pedir que, en un edificio antiguo como éste, tuvieran ustedes una línea telefónica a la que conectar el módem de mi ordenador, ¿no?

El ordenador era para Cally su cordón umbilical con el mundo exterior cuando estaba en España.

–Hay conexión a Internet en la oficina, pero no tenemos banda ancha en un pueblo tan pequeño. Además, disponemos de varias líneas, así que no interferirá las llamadas telefónicas. Tome nota del tiempo que pasa conectado a la red, por favor.

Cally lo guió a la oficina, una habitación pequeña sin ventana. Encendió la luz y se la mostró.

–Si su cable es corto y no llega a la conexión, hay un alargador –añadió.

–Gracias, no creo que me haga falta. ¿Sus huéspedes suelen conectarse a Internet? –preguntó el español, sorprendido.

–No, pero a veces vienen hombres de negocios entre semana. Creí que usted era uno de ellos, hasta verlo con la mochila. Si tiene algún problema, llámeme. Me llamo Cally.

–¿Cally? ¿De qué nombre es ese diminutivo? –preguntó él, deteniéndola antes de que se marchara.

–De Calista, pero nadie me llama así.

–¿Preferirías que te llamaran Calista?

–Estoy acostumbrada a que me llamen Cally –contestó ella encogiéndose de hombros–. ¿Quieres tomar algo mientras revisas el correo?

–Una cerveza, gracias.

–Marchando.

Ella también se había cambiado de ropa, observó Nicolás. Llevaba una falda negra ajustada en las caderas y suelta por las piernas y una camiseta ni demasiado ancha ni demasiado estrecha, mostrando la forma exacta de sus pechos. Llevaba también un cinturón rojo y el pelo largo recogido con un pasador. Y al igual que todas las mujeres españolas, llevaba varios piercings en las orejas.

Nicolás estaba esperando que los mensajes terminaran de cargarse cuando Cally llegó con un vaso y una cerveza San Miguel. Él alzó la vista y dijo:

–Gracias.

–De nada –murmuró ella sin mirarlo, marchándose a continuación.

Cally tenía una voz musical y unos tobillos preciosos, pensó Nicolás mientras abría los e-mails.

El padre de Cally llegó cuando ella estaba terminando de poner la mesa. Se había marchado a la ferretería del pueblo a comprar unos tornillos poco antes de la llegada del señor Llorca. Cally sabía por qué había tardado tanto, pero al contrario que su madre, no hizo ningún comentario sarcástico. Y su padre no tuvo que inventar ninguna excusa.

Hacía mucho tiempo que Cally sabía que sus padres no eran una pareja perfecta. Tampoco eran personas corrientes. Eran el equivalente a un delincuente juvenil, pero en adulto: irresponsables, caprichosos, egoístas, entrañables a veces y exasperantes la mayor parte.

Cally siempre los había querido, pero con el tiempo su afecto se había ido erosionando al darse cuenta de que, en realidad, ninguno de los dos quería a nadie más que a sí mismo. De pequeña siempre había contado con su abuela para rescatarla de los peores excesos de sus padres, pero su abuela estaba muerta.

–¿Han llegado todos los turistas? –preguntó su padre pronunciando la palabra con cierto desprecio, como hacía siempre que sabía que nadie podía oírlo.

Montar aquella casa rural no había sido idea de Douglas Haig. Como siempre, cuando se trataba de ganar dinero, el motor había sido su madre. Sin embargo, a Douglas no le importaba atender en el bar o hacer el papel de cariñoso anfitrión.

–Sí, todos presentes –contestó Cally–. Espero que bajen a cenar de un momento a otro.

La puerta oscilante de la cocina se abrió y apareció tras ella una mujer bajita y regordeta con un viejo delantal. Era Juanita, una vecina del pueblo, viuda, que se ocupaba de cocinar cuando Mary Haig tenía migraña o, como en esa ocasión, cuando estaba fuera.

Juanita y Cally estaban hablando en valenciano cuando una pareja de huéspedes, Jim y Betty, bajó las escaleras. Su habitación había sido reservada a nombre de Jim Smith, pero a Cally no le habría extrañado que ella no se apellidara así. El hecho de que fueran amantes y no estuvieran casados no le importaba lo más mínimo. Cally jamás había mantenido una relación larga con un hombre. Pero Jim y Betty eran de una generación que sí veía con malos ojos eso de «vivir en pecado», y posiblemente se sintieran incómodos.

–Buenas noches, ¿queréis tomar algo? El bar está abierto –los saludó Cally mientras Juanita se marchaba a la cocina a hacer la cena.

A veces, cuando los huéspedes se mostraban reservados, era necesario romper el hielo y darles conversación. Aquella noche, sin embargo, eran todos muy extrovertidos, de los que se quedaban hablando hasta las doce. Para sorpresa de Cally, el señor Llorca apareció cuando aún estaba sirviendo el aperitivo antes de la cena. Era extraño. Aun en el campo, los españoles comían y cenaban mucho más tarde que los extranjeros. Y en las grandes ciudades, aún más.

Douglas se había unido al grupo de hombres que charlaban de golf mientras Cally se quedaba detrás de la barra leyendo el periódico El Mundo. El señor Llorca se acercó al bar justo cuando ella contestaba a Juanita, que asomó la cabeza un momento por la puerta de la cocina para preguntar algo.

–¿Otra San Miguel? –preguntó Cally.

–No, prefiero un vino. Tinto, por favor –contestó él sentándose en un taburete.

–El vino de la casa es un reserva, pero si prefieres otro mejor, tenemos una buena bodega –informó Cally tendiéndole la carta de vinos.

Nicolás la ojeó y Cally aprovechó para observar su rostro. Aquella combinación de rasgos causaba un fuerte impacto. Tan fuerte como el que causaba el perfil autoritario del musulmán que un día había gobernado aquel pueblo y cuyos rasgos, tras matrimonios mezclados con los oriundos del lugar, habían pasado a las generaciones siguientes hasta nuestros días. El linaje ancestral de aquel hombre resultaba particularmente notable. Los pómulos, el corte de la barbilla, el puente de la nariz recto y cortante como una cuchilla, pero sobre todo la piel aceitunada y el cabello y cejas negros le proporcionaban un aire noble, como si hubiera salido de un cuadro de la época de la historia de España que a Cally más la fascinaba.

–Probaré el vino de la casa, gracias –dijo él devolviéndole la carta.

Quizá no pudiera permitirse un buen vino, pensó Cally. Aunque no daba la impresión de que pasara apuros. Llevaba un portátil de los caros.

–Hablas valenciano –comentó él, que la había oído contestar a Juanita–. ¿Naciste aquí?

–No, nací en Andalucía –contestó ella sacudiendo la cabeza–. He vivido en muchos sitios distintos de España… y eso me recuerda que olvidé pedirte tu carné de identidad al llegar. Tenemos que tomar nota de los datos de nuestros huéspedes. Puedes dejármelo luego, si no lo tienes aquí.

–Lo tengo –respondió Nicolás sacándose la cartera del bolsillo trasero del pantalón.

–Gracias.

Cally tomó nota de los datos y se lo devolvió, notando entonces que tenía unos largos y elegantes dedos y que no llevaba anillo de casado.

–¿Hay sitio para mí en la mesa con el resto de huéspedes? –preguntó Nicolás.

–Por supuesto –contestó Cally–. El propietario y yo cenamos también en la misma mesa si la casa rural no está al completo. Pero te advierto que, aunque todos viven en España, apenas saben hablar español. Residen en la costa, donde se puede decir que no hace falta.

Nicolás le sonrió por primera vez. El efecto que esa sonrisa le causó la sorprendió. Cally jamás había sido muy susceptible al encanto masculino, ni siquiera de adolescente. Y, con veintisiete años, se podía decir que era casi inmune a los hombres. Sin embargo, cuando ese hombre sonreía, su respuesta era tan poderosa como si se hubiera inclinado sobre la barra y la hubiera besado.

–Sé algo de inglés –comentó él–. Lo suficiente como para mantener una conversación. De todos modos, estarán ocupados hablando unos con otros, preferiría sentarme a tu lado si es posible. Quiero hablar contigo de este pueblo y del valle. O, si crees que estarás ocupada, puedo sentarme junto al propietario. ¿Habla él español?

–No mucho –dijo Cally–. La señora Haig lo habla mejor, pero ahora no está. Espero poder informarte yo de todo lo que quieras saber.

–¿Cuánto tiempo llevas trabajando para ellos?

Antes de que Cally pudiera explicarse, uno de los huéspedes se acercó al bar a pedir otra ronda:

–Lo mismo, preciosa –pidió en dirección a Cally–. Buenas tardes, señor. Hace bueno hoy.

El acento era pésimo, pero las intenciones del extranjero eran buenas. Nicolás sonrió y contestó en inglés:

–Buenas noches. Sí, ha sido un día precioso, y se prevé que mañana también lo será. Pero supongo que es el excelente clima de este país lo que lo ha traído aquí, ¿no?

–Exacto, amigo –contestó el inglés aliviado.

Cally trataba de asimilar el descubrimiento de que Nicolás Llorca hablaba un inglés perfecto, sin el menor acento. Y para hablarlo así era necesario haber comenzado a estudiarlo desde muy pequeño, aparte de seguir hablándolo con frecuencia. Resultaba molesto que no se lo hubiera dicho. Es más, había tratado de despistarla a propósito al comentar sencillamente que sabía algo de inglés. Evidentemente, era bilingüe.

–No cenes solo, ven a sentarte con nosotros –comentó el inglés haciendo un gesto hacia sus amigos.

–¿Me disculpas? –preguntó Nicolás en dirección a Cally, levantándose de la banqueta.

–Por supuesto.

Le gustaba su corrección. Le habría molestado que él se levantara de la barra y se marchara sin más, como si una empleada de una casa rural no tuviera derecho a ser tratada como una dama. Eso habría demostrado que él no era un caballero.

Cally lo observó durante las presentaciones. Fue Nicolás quien se presentó a sí mismo. Estrechó la mano de los hombres y besó las de las mujeres con una galantería tan espontánea que parecía que el gesto fuera habitual para él. Instantes después ella anunció que la cena estaba servida, y los extranjeros se sentaron por parejas dejando la cabecera de la mesa a su padre y dos huecos en el extremo opuesto libres para Nicolás Llorca y para ella.

Y, una vez más, su corrección se puso de relieve al sujetarle la silla a Cally. Ninguno de los otros hombres presentes tuvo ese detalle de galantería con sus parejas.

–Gracias, pero ¿por qué no te sientas junto a Peggy? Así tendrás alguien con quien hablar cuando yo esté ocupada con Juanita –sugirió Cally.

–Sí, ven y siéntate a mi lado, cariño –asintió Peggy coqueta, dando golpecitos en la silla que tenía al lado y que Nicolás había apartado de la mesa para ella.

Peggy tenía los suficientes años como para ser su madre, pero según parecía, no estaba dispuesta a reconocerlo. Para empezar, se podía elegir entre sopa de pescado y ensalada. Había cestos de distintos tipos de pan sobre la mesa. Nicolás escuchaba una anécdota que contaba Peggy cuando Cally por fin se sentó a la mesa. No pudo evitar mirar de reojo a su padre, que mostraba signos de aburrimiento ante la conversación de sus vecinos. Por supuesto, sólo ella podía notarlo. Y cuando su padre se aburría, recurría a la botella con demasiada frecuencia.

Cally se preguntó cuándo podría volver a su vida de siempre, a Londres. No le importaba sacrificar dos semanas de sus vacaciones para procurarle un descanso a su madre, que enseguida aprovechaba para marcharse de Valdecarrasca. Ni le importaba tampoco concederles unos días a ambos para descansar el uno del otro. En cierto sentido disfrutaba, rodeada de viñedos y montañas en lugar de calles atestadas de tráfico. Sin embargo, el trabajo de editor de una de las más importantes casas editoriales inglesas había dejado de ser un puesto seguro como en los días en que se consideraba una dedicación «para caballeros». En realidad, se había convertido en un empleo estresante en el que los despidos y reajustes laborales eran tan frecuentes como en cualquier otra profesión.

Lo que le preocupaba en ese momento era que Edmund & Burke, la editorial para la que trabajaba, había sido comprada por una editora multinacional con una directora nueva. Todo el mundo esperaba con ansiedad a ver cómo aquella formidable mujer, Harriet Stowe, reestructuraba la delegación del Reino Unido. Tenía reputación de ser despiadada en sus decisiones y de importarle poco la calidad literaria de las obras que publicaba en comparación con los beneficios. Edmund & Burke, en cambio, era famosa por la alta calidad de sus publicaciones, y jamás había publicado un bestseller. Era muy probable que los despidos fueran masivos.

Por todo ello aquél no era buen momento para marcharse de Londres. Sin embargo, su madre tenía planeado visitar a un amigo mucho antes de que el futuro de Edmund & Burke fuera incierto, y Cally sabía que de no haberse marchado ella de Valdecarrasca, el matrimonio de sus padres habría entrado en crisis. Cally temía el día en que decidieran divorciarse, porque ninguno de los dos tenía medios suficientes como para vivir con independencia. No eran felices juntos, pero separados tendrían bastantes más problemas.

Fred, la pareja de Peggy, se inclinó frente a ella sobre la mesa y dijo:

–Supongo que los propietarios de los viñedos de los alrededores se estarán frotando las manos ante la idea de vender los terrenos. Se harán millonarios, igual que los españoles propietarios de los terrenos costeros en los años sesenta y setenta.

–El valle perdería todo su encanto si se llenara de apartamentos –contestó Cally–. Se harán ricos, pero perderán calidad de vida. Es una lástima que la planificación urbana no sea más estricta. No me parece bien que echen a perder el lugar llenándolo de urbanizaciones. Debería haber un límite para la construcción.

–Y seguramente lo hay –comentó Fred sonriendo–. Pero siempre se puede traspasar con un poco de… –Fred terminó la frase con un gesto, restregando los dedos pulgar e índice. Luego volvió la vista a Nicolás y añadió–: No se ofenda, señor, pero todos sabemos lo que ocurre. Siempre ha sido así… y siempre lo será.

–Mi país no es el único en el que uno puede saltarse las leyes con dinero –contestó Nicolás–. El soborno existe en todas partes, pero estoy de acuerdo con la señorita Cally en que sería una lástima que el desarrollo urbanístico descontrolado se extendiera también por el interior. Aunque, por otro lado, las personas como ustedes quieren disfrutar de un retiro en climas cálidos, así que cierto crecimiento es necesario. ¿Cómo te apellidas? –preguntó Nicolás en dirección a Cally.

–Haig.

–¿Eres medio inglesa y medio española?

–No, soy totalmente inglesa. Ése es mi padre, el propietario –contestó Cally.

–Así que por eso hablas un inglés perfecto. Creía que eras española.

–Tú también hablas un inglés perfecto. ¿Cómo es eso? –preguntó Cally.

–Es una larga historia, ya te la contaré.

A pesar de haber contestado con naturalidad, Cally tenía la sensación de que había tocado un asunto delicado. Por un momento pensó en insistir, pero no habría sido de buena educación. Y menos aún siendo él un cliente. De todos modos, era el momento de retirar los platos y servir el segundo: berenjenas al estilo mudéjar, una de las especialidades de Juanita.

–Sé qué verdura son las berenjenas, pero ¿qué significa eso del «estilo mudéjar»? –le preguntó Peggy a Nicolás.

Todos en la mesa estaban callados, así que todos oyeron la respuesta de Nicolás:

–Mudéjares eran los musulmanes que se quedaban rezagados en el territorio paulatinamente reconquistado por los cristianos. Tenían un estilo artístico muy destacado que influyó mucho en la arquitectura del siglo XIII, llamada por ello mudéjar. Este excelente plato es otra muestra más de cuánto influyó en este país la cultura árabe.

Nicolás alzó su copa de vino en dirección a Juanita, que seguía sirviendo berenjenas, y brindó:

–¡Por la cocinera!

El resto de comensales lo imitó y Juanita se ruborizó. Cally no pudo evitar admirar a Nicolás, tanto por sus conocimientos históricos como por su exquisita educación con una persona a la que, por lo general, todo el mundo ignoraba. Habría deseado que fuera su padre quien contestara a la pregunta de Peggy y propusiera el brindis, pero Douglas jamás agradecía lo que los demás hacían por él. Daba por sentado que tenía derecho a que alguien le planchara las camisas y le sirviera la comida. Quizá no fuera culpa suya, quizá su madre lo hubiera malacostumbrado. No era el único hombre de su generación convencido de que la tarea de las mujeres era hacerles la vida más cómoda.

Y ésa era una de las razones por las que Cally se resistía a permitir que un hombre entrara en su vida. Sabía que no todos eran tan egoístas como su padre, pero resultaba difícil saber si lo eran o no sin entablar primero una profunda relación, porque al principio de un romance todos los hombres mostraban lo mejor de sí mismos.

–El plato está caliente, ¡qué detalle más bonito! –exclamó Peggy–. A menudo en los restaurantes españoles los platos están fríos, y la comida se enfría antes de poder disfrutarla. No pretendo ser crítica –añadió dando un codazo a Nicolás–, adoro España. No volvería a Birmingham ni aunque me pagaran. ¡Viva España! –exclamó alzando su copa y mirando a los demás.

Cally acababa de servir a Fred. Nicolás, en el lado contrario de la mesa, la miró. Con el rostro imperturbable, de pronto le guiñó un ojo. Fue un gesto casi imperceptible. Y tuvo sobre Cally el mismo efecto que sus sonrisas: algo en su interior se derritió. Sí, aquel hombre era peligrosamente atractivo.

A las berenjenas siguió un plato de chuletas de cordero y cuencos de verdura. Era la típica guarnición que los ingleses servían en el mismo plato y, los españoles, por separado. De postre había diversos platos a elegir: flan casero de Juanita, helado casero preparado por la señora Haig o macedonia de frutas con Kirsch preparada por Cally.

–El servicio es excelente en relación con el precio –comentó Nicolás nada más sentarse Cally a la mesa, a la que había estado esperando para empezar.