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Reid Kennard era un despiadado financiero acostumbrado a comprar y vender acciones, pero ahora había puesto su mirada en una adquisición muy diferente: Francesca Turner. Arruinada tras la muerte de su padre, Francesca entró en el banco de Reid con la esperanza de retrasar su desahucio… Y Reid le propuso el trato perfecto: la rescataría económicamente si aceptaba casarse con él. Pero, en ese matrimonio por conveniencia, ¿sería Francesca realmente una esposa?
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Seitenzahl: 212
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1998 Anne Weale
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una proposicion sorprendente, JULIA 990 - mayo 2023
Título original: THE BARTERED BRIDe
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411418973
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
FRANCESCA había esperado ver a un hombre de mediana edad, y se llevó una sorpresa cuando el que se levantó de detrás del largo escritorio tendría alrededor de treinta años, era alto, no precisamente guapo, pero con una indiscutible personalidad.
—Señorita Turner… por favor siéntese.
Hizo un gesto hacia la silla del otro lado de la mesa y esperó hasta que ella se sentó para imitarla.
Francesca no sabía nada él, excepto que su nombre era Reid Kennard y que ocupaba una gran oficina en el piso más alto de uno de los edificios más prestigiosos de la ciudad.
Aquella zona de Londres era uno de los mayores mercados financieros del mundo. A juzgar por su lujoso y discreto entorno, aquel hombre debía ser uno de los genios de las finanzas.
Para Fran, hasta hacía poco tiempo, el dinero había sido algo que había gastado con descuido y extravagancia en ropa para sí misma, regalos para otros y todo lo que le había apetecido. Ahora se le habían acabado los ingresos. Por eso estaba en presencia de aquel formidable hombre de cerca de uno noventa cuyo físico no encajaba con la imagen mental que ella tenía de un alto financiero.
Lo único que sabía de él era que el señor Preston, el abogado de su padre, le había dicho que Reid Kennard deseaba verla y que podría ayudarla a ella y a su madre a salir de la precaria situación, pensó Fran al cruzar las piernas para recordar al instante, que ese era un gesto prohibido para causar buena impresión en las entrevistas.
El movimiento atrajo la atención del señor Kennard hacia sus rodillas bien formadas y sus finos tobillos.
—He oído que tiene problemas.
Sin ningún acento que delatara su procedencia, era una voz segura y rápida, acostumbrada a dar órdenes y que la gente diera un salto para obedecerlas al instante.
—Sí —acordó despacio—. Los tenemos. Desde la muerte de mi padre, mi madre y yo hemos descubierto que en vez de quedarnos bien instaladas estamos virtualmente sin un penique.
—No tanto —dijo él con sequedad—. El reloj que lleva en la muñeca podría pagar la cuenta de la carne de una familia media durante varios meses.
—No creo que lo pueda llevar mucho más tiempo —bajó la vista hacia el lujoso Cartier que le habían regalado sus padres al cumplir los dieciocho años—. Pero eso no me importa. Yo puedo enfrentarme al cambio de circunstancias. Es mi madre la que me preocupa. No es joven. No ha trabajado nunca y…
—Ni tampoco usted, según tengo entendido —la interrumpió él—. La prensa la describe como una frívola.
—La prensa le pone etiquetas a todo el mundo y no siempre adecuadas. Es cierto que nunca he tenido un trabajo. No tenía sentido. Mi padre era rico, o eso creíamos. Y yo no he tenido demasiadas ganas como para hacer una carrera universitaria. No tengo ninguna inclinación especial. Lo más útil que podía hacer era ayudar a otra gente a mantener su trabajo, no aceptar uno cuando lo podía necesitar otra persona.
—No tiene que justificar su existencia de mariposa delante de mí, señorita Turner. Pero sin ninguna experiencia laboral no va a resultarle fácil mantenerse a sí misma, y menos al nivel al que está acostumbrada.
—No creo que me haya hecho venir hasta aquí para contarme algo que ya sé —replicó ella con una oleada de irritación.
Había algo en sus modales que le enervaba. No le había sonreído al entrar y el único detalle de cortesía había sido levantarse.
—¿Por qué me ha mandado llamar?
Levantándose, Reid agarró una carpeta que tenía sobre la mesa y se la pasó.
—Eche un vistazo a esto.
Se apartó entonces para mirar por la ventana y se quedó de espaldas a ella con las muñecas entrelazadas.
El archivo contenía ilustraciones recortadas de revistas y catálogos de lujo. La mayoría eran obras de arte, esculturas, pinturas y relojes. También había varias fotografías de caballos, una aérea de una isla de Escocia y otra de un pequeño castillo en Francia.
Medio volviéndose desde la ventana, Reid dijo:
—Son cosas que me han llamado la atención durante los últimos años. Algunas de ellas ahora son mías. Estoy en la posición afortunada de poder permitirme pagar mis impulsos adquisitivos… como supongo que hacía usted hasta la muerte de su padre.
—No a esta escala —dijo Fran sin tener ni idea de adonde quería llegar.
—Hay una fotografía ahí que reconocerá. Siga mirando.
Intrigada, Fran obedeció y pasó las páginas con más rapidez. De repente, inspirando para recuperarse del asombro, se detuvo. No había esperado encontrar una fotografía de ella misma.
Había sido sacada en una fiesta de personalidades. Fran llevaba un vestido ajustado de terciopelo negro y mostraba buena porción de escote moreno, debido a unas recientes vacaciones invernales en el Caribe.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —preguntó alucinada.
—Usted, espero, va a ser mi siguiente adquisición importante, señorita Turner.
Por primera vez, en sus ojos de color gris acero asomó un destello de diversión que le hizo arquear un poco las comisuras de los labios.
Entonces Fran se fijó en que su boca contrastaba con el resto de sus facciones. Era una boca sensual en la cara de un hombre que parecía poseer total auto disciplina.
Pero era el significado de su extraordinaria afirmación lo que la preocupaba en el momento.
—¿Qué quiere decir?
—Necesito una esposa. Usted necesita apoyo financiero. ¿Entiende la palabra fortuito?
—Por supuesto que la entiendo —replicó ella con los ojos verdes chispeantes de enojo ante la duda de su inteligencia.
Era cierto que la mayoría de sus profesores le habían considerado un poco torpe y que nunca le había ido bien en los exámenes. Pero eso era porque no le habían interesado las materias que le querían hacer aprender y la forma en que se las habían enseñado, era como para aburrir a cualquier adolescente y mucho más a una chica hiperactiva como ella había sido..
—Significa algo que pasa por casualidad, sobre todo por una casualidad afortunada. Pero no puedo ver nada de afortunado en que mi padre haya muerto tan joven de un ataque al corazón y mi madre se haya quedado en la miseria —dijo ella con frialdad.
—Según mi experiencia, la mayoría de la gente se hace su propia suerte. El estilo de vida de su padre no era como para vivir una vida larga y saludable. Como hombre de negocios corrió demasiados riesgos para un hombre con sus responsabilidades.
—¿Tuvo usted tratos con él?
Ella apenas sabía nada de los negocios de su padre. Desde su adolescencia, él apenas había pasado tiempo con la familia. Y habían pasado años desde que su madre y él no habían compartido la habitación. Fran sabía que había habido otras mujeres.
—No directamente. Pero después de ver esa foto, me encargué de averiguar algo más de su vida. Estaba a punto de ponerme en contacto cuando murió su padre y retrasé el asunto. A la luz de los acontecimientos, cambié mi plan original. Según tengo entendido, no hay ningún hombre en su vida en la actualidad.
—¿Cómo ha averiguado eso?
—La he mandado investigar… una precaución razonable dadas las circunstancias. El matrimonio es un contrato muy serio. Cuando la gente compra una casa, examinan su situación los abogados y los agentes inmobiliarios. Hice que la investigara un detective privado con mucha discreción. Puede que usted quiera hacer lo mismo conmigo. Mi secretaria ha preparado un informe con los datos más relevantes.
Recuperando el archivo primero, colocó otra carpeta más delgada frente a ella.
—No puedo creer que esté oyendo esto. Pensé que era un banco mercantil, no una agencia de matrimonio.
Fran tenía los ojos turbios del enfado. Aquel hombre no parecía un loco. Con su lujoso traje y su corbata de rayas con el símbolo de alguna exclusiva asociación juvenil, parecía sensato y cuerdo. Pero debía haber perdido la cabeza si creía que podía comprarse una mujer como había comprado todo lo demás del archivo.
—Es un banco y yo soy su gerente —dijo él con calma.
—Pues no creo que lo fuera por más tiempo si sus accionistas escucharan lo que me acaba de sugerir. Creerían que se ha vuelto loco. No puede comprar una esposa.
—No es el método habitual de adquirirla, pero estas circunstancias tampoco son corrientes. No tengo ni el tiempo ni la inclinación de seguir el rito tradicional. Usted tiene urgencia en que alguien enderece los apuros económicos en los que se encuentra. Si acepta casarse conmigo, su madre no tendrá que moverse y usted no tendría que preocuparse por el futuro. Yo me encargaría de eso. Piénselo, Francesca. Cuando tenga tiempo de hacerlo, creo que estará de acuerdo conmigo en que es un plan muy sensato.
Por algún motivo, el que usara su nombre de pila fue como el detonante para su furia. A pesar de los reflejos rojos de su pelo color avellana, era raro que Fran perdiera el control. Pero en ese momento lo perdió.
Saltando de la silla, dijo con fiereza:
—No necesito pensarlo más. No lo haría ninguna persona sensata. Me enfurece que me haya hecho venir hasta aquí perder el tiempo. Y no me importaría escribirle a su consejo directivo para decirles que deben encargarse de un caso de internamiento psiquiátrico.
Sin esperar ninguna reacción, caminó hacia las puertas dobles de caoba y abrió una de par en par. Mirando con furia a la asombrada secretaria en su santuario, la cerró de un portazo y se acercó hasta el ascensor privado que la había llevado hasta el nivel más alto del edificio.
—¿Todo va bien, señor Kennard?
Su asistente personal no sabía por qué había mandado llamar a Francesca Turner, pero sabía que no había justificación para que la chica hubiera salido hecha una furia.
Una mujer conservadora en la cincuentena que había sido ascendida a asistente personal cuando sir Miles Kennard había sido gerente, la señorita Jones sabía los suficiente de la señorita Turner como para llegar a la conclusión de que era una rica mimada.
Quizá el señor Kennard le hubiera dicho algunas verdades. Aunque la diplomacia era una de sus muchas cualidades, cuando era necesario era directo y hasta despiadado. Era un hombre mucho más duro de lo que lo había sido su padre. Pero el mundo también era un sitio más duro ahora que cuando ella había entrado en la empresa casi treinta años atrás.
—Todo está bien, señorita Jones, gracias.
Aunque su jefe era siempre formal, a veces le dirigía una sonrisa que era más recompensa que el que la llamara por su nombre de pila. Pero el que sonriera en ese momento la sorprendió. Había supuesto que la mala educación con la que la señorita Turner se había despedido debía haberle dejado de mal humor.
Cuando su asombrada asistente desapareció, Reid pensó que Barbara Jones y Francesca Turner eran las mujeres más diferentes que podían existir en el planeta.
Hija única de padres de mediana edad, la señorita Jones había pasado toda su vida de adulta cuidando de sus padres ancianos. Era la persona menos egoísta, más generosa y de más confianza que conocía. Las únicas recompensas que esperaba de la vida era un trabajo bien hecho y una pequeña pensión de jubilación.
Francesca representaba el extremo opuesto. Era probable que nunca hubiera actuado con altruismo en su vida. E injustamente, poseía todas las cualidades de las que su secretaria carecía: una preciosa cara y cuerpo y una vibrante personalidad con alto grado de confianza en sí misma debida en parte a los colegios elitistas a los que había acudido y también a su naturaleza.
Aunque Reid era capaz de prever en general cómo reaccionaría la gente, al no haber conocido a Francesca, no había estado seguro de cómo respondería a su proposición. Pero en conjunto, su reacción apasionada le había gustado.
Demostraba que tenía un temperamento ardiente, impulsivo y combativo. Y al mismo tiempo, revelaba que no era una cobarde deseando agarrarse a un clavo ardiendo para salir de una situación de la que pasaría de ser una chica rica a una chica pobre.
Desde el momento en que había entrado en su oficina, supo que las revistas del corazón le habían hecho justicia. En todo caso, era mucho más atractiva que en las fotografías.
Aunque el principal motivo para casarse no era el habitual, Reid no pensaba evitar el placer físico en su relación matrimonial. Las aventuras extra-maritales de las que disfrutaban muchos de su compañeros de profesión, no le atraían en lo más mínimo.
Y conseguir que aquella fierecilla comiera de su mano, era un inesperado placer.
Al contrario de lo que le había dicho a Reid Kennard, Fran tenía otro motivo para estar en Londres: recoger todas las pertenencias personales de su padre de su apartamento, que ahora estaba en manos de una inmobiliaria para pagar a los numerosos acreedores de George Turner.
El apartamento estaba cerca de Marble Arch en un edifico bajo de ladrillo que había sido una antigua mansión. Todos los árboles habían sido cuidadosamente conservados haciendo de los jardines que lo rodeaban un vergel en medio del bullicio de la ciudad.
Después de que su padre comprara el apartamento, Fran había supervisado la decoración y elegido el mobiliario. Y también había hecho lo mismo en su casa de campo. Su madre, muy aficionada a la jardinería, no estaba interesada en la decoración de interiores.
A veces, Fran había pensado tomar algunas clases y montar su propio negocio, pero por una u otra causa, nunca había tenido tiempo. De todas formas, su ambición primordial había sido ser la esposa de Julian.
En cuanto llegó al apartamento se duchó y se puso unos vaqueros y un jersey, empezó a sentirse mejor, más calmada y capaz de revisar todo el episodio.
Al volver en el taxi, sin acordarse de que los taxis eran un lujo que ya no se podía permitir, se había encontrado temblando de rabia… y de otras emociones no tan fáciles de definir. Ahora, lo más sensato, era apartar de su cabeza la experiencia. Olvidarla y seguir con el trabajo que tenía entre manos y recoger las cosas de su padre y las suyas del apartamento.
Su madre nunca había estado allí. A Daphne Turner no le gustaba Londres. Era eminentemente una mujer de campo y ni siquiera le llamaba la atención la famosa exposición de flores de Chelsea. Lo que le había venido muy bien a George Turner para llevar a otras mujeres al apartamento.
Una vez, cinco años atrás, Fran había llegado a Londres inesperadamente y lo había encontrado en la cama con otra mujer. Todavía podía recordar las miradas de horror de sus caras cuando, pensando que la casa estaba vacía y asombrada por los extraños ruidos provenientes de la habitación de su padre, había abierto la puerta para encontrar una escena muy escabrosa para una chica virgen de diecisiete años.
Ella ya había imaginado que su padre le era infiel a su madre, pero encontrarlo en el acto había sido traumático. Su afecto por él, siempre menor que el que había sentido por su madre, se había convertido en repulsión.
Su propia experiencia con el sexo se había limitado a poco más que algunos besos. Con su misma edad, la mayor parte de sus compañeras ya lo habían hecho todo, pero ella se había estado reservando para Julian. Había sabido desde que tenía catorce años que era el amor de su vida y que no le gustaría que otros chicos llegaran más allá de unos besos.
El día en que su madre le había dicho que Julian se había prometido, había sido el peor de la vida de Fran. Siempre había creído que él la amaba, pero, al ser hijo de Jack Wallace, el chófer de su padre, lo mantenía en secreto hasta estar bien situado.
Dos meses atrás, había asistido a la boda de Julian. Para el día en que le había oído dar el sí, ya se había recuperado lo suficiente como para poder pasar la ceremonia sin mostrar la miseria que sentía. Una semana más tarde, su padre había muerto y poco después, había salido la verdad acerca de sus negocios y el mundo de su madre se había derrumbado.
Últimamente, la vida había sido una sucesión de desastres. Una maldita cosa tras otra. Pero así es como eran las cosas. Tenía que encontrar algún sitio que se pudiera permitir para que viviera su madre y un medio de mantenerlas a ambas. Una dura prueba.
Se dirigía a la cocina para prepararse un café cuando oyó el timbre. Al abrir, se encontró a un mensajero en la puerta.
—¿Señorita Turner?
—¿Sí?
—Un paquete para usted. ¿Podría firmar, por favor?
Fran firmó y recogió el sobre cerrado.
Cerró la puerta y volvió al salón, donde lo abrió y reconoció al instante la carpeta de Reid Kennard con el historial de su vida. Había una hoja pegada en la cubierta.
Fran tiró el paquete al sofá. ¡Maldito descarado! ¡Qué hombre tan irritante! En cuanto terminara el café, lo devolvería con la nota: Material no solicitado e indeseado.
Se fue a la cocina y después, se olvidó del paquete para dedicarse durante una hora al armario de su padre, asegurándose de no dejar nada en los bolsillos. En vez de darla a caridad, supuso que tendría que venderla. El caos que su padre había dejado detrás, hacía que fuera esencial sacar dinero de donde se pudiera.
Con las perchas vacías, el siguiente trabajo eran los cajones… pero después de otra taza de café, o quizá una copa de vino blanco.
Abrió una botella de Muscadet y en vez de llevarse la copa arriba, no pudo resistir la curiosidad acerca de la nota que Reid había enviado con la carpeta.
Poco más tarde se debatió entre ir al cine y olvidarse de sus problemas durante un par de horas. Pero todavía le quedaba mucho trabajo por hacer y ya había perdido media hora leyendo el contenido del archivo.
Decidió llamar y encargar una pizza y concentrarse en el trabajo. Más tarde llamaría a su madre. La señora Turner no sabía nada de su entrevista con Reid Turner y ahora se alegraba de no habérselo mencionado.
La cena llegó antes de lo esperado. Pero cuando abrió la puerta, no era el repartidor de pizzas el que esperaba fuera. Era Reid Kennard.
La expresión amistosa de Fran se congeló en su cara.
—¿Qué quieres? —preguntó con frialdad.
—Pensé que ya te habrías calmado un poco a estas horas.
—Pues no. Y estoy ocupada.
Fran iba a cerrarle la puerta en las narices, pero él metió un pie entre el resquicio.
—¿Cómo te atreves? ¡Fuera de aquí!
Ella misma se sorprendió de su salida de tono.
—Todavía no estoy dentro. Tenemos cosas de que hablar. ¿Puedo pasar?
—No tenemos nada de qué hablar y no tienes derecho a perseguirme así. Si no te vas, llamaré a seguridad para que te echen.
—¿Bajo que cargo?
—Acoso.
Reid Kennard sonrió, pero no era una sonrisa de diversión. Era el tipo de expresión asociada a los sádicos a punto de hacer algo que causara un dolor insoportable a su víctima.
—Creo que es un farol.
Entonces se metió dentro. Para humillación suya, Fran lo permitió, aunque no le quedaba mucha elección. Aquel hombre era demasiado corpulento como para pelear con él.
Si había parecido un hombre fuerte en la oficina, ahora, vestido más informal, era claro que la constitución de sus hombros y espaldas no se debía al corte del traje.
—Esto es indignante —dijo apartándose instintivamente para no rozar aquel alto y poderoso cuerpo masculino cuando cerró la puerta.
—No aparentes terror. Sabes perfectamente bien que no voy a hacerte daño.
—¿Y cómo lo sé? Ya has mostrado bastantes síntomas de locura.
—No es cierto. Admito que no soy convencional, pero te acostumbrarás —miró a su alrededor y abriendo la puerta, hizo una pequeña reverencia—. Detrás de ti.
Sin otra opción que dejarle soltar su discurso, Fran pasó por delante de él. Si esperaba que lo invitara a sentarse, ya podía esperar.
Apretando los dientes, se fijó en que había dejado el archivo en la mesita y encima abierto.
Pero no fue en el archivo en lo primero en lo que se fijó él, sino en la copa de vino.
—Un mal hábito… beber sola —comentó con una sonrisa sarcástica.
—No lo hago normalmente, pero ha sido un día muy largo. No estoy acostumbrada a tratar con gente que cree que puede atropellar al resto del mundo —se cruzó de brazos y lo miró con furia—. Eres la persona menos recomendable que he conocido en mi vida.
—¿Porque quiero casarme contigo? Incluso aunque no lo aceptaran, la mayoría de las mujeres lo considerarían un halago.
—No cuando viene de un desconocido que piensa que las mujeres son como capiteles.
—Hay culturas en que las novias ni siquiera ven la cara del novio hasta llegar al altar. El matrimonio es una institución práctica. Y como nuestra cultura lo ignora, por eso hay tantos divorcios. ¿No preferirías estar casada?
—No estoy interesada en el matrimonio y desde luego, no contigo.
—¿Por qué no? ¿Hay algún hombre que se les haya escapado a mis detectives?
En ese momento sonó el timbre de nuevo.
Al reunirse con Kennard después de recoger la pizza, Fran comentó con sequedad:
—Ha llegado mi cena y prefería tomarla caliente.
Ignorando la indirecta, Reid sonrió:
—Deberías dejar la cadena puesta al abrir.
—Normalmente lo hago. Y sólo porque esperaba la pizza estás tú dentro.
—Una coincidencia afortunada.
Reid miró entonces a su alrededor fijándose en las tonalidades, los cuadros y los espejos. A Francesca le encantaban los espejos, especialmente los antiguos.
—¡Bonita habitación! ¿Quién la ha diseñado?
Nadie había comentado nunca la decoración y Fran no pudo evitar sentir una oleada de orgullo de que por fin alguien se hubiera fijado en su trabajo, al que había dedicado muchas horas.
—Nadie muy conocido. Por favor, quiero tomar mi cena para tenerlo todo empaquetado para mañana al medio día. La verdad es que no tengo tiempo de hablar… incluso aunque hubiera algo sensato de qué hablar.
—Una pizza es una pobre cena… sobre todo si uno come solo. Déjame invitarte a una cena decente e intentar convencerte de que mi plan tiene mucho sentido. Después, si quieres, te echaré una mano para empaquetar.
—¡Rotundamente no! ¡De ninguna manera!
—¿A qué te refieres, a cenar o a empaquetar?
—A las dos cosas. Echa otro vistazo a las revistas y escoge a otra mujer. Yo no estoy a la venta, señor Kennard.
—¿Te gusta la música? —la sorprendió de repente.
Desconcertada, contestó sin pensar:
—Sí, alguna música sí.
—¿Qué te parece Smetana?
—Nunca he oído hablar de él.
Era una exageración, porque el nombre sí le sonaba, pero nada más.
—Era un compositor bohemio del siglo pasado. Su trabajo más importante lo hizo en Praga, ayudando a crear la Opera Nacional. Tuvo un final desgraciado… se volvió sordo y murió enfermo.
—Si quisiera conocer la vida de algún oscuro compositor, me iría a la biblioteca.
—¿Te gusta leer?
—Sí, da la casualidad de que sí, pero…
—Me alegro. Es también uno de mis placeres favoritos. Tengo una extensa biblioteca.
Cada vez mas enfadada, Fran dijo con impaciencia:
—No creo que me guste lo mismo que a ti, y si Smetana es uno de tus compositores favoritos, creo que todos tus compactos me dormirían de aburrimiento. Sólo me gusta la música pop.
No era verdad. Conocía muy bien la música clásica por la afición de Julian a ella, pero cuanto más la considerara una frívola muñeca, antes se le quitaría aquella loca idea de casarse con ella.
—La razón por la que he mencionado a Smetana es porque su opera más famosa se llama La Novia Trucada. Trueque es lo que se hacía en el intercambio de mercancías antes de inventarse el dinero. Yo no estoy intentando comprarte, Francesca. Estoy proponiendo un intercambio… cosas que yo necesito por cosas que tú necesitas ¿Estás segura de que no cambiarás de idea respecto a la cena?
—¡Desde luego que no!
—En ese caso, te dejaré con tu pizza y me iré a tomar una tabla de ahumados al Scotts o quizá un salmón al Loch Fine.
Al mencionar las dos especialidades de dos de los mejores restaurantes de Londres, los ojos le brillaron de diversión.
¿Podría haber descubierto su detective privado que el pescado era una de sus debilidades?
De camino a la puerta, Kennard añadió:
—Te llamaré por la mañana. Después de que hayas descansado, puede que encuentres la idea más atractiva.
—Gracias por la advertencia. No descolgaré el teléfono —dijo mientras cerraba la puerta.