Una mujer enamorada - Anne Weale - E-Book

Una mujer enamorada E-Book

Anne Weale

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Beschreibung

Julia 971 Anny no era más que una niña cuando conoció a Giovanni Carlisle. Él era nueve años mayor y, para ella, siempre fue su héroe de infancia. Pero con el paso de los años aquella admiración se fue convirtiendo en amor. Anny había soñado desde la adolescencia con convertirse en su esposa, sin embargo, Giovanni continuaba tratándola como a una niña. A pesar de todo, Anny estaba dispuesta a demostrarle que era toda una mujer.

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Anne Weale

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una mujer enamorada, Julia 971 - marzo 2023

Título original: THE IMPATIENT VIRGIN

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411416306

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

IBAN paseando por el parque. Bien podrían haber parecido dos hermanos, hasta que Jon le agarró la mano y enlazó los dedos con los de ella.

Anny se había sentido relajada hasta aquel preciso instante, pues no eran más que unos de los muchos londinenses que se dedicaban a disfrutar de una soleada tarde de primavera.

Pero el modo en que la mano de aquel hombre apretaba la suya era un gesto que iba más allá de lo puramente amistoso.

Siempre había creído que, si en algún momento él hubiera querido hacerle una proposición, lo habría hecho en algún íntimo restaurante y a la luz de una vela. Jon era un hombre romántico, convencional, completamente predecible y en el que se podía confiar. A todo el mundo le gustaba.

Aunque se conocían ya desde hacía algún tiempo, nunca había sabido con certeza cómo habría de reaccionar si él la cortejaba.

Las circunstancias reales estaban siendo muy diferentes de las que ella había imaginado. Estaba claro que de un momento a otro iba a soltar la pregunta.

Se dirigieron hacia el lago a través de una pequeña senda. No había nadie y, antes de llegar a su destino, Jon se detuvo y la tomó en sus brazos.

—No, Jon —dijo ella—. Aún no estoy preparada para esto.

Antes de que él pudiera reaccionar, sonó el móvil que Anny llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

Jon murmuró algo que, traducido, probablemente habría sonado bastante mal. Había aprendido turco, entre otras muchas lenguas, en uno de sus múltiples viajes. Era botánico y se dedicaba a la conservación de especies en peligro.

—Diré que estoy ocupada —agarró el teléfono, extendió la antena y respondió—. ¿Diga?

—Hola, Anny, soy Greg. Tengo un trabajo para ti —era el editor del suplemento dominical del periódico Sunday—. Todos los vuelos desde Gatwick y desde Heathrow están llenos, así que tendrás que volar desde Stansted. El número de vuelo es…

Anny llevaba cinco años trabajando como periodista en Londres. Siempre llevaba una libreta y un bolígrafo a mano. Apuntó los datos que Greg le iba dando.

—Sí… dime. De acuerdo, el vuelo 910 de la compañía Air U.K. con destino a Niza, en clase preferente. Lo tengo.

Niza. La Riviera francesa… Ya tenía la imagen del lugar dibujada en los ojos: hermosas fuentes, palmeras y bulevares acolchados con una espesa alfombra de césped, el cielo azul y las playas, los puestos de flores… Era una ciudad que había conocido muy bien, pero a la que no estaba precisamente ansiosa de volver.

—¿Por qué a Niza?

—Porque te he conseguido una entrevista con Giovanni Carlisle. Su casa está cerca de allí, justo al otro lado de la frontera, en Italia. Puedes alquilar un coche y estar allí en menos de una hora.

Anny se sintió mareada, tenía una fuerte presión en el pecho y náuseas.

—Será realmente un paso adelante en tu carrera. Es la primera vez que el rey del ciberespacio se digna a hablar con un periodista. ¿Te das cuenta de lo afortunada que eres, Anny?

—¿Y por qué me envías a mí? ¿Por qué no a alguien que entienda de ordenadores?

—Porque es el hombre el que nos interesa. Habrá alguien del archivo de datos en el mostrador del aeropuerto. Te dará unas carpetas en las que aparece todo lo que necesitas saber sobre la parte técnica. Te lo puedes leer durante el vuelo. No desaproveches esta oportunidad. Va a significar tu despegue definitivo. A por todas, Anny —Greg colgó el teléfono.

—¿Qué pasa? —preguntó Jon, mientras ella guardaba el teléfono en un bolsillo y el block de notas en el otro.

—Me marcho a Niza mañana… para entrevistar a Giovanni Carlisle.

Jon pareció aliviado por la noticia.

—Bueno, eso no supondrá mucho tiempo. Probablemente mañana por la noche ya estarás de regreso. Hasta que has dicho ¿Por qué Niza?, había pensado que te iba perder de vista durante un mes o más. Me alegro de que no sea así… —comenzaron a andar—. Es curioso, pensé que Carlisle sólo concedía entrevistas a la prensa especializada.

—Y así ha sido hasta ahora. Pero eso, precisamente, lo hace más deseable para gente como Greg. La mayor parte de los famosos se vuelven locos por obtener una entrevista. Pero son precisamente los que se mantienen al margen los que la prensa ansía cazar.

—¿Por qué habrá cambiado de opinión?

—No tengo ni idea —dijo Anny. Pero sí sospechaba que se iba a arrepentir en el instante mismo en que la viera.

—Puedo darte cierta información sobre él —dijo Jon.

—¿Ah, sí? —levantó las cejas en un gesto de sorpresa.

Aunque Jon conocía en profundidad el mundo de los ordenadores, ella nunca se habría imaginado que Giovanni Carlisle pudiera ser mucho más que un nombre para él.

—Vive en el palacio de Orengo, cerca de Ventimiglia —dijo Jon—. Toda esa zona es famosa por los jardines que se crearon cuando la Costa Azul era el sitio al que se debía ir de vacaciones en invierno. Nadie iba en verano, pues según decían hacía demasiado calor. Orengo fue uno de los jardines legendarios durante la época eduardiana. Tras la muerte de su propietario, el lugar entró en declive, hasta que Carlisle lo compró. Sólo un multimillonario podía restaurar aquello. Sin embargo, ni siquiera el presidente de la Sociedad Real de Horticultura puede acceder a ese jardín ahora. Nadie sabe lo que allí se ha hecho. Hace unos meses, se envió a un periodista de El Jardín. Le presentó su currículum y toda una carpeta con cartas de recomendación de los más influyentes en todos los terrenos. Carlisle le negó la entrada.

—Entonces, ¿por qué ha sucumbido a los ruegos de Greg? —preguntó Anny ensimismada.

Jon se dio cuenta de que el tema le preocupaba realmente. Sin duda, si le hubiera dicho lo que estaba a punto de decir antes de que sonara el teléfono, la noticia de su partida inminente al palacio de Orengo habría borrado de su mente las palabras. Era un periodista entregada por completo a su carrera y Jon aceptaba eso. Incluso, le gustaba, pues también le daba alas a él en su profesión.

—Estoy convencido de que habrá un montón de material escrito sobre él en los archivos de la Sociedad Real de Horticultura. Tengo que ir allí mañana. Si quieres, puedo sacar algo.

—Te lo agradezco, Jon, pero seguramente será una pérdida de tiempo. Espera a que regrese. Puede que no le guste mi cara y me eche.

—Le gustará —respondió él sinceramente.

Sin duda, la veía con los ojos de un hombre enamorado, pero eso no quitaba para que la gente en general considerara a Anny Howard una mujer atractiva. Lo que más resaltaba en su rostro eran los ojos, grises, grandes, con grandes pestañas. El resto, era armónico aunque no demasiado perfecto. A los hombres les gustaba su figura esbelta y sus piernas largas. Las mujeres la envidiaban por su estilo. Había conseguido que cualquier ropa pareciera en ella una pieza de diseño. Pero lo que realmente la hacía atractiva era la calidez de su gesto y de su carácter.

Jon llevaba cuatro meses convencido de que era la mujer con la que se quería casar. Pero había preferido esperar a estar algo más seguro de lo que ella sentía por él.

Había elegido cuidadosamente el lugar y el momento. Pero cuando estaba a punto de pedirle que fuera su mujer, el teléfono había sonado.

Tendría que esperar a su regreso para intentarlo de nuevo. Sin duda, su mayor preocupación en aquel instante era Giovanni Carlisle.

 

 

Esa noche, mientras en Londres, Anny preparaba su viaje, en Mónaco un hombre alto, de pelo oscuro, vestido con un esmoquin clásico observaba el cuerpo desnudo de una joven que se abrazaba al de un muchacho. Ambos, en bronce, formaban una escultura del famoso escultor Kerkade, a la que éste había titulado Invitación. A Carlisle la escena le recordaba a un incidente acontecido en su propia vida.

El principado de Mónaco no era precisamente el lugar favorito de Carlisle. Pero habría sido poco elegante no aceptar la invitación de una mujer que, como él, era medio americana. Tenían, además, algo en común: los dos habían cometido serios errores en sus vidas privadas.

Carlisle era un hombre reservado, que había intentado que su divorcio no transcendiera los muros de sus dominios personales. Y casi lo había logrado. Pero eso no había ayudado a aplacar la furia del destino.

No obstante, continuaba siendo un hombre celoso de su intimidad. Aunque rico y famoso, evitaba a aquellos que lo eran como él.

Continuó observando la piel perfecta de la muchacha desnuda y una sonrisa le curvó los labios. ¿Habría alguna posibilidad de que Anny Howard, llevada por su orgullo, rechazara aquella oportunidad? La respuesta le vino inmediatamente a la mente: no. La conocía y sabía que no iba a despreciar una oportunidad como la que le acababa de brindar.

Lo que ella no sabía era que jamás obtendría lo que quería.

 

 

Había relativamente poco tráfico aquella mañana. Eran tan sólo las siete y diez cuando Anny tomó un taxi desde su casa hasta la estación de la calle Liverpool. A las siete y media había un tren que la llevaría directamente al aeropuerto de Stansted.

Al llegar al terminal, decidió que necesitaba un café para despertarse. Había sido una noche agitada por sueños poco reparadores. Después de que el cálido brevaje la despejara, se pondría manos a la obra con los múltiples papeles que hablaban de Giovanni Carlisle.

Anny no quería estar donde estaba, de camino a Orengo. Durante mucho tiempo había tratado de olvidar el pasado. Estaba claro que no lo había logrado.

Según todos los expertos, las heridas más profundas se curaban con el tiempo. Lo suyo, por tanto, no había sido una herida, sino una especie de malaria, una infección persistente que podía dar síntomas recurrentes a lo largo de toda una vida.

Debería haber rechazado el trabajo. Pero, ¿por qué no lo había hecho?

 

 

Charlene Moore llevaba tres años trabajando como secretaria personal de Giovanni Carlisle, desde que su predecesora, americana como ella, había dejado el puesto para casarse.

Charlene salió del palacio y se dirigió a la piscina por una de las pequeñas sendas que conducían hasta allí.

Era una piscina olímpica que se llenaba con el agua de mar que extraían de la bahía que estaba al final del jardín.

Todas las mañanas, el señor Carlisle se hacía cincuenta largos antes del desayuno. A veces, dicho desayuno era a las diez o a las once de la mañana, pues solía quedarse trabajando hasta altas horas de la noche.

Desde el primer momento, Charlene se había dado cuenta de que el señor Carlisle era un hombre que no se regía por las mismas normas que los demás. Le importaban bien poco los códigos ajenos. Se podía permitir la libertad de hacer lo que le venía en gana y lo hacía.

Aunque ella vivía bajo el mismo techo que su jefe, había muchas áreas de su vida privada que desconocía por completo. Se rumoreaba que tenía una amante en Niza, pero, si era así, la relación era extremadamente discreta y jamás habían sido vistos en público.

Sin embargo, a veces sentía pena por aquel hombre rico, guapo y brillante, pues carecía de lo más importante: la posibilidad de un amor sincero. Nunca sabía si lo que las mujeres buscaban era realmente a él o todo lo que les podía aportar en el terreno material.

Charlene se asomó a la terraza que rodeaba la piscina. Él estaba sentado al otro extremo, junto a una inmensa sombrilla verde. Tomaba su café matinal, mientras leía el periódico.

A pesar de lo temprano que era aún, el sol quemaba ya con fuerza. Pero él no se molestaba en protegerse de los rayos del sol. Muy al contrario, parecía que su sangre latina lo impulsaba a buscar el calor penetrante del sol directo. Llevaba una toalla blanca atada a la cintura y unas alpargatas de esparto. Su piel era morena, igual que su pelo.

Al oír que Charlene se acercaba se volvió hacia ella y se levantó. Siempre era extremadamente educado con sus empleados.

—Buenos días, Charlene.

—Buenos días, señor Carlisle.

Le indicó con la mano que se sentara.

—¿Qué tal su día libre?

—Muy bien. Fui a Èze —su afición era la pintura y solía pasar su tiempo libre haciendo dibujos del paisaje rural.

Sacó el cuaderno y se dispuso a tomar notas.

—Esta tarde recibiremos una visita: Anny Howard.

No necesitaba explicar quién era. Entre las tareas de Charlene estaba la de recopilar todos los artículos de la periodista británica, que eran enviados mensualmente por una agencia londinense.

El porqué el señor Carlisle estaba tan interesado en los artículos de aquella mujer era un misterio para ella.

—Por favor, alójela en la habitación de la torre. Esta noche, quiero que se utilice una mesa redonda y que sitúen a nuestra invitada especial enfrente de mí.

—Eso significa que serán trece personas. Sé que usted no es supersticioso, pero alguno de sus invitados puede sentirse incómodo. Además, dos mujeres tendrán que estar juntas.

—Entonces, invite al general Foster —dijo él sin ocultar cierta ironía—. Le dará igual que lo avisemos con tan poco tiempo.

Charlene tomó nota. Tendría que llamar al octogenario caballero que vivía en Menton, una ciudad que, en su día, fue prácticamente una colonia de veraneantes ingleses.

Incluso la reina Victoria había pasado algún tiempo en uno de sus hoteles.

—¿A qué hora llegará la señorita Howard? ¿Quiere que envíe a Carlo a recogerla?

Carlisle se quitó las gafas y unos sorprendentes ojos azules la miraron de un modo particular. Había visto esa mirada sólo en un par de ocasiones y sabía lo que significaba: rabia.

—Su avión llega a las cuatro. Pero no será necesario que nadie pase a recogerla. Es una experta viajera a quien su periódico concede unas dietas estupendas. Que se las arregle sola.

Su tono de voz parecía impasible, pero sus ojos lo delataban.

Charlene nunca había experimentado la ira del supremo jefe y esperaba no sufrirla, pues era muy eficiente. Pero había oído que su ira era devastadora. Otros empleados le habían contado que, cuando el señor Carlisle estallaba, era como un volcán.

Probablemente exageraban. Las criadas y el ama de llaves eran italianas y el cocinero francés. Debido a su temperamento latino solían convertir cualquier incidente en algo dramático.

Lo que sí estaba claro era que algo perturbaba a su jefe. Tenía la mirada perdida en el azul horizonte del mar. Pero, sin duda, veía más allá, pues su ceño fruncido indicaba que algo no le satisfacía.

Lo que Charlene no llegaba a comprender era por qué si era la llegada de la señorita Howard el motivo de su descontento, permitía que aquella mujer lo entrevistase.

¿Por qué Anny Howard era una excepción?

 

 

—Bienvenidos al vuelo 910 de Air U.K. con destino a Niza….

Sólo había cinco personas más en clase preferente, así es que optó por dejar su cuaderno de notas y las carpetas sobre el asiento contiguo.

Generalmente, estaba siempre ansiosa por conocer más datos sobre sus entrevistados. Sin embargo, en esa ocasión, no le apetecía revisar aquellos malditos papeles.

Por eso, optó por agarrar la revista de vuelo y ojearla. Pero pronto se dio cuenta de que leía sin enterarse de lo que allí ponía.

La cerró y se recostó sobre el respaldo. Cerró los ojos. Inmediatamente, los recuerdos la asaltaron, como si hubieran estado allí, esperando la señal para volver a surgir con intensidad.

Y dolían.

Habían pasado cinco años y, sin duda, estaba mucho más segura de sí misma. Pero eso no le daba la certeza de que esta vez fuera a ser capaz de enfrentarse a él.

Van, como llamaban a Giovanni Carlisle sus parientes y amigos cercanos, era muy diferente a Jon.

Sin duda, Van era un genio en el terreno profesional, pero como persona carecía de escrúpulos. Obtenía lo que quería a cualquier precio… Sólo que a ella no la había conseguido, no como él habría deseado.

Seguramente, el tiempo le habría hecho olvidar aquel capítulo de su vida. Sin embargo, era posible que su presencia reabriera ciertas heridas. ¿Qué debía hacer?

Sin duda lo más sensato habría sido tomar el primer avión de vuelta a Londres en cuanto aterrizara en Niza. Pero… ¿y su carrera como periodista independiente? Estaba claro que Greg no podría aceptar el que ella hubiera dejado escapar una oportunidad así. Sin embargo, no podría decir nada si Carlisle la echaba.

Tenía que intentarlo o despedirse del trabajo. El periodismo era una profesión muy competitiva en la que, de momento, le había ido bastante bien. No podía estropearlo.

Tuvieron que pasar cuarenta minutos para que se decidiera a abrir las carpetas.

Lo primero que encontró fue una foto de Carlisle. No había cambiado.

Cerró el archivador y rebuscó en el bolso. Allí estaba. No había abierto aquel sobre desde hacía cinco años. Contenía una serie de fotos y algunos recuerdos de mucho valor sentimental para ella. Si Greg hubiera sabido de la existencia de todo aquello, la habría presionado para que lo publicara. Sin duda, aunque las fotos no eran de calidad, arrojaban luz sobre lo que era Giovanni Carlisle antes de ser famoso.

 

 

El aeropuerto de Niza era tan moderno como el de Stansted. Lo habían construido tan próximo al mar que daba la impresión de que el avión comenzaría un amerizaje antes de aterrizar. A Anny le fascinaba aquella sensación.

Recordó unas palabras que alguien dijo de ella mucho tiempo atrás: «Eres lo más parecido a una sirena que he visto en mi vida».

Eso había ocurrido en un lugar lejano, cuando el agua cristalina de aquel mar era su hogar. Siempre tenía la piel pegajosa por la sal y el pelo decolorado por efecto del sol.

Pasó rápidamente el control de pasaportes y buscó un lugar apacible desde el que llamar a Greg.

—Hola, Anny. ¿Pasa algo?

—No, no pasa nada. Pero ayer fuiste demasiado parco en palabras y necesito saber cómo demonios has conseguido que Carlisle nos conceda una entrevista.

—Bueno… puso una serie de condiciones…

—¿Qué condiciones?

—Lo cierto es que no tuve que persuadirlo. Él me pidió que le hiciera una entrevista Anny Howard. Por lo visto, ha debido de leer algunos de tus artículos y le han gustado.

—¿Qué más?

—Quería, por escrito, que le asegurara que podría leer el artículo antes de que saliera publicado y que tendría derecho tanto a cortar lo que no le satisficiera, como a negarse a su publicación.

—¿Y has accedido a eso?

—No tenía más remedio. Pero estoy convencido de que no ocurrirá. Eres muy buena escribiendo la verdad sobre la gente sin que se sientan ofendidos.

—Yo no estaría tan segura en este caso…

—Pero ya tienes cierta ventaja por el hecho de que haya preguntado específicamente por ti —dijo Greg.

«Eso es lo que tú crees», se dijo Anny.

—Te llamaré, Greg.

Alquiló un coche en un francés tan perfecto, que, sólo cuando indicó que era británica la mujer que la atendía descubrió que no era compatriota suya.

Precisamente era su dominio del francés y del italiano lo que la había ayudado en el periodismo. Los había aprendido siendo aún una niña, cuando se relacionaba con turistas en los puertos deportivos de la zona.

La ruta más rápida era la carretera de la costa, Moyenne Corniche. Pero necesitaba tiempo para reestructurar su plan con los nuevos datos que Greg le había dado.

Así es que decidió atravesar el Promenade des Anglais.

Por la calle había cientos de turistas que paseaban tranquilamente. Las palmeras, los geranios, los característicos toldos de los hoteles le hicieron darse cuenta de que, de algún modo, había echado de menos la atmósfera mediterránea.

Porque aquél había sido, tiempo atrás, su mundo…

Capítulo 2

 

 

 

 

 

DESDE la primera vez que El Soñador había anclado en la pequeña bahía del palacio de Orengo, Anny había sentido una curiosidad especial por aquel abandonado jardín.

El último jardinero del lugar le había contado a su tío, el capitán de El Soñador, que el jardín tenía en total unas cuarenta y cinco hectáreas

Anny había explorado hasta el último rincón de aquel lugar salvaje.

Le encantaba sentarse en la balaustrada de mármol rosáceo y observar desde allí el mar.

Imaginaba con frecuencia que entrevistaba a grandes mujeres del momento.

Siempre había deseado ser periodista. Su abuelo había sido editor de un periódico semanal, su tío escribía para la prensa dedicada al deporte náutico y su padre, reportero de guerra, había muerto en África.

Una tarde en que el sol brillaba con fuerza, comenzó a charlar con la imaginada reina de España, doña Sofía.

—De no haber nacido princesa, ¿qué habría elegido ser, Su Majestad?

Antes de que su personaje pudiera responder, una voz la sobresaltó.

—¿Quién eres tú?

Anny casi se cayó de la barandilla.

Frente a ella apareció un hombre joven, alto y robusto al que nunca antes había visto. Llevaba una camiseta blanca y unos vaqueros. Su piel era tostada, como la de la mayoría de los muchachos de aquella zona, pero no tenía los ojos oscuros, sino de un azul profundo.

—Soy Anny Howard. ¿Quién eres tú?

—Van Carlisle. ¿Cómo estás? —extendió la mano y ella se la estrecho—. Siento mucho haberte sobresaltado. Tú debes de ser la chica que vino en el yate que está anclado en la bahía. Lucio me habló de vosotros.

—¿Eres familia de Lucio?