Cuentos - Andreiev - Leonid Andreiev - E-Book

Cuentos - Andreiev E-Book

Leonid Andreiev

0,0
2,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Leonid Nikolaievich Andreyev fue un escritor y dramaturgo ruso que lidero el movimiento del Expresionismo en la literatura de su pais. Estuvo activo en la epoca entre la revolucion de 1905 y la revolucion comunista que finalmente destrono al gobierno zarista.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB

Veröffentlichungsjahr: 2017

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



LEONID ANDREIEV

Cuentos

Nota preliminar

Leonid Andréiev (1871-1919) puede considerarse el puente de enlace entre los grandes narradores decimonónicos rusos y las vanguardias surgidas tras el advenimiento del comunismo, en ese espacio de tiempo crucial donde Rusia era un verdadero hervidero cultural antes de que se impusieran los primeras represiones, de las que el mismo Andréiev sería víctima, motivo que le llevó a exiliarse los último años de su vida en Finlandia, a pesar de la estrecha amistad que durante largos años le había ligado a Maxim Gorki, la cual se vio truncada con la llegada al poder de los bolcheviques. Fue el cronista de una generación entregada a la desesperación y en sus escritos se puede vislumbrar ya los claroscuros de aquellos días que, como bautizase John Red, “sacudieron al mundo”.

Sus primeros cuentos (recopilados en El angelito, 1916) aparecieron en los periódicos de Moscú al comienzo del siglo y muy pronto su nombre adquirió prestigio entre los intelectuales rusos. Persona afable y de trato cordial, muy alejada de su carácter resulta ser toda su obra, presidida en todo instante por un hondo pesimismo, lo que le lleva a abarcar temáticas siempre ligadas al dolor humano, como la muerte, la enfermedad, la guerra, la traición o la locura. Muestra de ello es su primer relato, El abismo (1904), que le granjeó el aplauso unánime de crítica y público pese a abordar un asunto tan escabroso como el de una muchacha que, después de ser violada en un bosque por una banda de golfos, sufre el mismo ultraje a manos de su propio novio. Tampoco su Vida de Basilio Fiveiskii, también del mismo año, pudo pasar desapercibida para el lector ruso, ya que en la ferviente rusa zarista presentaba a un pope incrédulo que, bajo amenazas e increpaciones, recrimina a Dios su inexistencia. En fin, como el mismo Chejov apuntase: «Después de haber leído dos de sus páginas hay que darse un paseo y respirar dos horas aire fresco».

Alejado de todo esta morbosidad que subyace en toda su obra, se halla su novela corta, y quizá lo mejor de su producción, Los siete ahorcados (1905), donde se narra las últimas horas en prisión de unos condenados a muerte (cinco terroristas anarquistas, un letón criminal y un campesino matón), a quienes el destino, en este caso a modo de patíbulo, liga sus vidas por un breve instante.

Quizá embriagado por el súbito y estruendoso éxito de sus primeras obras, la calidad de su producción se resintió con el tiempo y finalmente ofreció menos de lo que en un principio prometía su carrera literaria. Abarcó el campo de la novela con obras como En la bruma, El pensamiento, La risa roja, y Sashka Zheguliov, esta última, quizá, su obra más ambiciosa donde cuenta la historia, ubicada en la antesala de la revolución rusa, del hijo de un general fallecido que padece una lucha interna librada por fuerzas heredadas de sus progenitores. Asimismo, también se incursiona en el teatro y compone piezas de la calidad de Anfisa, Hacia las estrellas, La vida del hombre, Judas Iscariote o Quien recibe las bofetadas, donde cobran nueva y alucinada vida los temas eternos del Amor y la Muerte, el Bien y el Mal…, entrado a formar parte del repertorio dramático universal.

Conocido como «el apóstol de las tinieblas», Andréiev es uno de los más grandes escritores de la Rusia prerrevolucionaria, y, lejos de inscribirse en los rangos de la nueva literatura que surge con la Revolución de Octubre, es un típico novelista y dramaturgo fin de síècle que se siente atraído por los tonos sombríos del decadentismo y hace gala de una morbosidad que tiene algo en común con las cavilaciones de Fiódor Dostoievski sobre el sentido del mal. En sus inicios, Andréiev se muestra rebelde y misántropo e incluso es encarcelado por sus actividades políticas, pero después se transforma en un conservador que apoya la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial, ataca a la Revolución de Octubre y cruza la frontera con Finlandia, para desde allí escribir apasionadas denuncias contra Lenin y los bolcheviques. En marzo de 1919 lanza un desesperado llamamiento para que los aliados intervengan en Rusia y acaben de una vez con los Soviets. Fallece al poco tiempo, en la más completa miseria, a raíz de un ataque al corazón.

Los siete ahorcados

¡A la una, precisamente,

Excelencia...!

El ministro era un tipo extraordinariamente obeso y propenso a los ataques apopléticos, por lo cual, y para prevenir los peligros de una emoción fuerte, hubieron de emplearse toda clase de precauciones para comunicarle que se iba a atentar contra su vida. Al ver que recibía la noticia con serenidad y hasta sonriente, se le comunicaron los detalles. El crimen se cometería a la siguiente mañana, cuando la víctima se encaminase al Consejo. La policía había descubierto el complot por una delación, y vigilaba noche y día a los conjurados, quienes serían detenidos a la una, hora en que, armados de bombas y pistolas, esperarían al ministro.

—Pero —exclamó éste, sorprendido—, ¿cómo diablos sabían ellos la hora a que yo he de acudir al Consejo, cuando yo mismo la ignoraba hace tres días?

El jefe de la guardia se encogió de hombros.

—Pues ellos, Excelencia, sabían que será a la una, precisamente.

Parecióle bien a Su Excelencia el diligente celo de la policía; luego hizo un gesto de duda, frunció el ceño, y sus labios, carnosos y encendidos, se contrajeron en una mueca que pretendía ser una sonrisa; sin abandonarla, se despidió de los agentes, y para que éstos trabajasen con mayor libertad y desembarazo, decidió pasar la noche fuera de su casa, en otra casa amiga, donde le brindaban hospitalidad. También su esposa y sus hijos fuéronse lejos de aquella mansión en que acechaba el peligro y en donde al día siguiente habían de reunirse los conjurados.

Mientras ardían las lámparas en la morada ajena y los amigos saludaban y sonreían, el ministro experimentaba cierta excitación agradable, como si le hubieran dado ya o le fuesen a otorgar un galardón inesperado.

Mas luego aquellas habitaciones quedaron obscuras y solitarias. Al través de los cristales, el alumbrado público fingía luminosas y movedizas manchas en los muros y en los techos de aquellos vastos aposentos, hundidos ahora en el silencio más completo.

Solo ya en la ajena alcoba, sintióse el personaje asaltado de súbitos temores.

Padecía de accesos nefríticos, y así, cuando algo le impresionaba hondamente, reflejábase esta impresión en rostro, piernas y brazos, que se cubrían de edemas y se hinchaban, con lo que cada vez se ponía más gordo y fofo. Con angustia de enfermo, empezó a notar cómo su rostro se iba abotagando más y más, y comenzó a preocuparle obstinadamente el trágico fin que le anunciaran. Sucesivamente fueron desfilando por su memoria los últimos atentados que contra ilustres personajes se habían cometido; evocó la trágica visión de sus cuerpos despedazados por las bombas, los trozos de masa encefálica que salpicaban pavimento y paredes, así como los dientes arrancados de las deshechas mandíbulas. Influido por tales recuerdos, parecióle que su cuerpo, tendido en el lecho, no era ya suyo, y creyó sentir la tremenda fuerza de la explosión; experimentó la sensación de que sus brazos se desprendían del tronco, y los dientes se caían, y se le pulverizaba el cerebro, y pies y piernas se le paralizaban, y agarrotábansele los dedos, hasta adquirir rigidez cadavérica. Se agitó en el lecho, suspiró fuertemente y tosió para cerciorarse de que no estaba muerto; el frufrutante rumor de la sedeña colcha y el crujido del sommier aliviaron su acongojado ánimo; mas para acabar de tranquilizarse y alejar de sí toda idea de muerte, exclamó en alta voz, que rasgó el silencio nocturno:

—¡Bravo, muchachos! ¡Muy bien, muy bien!

Quería dirigirse a sus polizontes y a sus soldados, a todos los que, al hacerle aquella confidencia y advertirle tan oportunamente el proyectado crimen, salváranle la vida. Sin embargo, aun cuando aprobaba la acción de la policía y trataba con sonrisa forzada de expresar el desprecio por el fracaso de sus torpes enemigos, no creía poder salvarse, ni que la muerte no le sobreviniese súbita y rápidamente. La muerte con que los conjurados le amenazaban se erguía ante él y se apoderaba de su pensamiento y paralizaba sus intenciones, como si estuviese agazapada allí, en un rincón de la alcoba, y dispuesta a no moverse de allí en tanto que los criminales no fuesen detenidos y desarmados y encarcelados tras seguras rejas y fuertes cerrojos. Recordó las palabras del policía:

—¡A la una, precisamente a la una, Excelencia!

Esta frase le perseguía, le obsesionaba, como un estribillo repetido en todos los tonos: jocoso y burlón unas veces, fiero otras, frío y monótono en ocasiones. Dijérase que una mano misteriosa había instalado en la alcoba multitud de altavoces que, sucesiva e incansablemente, anunciaban con mecánica estupidez:

—¡A la una, precisamente a la una, Excelencia!

De pronto, aquella hora del día siguiente separóse, como arrancada del indistinto conjunto de las otras, y aquel fragmento de tiempo, que apenas era sino un mudo avance de la manecilla en la esfera del áureo reloj, cobró un gesto de amenaza, de aciago presagio; con ágil brinco separóse del círculo, comenzó a vivir por sí misma y se irguió como altísimo y sombrío poste que partía en dos la vida. Era como si se hubiesen borrado todas las demás horas y únicamente aquélla se alzase con insolente gesto, como si ella tuviese derecho a una existencia especial.

Encaróse con ella el ministro, y «¿Qué quieres?», la preguntó con cólera.

El coro de altavoces continuaba:

—¡A la una, precisamente a la una, Excelencia!

Y el poste negro se inclinaba en irónica reverencia.

El ministro no podía conciliar el sueño; apretó los dientes, incorporóse en el lecho y sepultó el hinchado rostro entre las manos.

Con igual intensidad que si los estuviese viviendo, imaginó los momentos de la siguiente mañana. ¡Cómo, a no haber sabido lo que se preparaba, se hubiese levantado al igual que todos los días! ¡Cómo hubiera tomado café, ignorante y despreocupado! ¡Cómo, en fin, se hubiera vestido en su tocador, sin que ni su ayuda de cámara ni el criado que le sirvió el desayuno comprendieran lo inútil que es servir el desayuno y ayudar a poner el gabán a quien a los pocos momentos ha de desaparecer, con el gabán que cubre su cuerpo y el café que dentro de su estómago llevaba, despedazado por una explosión!...

Separó del rostro las manos y lanzó un ¡ay! en voz alta.

Luego buscó a tientas la llave de la luz y la encendió. Después se levantó y se puso a dar paseos, descalzo, por la alfombra de aquella alcoba que no era la suya. Tropezaron sus ojos con otra llave, y encendió la lámpara a que correspondía. Y dio la nueva luz tan jubilosa animación a la habitación, que del ministerial terror, aún no desaparecido del todo, apenas quedaba otra señal que las revueltas ropas del lecho, cuya colcha yacía por el suelo.

Con la barba despeinada por los bruscos movimientos, desorbitados los ojos y la respiración jadeante, el ministro, que se hallaba en ropas menores, parecía un anciano agitado por el insomnio. Obsesionábale siempre la idea de la muerte que le preparaban, y junto a este pensamiento borrábase el fausto de que estaba rodeado. Con todo, hacíasele difícil creer que aquel cuerpo suyo, tan presente y tangible, pudiera ser devorado por el fuego y sus miembros despedazados por la explosión.

Sentóse, rendido, en una butaca, y apoyó la barba en la mano. Luego fijó en el techo los extraviados ojos.

Y comprendió que allí mismo, en aquella habitación, estaba la causa de sus terrores, allí se hallaba el origen de su susto y de su agitación. ¡Y él, quieto allí, en aquel rincón, no se marchaba, no podía marcharse!

—¡Imbéciles! —pensó, haciendo un mohín despectivo—. ¡Imbéciles! —repitió luego en alta voz.

Y para que pudiesen oírlo aquellos a quienes se dirigía la invectiva, volvióse hacia la puerta. Eran los mismos mozos que poco antes elogiara y el propio agente que con tanta diligencia le había prevenido contra el atentado que se fraguaba.

—Es natural —se dijo— que tenga miedo ahora que me lo han contado. Pero si no lo supiera, habría tomado tranquilamente el café. ¿Es que yo tengo miedo a la muerte? ¡Bah! Los riñones me hacen sufrir mucho, y, después de todo, algún día he de morir. ¡Algún día! Mas como no sé cuál, no lo temo. Y esos idiotas me salen ahora con que va a ser mañana, «a la una, precisamente a la una, Excelencia», y los muy estúpidos creen que me han hecho un favor, y lo que han conseguido es traerme aquí la muerte, que está aquí, que no quiere irse de aquí. No puede irse, porque está dentro de mí. No es tan terrible la muerte como el saber cuándo se va a morir. La vida sería imposible si se conociese con exactitud la hora de la muerte. ¡Y los muy imbéciles me lo avisan y me dicen: «Mañana a la una, precisamente a la una, Excelencia»!

Animóse súbitamente, como si alguien le hubiese anunciado que era inmortal, que no moriría nunca, nunca. Parecióle recobrar todas sus facultades intelectuales, todo su vigor físico, su superioridad, en fin, sobre aquella reata de imbéciles que con tan necia osadía querían revelar el futuro. Y pensó que el mejor don que puede alcanzar un hombre anciano y achacoso es la ignorancia.

¡Bendita ignorancia ésta de la hora del fin, que ningún ser vivo, hombre o bestia, puede adivinar! Poco antes había estado el ministro enfermo; desahuciáronle los médicos y le invitaron a dictar sus últimas disposiciones. Él no les había hecho caso, y, en efecto, al poco tiempo estaba como si tal cosa, sano y libre de las amenazas de los facultativos.

En cierta ocasión, en su juventud, acosado por la vida, pensó abandonarla; tenía ya escrita la consabida carta, cargado el revólver y hasta designada la hora fatal; pero al sonar ésta se volvió atrás. Es que siempre, en el supremo instante, puede ocurrir algo, puede presentarse alguna circunstancia imprevista. Y así, nadie, ni aun el que ha determinado su propia muerte, puede decir cuándo va a morir. ¡Y aquellos amables burros venían a decirle: «A la una, precisamente a la una, Excelencia»! Y no obstante estar ya, cuando le llegó el aviso, conjurado el peligro y la muerte evitada, el solo anuncio de la hora empavoreció su ánimo. Tal vez le matasen cualquier día, pero ya no sería «mañana», y como no sería «mañana», podía echarse a dormir con la tranquilidad del justo que ha conquistado ya la inmortalidad. ¡Qué estúpidos aquéllos y cuán ajenos estaban de pensar qué terrible secreto habían violado, qué hondos abismos habían abierto al anunciar con su enfadosa amabilidad:

—¡A la una, precisamente a la una, Excelencia!

Una voz, la voz del silencio, dijo:

—No, señor ministro; no será a la una; no se sabe cuándo será.

—¡Eh! ¿Quién habla ahí? ¿Qué dices?

—Nada —prosiguió la voz del silencio—. Nada.

—Sí, algo decías.

—No, nada de importancia. Digo que mañana a la una...

Sintió el ministro el corazón atenazado por la angustia; no dormiría, no, aquella noche; no gozaría de sosiego ni de alegría en tanto que no transcurriese y se perdiese en el pasado aquella hora fatal, que aún se agazapaba en un rincón y lo obscurecía con su sombra...

Ya no temía a los asesinos de mañana. Habían sido apresados por la turbamulta de fieles que le rodeaban y defendían su vida.

Pero sobre él pesaba la amenaza de algo imprevisto e ineluctable: tal vez la apoplejía, el corazón que se rompía, la aorta que, henchida de sangre, saltaba en mil pedazos, como un tubo que no puede resistir la presión del agua, como un guante que estalla por hinchazón de la mano que lo calza...

Advertía que su corto y grueso cuello de apopléjico estaba insensible, y contemplaba despavorido sus dedos rígidos y amoratados, en los que ya se presentara el edema.

Y sí antes, en las tinieblas, habíase agitado para convencerse a sí mismo de que no estaba muerto, ahora, bajo aquella luz de fría blancura, no podía ni extender el brazo para coger un cigarro u oprimir el botón del timbre. Sus nervios estaban tensos y rígidos como alambres. Apenas podía respirar.

De repente, un sonido agudo y vibrante, el repiqueteo de un timbre eléctrico, rasgó desde el techo el silencio y la obscuridad de la noche, taladró las capas de polvo, atravesó las telas de araña: Su Excelencia llamaba.

Encendiéronse todas las lámparas de la casa, y empezaron los criados a correr de un lado para otro.

Oíase una voz grave y entrecortada. Alguien fue al teléfono para avisar al médico: el ministro se había puesto muy malo. Fue preciso prevenir a su esposa para que acudiese al lado del enfermo.

II

La pena de la horca

Las cosas ocurrieron según las había previsto la policía. Cuatro terroristas, bien pertrechados de armas y explosivos, entre los que se hallaba una mujer, fueron detenidos cuando aguardaban al ministro, a la misma entrada de su casa. También prendieron, en su propio domicilio, a la dueña del local en que los conjurados celebraban sus reuniones, y allí, asimismo, se encontró dinamita en abundancia, bombas y armas diversas.

Todos los detenidos eran jóvenes: el de más edad tenía veintiocho años; el de menos, una mujer, diecinueve. El juicio se celebró en el mismo lugar donde fueron encarcelados, y la vista fue brevísima y a puerta cerrada, como de costumbre al tratarse de tales delitos.

Cuando comparecieron ante sus jueces, mostráronse los cinco serenos, pero serios y pensativos. Tal era el desprecio que hacia aquellas gentes sentían, que ni siquiera se les ocurrió fingir alegría o alardear de valor. Hubo preguntas a las que ninguno quiso contestar; otras veces, sus respuestas eran lacónicas y sencillas, como si, en vez de hallarse ante un tribunal que había de decidir su suerte, estuviesen proporcionando datos a una oficina de estadística. Tres de ellos, dos hombres y una mujer, dieron sus verdaderos nombres, otros dos se negaron, permaneciendo desconocidos para los jueces. Si algo lograba despertar en algún modo su curiosidad, amortiguada y casi extinta, como suele ocurrir a los enfermos muy graves o a las personas obsesionadas por una idea fija, no era, ciertamente, lo que decían los jueces, sino lo que acontecía en la sala. Dirigían en torno furtivas miradas, cazaban al vuelo alguna frase que les interesaba, y en seguida volvían a caer en su pensativo mutismo.

El que se hallaba más cerca de los jueces era un tal Serguéi Golovin, oficial del ejército e hijo de un coronel retirado. Era un muchacho fuerte como un roble, rubio y muy joven. Ni las privaciones de la prisión ni la amenaza de una muerte próxima habían sido parte a empalidecer sus encendidas mejillas ni amortiguar el juvenil brillo de sus ojos, en que aún se reflejaba una expresión de candorosa felicidad. Miraba el paisaje a través de una ventana, y a cada momento se pasaba la mano por la incipiente barba, que, sin duda por serlo, le causaba desazón en el rostro.

Eran los últimos días de invierno, cuando un sol rubio y cálido, mensajero de la ya muy próxima primavera, suele atravesar los remolinos de nieve y hender los cendales de bruma; acaso la visita del astro durase tan sólo un día, tal vez una hora no más, pero su luminosidad radiante bastaba para que los gorriones se volviesen locos de alegría y las gentes se emborrachasen de júbilo.

Por la ventana —que aún conservaba, como reliquias del último verano, una capa de polvo y cortinas de telarañas— vislumbrábase el cielo, hermoso y límpido como muy pocas veces se viera; tal vez, al mirarlo en los primeros instantes, los ojos, empañados aún por las nieblas invernales, no advirtiesen toda su inmaculada pureza; pero a medida que lo contemplaban se les aparecía más terso y más azul.

Miraba Serguéi Golovin el cielo, siempre rascándose la barba, entornaba voluptuosamente los ojos, que largas pestañas embellecían, y volvía luego a sumirse en sus pensamientos. Una vez hizo una especie de castañeta con los dedos, y su rostro se dilató con expresión de gozo; pero de pronto miró en torno suyo y el júbilo se le extinguió, como se apaga un fósforo que se pisa. Se puso pálido como un muerto. Sin embargo, la alegría de la vida y el sol de primavera vencieron una vez más, y al poco tiempo el juvenil e ingenuo rostro elevábase nuevamente hacia el cielo.

Pero no estaba solo en su admiración: también lo contemplaba la muchacha que no había querido dar su nombre, y que se llamaba Musia. Era aún más joven que Golovin, pero su precoz seriedad y la profunda mirada de sus ojos negros hacíanle aparentar más años. Que éstos eran muy pocos se veía, con todo, en la graciosa morbidez de su cuello, en las finas y transparentes manos, en algo, en fin, inefable y fragante. Estaba muy pálida, pero no era la suya la palidez de la muerte, sino la transparente blancura que una intensa llama interior da a muchos rostros hasta hacerles tomar apariencia de porcelana.

Sin moverse apenas en su silla, sólo alguna que otra vez se miraba el dedo del corazón de la mano derecha, donde una sortija que poco antes le quitaran había dejado visible señal. Serena, indiferente a cuanto la rodeaba, miraba al cielo, único vestigio de pura belleza que en el sórdido conjunto de aquella sala se ofrecía a sus ojos.

Los jueces sentían compasión por Serguéi Golovin, pero en cambio odiaban a Musia.

Había otro personaje, que, según propia declaración, se llamaba Verner, y que permanecía inmóvil, con las manos en las rodillas. Contemplaba el sucio entarimado, y nadie hubiera podido decir si su pensamiento estaba allí o si, desasiéndose de cuanto le rodeaba, habíase ausentado de aquel lugar. Tratábase de un hombre de mediana estatura. Su rostro, de singular hermosura y nobleza, era tan blanco y pálido, que recordaba las noches de luna a orillas del mar. Parecía reunir a una fuerza extraordinaria una fría seguridad en sí mismo. Contestaba breve y cortésmente a las preguntas que se le hacían; pero aun entonces había en él no sé qué de peligrosa superioridad, que se advertía hasta en sus más ligeros movimientos. Se envolvía en el capote que usan los carcelarios, pero esta prenda parecía despegársele del cuerpo. Cuando fue detenido se le encontró únicamente un revólver, en tanto que a sus compañeros se les halló un verdadero arsenal de armas y materias explosivas. Los jueces, sin embargo, le suponían el jefe de los conspiradores y, a pesar suyo, le manifestaban alguna deferencia.

Muy próximo a él hallábase un individuo de aspecto cadavérico, llamado Vasili Kashirin, que luchaba denodadamente por ocultar el terror que le dominaba. Desde la hora de la mañana en que los habían conducido ante el tribunal, el descompasado ritmo de su corazón amenazaba con ahogarle; tenía la frente bañada en sudor y helados los pies y las manos. Pudo, con sobrehumano esfuerzo, evitar que los miembros le temblasen y hacer que su voz pareciese firme y segura, así como serena su mirada. No veía lo que le rodeaba, y las palabras y las frases que allí se pronunciaban, llegaban a él como a través de la niebla, casi apagadas por espesas y acolchadas paredes; para replicar a las preguntas que se le hacían había de poner toda su voluntad en despertar de aquella especie de ensueño entre nieblas. Luego no volvía a acordarse de preguntas ni respuestas y volvía a sumirse en sus meditaciones y a empeñarse en su lucha interior. La muerte parecía rondarle ya, y esta circunstancia desviaba de su rostro las miradas del tribunal. Lo mismo podía ser joven que viejo: tan difícil era calcular su edad como si se tratase de un cadáver que comienza a descomponerse. Sus documentos, sin embargo, atestiguaban que tenía veintitrés años. Verner le daba de vez en cuando una palmadita en las rodillas, y él le replicaba:

—No es nada.

Algunas veces experimentaba irresistible deseo de gritar, de aullar, como un animal desesperado; cuando esto le ocurría, pasaba un rato cruel. Arrimábase silenciosamente a Verner, y éste le decía, sin mirarle:

—Paciencia, Vasia . Pronto dejaremos de sufrir.

La quinta terrorista, Tania Kovalchuk, preocupada e inquieta, miraba a sus compañeros con expresión maternal y solícita. Y parecía, en efecto, madre de todos ellos, pese a su extremada juventud y a la lozanía de sus mejillas, tan encendidas como las de Serguéi Golovin; pero sus ojos tenían una expresión de ternura inefable, de infinito amor.

Apenas si se dignaba mirar al tribunal. Estaba pendiente de las declaraciones de los demás, preocupada de que no les temblase la voz, de que no tuviesen miedo.

A Vasili, Tania ni siquiera se atrevía a mirarlo. A Musia y a Verner los contemplaba con mezcla de orgullo y respeto, y su rostro adquiría entonces expresión de patética gravedad. En cambio, cuando miraba a Serguéi sonreía y se decía:

—¡Eleva tus ojos al cielo, amigo mío! Pero ¿qué va a ser de Vasia? ¡Ay, Señor, Señor! ¿Qué podría hacer por él? ¿Decirle algo? Acaso fuera peor. A lo mejor se echa a llorar.

Así como las nubes viajeras se reflejan a la hora del crepúsculo en las serenas aguas de un lago, del mismo modo en aquel semblante todo bondad se reflejaban todos los sentimientos, todas las ideas, aun las más leves, aun las más fugaces, de los cuatro amigos de Tania. Ni siquiera se le ocurría pensar que también ella estaba acusada, que asimismo habían de juzgarla y que igualmente la ahorcarían. No le preocupaba gran cosa. En su domicilio fue precisamente donde habían sido hallados las armas y los explosivos, y, aunque parezca raro, ella misma fue quien recibió a tiros a la policía e hirió a un agente en la cabeza.

A las ocho de la noche terminó la sesión. Musia y Serguéi seguían mirando al cielo, que poco a poco iba obscureciéndose. No tenía ese tinte rosado, esa luminosidad sonriente, de los atardeceres estivales; habíase tornado de repente hosco y ceñudo, nuboso y lóbrego, como cielo de invierno. Golovin lanzó un suspiro y miró de nuevo a través de la ventana. Mas ya nada se veía; era noche cerrada, una noche negra y helada. Entonces, el joven, sin dejar de acariciarse la incipiente barba, volvió los ojos, curiosos como los de un niño, hacia los jueces, y los fijó luego en los guardias que estaban allí custodiándolos, rígidos, con sus fusiles prevenidos. Miró, finalmente, a Tania y sus labios insinuaron una sonrisa. También Musia apartó la mirada del cielo cuando éste se obscureció, y la fijó en una telaraña. Así permaneció durante la lectura de la sentencia.

Cuando se hubo cumplido este requisito, los defensores de los condenados se despidieron de éstos, que no quisieron mirar los ojos, entre avergonzados y tristes, de los abogados. Al salir cambiaron algunas palabras.

—No es nada, Vasia —dijo Verner—; todo acabará pronto.

—Sí, amigo, todo —replicó Kashirin, sereno, casi alegre.

Había perdido su aspecto cadavérico, y su semblante se había coloreado levemente.

—¡Ah, diablos! ¡Al fin han conseguido hacernos ahorcar! —exclamó el candoroso Golovin.

—¡Bah! —contestó Verner—. Eso estaba descontado.

Tania quiso consolarlos, y les dijo:

—Mañana se ratificará la sentencia y nos encerrarán a todos juntos, y ya no nos separaremos hasta la hora de morir.

Musia callaba. Al fin echó a andar con decisión.

III

¡No tienen que ahorcarme!

Por el mismo tribunal que sentenció a los terroristas había sido condenado dos semanas antes un tal Iván Yanson a la última pena.

Prestaba sus servicios este hombre como peón en casa de un rico labrador, y era uno de tantos jornaleros, sin nada que le distinguiese de los demás. Era estonio, de Vesenberg, y había pasado su vida de hacienda en hacienda, pero acercándose cada vez más a Petrogrado. Apenas conocía el ruso, y como quiera que en casa de Lásarev —que así se apellidaba su amo— no había ningún otro estonio, Yanson pasó los dos años que estuvo en aquella casa casi sin hablar.

Yanson, por lo demás, no era muy parlanchín. Tan callado con los animales como con los hombres, nada decía a los caballos cuando los llevaba al abrevadero ni cuando los enjaezaba y enganchaba; cuando algún jaco se desmandaba, la emprendía con él a latigazos, con cruel ensañamiento, pero sin proferir palabra. Si tenía algunas copas de más, golpeaba a los animales con tal furia, que el restallar del látigo llegaba hasta la misma casa. Su amo le castigaba a menudo por su brutalidad, pero, en vista de que todo era inútil, le dejó por imposible.

El estonio se emborrachaba todos los meses invariablemente, y algunos más de una vez, sobre todo cuando llevaba a su amo a la estación. Luego que éste bajaba del trineo, Yanson se alejaba como cosa de medio kilómetro, y allí, junto a la carretera, enterrados en la nieve el vehículo y el caballo, esperaba, medio dormido, que el tren se marchase. Entonces volvía a todo correr a la estación y echaba unos tragos en la cantina; al poco tiempo estaba como una cuba.

Regresaba a la finca a galope tendido, golpeando sin piedad al caballo. El pobre animal daba desesperados botes, y el trineo chocaba con los postes del telégrafo; Yanson, entre tanto, sin cuidarse de más, cantaba y gritaba algo a voz en cuello en su idioma, y no era raro que se cayese del pescante. A veces, en vez de cantar, apretaba los labios con sorda cólera y avanzaba con vertiginosa rapidez, que ni en las curvas ni revueltas del camino moderaba. Parecía no ver siquiera a los viandantes. Cómo no atropellaba a ninguno, cómo no se mataba él mismo, es lo que no se explicaba nadie.

Muchas veces estuvo su amo a punto de despedirle, como habían hecho ya otros muchos. Pero como trabajaba barato y, después de todo, sus compañeros no eran mucho mejores, permaneció dos años en casa de Lásarev, sin que ningún suceso notable viniese a turbar el monótono curso de su vida. Tan sólo cierto día recibió una carta escrita en su idioma; pero como él no sabía leer, y allí nadie conocía el estonio, la rompió, la tiró a la basura y se quedó tan fresco.

En una ocasión quiso cortejar a la cocinera, mas ésta le desdeñó y se mofó de su pequeña estatura, su cara pecosa y sus ojos verdes y apagados. Yanson, sin apurarse por el mal éxito de su pretensión, no volvió a ocuparse de la cocinera.

Como queda dicho, apenas hablaba; pero, en cambio, siempre parecía estar escuchando algo. Escuchaba los rumores del campo, al que los montones de estiércol, enterrados bajo la nieve, daban apariencia de cementerio; el zumbido de los hilos del telégrafo; las conversaciones de la gente; hasta el aire azul parecía decirle algo. ¿Qué? Esto sólo él lo sabía.

Un día que se hablaba de crímenes y robos, supo que en uno de los pueblos inmediatos unos desconocidos habían saqueado una finca, asesinando al dueño y a su mujer, e incendiando la casa.

Este suceso llevó el pánico a la granja donde Yanson servía. Soltáronse los perros, incluso durante el día, y el dueño no se separaba de su escopeta. A Yanson le dio otra muy parecida, aunque un poco más vieja y de un cañón; pero el estonio hizo un gesto negativo y rechazó el arma. El labrador, que no acertaba a explicarse la causa de la negativa, le reprendió agriamente, pero Yanson confiaba más en su cuchillo finlandés que en aquel chisme mohoso.

—A lo mejor me mato yo mismo —decía, fijando en su amo los turbios y apagados ojos.

—¡Qué idiota eres, Iván! ¡Vaya usted a vivir con esta gente!

Y he aquí que aquel mismo Iván Yanson, que no confiaba en la escopeta, una noche de invierno en que, por haber ido el otro cochero a la estación, se quedó en casa, cometió, como quien no hace nada, un asesinato, con los aditamentos de robo e intento de violación. Lo había hecho de una manera extraordinariamente sencilla: encerró a la criada en la cocina; luego, fingiéndose rendido por el sueño y andando como quien no puede tenerse en pie, se acercó sigilosamente a su amo y le hundió el cuchillo en la espalda. La víctima cayó sin lanzar un ¡ay!; su mujer, enloquecida por el terror, empezó a pedir socorro, y Yanson, rechinando los dientes y esgrimiendo el cuchillo, registró muebles y cajones y se apoderó de cuanto dinero halló en ellos. Después de esto miró a su ama como si la hubiese visto por primera vez, y se arrojó sobre ella con propósito de violarla. Mas se le cayó el cuchillo, y como la señora era más fuerte que el estonio, éste no logró su intento, y, lo que es más, a poco muere estrangulado. En aquel momento el labrador se agitó en el suelo; la cocinera empezó a gritar y a derribar la puerta, y el criminal huyó. No tardaron, sin embargo, en detenerle; queriendo añadir al asesinato el incendio, se dirigió a la cuadra, y allí le hallaron, cuando trataba de llevar a cabo su propósito encendiendo las cerillas que llevaba.

Pocos días después el amo murió de la infección a la sangre y Yanson fue condenado a muerte. Pequeño, delgaducho, con su cara llena de pecas y sus ojos turbios y apagados, mostró al comparecer ante sus jueces tal indiferencia, que no parecía comprender la importancia de su delito. Miraba a la sala con curiosidad y se pellizcaba las narices con sus rudos y achatados dedos. Sólo los que le habían visto los domingos en la iglesia protestante podían notar que estaba un poco mejor vestido. Llevaba al cuello una bufanda de un rojo sucio; habíase humedecido los cabellos, que así parecían más obscuros y brillantes a trechos, en tanto que en otros se mostraban ralos y rígidos, como espigas que han sobrevivido a una tormenta.

Cuando Yanson conoció la sentencia que le condenaba a morir ahorcado se estremeció, se encendieron sus mejillas y se puso a anudar y desanudar la bufanda, que, al parecer, le sofocaba. Luego empezó a agitar los brazos, y dirigiéndose a uno de los magistrados, que no era el que había leído el fallo, señaló a éste con el dedo y dijo:

—«Ésa» dice que me ahorquen.

—¿Quién es «ésa»? —preguntó con severo tono el presidente del tribunal, que había leído la sentencia.

Apenas si los jueces podían disimular su sonrisa; para lograrlo mejor, escondían los rostros tras los papelotes de la causa. Yanson extendió un dedo rígido hacia el presidente y replicó malhumorado y mirándole de reojo:

—¡Tú!

—¿Yo?

Volvió Yanson a mirar al otro magistrado, que no hablaba, y en el que el estonio creía ver un amigo, por suponer que no había tenido arte ni parte en la sentencia, y de nuevo dijo:

—«Ésa» dice que me ahorquen, y a mí no tienen que ahorcarme.

El presidente ordenó:

—Llévense al acusado fuera de la sala.

Antes de que se cumpliera la orden, Yanson tuvo tiempo de repetir con tono persuasivo:

—¡No tienen que ahorcarme! ¡No quiero que me ahorquen!

Al verle tan grotesco, con un dedo extendido, su diminuta carucha contraída, a la que inútilmente trataba de dar una expresión conmovedora, uno de los guardias que le custodiaban no pudo por menos de decirle, aun faltando a la consigna:

—¡Mira que eres imbécil, compañero!

Yanson repetía insistentemente:

—¡No tienen que ahorcarme! ¡No quiero que me ahorquen!

—¡Quiá, hombre, qué te van a ahorcar! Y encima te darán un jamón.

El otro guardia ordenó, enojado:

—¡Ea, basta de charla! —Y añadió en voz baja—: ¡Bandido! ¡Salvaje! Ahí tienes lo que has conseguido con matar a tu amo.

Su compañero, más compasivo, dijo:

—Aún puede que le indulten.

—¿Qué estás ahí diciendo? ¡Indultar a este asesino! Bueno, ya hemos hablado más de la cuenta.

Yanson había callado. Volvieron a encerrarle en el mismo calabozo que durante un mes ocupara, y al que ya se había ido acostumbrando, como a todo se acostumbraba, lo mismo a las palizas que al vodka y a los áridos campos nevados. Hasta se alegró cuando vio nuevamente los barrotes de la reja, la cama, y su contento subió de punto cuando le dieron de comer, pues estaba aún en ayunas. Le había impresionado desagradablemente lo ocurrido en el tribunal, pero no sabía ni podía pensar en ello. Ni siquiera era capaz de imaginar lo que pudiera ser la pena de horca.

Había en la cárcel otros condenados a la última pena, y, por consiguiente, era el suyo un caso como otro cualquiera, sin importancia alguna. Sus carceleros le hablaban tranquilamente, como si no fuese a morir pronto o como si fuese a morir de mentirijillas.

Al enterarse de la sentencia el inspector le dijo:

—¿Qué es eso, amigo? ¿Conque al palo, eh?

—¿Cuándo me van a ahorcar? —preguntó Yanson, receloso.

El inspector permaneció unos instantes pensativo.

—Tendrás que esperar un poco. No pretenderás que por ti solo vayamos a molestarnos. Hay que esperar a que haya número.

—Bueno, pero ¿cuánto tiempo tardarán?

No le habían molestado en lo más mínimo las despectivas palabras del inspector, o acaso había creído que eran el pretexto que se daba para aplazar la ejecución e indultarle luego, y alegrábale ver cómo el minuto terrible y fatal, en que no podía pensar sin estremecerse de horror, íbase alejando, hasta parecer remoto, inverosímil.

El inspector, que era un viejo gruñón, replicó enojado:

—¡Cuándo, cuándo...! ¡Vaya una pregunta! ¡No es como ahorcar a un perro en una cuadra! Pero eres tan bruto, que puede que eso te pareciera preferible.

—¡No quiero que me ahorquen! —dijo Yanson con mimo infantil—. Eso han dicho, pero ¡yo no quiero!

Y, acaso por primera vez en su vida, rompió a reír, con una risa estúpida, de una alegría absurda. Parecía el graznido de un pato: ¡Cuá-cuá! ¡Cuá-cuá!

El otro le miró sorprendido y luego frunció el ceño; le parecía que aquella risa era una ofensa cruel para la cárcel, que amenguaba la ejemplaridad del castigo, y que a los mismos carceleros les desprestigiaba en algún modo, y por un momento, aquel hombre, que se había pasado la vida en la cárcel, cuyo reglamento celular consideraba tan preciso e infalible como las leyes de la naturaleza, creyó hallarse en un manicomio, y que él mismo se había vuelto loco.

—¡Qué bruto! —dijo, escupiendo—. ¿De qué diablos te ríes? ¿Te has creído que estamos en una taberna?

—¡No quiero que me ahorquen! ¡Cuá-cuá! ¡Cuá-cuá! —continuaba Yanson, riendo siempre.

—¡Es el diablo en persona! —exclamó el vigilante, y en poco estuvo que hiciese la señal de la cruz.

No era precisamente al diablo a quien más se parecía aquel hombrecillo de cara minúscula y ajada; pero su risa de ganso sí tenía algo de diabólica, pues profanaba la santidad y la solidez de la cárcel.

Parecía que, de continuar riéndose un poco más, aquellas carcajadas acabarían por derrumbar muros y rejas, y él mismo tendría que poner en libertad a los presos y decirles: «¡Ea, señores, márchense adonde quieran, a paseo o a su casa! ¡Satanás!»

Yanson había dejado ya de reírse, y hacía extraños guiños.

—¡Qué tipo! —pensó el vigilante, y luego de lanzarle una mirada amenazadora se alejó de allí.

Durante el resto de la tarde, Yanson estuvo muy tranquilo, hasta jovial, sin cesar de repetir: «¡No tienen que ahorcarme, no quiero que me ahorquen!», con lo que se persuadía a sí mismo de que, con pronunciar tales palabras, no era preciso más.

Ya apenas se acordaba de su crimen, y si algo lamentaba, era no haber podido violar a su ama. Pero bien pronto ni de esto se volvió a acordar.

No pasaba mañana sin que preguntase al vigilante que cuándo lo iban a ahorcar, a lo que el funcionario le contestaba:

—¡Tiempo habrá! ¡No tengas prisa, condenado! —y se marchaba en cuanto le era posible, antes de que Yanson empezase a reírse.

Viendo que los días se sucedían iguales unos a otros, Yanson llegó a creer que la ejecución no se verificaría nunca. Casi olvidado ya del tribunal, pasábase las horas muertas tumbado en la tarima y soñando con los campos cubiertos de nieve y salpicados de montoncitos de estiércol, con la cantina del ferrocarril y con otras cosas que le parecían remotas y gratas. En la cárcel le daban bien de comer, y en poco tiempo había engordado bastante. Parecía un personaje.

—Si ahora me viese mi ama, sí que se enamoraría de mí —se dijo un día—. Estoy tan gordo como su marido.

Sus únicos deseos eran beber vodka y montar a caballo.

La detención de los terroristas se supo muy pronto en la cárcel. Aquel día, cuando Yanson le hizo su pregunta de costumbre, el inspector le respondió:

—Ahora, pronto.

Miróle tranquila y solemnemente, y repitió:

—Ahora sí que va a ser pronto. Al cabo de una semana, según creo.

Yanson palideció; parecía como dormido, tan turbia era la mirada de sus ojos vidriosos.

—¿Estás bromeando? —preguntó.

—Tanto que lo esperabas y ahora no lo crees. No estamos aquí para bromas. Sois vosotros a quienes os gustan las chanzas, nosotros no tenemos tiempo para ello —dijo el inspector con dignidad, y se alejó.

Al anochecer del mismo día, Yanson ya aparecía más delgado. Su piel, alisada durante el último tiempo, se contrajo nuevamente en numerosas arruguitas. Tenía los ojos completamente adormecidos y sus movimientos tornáronse lentos y pesados, como si cada inclinación de la cabeza, cada movimiento de los dedos, cada paso que daba, fuera una empresa difícil y complicada que hubiera de meditarse antes de ser efectuada. Por la noche se acostó en su camilla, pero no cerró los ojos, y así permanecieron abiertos hasta la mañana siguiente.

—¡Ajá! —dijo el inspector con satisfacción, al verle el día siguiente—. Ahora comprendes que no estás en una taberna, amigo.

Sintiendo un gran placer, como el sabio a quien hubiese resultado bien por segunda vez el experimento, examinó al condenado de pies a cabeza: ahora todo iría como era debido. Satanás quedaba avergonzado y se restablecía la santidad de la cárcel y de la ejecución. Preguntó a Yanson con indulgencia y hasta con compasión:

—¿Querrás ver a alguien o no?

—¿Para qué ver?

—Para despedirte. De tu madre, por ejemplo, o de tu hermana.

—Que no me ahorquen —dijo Yanson en voz baja, mirando al inspector de reojo—. No quiero que me ahorquen.

El inspector se limitó a mirarle y se alejó nuevamente.

Por la tarde Yanson se tranquilizó. El día no se distinguía en nada de los demás, como siempre brillaba el sol en el cielo invernal, familiarmente sonaban los pasos y las conversaciones en el pasillo, y como todos los días llegaba el olor agrio de col, y Yanson dejó de creer en la ejecución.

Pero por la noche de nuevo el terror se apoderó de él. Antes la noche no significaba para él más que la obscuridad, un espacio de tiempo tenebroso, durante el cual había que dormir; pero ahora sentía su significado misterioso y amenazador. Para no creer en la muerte tenía que ver y percibir en su alrededor lo familiar: pasos en el pasillo, voces, luz, olor de coles; pero ahora, por la noche, todo era extraordinario y aquel silencio y aquellas tinieblas ya por sí mismas eran trasuntos de la muerte.

Y a medida que pasaba la noche, más terror experimentaba. Con ingenuidad de salvaje o de niño, que todo lo creen posible, Yanson sentía deseos de gritar al sol: ¡brilla! Pero no había fuerza capaz de detener las negras horas de la noche, que se arrastraban lentamente. Y aquella imposibilidad, que por primera vez se presentaba al débil cerebro de Yanson, le llenó de terror: aun no atreviéndose a sentirla claramente, reconocía ya lo inevitable de la muerte cercana y su pie entumecido diríase que pisara el primer escalón del patíbulo.

Durante el día se tranquilizó de nuevo, pero la noche fue nuevamente espantosa; y así continuó hasta que llegó una noche en la que reconoció que la muerte era inevitable y que llegaría al cabo de tres días, al amanecer.

Nunca había pensado en lo que era la muerte, ni tenía ésta para él imagen alguna. Mas ahora la sentía claramente, había Percibido su entrada en la celda, en donde le buscaba para arrebatarle. Y huyendo de ella, comenzó a correr por la celda. Pero era tan pequeña que sus rincones no parecían ángulos agudos, sino obtusos, que le empujaban hacia el centro. No había nada detrás de lo cual poder esconderse y la puerta estaba cerrada. Varias veces se echó con el cuerpo contra las paredes y la puerta, produciendo un ruido sordo y vacío. Después tropezó con algo y cayó de bruces. Y aquí en el suelo, tocando con el rostro el asfalto negro y sucio, sintió que la muerte le atrapaba y empezó a gritar presa de terror, hasta que acudió gente. Aun cuando le hubieron levantado del suelo y le echaron en la cabeza agua fría, no se decidía a abrir los ojos, fuertemente cerrados. Entreabría uno, veía un rincón alumbrado, o la bota del guardián y de nuevo empezaba a gritar.

Por fin el agua fría hizo su efecto y además contribuyeron a calmarlo unos golpes en la cabeza, suministrados a guisa de remedio por el inspector. Y aquella sensación de la vida ahuyentó la muerte. Yanson abrió los ojos, y el resto de la noche la pasó profundamente dormido, aunque con el cerebro turbado.

Estaba tumbado en la camilla, de espaldas, con la boca abierta, roncando con estrépito. Por entre los párpados entornados blanqueaban los ojos sin pupila.

Desde entonces todo, el día, la noche, los pasos, las voces, el olor a coles, constituía para él un horror continuo y le llenaba de asombro. Su débil pensamiento no era capaz de asociar aquellas ideas tan monstruosamente contradictorias: el día familiar y claro, el gusto y el olor de las coles, y que al cabo de dos días él iba a morir. No pensaba en nada, no contaba las horas, sino que permanecía en un mudo terror ante aquella contradicción que desgarró su cerebro en dos partes.

Volvióse pálido, pero su aspecto era tranquilo. Sólo que no comía nada y dejó de dormir. Toda la noche permanecía sentado en su taburete con las piernas cruzadas bajo el asiento, o paseaba furtivamente por el calabozo. Tenía siempre la boca medio abierta, como en un asombro continuo, y, antes de tomar cualquier objeto, lo contemplaba con aire estúpido durante mucho tiempo y luego lo asía en la mano con desconfianza.

Cuando llegó a este estado, los inspectores y los soldados dejaron de preocuparse por él. Aquel estado era natural en los condenados a muerte, y se asemejaba, según aseveración del inspector, a pesar de que éste nunca le había experimentado, al que suele presentar el animal en el matadero, después que le dan con el mazo en la frente.

—Ahora ya está ensordecido y no sentirá nada, ni aun la muerte misma —decía, examinándole con la mirada de hombre experto—. Iván, ¿oyes? ¿Eh, Iván?

—Que no me ahorquen —replicó Yanson con la voz monótona, sin ninguna expresión, y de nuevo dejó caer su mandíbula inferior.

—Si no hubieras matado, no te ahorcarían —dijóle el inspector mayor con tono reprobatorio, hombre joven todavía, pero de aspecto serio y con el pecho cubierto de medallas—. ¿Cómo puedes pretender que no te ahorquen, después de haber matado a tu semejante?

—¡Qué astuto! ¡Quiere matar impunemente! —agregó otro.

—No quiero que me ahorquen —dijo Yanson.

—Quieras o no quieras, lo mismo da —expuso el mayor con indiferencia—. Mejor que hablar tonterías, tendrías que disponer tus cosas. Supongo que tendrás algo.

—Nada tiene. Una camisa, un par de calzones y una gorra de piel. ¡El muy elegante!

Así transcurrió el tiempo hasta el jueves. A las doce de la noche de este día entraron varias personas en el calabozo de Yanson, y un señor con charreteras le dijo:

—Prepárese... Hay que marchar.

Yanson, moviéndose lenta y dificultosamente, vistió todo lo que tenía, y encima puso la bufanda roja y sucia. Mirando cómo Yanson se preparaba, el señor con las charreteras dijo a otro señor que estaba junto a él:

—¡Qué calor hace hoy! Ya llegó la primavera.

Los ojillos de Yanson se le cerraban, movíase con tal lentitud y se encontraba tan adormilado que el inspector le gritó:

—¡Vamos, más de prisa! Parece que estás durmiendo.

De repente Yanson se detuvo.

—¡No quiero! —dijo con su voz monótona de siempre.

Le tomaron de los brazos y él se dejó conducir sumisamente. Afuera le envolvió el aire fresco primaveral y sintió que se le humedecía la nariz. A pesar de la noche la nieve seguía derritiéndose y se oían caer sobre la acera las alegres gotas.

Mientras los guardias subían al coche obscuro, sin ningún farol, agachándose y haciendo sonar sus sables, Yanson se pasaba el dedo por debajo de la nariz mojada y arreglaba la bufanda, que había atado mal.

IV

Somos de Orel

Ante el mismo tribunal de guerra que había sentenciado a Yanson compareció, y también fue condenado a la horca, un aldeano de la gobernación de Orel, distrito de Eletsk, llamado Mijaíl Golubets, conocido por el apodo de «Mishka el Gitano». Sus últimos crímenes, absolutamente probados, habían sido un robo a mano armada y asesinato de tres hombres. Pero aunque su pasado se perdía en la obscuridad, existían vagos indicios de que había tomado parte en toda una serie de homicidios y robos.

Presentíase tras él un rastro de borracheras y de sangre. Con plena franqueza, con absoluta sinceridad, llamábase a sí mismo bandido, y se mofaba irónicamente de la otra casta de ladrones, los urbanos, que por moda se adulaban, calificándose de «expropiadores». Del último crimen, en que hubiera sido inútil el negar, había hecho el relato voluntaria y detalladamente; en cambio, a las preguntas sobre su pasado sólo había respondido, enseñando los dientes, con esta frase:

—¡Buscad el viento en el campo!

Al verse estrechado por los jueces, «el Gitano» había adoptado un aire digno y serio, contestando:

—Todos los de Orel somos hombres despiertos. —Y había añadido, grave y juiciosamente—: Los de Orel y Kroma son los primeros ladrones. Los de Karachev y Livni lo son más, y más todavía los de Eletsk, porque los de Eletsk son los padres de todos. ¿Para qué, pues, seguir hablando?

Mijaíl había merecido el apodo de «el Gitano» por su aspecto exterior y también por sus mañas excepcionales de ladrón. Era muy moreno, flaco; tenía manchas amarillentas en sus pómulos abultados de tártaro y revolvía los ojos de un modo extraño, como un caballo. Su mirar era rápido, pero penetrante e inquisitivo. Las cosas en que ponía la vista parecía como si perdiesen algo de su tamaño, como si le entregasen una parte de sí mismas y adoptasen otra forma. El cigarrillo en que posase la mirada sería difícil que lo cogiese nadie, como si ya lo hubiese consumido otra boca. Bebía el agua en cantidades enormes, y la movilidad de su temperamento le hacía aparecer tan pronto reconcentrado como expansivo, a manera de un haz de chispas.

A todas las preguntas del tribunal había contestado en forma categórica, firme y hasta como con satisfacción:

—¡Es cierto!

A veces recalcaba:

—¡Es ci-er-to!

Y de un modo inesperado, cuando los señores del tribunal empezaron a tratar de otro asunto, habíase levantado de un salto y rogado al presidente:

—¿Me permite usted dar un silbido?

—¿Para qué? —inquirió aquél con asombro.

—Como dicen los testigos que yo hacía señales a mis compañeros, pensé que les interesará a ustedes saber cómo lo había hecho.

El presidente, algo perplejo, se lo permitió. Entonces, «el Gitano» metió en la boca dos dedos de cada mano, revolvió los ojos como una fiera y rasgó el aire inerte de la sala con un silbido, un silbido verdaderamente salvaje, de esos que a veces aturden a los caballos y les hacen caer sobre las patas traseras. En aquel penetrante sonido, ni humano ni de fiera, había de todo: la angustia mortal del que perece asesinado, la alegría salvaje del asesino, la amenazadora advertencia, la llamada a rebato, la obscuridad de las noches lluviosas de otoño y la soledad imponente de la llanura.

El presidente dijo algo, hizo después una señal con la mano y «el Gitano» calló sumiso. Y como un artista que acabase de cantar con éxito un aria difícil, pero siempre aplaudida, sentóse, secó en el capote los dedos mojados y miró con petulancia a los concurrentes.

—¡Vaya un bandido! —dijo uno de los magistrados, rascándose una oreja.

Pero su vecino, que ten [...]