LOS SIETE AHORCADOS - Leonid Andreiev - E-Book

LOS SIETE AHORCADOS E-Book

Leonid Andreiev

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Beschreibung

Leonid AndreIev es ampliamente considerado como uno de los escritores más talentosos de la literatura rusa. En su prosa reflejó la influencia del realismo de A. Chejov, la fascinación de F. Dostoievski por las paradojas psicológicas y una constante obsesión por la insignificancia de la vida y la inevitabilidad de la muerte, a la manera de L. Tolstoi. Escrita en 1909 y dedicada precisamente a Tolstoi, Los siete ahorcados es considerada por muchos como la mejor novela de Andreyev. La obra penetra con maestría y sencillez en cada una de las tragedias de siete condenados a muerte, conduciendo al lector sin concesiones a una revelación, un estado de iluminación que sólo las mejores obras de arte pueden ofrecer.

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Leonid Andreiev

LOS SIETE AHORCADOS

1a edição

Prefácio

Prezado Leitor

Leonid Andreiev fue uno de los principales artistas literarios de principios del siglo XX y es ampliamente considerado como uno de los escritores más talentosos de la literatura rusa. En su prosa reflejó la influencia del realismo de A. Chejov, la fascinación de F. Dostoievski por las paradojas psicológicas y una constante obsesión por la insignificancia de la vida y la inevitabilidad de la muerte, a la manera de L. Tolstoi.

Escrita en 1909 y dedicada precisamente a Tolstoi, Los siete ahorcados es considerada por muchos como la mejor novela de Andreiev. La obra señala el horror y la iniquidad de la pena de muerte bajo cualquier circunstancia, pero va mucho más allá; penetra con maestría y sencillez en cada una de las tragedias de los siete condenados a muerte, conduciendo al lector sin concesiones a una revelación, un estado de iluminación que sólo las mejores obras de arte pueden ofrecer.

Una excelente lectura

LeBooks Editora

Sumário

APRESENTAÇÃO

LOS SIETE AHORCADOS

A LA UNA DE LA TARDE SU EXCELENCIA

PENA DE MUERTE EN LA HORCA

NO ME TIENEN QUE COLGAR

NOSOTROS LOS DE OREL

BÉSALE Y CALLA

LAS HORAS VUELAN

LA MUERTE NO EXISTE

EXISTE LA MUERTE, EXISTE LA VIDA

TERRIBLE SOLEDAD

LOS MUROS SE DERRUMBAN

SE LOS LLEVAN AL PATÍBULO

LLEGAN

APRESENTAÇÃO

Leonid Andreiev fue uno de los principales artistas literarios de principios del siglo XX y es ampliamente considerado como uno de los escritores más destacados del período de la "Edad de Plata" de la literatura rusa.

(Leonid Nikolaevich Andreiev; Orel, 1871 - Kuokkala, 1919)

Leonid Nikoláievich Andréyev (1871 - 1919) fue un escritor y dramaturgo ruso que lideró el movimiento del Expresionismo en la literatura de su país. Estuvo activo en la época entre la Revolución de 1905 y la Revolución de octubre de 1917.

Originalmente estudió derecho en Moscú y San Petersburgo, pero abandonó su poco remuneradora práctica para seguir la carrera literaria. Fue reportero para un periódico moscovita, cubriendo la actividad judicial, función que cumplió rutinariamente sin llamar la atención desde el punto de vista literario. Su primer relato publicado fue Sobre un estudiante pobre, una narración basada en sus propias experiencias. Sin embargo, hasta que Máximo Gorki lo descubrió por unos relatos aparecidos en el Mensajero de Moscú (Moskovski véstnik) y en otras publicaciones, empezó realmente la carrera de Andréyev.

Desde entonces hasta su muerte, fue uno de los más prolíficos escritores rusos, produciendo cuentos, bosquejos, dramas, etc., de forma constante. Su primera colección de relatos apareció en 1901 y vendió un cuarto de millón de ejemplares en poco tiempo. Fue aclamado como una nueva estrella en Rusia, donde su nombre pronto se hizo famoso. Publicó su narración corta, "En la niebla" en 1902. Aunque empezó dentro de la tradición rusa, pronto sorprendió a sus lectores por sus excentricidades, las cuales crecieron aún más que su fama. Sus dos historias más conocidas son probablemente "Risa roja" (1904) y Los siete ahorcados (1908). Entre sus obras más conocidas de temática religiosa figuran los dramas simbolistas El que recibe las bofetadas y Anatema.

Idealista y rebelde, pasó sus últimos años en la pobreza, y su muerte prematura por una enfermedad cardíaca pudo haber sido favorecida por su angustia a causa de los resultados de la Revolución Bolchevique. A diferencia de su amigo Máximo Gorki, Andréyev no consiguió adaptarse al nuevo orden político. Desde su casa en Finlandia, donde se exilió, dirigió al mundo manifiestos contrarios a los excesos bolcheviques.

Aparte de sus escritos de carácter político, publicó poco a partir de 1914. Un drama, Las tristezas de Bélgica, fue escrito al inicio de la guerra para celebrar el heroísmo de los belgas contra el ejército invasor alemán. Se estrenó en los Estados Unidos, al igual que La vida del hombre (1917), El rapto de las sabinas (1922), El que recibe las bofetadas (1922) y Anatema (1923).

Pobre asesino, una adaptación de su relato El pensamiento, escrita por Pavel Kohout, se estrenó en Broadway en 1976. En cine, el argentino Boris H. Hardy dirigió una cuidada versión cinematográfica de El que recibe las bofetadas, con Narciso Ibáñez Menta en el papel protagónico, estrenada en 1947.

La obra: Los Siete Ahorcados

Escrito en 1909 y dedicado a Tolstoi, pretende señalar el horror y la iniquidad de la pena capital bajo cualquier circunstancia, pero acaso alcance un logro mucho mayor: penetrar con maestría y sencillez en el interior de cada una de las tragedias de siete revolucionarios condenados a morir, llevando sin concesiones al lector a una revelación, un estado de alumbramiento que sólo ofrecen las mejores obras de arte.

Los siete ahorcados, cuenta la historia de siete personas (cinco hombres, dos mujeres) que son condenadas a muerte por el régimen zarista.

Un ministro descubre un complot frustrado de asesinato contra cinco revolucionarios de izquierda y el trauma que inflige en su tranquilidad. Luego, la novela se traslada a los tribunales y prisiones para seguir el destino de siete personas que han sido sentenciadas a muerte: los cinco asesinos fallidos, un granjero estonio que asesinó a su empleador y un ladrón violento. Estos condenados esperan su ejecución en la horca. En prisión, cada uno de los presos lidia con su destino a su manera.

LOS SIETE AHORCADOS

A LA UNA DE LA TARDE SU EXCELENCIA

Como el ministro era un hombre enormemente obeso con tendencia a la apoplejía, cuando le fueron a advertir de que se preparaba un grave atentado contra su persona, se tomaron todas las precauciones posibles para evitar que le diera un ataque. Al ver que el ministro recibía la noticia con tranquilidad e incluso con una sonrisa, le informaron de los detalles. El atentado tendría lugar al día siguiente por la mañana. A la una, cuando saliera a presentar el informe, varios terroristas, que ya habían sido delatados por un infiltrado y que ahora se encontraban bajo la infatigable vigilancia de la policía secreta, se reunirían con bombas y revólveres junto a la entrada de la casa y esperarían a que saliera. Ahí es donde los atraparían.

—Esperen —se sorprendió el ministro—, ¿cómo es que saben que tengo que salir a la una de la tarde a presentar el informe cuando yo mismo tan sólo lo supe hace tres días?

El jefe de la guardia abrió los brazos de forma indefinida.

—A la una en punto, su excelencia.

A medio camino entre el asombro y el beneplácito ante la actuación de la policía que tan bien había organizado todo, el ministro meció la cabeza, sonrió sombrío con sus oscuros labios carnosos y con esa misma sonrisa, humildemente, sin querer molestar más a la policía, hizo la maleta y se fue a pasar la noche al hospitalario palacio de otra persona. Su mujer y sus dos hijos fueron sacados igualmente de la peligrosa casa a cuyo alrededor se reunirían al día siguiente los lanzadores de bombas.

Mientras, en el nuevo palacio las luces se mantuvieron encendidas y los rostros, afables y conocidos, se inclinaban, sonreían y se indignaban, el dignatario experimentó un agradable sentimiento de agitación, como si ya le hubieran otorgado o le fueran a otorgar un importante e inesperado galardón. Pero la gente se fue, las luces se apagaron y la transparente luz de las farolas eléctricas, como un encaje, se posó, atravesando los cristales sobre el techo y las paredes, totalmente ajena a la casa con sus cuadros, sus estatuas y su silencio, y al entrar de la calle, también silenciosa, indefinida, despertó la alarma sobre la inutilidad de las cerraduras, la guardia y las paredes. Y en ese momento, de noche, en el silencio y la soledad de un dormitorio ajeno, el dignatario comenzó a experimentar un terror insoportable.

Padecía de los riñones y siempre que se agitaba se llenaban de agua y se le hinchaba la cara, las piernas y las manos lo que hacía que pareciera todavía más grueso, más gordo, más voluminoso. Y ahora, como si fuera una montaña de carne hinchada que se elevaba sobre los comprimidos muelles de la cama, se palpaba con tristeza de enfermo la cara abotargada, como si fuera de otro y obsesivamente pensaba en el cruel destino que le habían preparado. Recordó, uno tras otro, todos los terribles casos en los que habían lanzado bombas a gente de su posición, e incluso con cargos más altos, y como las bombas habían despedazado en trocitos el cuerpo, habían esparcido pedacitos de cerebro por las sucias paredes de ladrillo, habían arrancado los dientes de las encías. Y ante estos recuerdos su propio cuerpo, gordo y enfermo, extendido sobre la cama, le pareció todavía más ajeno. Sintió la ardiente fuerza de la explosión, y le pareció como si los brazos y las piernas se le separaran del tronco, se le cayeran los dientes, el cerebro se fragmentara en pedazos, las piernas se entumecieran y quedaran tendidas en el suelo, sumisas, con los dedos hacia arriba como las de los difuntos. Se agitó con más intensidad, respiró sonoramente, tosió, para parecerse lo menos posible a un cadáver se rodeó del vivo sonido de los estridentes muelles, de la manta susurrante. Y para demostrar que estaba completamente vivo, que no se había muerto ni un poquito y que estaba lejos de la muerte, como cualquier otra persona, con voz de bajo pero en voz alta y de forma entrecortada dijo en el silencio y la soledad de la habitación:

—¡Bravo chicos! ¡Muy bien, muy bien!

Elogiaba así al servicio secreto, a la policía y a los soldados, a todos aquellos que protegían su vida y que tan a tiempo y con tanta pericia se habían anticipado al asesinato. Pero por más que se agitaba, elogiaba o esbozaba una forzada sonrisa de lado para burlarse de los estúpidos y desdichados terroristas, no acababa de creerse salvado del todo, de creer que la vida no se le iría de pronto, en un santiamén. Parecía como si la muerte que otros habían pensado para él y que se encontraba únicamente en sus pensamientos, en sus intenciones ya se encontrara ahí dispuesta a quedarse y que no se fuera a ir hasta que no los atraparan, hasta que no les arrebataran las bombas y no los encerraran en una sólida cárcel. Ahí se había quedado en ese rincón y no se iba, no podía irse, como un obediente soldado a quien la voluntad y las órdenes de otra persona habían apostado de guardia.

«¡A la una de la tarde su excelencia!». La frase resonaba, modulándose en todo tipo de voces: alegre y burlona, enfadada, obstinada o inexpresiva. Pareciera que hubieran colocado en el dormitorio un centenar de gramófonos ocultos y que todos ellos, uno tras otro, con la estúpida aplicación de las máquinas, gritaran las palabras que les habían ordenado: «¡A la una de la tarde su excelencia!».

Y esa hora del día de mañana, que hasta hace tan poco no se diferenciaba en nada de las demás, que era tan sólo un tranquilo movimiento de las manecillas por la esfera del reloj de oro, se había convertido de pronto en algo siniestramente contundente, había saltado del reloj y había adquirido vida propia, se extendía como una enorme y negra columna que partía toda su vida en dos mitades. Como si hasta que ella llegara o después de ella no existieran las demás horas y sólo ella, insolente, presuntuosa, tuviera derecho a una existencia propia.

—Pero ¿qué es lo que quieres? —preguntaba enfadado, entre dientes el ministro.

Los gramófonos gritaban:

—¡A la una de la tarde su excelencia! —y la negra columna se sonreía y saludaba.

El ministro rechinó los dientes, se incorporó en la cama y se sentó, sujetándose el rostro entre las manos, era evidente que esta abominable noche no podría dormir.

Y con una claridad pasmosa, apretándose el rostro con sus hinchadas y rollizas manos, se imaginó cómo se levantaba a la mañana siguiente, sin saber nada, cómo después bebía su café, sin saber nada, y se vestía en la antecámara. Y ni él ni el portero que le acercaba su abrigo, ni el criado que le traía el café, sabían que no tenía ningún sentido beber el café, ponerse el abrigo, cuando en tan sólo unos instantes todo: el abrigo, su cuerpo y el café que había dentro de él, quedaría destruido por una explosión, se lo llevaría la muerte. Ahí iba el portero a abrir la puerta acristalada... y es él, el agradable, bondadoso y amable portero con ojos de soldado azules y todo el pecho repleto de medallas, quien abre con su propia mano la terrible puerta, la abre porque no sabe nada. Todos sonríen porque no saben nada.

—¡Oh! —dijo de pronto en voz alta y retiró lentamente las manos de la cara.

Y, con esa misma lentitud, mirando en la lejanía de la oscuridad que había frente a él, con una mirada fija y tensa, extendió la mano, palpó el interruptor y encendió la luz. Después se levantó y sin calzarse las zapatillas, con los pies desnudos sobre la alfombra cruzó el dormitorio ajeno, encontró el interruptor de la lámpara de la pared y lo encendió. Todo quedó agradablemente iluminado, tan sólo la cama revuelta con la manta caída en el suelo indicaba el horror que había tenido lugar hacía tan poco.

En ropa de cama, con la barba despeinada por el inquieto ajetreo, con la mirada enojada, el dignatario se parecía a un anciano cualquiera enfadado, con insomnio y una pesada disnea. La muerte que le habían preparado parecía haberle desnudado, haberle despojado del lujo y el imponente esplendor que le rodeaba. Costaba creer que tuviera tanto poder, que ese cuerpo suyo, tan corriente, un sencillo cuerpo humano, tuviera que morir tan terriblemente entre el fuego y el estruendo de una espantosa explosión. Sin taparse y sin sentir el frío se sentó en el primer sofá que vio, apuntaló su despeinada barba sobre la mano y concentrado, en una profunda y tranquila meditación, detuvo los ojos en las molduras del desconocido techo.

¡Eso era lo que pasaba! ¡Ésa era la razón por la que se había acobardado y estaba tan agitado! ¡Por eso está en el rincón y no se iba ni podía irse!

—¡Idiotas! —dijo firme y con desprecio.

—¡Idiotas! —repitió más fuerte girando un poco la cabeza hacia la puerta para que lo oyeran aquéllos a los que iba dirigido. E iba dirigido a aquellos mismos que hacía poco había llamado buenos chicos y que, en un exceso de celo, le habían contado los detalles del atentado que se planeaba.

—Claro —meditó de pronto con la mente fortalecida y más ligera—, es ahora, una vez que me lo han contado y que lo sé, que tengo miedo, si no, no sabría nada y me hubiera bebido mi café tranquilamente. Después por supuesto estaría esa muerte, ¿pero acaso temo a la muerte? Estoy enfermo de los riñones y en algún momento me moriré, pero no tengo miedo porque no sé nada. Y estos idiotas me dicen: «A la una de la tarde, su excelencia». Y pensaban, los idiotas, que me iba a alegrar y en lugar de eso ella se ha apostado en un rincón y no se va. No se va porque es un pensamiento mío. Y lo terrible no es la muerte sino conocerla, y sería imposible vivir si el hombre pudiera saber con precisión y certeza el día y la hora de su muerte. Pero van estos idiotas y me advierten: «A la una de la tarde, su excelencia».

Se sintió tan ligero y tan bien como si alguien le hubiera dicho que era inmortal y que no se moriría nunca. Y sintiéndose de nuevo fuerte e inteligente entre el rebaño de idiotas que tan inconsciente y burdamente se adentraban en el misterio del futuro, se quedó meditando profundamente sobre la felicidad de la ignorancia con los graves pensamientos de un hombre anciano, enfermo y que ha sufrido mucho en la vida. Ningún ser vivo, ni el hombre, ni los animales debería saber el día de su muerte. Hace poco estuvo enfermo y los médicos le habían dicho que moriría, que debía arreglar sus asuntos, pero él no les creyó y la verdad es que seguía vivo. En su juventud se había visto envuelto en un escándalo y había decidido suicidarse, preparó el revólver y escribió una carta e incluso decidió la hora del suicidio, pero justo antes del final se lo pensó dos veces. Siempre puede cambiar algo en el último instante, puede aparecer algo inesperado y por eso nadie puede decir cuándo va a morir.

«A la una de la tarde, su excelencia», le habían dicho esos amables asnos y aunque lo habían dicho únicamente porque se había podido prevenir la muerte, el solo conocimiento de la posible hora le llenaba de terror. Era perfectamente posible que le mataran pero no sucedería mañana y podía dormir tranquilo como si fuera inmortal. Idiotas, no sabían qué grandiosa ley habían violado, qué agujero habían abierto cuando le habían dicho con su amable idiotez: «A la una de la tarde, su excelencia».

—No, a la una de la tarde no, su excelencia, sino que no se sabe cuándo. No se sabe cuándo. ¿Qué?

—Nada —respondió el silencio—. Nada.

—No, has dicho algo.

—Nada, son tonterías. Digo que «a la una de la tarde».

Y con una súbita y aguda tristeza en el corazón comprendió que no podría dormir, que no tendría descanso ni alegría hasta que no pasara esa maldita y oscura hora arrancada al reloj. En el rincón tan sólo se agazapaba la sombra del conocimiento de aquello que no debía saber ningún ser vivo y era suficiente para ocultar la luz y para provocar en el hombre la tenebrosa sombra del pánico. Una vez despertado el miedo a la muerte éste se extendió por todo el cuerpo, caló en los huesos, sacó su blanca cabeza por cada poro del cuerpo.