Cuentos de Amador - Karlos Kum - E-Book

Cuentos de Amador E-Book

Karlos Kum

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Beschreibung

Excelente colección de relatos cortos que tienen un punto en común: Amador, una persona especial, de una mirada única y de un modo inigualable de interactuar con el mundo. Amador llegará hasta una aldea perdida de la mano de Dios. Empezará a tomar contacto con cada uno de sus habitantes, a conocer sus historias y a dar su peculiar punto de vista sobre cada una de ellas. Una manera mágica de ver la vida condensada en un puñado de cuentos inigualables.

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Seitenzahl: 145

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Karlos Kum

Cuentos de Amador

 

Saga

Cuentos de Amador

 

Copyright © 2013, 2023 Karlos Kum and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374955

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Al águila y la pantera, por razones evidentes...

 

...Y a toda esa gente que anda luchando en las

calles y en las plazas desde el 15 de mayo de 2011,..

O desde antes. A todastodos.

A menudo me frecuenta un tiempo que no existe.

Ángeles Sánchez Portero

Todos los que me daban consejos

están más locos cada día.

Por suerte no les hice caso

y se fueron a otra ciudad,

en donde viven todos juntos

intercambiándose sombreros.

Pablo Neruda

Prólogus

Dicen que al principio fue la China. Luego, un poco antes,... la aldea.

 

Era miércoles.

Amador

Tuvo desde muy pequeño una inclinación natural por vivir que espantó a sus padres y desconcertó a las autoridades escolares. Aprendía con hambre de náufrago y obtuvo siempre las mejores calificaciones, aunque compadreaba con lo peor de cada clase, aprendiendo también en la escuela de la vida.

—Ya no sabemos qué hacer con él. Participa en todas las bataholas y si en alguna falta es porque lidera otra mayor o está conspirando en algún dislate mayúsculo. A este chico parece que se le esté acabando siempre el tiempo—le dijo un día el maestro a su madre, que en su sencillez no supo dilucidar entre tanta palabra culta si aquello era digno de elogio o de castigo. Para no equivocarse le cayó al chamaco a los cogotazos y luego a los besos, lo sacó de la escuela y lo metió de monaguillo confiándole su educación y su cuidado al viejo párroco del pueblo.

Amador se tomó aquel nuevo mundo de misterios impuestos e hipocresías innombrables con el mismo buen humor con el que estudiara en su momento las tablas de multiplicar, y devoró las Escrituras con la misma pasión con la que leía en secreto a Copérnico o a Poe. El padre Anselmo intentó durante años meterle en vereda y sacarle a bastonazos aquellas insultantes ganas de vivir. Soportó estoicamente a aquel imberbe indomable que le derrotaba sin proponérselo en debates teológicos que hacían que se tambaleara su propia fe, hasta que un miércoles de ceniza el muchacho se descolgó con una blasfemia que hizo al cura recular boqueando al sentir como nunca el aliento del diablo en la cara:

—Dios no está en las iglesias, Padre. Dios está en la vida. Me lo imagino más en las tabernas que entre tanto muñeco de cera.

Después de aquello, Amador no volvió a pisar una iglesia. Lo apadrinó el Licenciado Villuelas, boticario, veterinario y comunista a partes iguales, con quien aprendió los rudimentos de la sanación y estudió en profundidad las obras completas de Carlos Marx y Federico Engels. Acompañando al doctor, conoció las mejores haciendas y las más humildes periferias, y con el tiempo los vecinos empezaron a reclamar sus consejos igual para el parto difícil de una vaca que para mediar en el reparto justo de una herencia. Abrió una escuelita donde enseñaba a leer y escribir a los muchachos descarriados mientras plantaba en ellos la semilla de la inquietud por la vida. Estuvo preso cuando la huelga de los mineros y lideró la reconstrucción del pueblo cuando llegaron las grandes inundaciones. Cantó con su guitarra en todas las bodas y supo dar consuelo en los funerales. Jugaba al dominó con el sargento Meléndez pero no se calló nunca su opinión: “Después de los curas, son ustedes el peor invento del ser humano. Sin ejércitos no habría guerras. Es así de sencillo, mi estimado amigo”. Se le conocieron mil amores de parranda y solo una compañera. Nunca se sintió solo ni demasiado acompañado y la única enfermedad que nunca llegó a comprender fue el aburrimiento.

—La vida es un regalo al que no hay que buscarle sentidos ni razones. A la vida hay que agradecerle todo, aceptarle los misterios y hacerle el amor sin preguntar —le decía a quien quisiera escucharle.

 

En sus momentos más tristes, en los tiempos de sus penas grandes, se le podía encontrar en las tabernas pagando rondas de ron e invitando a todos los parroquianos a brindar con él por la tristeza. ¡Si duele es que estamos vivos! —proclamaba entre trago y trago abrazando igual a putas que a borrachos.

 

El día en que enterró a su madre se le oyó decir “necesito ver más mundo” y esa misma noche se fue con una muda limpia y dos panes bajo el brazo, dejando al pueblo algo así como huérfano. Sin él las estaciones pasaron como de puntillas y hasta las putas parecían más tristes. Tardó doce años en volver, y volvió más fuerte, como más joven y tranquilo, como si el tiempo hubiera caminado hacia atrás en su viaje. Traía los brazos garabateados de tatuajes y de la mano a una gitana de ojos grandes que leía las mentes y adivinaba los afanes ocultos. Ella fue su compañera inseparable hasta que una noche sin luna, siguiendo el rumbo de los anhelos de zíngara que los vientos del norte movían en sus ámbitos más íntimos, dejó la aldea para siempre por el camino que daba a los bosques.

Al día siguiente, Amador miró el pueblo y lo encontró sumido en una sorda rutina que lo cubría todo como una pátina milenaria. Reunió a los hombres a los que enseñara a leer siendo aún unos mocosos pendencieros de flequillo despeinado, les riñó por su falta de ánimo, y juntos pintaron de blanco todas las fachadas y plantaron árboles en las avenidas, dándole al pueblo otra vez aquel impulso vital que Amador llevó siempre consigo allá donde sus pasos le guiaron.

 

Una tarde de agosto alguien le preguntó “Y qué... ¿cómo es el mundo?”. “Inabarcable —contestó—, está lleno de instantes”.

 

Cuenta el cuento que al final, cuando la muerte vino a tocarle el pecho con el dedo corazón, que es como la muerte te saca la vida, él la agarró por la cintura y le hizo el amor en su cama. Dicen que así, antes de morir, Amador plantó en el vientre de la muerte la semilla de la vida.

Lunaluz

No había cumplido aún los seis años cuando empezó a percibir que no era como las demás niñas. Su casa, su familia..., su país, se le iban a quedar pronto muy pequeños.

Sus padres no entendieron nunca su hambre de mundo, la inocencia de sus proyectos imposibles ni sus ganas de vivir. Así, más de una vez le desbarataron los negocios infantiles de limpiar las casas y los coches de los vecinos adinerados o vender en la plaza las papayas y los mangos del jardín. La traían de las orejas e intentaban devolver el dinero, avergonzados. La gota que colmó el vaso de la paciencia paterna fue aquella vez que, aprovechando la ausencia de adultos, vendió todos los muebles de la casa y compró otros más baratos, funcionales y modernos. Entonces le cayeron a los gritos, le prohibieron salir durante un mes y cancelaron para siempre sus clases de ballet. Aquello le rompió el corazón. Encerrada en su habitación, mordiéndose en los labios la frustración y la pena, tuvo una certeza. Pronto se iría muy lejos, sola, donde nadie jamás le prohibiera ser ella misma, ser feliz.

Su madre, desbordada por el amor que sentía por aquella chamaca indomable,se sabía incapaz de hacerle cumplir el castigo y cometió el imperdonable error de confiarle sus horas de encierro a la tía Gesina, que viejita y medio ciega, le llenó a la niña la cabeza y los anhelos de fantasmas amigos, hadas consejeras y diosas de todas las cosas. Hacía décadas que la anciana vivía en un mundo habitado por espectros y no distinguía ya entre familiares o espíritus. En poco tiempo enseñó a la niña a comunicarse con los seres sutiles, a leer las mentes y a mover los objetos con la mirada, a la vez que a bordar o a cocinar.“Tienes el don, pequeña, vaya si lo tienes” —solía decirle entre el orgullo y la desazón. Cuando sus padres quisieron poner remedio, era ya tarde. Su vínculo con la anciana superaba distancias, atravesaba muros y no entendía de tiempos. Así, se les iban las horas en pláticas telepateadas sobre recetas, amores o conjuros, mientras los progenitores respiraban tranquilos sabiendo a la joven encerrada en su habitación. Era muy tarde. Ella habitaba ya en ambos mundos con la misma certidumbre, sin conflicto o confusión.

Años después, al morir tía Gesina, se sintió huérfana, abandonada en aquel mundo de seres reales en el que sus magias se consideraban una incorrección, más sola que nunca en una casa que percibía ajena. Una mañana, al despertar, vio al espectro de Gesina a los pies de su cama haciendo así con la mano, como diciéndole adiós, con una sonrisa de virgen triste. Ese mismo día, se despidió de su familia sin nostalgias ni alborotos y se marchó rumbo al mar.

—Perdóname, hija, nadie me preparó para educar a un ángel —le dijo su madre con lágrimas en los ojos el día que se fue para siempre.

 

Al llegar al mar, exhausta, se sentó en la arena blanca y se sintió renacer. Se dejó poseer por el espíritu de aquellas tierras, de una naturaleza indómita y salvaje que fue creada cuando a nadie se le había ocurrido aún el tal por cual de la moderación. Aquella noche remota olvidó para siempre el nombre que sus padres le dieran y se dejó bautizar por los elementos. El mar la llamó Caribia, la noche Lunaluz y el amanecer Rocío. El viento peinó su cabello y la besó en el cuello. Después surgió la tormenta, que le lavó las penas y terminó de limpiarla de tiempos pasados dejándola lista para más vidas. Entonces se levantó renovada y le danzó al mar, a la selva, le danzó al cielo y a su horizonte infinito. Danzó para ella y para sus diosas, con una promesa en los labios: “Nunca más... para siempre, nunca más...”.

Empezó a ganarse el frijol y las tortillas organizando visitas bajo cuerda a las pirámides de sus antepasados. Le bastaba cerrar los ojos un instante y los nombres, las fechas y los aconteceres llegaban a ella como en un sueño. Desconocía profundamente la cultura de sus ancestros, pero llevaba su historia impresa en los genes. Las hordas de gringos orondos, sonrientes y quemados por el Sol, se llevaban a casa sus historias medio inventadas, adornadas con chismes y detalles que hacían la realidad más llevadera y creíble; la versión encantadora y desquiciada de aquella india morena que con una mirada y un vaivén de caderas les hacía renacer afanes olvidados y vaciar sin pena sus bolsillos.

A base de tiempo y gente terminó por hartarse de aquellos extraños seres que parecían desconocer el valor de la soledad, que veían el mundo a través de sus cámaras y allanaban la vida indígena como quien visita un zoo. Así, durante unos meses trabajó en una tiendita de oros y joyas propiedad de unos judíos ortodoxos de nariz aguileña y maneras de hurraca. De aquellos recónditos señores le divertían sus tirabuzones de colegiala y sus barbas de pirata a la vez que le asustaban sus sombreros apolillados y sus trajes de enterrador, sus ritos y sus dogmas milenarios.

Para entonces su cuerpo había florecido y, aprovechando su recién estrenada libertad, saciaba su hambre de experiencias con cualquier paisano, turista, o marinero que se le antojara. Aprendió así del amor y de la vida en la única escuela posible, hasta que una noche el fantasma de Gesina se le volvió a aparecer espantando a su amante de turno y, antes de evaporarse en el aire, le susurró al oído: “Aquí ya cumpliste, pequeña. Escucha el viento en tus venas”.

Después de aquello se pasó tres noches sin conseguir conciliar el sueño y cuatro días en un duermevela despierto que a punto estuvo de dejarla medio mensa. Sentía un nuevo ardor, un ansia inasible, que con el tiempo aprendería a identificar y a obedecer. Un anhelo inefable que le haría dejarlo todo de la mañana a la noche innumerables veces a lo largo de su vida. “¿Cómo se rasca una esta comezón del alma?” —le preguntó al espíritu de su tía en cierta ocasión, cansada ya de estarse siempre yendo de todos los sitios. “No te apegues a nada, mi vida, nunca. Eres una errante. Las raíces matarían tu corazón inquieto” —le respondió Gesina acicalando su cabellera morena, intentando consolar aquella desazón eterna.

Así, la mañana del quinto día le tapó los ojos a su diosa con uno de sus pañuelos mientras con otro hacía un atadito de dijes, aretes y pulseras de oro, antes de despedirse apurada y para siempre de aquellos judíos amables. Aquel modesto botín le iba a servir, a lo largo de los años, para sobrevivir en los tiempos inclementes, cuando sus magias, sus bailes ni sus masajes fueran suficientes para ganarse el pan.

Aquella tarde dejó sin penas la ciudad y aquellas tierras tan suyas, donde mariposas con cara de niño venían a posarse en su hombro y encontraba estrellas al barrer bajo la cama. Así estrenó su condición nómada, iniciando un viaje que no acabaría ya hasta el final de sus días, a solo cuatro pueblos, por cierto, de donde lo había empezado.

Cuentan que se fue al Japón, donde estudió el arte de las Geishas y refinó sus maneras. Que recorrió varias veces las Indias Occidentales aprendiendo nuevas magias, masajes y medicinas, y que se instruyó en las danzas del Asia septentrional, donde danzó para reinas, putas y borrachos de taberna. Cuentan que una noche sin luna el viento volvió a soplar en sus ámbitos más íntimos, oyó una voz familiar —“vuela, pequeña, algo te espera en Europa. Vuela”— y dejó aquellas tierras de chinos rumbo al viejo continente.

Allí se metió en un circo donde leía las mentes y adivinaba pasados. Le llamaban La Gitana y entre lonas, fieras y carromatos se sintió otra vez en casa, dejando que a cada día le bastara su cuidado. Enamoró a un domador, le rompió el alma a un payaso y un trapecista prendado cayó sin red en las redes de sus pasiones de zíngara, a la vez que el hombre bala perdía la puntería por verla bañarse en lluvia una mañana de otoño.

De feria en feria, de pueblo en ciudad, fueron pasando los años como en un cuento, hasta que una noche de tormenta una bruja española llegó a la puerta del carromato de Lunaluz mientras las fieras, inquietas, se agitaban en sus jaulas.

—Sabía que alguien llegaría hoy. Me lo dijeron las bestias, que te barruntaron y le andan rugiendo al cielo —le dijo la joven gitana a aquella vieja hechicera que llevaba en la mirada un saber ancestral y prohibido, y en los riñones un cansancio milenario—. Adelante, te esperaba.

—Tengo una deuda contigo que arrastro hace siete vidas y vengo a saldar mis cuentas. Voy a morirme pronto y quiero aligerar el peso de mi alma errante. Ahora, jovencita, déjame tu mano izquierda.

Lunaluz tendió la mano y abrió su alma a la anciana que tras rascarse las canas y encender su pipa de bucanero le vino a decir:

—Vete al sur, Gitana. Allá te espera tu hombre. Un hombre bueno y con sombrero. Ve pero no le busques. Vuestras almas llevan ya mil años amándose, apañándoselas para encontrarse cada vez que os da por nacer. Una vez fuisteis hermanos, otras él ha sido tú y tú has sido él. Ahora, otra vez, os toca la unión más bella. Ese hombre fue mi hijo en las últimas tres vidas. Con esto saldo mi deuda. Vete al sur, pero no llegues a África. África no es para ti.

Luego se calló un ratito en el que pareció dormir, la miró a los ojos con una expresión que daba susto y ternura, y le dijo: “La muerte te anda buscando, Lunaluz, pero te perdió los rumbos hace ya no pocos años. Te anda buscando donde no estás. Tranquila, eso va a tardar mucho todavía. Hay dos seres esperando para nacer de tu vientre, pero eso también se tomará su tiempo. Ahorita ve, no hagas esperar a tu destino” —y sin más la bruja se levantó, besó a la gitana en la frente y le susurró al oído “Estamos en paz, Rocío”. Antes de irse sacó de su sayo una bola de cristal y se la puso a la joven en las manos.

—Sé que tienes el don, se te huele a la legua. Sé que no necesitasde bártulos para adivinar misterios, pero a los clientes les gustan estos archiperres.

Nunca olvidó a aquella anciana, solo en sueños volvió a verla.

A la mañana siguiente recogió sus cuatro cosas, se despidió del viejo león, del elefante diabético, de la mujer barbuda y del resto de los fenómenos que fueron su familia durante aquellos alegres años y se fue rumbo al sur sin echar la vista atrás, como tantas otras veces.