Cuentos de amor - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Cuentos de amor E-Book

Emilia Pardo Bazán

0,0
2,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Cuentos de amor

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Emilia Pardo Bazán

Cuentos de amor

Spanish Language Edition

New Edition

Published by Sovereign Classic

This Edition

First published in 2021

Copyright © 2021 Sovereign

All Rights Reserved.

ISBN: 9781787363120

Contents

CUENTOS DE AMOR

CUENTOS DE AMOR

PREFACIO

TRANQUILÍZATE, lector: no se trata de un prólogo grave pegado á un libro de entretenimiento, lastre de plomo de algo tan leve como el ala de la mariposa: sólo encontrarás aquí unas cuantas advertencias, por otra parte innecesarias si para mí no rigiesen distintas leyes que para los demás autores, y si en mí no se calificase de delito lo que en ellos es acción indiferente, cuando no gracia merecedora de aplauso.

No ignorarás que he escrito á estas fechas gran número de cuentos, pero acaso te sorprenda si digo que pasan de cuatrocientos, y á todo correr se acercan á quinientos ya. No pocos, antes de ser recogidos en volumen, andan vertidos á varias lenguas en tierras muy lejanas, á pesar del descuido de una autora que no por indiferencia ni por desdén, sino por falta de tiempo, suele no contestar á las amables cartas de sus bondadosos traductores.

De estos cuatrocientos y pico de cuentos hay tres ó cuatro de los cuales se murmuró; para decir más verdad, de quien se murmuró no fué de ellos, sino de mí, negándome la propiedad del asunto. Ninguno de los incluídos en el presente volumen ha sido discutido, que yo sepa, en concepto tal; pero me adelanto, lector, á advertirte que tres de los que aquí te ofrezco no son míos por el asunto, y cinco ó seis tampoco son patrimonio de mi inventiva, sino narraciones de casos auténticos y reales—lo que Fernán Caballero llamaba sucedidos.—Yo los vestí y arreglé á mi manera, unas veces por gusto y capricho, otras, sobre todo cuando se trata de sucesos recientes, por respetos á la vida privada ajena.

Al ver la luz en El Imparcial el cuento titulado La sirena, consigné en nota que su asunto estaba tomado de un lindo y breve apólogo de Leopoldo Trenor, La gata blanca. Después hubo quien me aseguró que el apólogo, á su vez, se funda en una poesía alemana. No he podido comprobar la aserción, y queda rectificada de antemano, si fuese inexacta y si el señor Trenor, en vez de hacer como yo hice, hubiese concebido la idea primera del apólogo.

La cabellera de Laura es libre glosa de un ejemplo que refiere el franciscano Padre Juan Laguna en sus Casos raros de vicios y virtudes para escarmiento de pecadores.—Mi suicidio y Cuento soñado, son pensamientos que me sugirió platicando el ilustre y venerable Campoamor; y aunque él, á fuer de opulento, no reclamaría nunca esas dos perlitas, me complazco en agradecerle el donativo y en pedirle excusas por el engarce.

Y pues se trata de perlas, vamos á La perla rosa. Verdaderamente me asombra, lector entendido, que mis vigilantes aduaneros y agentes del resguardo no hayan gritado ¡matute! cuando inserté ese cuento en El Liberal. Me denuncio, ya que ellos se duermen. A los pocos meses de aparecer en El Liberal La perla rosa, ví en el mismo diario un cuento ajeno, firmado por León de Tinseau, y titulado La perla negra, que, además de la semejanza del título, ofrecía coincidencias de asunto. En ambos cuentos, la pérdida de una perla descubre la falta de una mujer. Leído el cuento de Tinseau, tuve esperanzas de que fuese posterior en fecha al mío, y escribí á Miguel Moya rogándole me dijese dónde lo había encontrado. Al saber que en un libro que lleva por epígrafe Mon oncle Alcide, lo encargué á Francia, y ví que estaba impreso hacía tres ó cuatro años. Por lo tanto, á la letra, yo soy quien ha aprovechado una idea de Tinseau. Los que no den crédito á mi afirmación de que ni sospechaba la existencia de La perla negra cuando escribí La perla rosa, dueños son de afirmar á su vez que ésta es hija de aquélla. Sin falsa modestia, debo añadir que La perla rosa tiene mejor oriente.

Con igual sinceridad declaro que si el cuento de Tinseau resultase escrito después que el mío, no por eso creería yo á ojos cerrados que era imitación ó copia. Algún celebrado escritor español podría atestiguar que no padezco la obsesión de tomar las coincidencias fortuitas por atentados contra mi propiedad; algún francés podría dar fe de lo mismo. Ideas análogas se les ocurren á escritores contemporáneos sujetos á influencias similares, y no lo dudará nadie que conozca la historia literaria. No insisto, porque he prometido no cansarte, lector, al menos á sabiendas.

Supongo que no necesita apología el hecho de que varios cuentos míos se funden en sucesos reales. Las corrientes vienen y van; hace veinte años, tal vez incurriría en censura de los doctores de la iglesia crítica, no por basar en la realidad ciertos cuentos, sino por inventar de pies á cabeza la inmensa mayoría de los que escribo. Ambos procedimientos, á mi entender, son igualmente lícitos, como lo es el refundir asuntos ya tratados, ó el buscarlos en la tradición y la sabiduría popular ó folklore. No hay género más amplio y libre que el cuento; no hay, entre los más insignes, cuentista algo fecundo que no explote todas las canteras y filones, empezando por el de su propia fantasía y siguiendo por los variadísimos que le ofrecen las literaturas antiguas y modernas, escritas y orales. De chascarrillos que corrían de boca en boca se hizo recientemente un libro, redactado por ilustres escritores, y en el Prólogo que lo encabeza, una pluma famosísima consignó el principio de que al cuentista le basta la propiedad de la forma de que sabe revestir el cuento más resobado, trillado y vulgar. El principio estaba ya sancionado por la práctica, y no era necesario el nuevo ejemplo para legitimar lo que de tiempo inmemorial venía practicándose.

Por otra parte, quizás nunca como ahora ha sobreabundado la invención en los cuentistas. Antaño era usual apoderarse de una colección de apólogos ó fábulas orientales—persas ó chinas, árabes ó indianas—y, sin más ceremonias, traduciéndolas y adaptándolas en lenguaje castizo, se graduaba un escritor de cuentista y de moralista. El cuento literario original es relativamente novísimo en las literaturas occidentales: procede de la transformación de la poesía épico-lírica, y tiene precedentes, no sólo en los fabliaux y en los ejemplos de los libros devotos (aun hoy mina inagotable para el cuentista) sino en ciertas composiciones poéticas con argumento; verbi-gracia, las Cantigas de Alfonso el Sabio y las baladas alemanas. Noto particular analogía entre la concepción del cuento y la de la poesía lírica: una y otra son rápidas como un chispazo, y muy intensas—porque á ello obliga la brevedad, condición precisa del cuento.—Cuento original que no se concibe de súbito, no cuaja nunca. Días hay—dispensa, lector, estas confidencias íntimas y personales—en que no se me ocurre ni un mal asunto de cuento, y horas en que á docenas se presentan á mi imaginación asuntos posibles, y al par siento impaciencia de trasladarlos al papel. Paseando ó leyendo; en el teatro ó en ferrocarril; al chisporroteo de la llama en invierno y al blando rumor del mar en verano, saltan ideas de cuentos con sus líneas y colores, como las estrofas en la mente del poeta lírico, que suele concebir de una vez el pensamiento y su forma métrica. De las ideas que en tropel me acuden, no aprovecho la mitad; desecho infinitas, no sólo por creerlas desde el primer instante indignas de vivir, sino porque algunas me parecen atrevidas, peligrosas y capaces de horripilarte, ¡oh lector no siempre benévolo! Si esto pasa con las ideas de cosecha propia, en mayor proporción quizás acontece con las que me sugieren los libros viejos, y sobre todo, las que se fundan en datos de la vida real. Por fuerte y viva que supongamos la fantasía de un escritor, jamás llega al límite de la realidad posible. Cuanto pudiésemos fingir, queda muy por bajo de lo verdadero. Llamamos inverosímil á lo inusitado; pero no hay acaecimiento extraño, monstruoso, espeluznante y peregrino que no conozcamos por la realidad. Lo saben los de mi profesión: nunca se puede incorporar á la literatura toda la verdad observada, so pena de ser tildado de extravagante, de escritor descabellado y de bárbaro sin gusto ni delicadeza; y sin embargo, las mayores osadías y crudezas de la pluma, aunque sea de hierro y la mojemos en ácido sulfúrico, son blandenguerías para lo que escribe en caracteres de fuego la realidad tremenda.

He observado el estremecimiento del público ante ciertos cuentos verdaderos. Ahí están, para ejemplo en el presente tomo, Los buenos tiempos y Sor Aparición. De Sor Aparición se espantó mucha gente. Releo el cuento despacio y no puedo explicarme tal horror, sino por la crueldad de lo real que palpita en él. La narración pienso que está hecha en términos bien honestos, con el mayor recato y decoro posible; además, he modificado la historia, y presentado á la infeliz enamorada del burlador Camargo cuando ejercita la más rigurosa y ejemplar penitencia. Tantos años de mortificación y de lágrimas la impuse, que deben bastar para sosiego del más asombradizo. La verdad estricta es que ignoro el paradero de la víctima de esa broma infame, dada por uno de nuestros mayores poetas románticos. No sé si entró en un convento, si se entregó á la disipación, ó si vegetó en la indiferencia; pero me ha parecido que, dentro de la concepción ideal del cuento, tenía que expiar su yerro para ennoblecer su desventura. Y cátate que, así y todo, bastante gente se persignó, como se persignó al leer Los buenos tiempos, historia trágica de la cual se conservan testimonios y recuerdos todavía. Acaso el público sea hoy mas nervioso é impresionable que en otras épocas; sólo así se comprende que de libros de devoción clásicos y venerables no se pueda extraer un cuento sin que se alborote el cotarro y se desquicie la bóveda celeste. De esto volveremos á hablar, oh lector, cuando publique mis Cuentos sacro-profanos.

Emilia Pardo Bazán.

El amor asesinado

NUNCA podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarla punto de reposo.

Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma á los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió á la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último, en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y la decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos».

Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio á mirar el campo y á gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente,—sólo consiguió Eva que el Amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado ó por el agujero de la llave.

Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose á salvo de atrevimientos y demasías: mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardigüelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante á la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.

Ya fuera de tino, desesperando de poder tener á raya al malvado Amor, Eva comenzó á pensar en la manera de librarse de él definitivamente, á toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era á muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la victoria.

Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.

Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre guijas ó cae suspirando en morisca fuente.

Y el Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.

Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vió calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó á extrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.

Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor aquél! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar...

No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre... Y cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.

Al fin Eva soltó á su víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni se rebullía: estaba muerto,—tan muerto como mi abuela.

Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que ascendía á su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...

El Amor, á quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.

El viajero

FRÍA, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos ó tres veces que Marta se había atrevido á acercarse á su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.

Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban á su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba á abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba á Marta desoirlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve á echarse á la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y á su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de Enero y con una tormenta desatada, ni llama á puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida: «¿Quién llama?» Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo: «Un viajero.» Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dió vuelta á la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.

Entró el viajero, saludando cortesmente; y quitándose con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía á mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba á hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama, es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse á levantar los ojos, vió de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor acostumbrado al mando y á ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y la decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y á fin de disimular su turbación, se dió prisa á servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese á dormir.

Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, á tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco á la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.

Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero á quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. El mandaba, y Marta obedecía sumisa, muda, veloz como el pensamiento.

No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían á Marta medio loca. Al principio el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fué creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse ó esperarse, estaba frenético ó contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa á la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos é insensatos, que á los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba á Marta de improperios, ya la prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más rendidas.

Sus extravagancias eran á veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de punta, el alma de través y el corazón á dos dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dió acogida á su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba á saltar y á sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.

¡Qué en olvido las tenía puestas,... cuando el huésped, á medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que ya había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que la arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa: «Bien te dije, niña, que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.» Y habéis de saber que sólo al oir esta declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.

Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender á lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fué, embozado en su capa, ladeado el chambergo—cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente—en busca de nuevos horizontes, á llamar á otras puertas mejor trancadas y defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores, de alarmas, y entregada á la compañía de la grave y excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que la duele á fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama á la puerta el huésped.

El corazón perdido

YENDO una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo: me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. Debe de habérsele perdido á alguna mujer—pensé al observar la blandura y delicadeza de la tierna víscera que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese todavía dentro del pecho de su dueña.—Lo envolví con esmero en un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué á averiguar quien era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos, que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas—como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal—el lugar que ocupa el corazón.

Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente á la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro! la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fué que, al decirla yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba á sus órdenes por si gustaba recogerlo, la mujer indignada juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando la ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que ó la faltaba el corazón, ó era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.

Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y á todas las eché los anteojos y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que el órgano, ó no había existido nunca, ó se había perdido tiempos atrás. Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón de que carecían, negábanse á aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían á arrostrar el peligro de poseer un corazón.—Iba desesperando de restituir á un pecho de mujer el pobre corazón abandonado, cuando por casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes, acerté á ver que pasaba por la calle una niña pálida, y en su pecho ¡por fin! distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué—pues reconozco que era un absurdo brindar corazón á quien lo tenía tan vivo y tan despierto—se me ocurrió hacer la prueba de presentarla el que habían desechado todas; y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba á dejar otra vez caído sobre los guijarros.

Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse á suprimir uno de sus dos corazones, ó los dos á un tiempo, diríase que se complacía en vivir doble vida espiritual queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que, lo que la arrebataba de este mundo era la ruptura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho á un corazón perdido en la calle.

Mi suicidio

A Campoamor.

Muerta ella; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aun me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda... y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como decirme con melodiosa voz—la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»

¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, á la altura de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono á que me condenaba la adorada criatura huyendo á lejanas regiones. Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin tí? Mira como he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la tierra ni del cielo.»

...............................

Determinado á realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la desgracia, y pareciome que ella, viva y sonriente, acudía como otras veces á mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el arrebol de la felicidad.—Allí estaba el amplio sofá donde nos sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia cuya llama tendía los piececitos, y á la cual yo, envidioso, los disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia... Y allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado, inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes preferidos, la sencilla y cándida bata de blanca seda que la envolvía en una nube de espuma. Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para exclamar, entre halago y reprensión, el «¡qué tarde vienes!» de la impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían á mi cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato, arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola inglesa de dos cañones—que lleva en su seno el remedio de todos los males y el pasaje para arribar al puerto donde ella me aguardaba...—Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría mirándola, y volvería á abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en espíritu...

La tarde caía; y como deseaba contemplar á mi sabor el retrato al apoyar en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el secreter de palo de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos de nuestra dilatada é íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas páginas me impulsó á abrir el mueble.

Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía devolvíalas una vez leídas, por precaución, por respeto, por caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para destruirlas, y que de los cajoncitos del secreter volvería á alzarse su voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé—¿vacila el que va á morir?—en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en astillas la cubierta, y metí la mano febrilmente en los cajoncitos, revolviéndolos ansioso.

Sólo en uno había cartas.—Los demás los llenaban cintas, joyas, dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados.—El paquete, envuelto en un trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y acercándome á la luz, me dispuse á leer. Era letra de ella: eran sus queridas cartas. Y mi corazón agradecía á la muerta el delicado refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión, como codicilo en que me legaba su ternura.

Desaté, desdoblé, empecé á deletrear... Al pronto creía recordar las candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones á detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer des personas en el mundo. Sin embargo, á la segunda carilla, un indefinible malestar, un terror vago, cruzaron por mi imaginación, como cruza la bala por el aire antes de herir. Rechacé la idea; la maldije; pero volvió, volvió... y volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir á mi persona y á la historia de mi amor... A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo quedarme: la carta se había escrito á otro, y recordaba otros días, otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...

Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues todavía la esperanza terca me convidaba á asirme de un clavo ardiendo... Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquella se había deslizado en el grupo como aislado memento de una historia vieja y relegada al olvido... Pero al examinar los papeles; al descifrar, frotándome los ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las epístolas que contenía el paquete había sido dirigida á mí... Las que yo recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban incorporadas á la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro, ella había conservado siempre, en el oculto rincón del secreter, en el aposento testigo de nuestra ventura... señalaban, tan exactamente como la brújula señala el norte, la dirección verdadera del corazón que yo juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los terribles párrafos, de las páginas surcadas por rengloncitos de una letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo saqué en limpio que tal vez... al mismo tiempo ó muy poco antes... Y una voz irónica gritábame al oído: «Ahora sí... ahora sí que debes suicidarte, desdichado!»

Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso... con los dos tiros... reventé los dos verdes y lumínicos ojos, que me fascinaban.

La última ilusión de don Juan

LAS gentes superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar al microscopio la complicada mecánica del corazón, suponen buenamente que á don Juan, el precoz libertino, el burlador sempiterno, le bastan para su satisfacción los sentidos y á lo sumo la fantasía, y que no necesita ni gasta el inútil lujo del sentimiento, ni abre nunca el dorado ajimez donde se asoma el espíritu para mirar al cielo cuando el peso de la tierra le oprime. Y yo os digo en verdad que eses gentes superficiales se equivocan de medio á medio y son injustas con el pobre don Juan, á quien sólo hemos comprendido los poetas, los que tenemos el alma inundada de caridad y somos perspicaces... cabalmente porque, cándidos en apariencia, creemos en muchas cosas.

A fin de poner la verdad en su punto, os contaré la historia de cómo alimentó y sostuvo don Juan su última ilusión... y cómo vino á perderla.

Entre la numerosa parentela de don Juan—que dicho sea de paso, es hidalgo como el Rey—se cuentan unas primitas provincianas muy celebradas de hermosas. La más joven, Estrella, se distinguía de sus hermanas por la dulzura del carácter, la exaltación de la virtud y el fervor de la religiosidad, por lo cual en su casa la llamaban la beatita. Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma: parecíase á una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y pureza (porque algunas, como la morena de la servilleta, llamada Refitolera, sólo respiran juventud y vigor). Siempre que el humor vagabundo de don Juan le impulsaba á darse una vuelta por la región donde vivían sus primas, iba á verlas, frecuentaba su trato, y pasaba con Estrella pláticas interminables. Si me preguntáis qué imán atraía al perdido hacia la santa, y más aún á la santa hacia el perdido, os diré que era quizás el mismo contraste de sus temperamentos... y después de esta explicación, nos quedaremos tan enterados como antes.