Cuentos para leer en navidad - Inés Arredondo - E-Book

Cuentos para leer en navidad E-Book

Inés Arredondo

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Nadie vivimos la vida de igual forma, lo que para algunos es bueno, para otros pudo haber resultado en algo desagradable. Lo mismo pasa para una de las fechas más emblemáticas del mundo occidental: la Navidad. En este libro, querido lector, presentamos diferentes puntos de vista de algunos de los mejores escritores mexicanos. Autores: ~ Inés Arredondo ~ Juan José Arreola ~ Patricia Lucía Ávila ~ Carmen Boullosa ~ Carlos Martín Briseño ~ Alberto Chimal ~ Ana Clavel ~ Beatriz Escalante ~ Beatriz Espejo ~ Kyra Galván Haro ~Ana García Bergua ~ Anamari Gomís Ethel Krauze ~ Hernán Lara Zavala ~ Agustín Monsreal ~ Susana Pagan ~ Pedro Ángel Palou ~ Margarita Ponce ~ Tere Ponce ~ María Teresa Priego ~ Eusebio Ruvalcaba ~ Daniel Sada ~ Ignacio Solares ~

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Cuentos para leer en navidad

Cuentos para leer en navidad (2016)Antología de Beatriz Espejo y Ethel Krauze

D.R.© Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2016D. R. © Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]õeditor digitalEdición: Octubre 2022

ISBN: 978-607-457-730-3

Ilustración de portada: Angélica Irene Carmona Bistráin/ Gabriela LeónProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Introducción

Navideña

Espina de la memoria

Navidad en Árvore de Palma

Una angelical tarjeta navideña

El wili

Navidad del 70

¡Mexi Christmas!

Esa niña

Hacer el bien

Navidad a la sombra de dos gatos por uno

Los Santos Reyes

Isaías VII, 14

Merry Christmas and Happy New Year

El amigo de Francisco

Flor de Noche buena

El frasco de mermelada

Año nuevo

Gisele/Simone

Regalo sorpresa

El beso de James Dean

La eterna desventura de vivir

Santa Claus

Cita a ciegas (Un cuento de Navidad)

La Befana

Silent night...

Introducción

Al contrario de las otras antologías temáticas que hemos hecho Ethel Krauze y yo, ésta no está dedicada sólo a mujeres.

Hemos buscado diferentes autores que trataron el tema navideño desde distintos ángulos y puntos de vista. Algunos se dedicaron a investigar y captaron el espíritu de las fiestas de manera peculiar, la mayoría revolvió sus recuerdos y escribió textos autobiográficos o dio vuelo a su imaginación para apuntalar sus preocupaciones literarias y el resultado han sido una serie de textos con una característica en común han sido escritos con seriedad buscando en los terrenos de la buena literatura.

Beatriz Espejo

Hace muchos años, cuando todavía tenía la juventud pegada a la piel, una querida amiga de entonces se lamentaba porque no tendría con quién pasar la Navidad. Estaba divorciada y los hijos dispersos, los padres la aburrían y el cielo se le cerraba. Yo, acostumbrada a ser una eterna entenada en las casas que generosamente me ofrecían asilo en esas fechas, mientras rumiaba mi condición judía con una sonrisa entre trágica y avergonzada, tuve una súbita epifanía: ¿y si armábamos nosotras una fiesta?, ¿y si invitábamos a otras almas solitarias a celebrar, precisamente, esta hermandad?

Así nacieron las "navidades parias", que se volvieron famosas de boca en boca, a la usanza de las redes sociales de la época. La lista de convocados incluía a solteros, divorciados, viudos, separados; personas con orientaciones sexuales y religiosas diferentes o ateos, que no eran aceptadas por las familias tradicionales; artistas incomprendidos; personas con un profundo rechazo a las costumbres y los rituales sociales, comerciales y eclesiásticos; personas con inclinaciones melancólicas, depresivas o que odian la Navidad. Se solicitaba que los interesados en asistir cumplieran por lo menos dos de aquellos requisitos. Muchos se sentían felices de rebasarlos con creces. Mi amiga ponía la casa, la espléndida cena, yo ayudaba con el arbolito y la parafernalia, y cada quien llegaba con algo bajo el brazo para brindar. Comíamos a lo grande, bebíamos con júbilo y bailábamos al son de las bocinas con los discos más raros del mundo.

Legitimamos nuestro derecho a ser felices, como todas las personas de bien. Finalmente descubrimos que la luz y la redención llegaban para todos en el aire con olor a pino de la Noche Buena. Nosotros, los otros, también éramos personas de bien.

Cuando Beatriz Espejo me llamó para esta antología (además del gusto por volver a trabajar con esta gran escritora y amiga en la elaboración de antologías que ya suman Atrapadas en la casa, Atrapadas en la cama, Mujeres engañadas y Atrapadas en la madre), no lo dudé ni un instante, recordé mi cuento que aquí aparece, y entendí que en una antología de esta naturaleza debían caber los claroscuros de una fecha que toca, para bien o para mal, a todos los corazones.

Varios de mis colegas convocados, hombres y mujeres, mostraron reticencias en cuanto al estereotipo de la Navidad. Inmediatamente les aclaré que no buscábamos ideología, promoción o almíbar de tarjeta para vender. La Navidad con sus muchas caras, que es el objetivo de la literatura. Se adhirieron con entusiasmo.

He aquí sólo una muestra.

Ethel Krauze

Navideña

Juan José Arreola

La niña fue a la posada con los ojos vendados para romper la piñata, pero la quebraron a ella. Iba con traje de fiesta, en cuerpo de tentación y alma de consentimiento.

(Como buen siquiatra, un amigo mío ha explicado este afán mexicano de romper vasijas de barro llenas de fruta y previamente engalanarlas con perifollos de papel de china y oropeles, de la siguiente manera: un rito de fertilidad que contradice la melancolía de diciembre. La piñata es un vientre repleto; los nueves días festivos corresponden a otros tantos meses de embarazo, el palo agresor es un odioso símbolo sexual; la venda en los ojos, la ceguera del amor y etcétera, etcétera; pero volvamos a nuestro cuento.)

Íbamos en que descalabraron a la niña, en plena posada…

(Nos hizo falta agregar que las piñatas, según el criterio apuntado, adoptaron toda clase de formas para satisfacer el impulso agresivo de los niños en contra de sus seres queridos: palomitas, toritos, borriquitas, naves espaciales y pierrots y colombinas.)

Con el palo, en plena posada. Y hubo cubas libres de por medio. ¿Cómo acaba la historia? Tendremos que esperar unos meses para saberlo. Puede ser feliz, si la niña da con puntualidad su fruta de piñata. Así tendrá su apoyo casi metafísico en la tesis de mi amigo el psiquiatra destacado autor de cuentos de navidad.

Espina de la memoria

Agustín Monsreal

Se me fue el sueño. Se me fue como gato nocheriego persiguiéndole su recuerdo a Blanca Navidad. Con todo y que la forma en que Blanca Navidad se largó de mi lado no era para andar acordándose de ella. Primero porque decidió abandonarme al mediodía, hora impropia para el sufrimiento, y luego porque me dejó la cocina hecha un asco de trastes sucios, la cama sin tender, cuatro camisas sin planchar —una con dos botones a punto de caer como dientes de leche— y seis de mis calzoncillos rojos remojándose en agua de lejía en la tina del baño. Segundo porque entre sus cosas se llevó mi colección de cucharas, mis obras completas de Sibelius y de Mahler, mis matraces, mis reglas de cálculo, mis imanes, el telescopio estropeado herencia de mi padre y tres cuartas partes de mi biblioteca. — Quién sabe por qué pleitista y díscolo designio, por qué pertinaz y rencoro afán de revancha, las mujeres que se van siempre cargan en su mudamiento con nuestros libros más bienqueridos y nos enquistan en un infelizaje tan arisco como el del muy frecuentado Edipo—.

Tercero porque apenas la noche anterior le había dado lo del gasto. Y además porque se marchó prematuramente, o sea, treintaicinco años antes de lo debido.

Pero bueno, el caso es que me acordé de ella (sus aromas de mujer recién estrenada, su cintura de reloj de arena, su desnudez sin obstáculos, aquellas sus palabras de cuando vino a mí: "Hazme un ladito en tu vida"; la salvaje felicidad que nos arropó en un principio), me aplasté contra la añoranza de mi infinito amor por ella y se me desaplicó el sueño.

El sueño, fiero y fiel desentumecedor de agobios, se me fue como gato acalenturado a restañar descariños por las azoteas del recuerdo. Y yo, confiado en que regresaría pronto, me dediqué a esperarlo con los ojos clausurados y sin mover un milímetro la cabeza de la almohada. Al rato me empezó a doler la quietud y comencé a revolverme entre las sábanas y a sentir cuánto me quedaba grande la cama sin Blanca Navidad. (Qué importa cómo te fuiste. Vuelve. La casa y yo te necesitamos. Las ventanas y yo. Mis tazas de café y yo. Mis lentes de contacto. Mi edad, los granos de mi espalda, mis rodillas, las yemas de mis dedos, mi virilidad y yo demasiadamente, todamente, amantemente te necesitamos. Devuélveme las caderas, los pechos de tu juventud. Vuelve.) Apóstol de la fe de su cuerpo, en una de ésas sorprendí a mi voz masticando su nombre y a mis labios cometiendo en el vacío despaciosas caricias consagradas a las dulcedumbres de su piel, a los frutos combativos de su carne.

Encendí la luz, encolerizado. Eché la cabeza hacia atrás como para detener una hemorragia nasal. Prendí un cigarro.

Miré el despertador y el teléfono; los miré rencorosamente, como si fuesen culpables de algo. Oí un pequeño escándalo que se apaciguó pronto. Si no fuera por las cucarachas, la escasez de agua y los vecinos, este departamento sería perfecto.

Sentí una punzada alevosa en la zona lumbar. Se me antojó cruzar la frontera desierta de la cocina, abrir el refrigerador, zamparme un yogur. Pero no hice ni el intento de pararme.

A veces la soledad es deliciosa como besar la boca de un cadáver, pensé recargándome en la estupidez.

Al cabo de dos cigarros, que fumé anhelante igual que la aguja de una brújula, me encalmé un poco y resolví aguardar sin desesperarme. Seamos prácticos y veamos las cosas como se merecen, me dije. ¿Por qué no hablar cara a cara con el sueño y procurar reconciliarme con él? Yo creo que es preferible. Vamos, sueño, esto es demasiado ridículo; anda, ven, no te hagas el interesante ni te pases de listo; qué ganas con andarte por ahí de gato maniobrero escudriñándole sus huellas y sus olores al pasado. Qué ganas, a ver, dime. No ganas nada, la verdad. Tú sabes que puedo obligarte a venir empujándome un té de tila, o embruteciéndome con algún programa de televisión, o despachándome libros pedantes como Un sexenio color de hormiga, por ejemplo, o aburridísimos como Historia de maese zorro, o ladinos como Mis tiempos entre cómicos y bufones, para sumarle al martirio de la lectura su joroba de indignación y vergüenza. Tú eliges. Tú escoge qué te acomoda más. No seas obcecado, manito, lo único que vas a conseguir con tu entercamiento es que se me descalabre la memoria de tanto rumiar las dichas y los malsabores que vivimos tú y yo con Blanca Navidad, y que luego me enfurruñe y ya no quiera dormirme, que después me niegue a dormir aunque vengas a jugar a las vencidas conmigo, y que para no dejarte hacer tu santo capricho me salga a transitarle sus calles a la ciudad buscando a Blanca, partiéndome la mirada en busca de Blanca, royéndome las ansias por encontrar a Blanca. (Qué importa que te hayas ido como te fuiste. Vuelve. No he renunciado a ti. No han dejado de ser tus ojos el nido de mis ojos. Tu respiración aún duerme a mi lado. La brevedad de tus sobresaltos. Tus aternuramientos claritos. Vuelve. Concédeme el milagro de amanecer otra vez contigo, a la sombra de tu peso leve. Vuelve.)

Y tú sabes, sueño de mi alma, que la ciudad no es la misma estos días. Está peor de insufrible que una crisis de asma en el aire de una noche embalsamada. Peor de idiota y falsa que la sonrisa de una maniquí. Peor de alborotada y necia y engreída que una vieja puta piropeada por la devoción lasciva de un jovencito. Llena de exaltaciones y fantasías, convertida sin remedio y con orgullo patético en desaforado festejo de compradictos y mercaderes. Y para no dejarte hacer tu regalada gana, sueño, yo tendré que salir y ponerme a ver si de chiripa me topo con Blanca, porque de seguro Blanca anda deambulando por ahí, caminando por ahí entre la multitud, curioseándole sus espejismos y sus embaucamientos a los aparadores, las tiendas, los centros comerciales. Ese fue siempre su mayor gusto, ésa su mejor pasión, su secreto más intimo: perderse entre la gente, moverse anónima entre la gente. Sola. Sin mi. Sin nadie. En su mundo. Y esto me alborotaba las pulgas, es decir, los celos, la inseguridad, el miedo. Nunca lo digerí bien. Porque era igual que tener mujer y no tenerla, o tenerla distante, alejada, lejos. (Vuelve. Échame de menos, piensa en mí, necesítame. Hazme nuevamente un ladito en tu vida. Vuelve.)

Vamos, sueño, sé que no quieres causarme daño, ven, ayúdame a olvidar, rescátame del infierno de estar despierto.

No me obligues a humillarme, no me empujes a salir a buscarla. Paraíso de ángeles perdidos, la ciudad anda enjuerguecida semejante a una mata de pelo infestada de piojos que lo único que anhelan, lo único que los impulsa, lo único que les importa es comprar y comprar y comprar. No hay razón de ser en este reino de la tierra sino comprar. No hay otra dicha, otra realidad, otra fortuna. No existe más dignidad, ni mayor consuelo. Y yo en medio del piojerío, insustancial, ordinario, menos que nadie, yo con mi corazón inútil vuelto de cabeza, indagando, padeciendo, pesquisando dónde puede encontrarse Blanca Navidad, en qué vuelta de la esquina, en qué recodo; trastornado, enfermo, enlobegrecido, caduco, títere arrumbado a los pies de su recuerdo, abatido entre la demencia de quienes no alcanzan ventura más cierta que la del mercado. Ciudad mercado, mi ciudad. Ciudad facilonga, confianzuda, fraudulenta; ciudad impostora y astuta, mi ciudad; ciudad abusiva, flagelaria, perniciosa. Y Blanca Navidad tan enconadamente fugitiva, tan testarudamente remota y cruel y orgullecida con la niñería de su ausencia; Blanca Navidad tan extraviada en este laberinto contrahecho, en este complaciente y pordiosero matorral empiojado, en este irremediable territorio de soledades.

Nada sirvió de nada, sin embargo. De nada valieron ruegos ni razones ni amenazas. Mi sueño continuó de gato marionetero por los pretiles de la nostalgia. Y cuando me cansé de abrir y cerrar puertas invitándolo a venir, invocándolo, implorándolo, retándolo, cuando me harté de tomar té de tila, cuando me fastidié de fisgar patrañas en la televisión y de malmirar libros fanfarrones, entonces cogí la bicicleta que me regaló hace algunos años Blanca Navidad y me lancé en su busca pedaleando a morir por esas calles que llaman de Dios, enfebrecido y disparatado y loco de esperanza y de plegarias y dispuesto con todo lo que soy y lo que tengo a perdonarla, a pesar de que no merecía ningún perdón porque la forma en que se largó de mi lado me dejó huérfano de todos los cimientos terrenales, viudo de todos los astros, sin voluntad de vivir, sin historia por delante, irremediablemente desueñado. (Vuelve. Te espero. En tanto acaba la eternidad, te espero. Vuelve.) Terminé mi vagabundaje con sólo raspones en la nariz y una triple fractura en el hombro derecho. La bicicleta quedó inservible, como el telescopio herencia de mi padre, como mis lentes de contacto, como mi destino.

Navidad en Árvore de Palma

(de los cuadernos de Horacio Kustos)

Alberto Chimal

La isla diminuta de Árvore de Palma, que a veces figura y a veces no en los mapas de las Azores debido a su tamaño despreciable, sería un lugar insólito solamente por la gran cantidad de palmeras que crece en su suelo, bastante alejado de las latitudes tropicales. Pero este sitio es, además, hogar de la única población conocida en todo el mundo de cocos parlantes o sensibles, que de ambos modos se les llama (su nombre científico: cocos nucifera sapiens). Ignorados por internet, latelevisión y el resto de las autoridades científicas de nuestro tiempo, estos seres se tienen, sin embargo, por parte de la cristiandad pues profesan el catolicismo de manera fervorosa; de hecho, se llaman a si mismos "discípulos" de san Francisco Xavier, pues el santo misionero los habría evangelizado en 1540, poco antes de partir hacia su célebre campaña de catequesis en el Asia.

—Fue para practicar —explican los cocos, con tono de modestia—. Estábamos más cerca que Asia.

Como no hay documentos que prueben la visita del santo, la historia ha sido atacada con frecuencia: por ejemplo, fue fiera y lúcidamente condenada en varios ensayos de Joseph Ratzinger —quien fuera S. S. Benedicto XVI— publicados en los tempranos años setenta. Sin embargo, los escasos visitantes de la isla, todos personas de humilde condición y fe sencilla, no se ocupan en tan elevadas cuestiones de doctrina ni historiografía y más bien deben afrontar los problemas más apremiantes de la vida diaria..., a los que se agrega, si es la primera vez que llegan de visita, la experiencia de escuchar hablar a las criaturas. Según las crónicas, Gonçalo Velho Cabral, el navegante que descubrió Arvore de Palma en 1433, se llevó "un terribilísimo espanto" que lo hizo "aullar, echar espuma por la boca y tirarse al mar de cabeza" sólo de oírles unas pocas palabras y entender que eran ellos quienes las proferían; aunque no nos pase lo mismo, invariablemente es grande la impresión de quienes llegamos, pisamos los líquenes azules que pintan la costa rocosa y, de pronto, escuchamos el coro de alegres saludos en portugués proferidos —quién sabe cómo, gracias a qué efecto milagroso— por seres redondos y de color marrón, trepados en lo alto de las palmeras que les dan protección y cobijo:

—¡La paz sea contigo! ¡Bienvenido! ¡Que Dios te dé una feliz estancia en nuestra casa! ¿Quieres orar o cantar con nosotros?

Una vez que ha pasado el susto, sin embargo —sólo a muy pocas personas les pasa realmente como a Velho Cabral y deben ser llevadas al hospital más cercano, en la isla de Flores—, los cocos de Árvore de Palma se revelan como individuos sumamente amables e inofensivos, resignados a que se les perciba como fenómenos de la naturaleza pero siempre dispuestos a dar la otra mejilla y aguantar las bromas ocasionales o incluso los comentarios hirientes.

—Nos ha ido peor en otras épocas —me cuenta, con serenidad, el coco llamado Mateo Gonçalvez, quien es el portavoz de la comunidad y habita la cuarta palmera, contando desde el extremo sur de la isla, en compañía de otros seis—.

Además de que siempre terminamos sufriendo como cualquier cristiano, la muerte, la enfermedad, las caídas, hemos pasado por periodos de martirio. Y muchos: el último fue en 1983, cuando un barco japonés se detuvo aquí y ochenta y siete hermanos fueron comidos. Pero los mansos heredarán la Tierra, como dice el evangelio. Rezamos por nuestros muertos y por sus victimarios.

Y además —agrega—, ¿hemos de sufrir en esta época de alegría? ¡Va a ser Navidad! Es la hora del perdón y la reconciliación entre todos los de buena voluntad... y se oyen las voces de asentimiento de los otros cocos de la palmera, que apoyan mansamente a su amigo, y aun las de cocos más remotos.

Como la Iglesia no ha decidido aún si acepta la existencia de esta grey, en virtud de que no está compuesta por seres humanos, no puede haber sacerdotes entre ellos. "Siempre que puedo y por piedad cristiana", según explica, el cura Eugénio Leal viene en su lancha desde la isla de Corvo, de apenas 300 habitantes, y administra los sacramentos en la medida de lo posible (por ejemplo, como los cocos no tienen boca, el padre Leal ha debido cambiar la comunión por rociamientos de agua bendita, que dispara desde el suelo con una pistola de agua). Con todo, la fiesta de la Navidad es en efecto una de gran alegría, a la que contribuyen los diez o doce miembros de la Sociedad de Amigos de Árvore de Palma, casi todos hombres y mujeres de mediana edad provenientes de Corvo y Flores.

Éstos, a veces solos y otras en compañía de algunos familiares, arriban el día de Nochebuena e instalan un pequeño campamento; los cocos los reciben alegremente, y durante todo el día conversan y cantan. Al acercarse la noche, los de la Sociedad sacan un pequeño generador eléctrico que funciona a base de gasolina y conectan a él largas tiras de luces navideñas, que luego van tendiendo, con gran cuidado, de una palmera a otra, hasta que la isla entera se llena de luces como estrellas de muchos colores, titilando en medio de los ruidos del mar y el silencio del verdadero cielo.

Toda la noche la pasan entre músicas y oraciones, hasta que amanece y los cocos reciben sencillos regalos: lecturas de la Biblia o de otros libros seleccionados por el padre Leal, pequeñas dosis de fertilizante, una limpieza general de su tierra. Milagrosamente, nunca un coco se ha caído mientras tienen lugar estas celebraciones, y si hay alguno tirado y roto, de los días o semanas anteriores, se le recoge con gravedad pero sin llantos y se le da sepultura cristiana y discreta.

Ahora que tuve la oportunidad de acompañar hasta la isla a la Sociedad de Amigos de Arvore de Palma, hubo —por otra parte— algo más de preocupación que en navidades anteriores. Se habló del mal estado del mundo en general y de las Azores en particular. Se contó —con discreción— del terrorismo y las demás conmociones de nuestra época.

Los cocos escucharon con gravedad y sin hacer comentarios la noticia de que algún político local, presuntamente en aras del progreso ("pero seguro que es porque algo le van a pagar", comentó alguien amargamente), ha propuesto que en Árvore de Palma se coloque alguna industria, o un muelle y servicios para barcos en tránsito, "cualquier cosa", dicen que dijo, para que la pequeña isla no sea más un territorio ocioso y sin provecho.

Si hubo lamentos, por otra parte, con la noticia de que Isabel, la hija mayor de uno de los miembros de la Sociedad, no sólo no estaba aquí este año, cuando si había venido en otros anteriores, sino que probablemente no volvería jamás, pues se había mudado a Lisboa a probar suerte con su flamante esposo, del que está perdidamente enamorada.

—Qué pena —se lamentó Lúcia Sousa, otra de los cocos, tercera habitante de la primera palmera desde el extremo sur—. Era bueno ver cómo crecía.

—Y la gente joven llega a venir pero no se une a ustedes observó Fernando Baessa, primer coco de la quinta palmera.

Este comentario ensombrece todavía más los ánimos, y todos quedamos en silencio. Pero, después de un momento, habla el coco Mateo:

—Las luces que han puesto este año son muy bonitas —dice.

Y todos nos empeñamos en asentir, sí, las luces se ven muy lindas, y el rumor de las olas es agradable y majestuoso como siempre, y todas estas buenas personas están aquí ahora, deseosas de que sus amigos pasen un buen rato, y además los designios del Señor tienen que ser inescrutables, y tienen que guardar en el futuro las recompensas para la bondad y la ternura.

Así se aclara otra vez el ánimo, al concentrarse en lo que existe todavía y es parte del presente.

El 25 por la tarde —en ciertos años se han quedado incluso aún más tiempo—, los miembros de la Sociedad se marchan de Arvore de Palma con el corazón alegre, y yo me voy con ellos, mientras nos rodean amables despedidas:

—¡Vuelvan pronto! ¡Gracias por todo! ¡Feliz año nuevo! —que poco a poco se pierden entre el rumor de las olas.

Justo al final, mientras los miembros de la Sociedad de Amigos empiezan a cansarse de seguir agitando las manos, pues ya estamos lejos, se alcanza a escuchar, traída por el viento desde la isla, la despedida del dulce Mateo:

—¡Feliz Navidad, aires amables, mucha agua dulce y que nunca se caigan! ¡Y Feliz Año Nuevo!

Una angelical tarjeta navideña

Ana Clavel

No pretendo convencer a nadie al decir que busqué consumar en las Violetas —esas muñecas adolescentes que diseñé con mi socio y cómplice Klaus Wagner— una pasión que me abrazaba las entrañas, en vez de dirigirla hacia el objeto real que la despertó tan despiadadamente. Tampoco que, a mi modo, creía ayudar a otros a salvarse.

"El deseo nunca muere... Antes bien, nos morimos nosotros...", me escribió una vez Horacio Hernández, el creador de las Hortensias, aquellas muñecas gynoides de los años cincuenta calificadas por la prensa mojigata de la época como "nueva falsificación del pecado original". Entonces, Horacio Hernández, adelantándose a mis pensamientos, prosiguió: "Aunque no nos atrevamos a decirlo, toda pasión tiene un origen y un nombre cercanos. A veces, al imaginar la dulzura de sus pequeñas insolentes, me he preguntado cuales pudieron ser los suyos. Por supuesto, sé desde siempre que su único nombre verdadero —ese que le pertenece a cada quien más allá de la confusión y la apariencia— es justamente Violeta. La irremediable violada. ¿Verdad que no me equivoco?"

A Klaus, a quien le había compartido a cuentagotas la información sobre H. H. y las Hortensias, le parecía extraña la costumbre epistolar del uruguayo que cada dos o tres semanas me hacia llegar correspondencia o paquetes. "Ya ni tu hija te escribe tanto", sentenció aquella noche, víspera de Nochebuena, mientras merodeaba en torno a mi escritorio, expectante por saber si le dejaría echar un vistazo al interior de la pequeña caja recién llegada como un inusitado regalo navideño. Era cierto, desde que Violeta había decidido cursar su especialidad en diseño de paisajes en la universidad de Manchester, eran contadas las ocasiones en que recibía una carta o una llamada suyas. La verdad es que no las echaba mucho de menos: mejor que la distancia entre nosotros se acentuara con la falta de un contacto que, de alguna manera oscura, ella también consideraba una huella ominosa. Pero, además, era cierto lo otro: que H. H. persistía en mantener una comunicación conmigo por más que mis respuestas fueran reticentes. Me decidí a abrir el paquete frente a Klaus, tal vez porque quería mostrarle que mi confianza en él seguía siendo inquebrantable. En el interior había un estuche de piel, de los que se usan para albergar una joya del tipo collar o gargantilla. Al deslizar el discreto seguro, surgió ante mi una hoja blanca con la mecanografía usual de H. H. y aquella frase sibilina que hablaba de la inmortalidad de los deseos.

Más abajo, descansaba un pequeño saco de terciopelo encarnado donde encontré una postal de tonos sepia. Apenas sacarla y el rostro entrevisto en su superficie consiguió cegarme por completo. Para cuando pude reponerme, ya la mirada azul de Klaus había incidido en la tarjeta y ahora procedía a disectarme.

—Pero, ¿es que acaso tú le has hablado de... ella? —me inquirió con un titubeo final.

Negué rotundo con la cabeza.

—Entonces, ¿cómo pudo saber de tu hija? —dijo alejándose con pasos crispados del escritorio—. Este hombre está rematadamente loco... Pero entonces, te vigila, nos vigila, ¿o cómo explicarlo? —continuó Klaus enfebrecido.

—No lo sé, no lo sé… —alcancé a balbucear mientras intentaba apaciguar la revoltura de mis propias aguas.

Regresé entonces a la postal de tonos sepia. Era el retrato de una niña casi adolescente sentada en posición de loto, cuyo cuerpo desnudo estaba cubierto en parte por un capullo blanco de plumas diminutas, pegadas al papel con el cuidado minucioso de un artesano experto. No me atreví a hacerlo teniendo a Klaus a la vista, pero era evidente que si uno soplaba sobre las plumas conseguiría apartarlas lo suficiente para contemplar la flor abierta de esa inocencia sin par. Recordaba haber visto una imagen semejante en una película de cine de arte alemán pero en aquélla eran las piernas de una corista las que se ponían al descubierto cuando un grupo de estudiantes probaba a soplar sus anhelos sobre la tarjeta. El Ángel azul, se llamaba la cinta pero no lo recordaría sino hasta después, cuando Klaus se hubiera marchado y yo, en solitario, probara a soplar mi pasión sobre aquel otro ángel pubescente, tan parecida a mi hija Violeta cuando tenía doce años que sólo por el estilo del maquillaje para realzar la profundidad de la mirada y el peinado a la moda de los veintes, podía uno imaginar que se trataba de una modelo diferente, posando para un souvenir erótico antiguo.

—No puede ser más que una coincidencia —dije por fin a Klaus que continuaba mirándome inquisitivamente—.

A las claras se ve que es una postal vieja.

—Ajá... Y también puede ser una coincidencia fabricada. ¿O vas a decirme que se trata de una angelical tarjeta navideña?

—Pero, Klaus... H. H. es un anciano. ¿Con qué finalidad fabricaría una coincidencia así? ¿Además, cómo va a conocernos a mí y, ya no digamos a la Violeta actual, sino a la que fue ella de niña?

Klaus echó un largo vistazo a la tarjeta, en la que palpitaban la dulzura de la chica y las plumas blancas por igual —inusual ángel de secreta mirada purpúrea—, a la espera de una respiración que las colmara de deseo. Sin atreverse a mirarla más de cerca, sentenció con la transparencia de esa mirada suya que era una navaja premonitoria:

—Eso es precisamente lo que debería preocuparte.

Pero preocuparme fue precisamente lo que no hice, obnubilado por este regalo de Navidad que así me precipitaba y condenaba sin remedio al Paraíso.

El wili

Ana García Bergua

Tuvieron que remendar el traje de peluche del año pasado y hacerle unas pinzas porque Ismael había adelgazado y ni con la botarga lo lograba llenar. Y eso que embutieron en la botarga unas chamarras y hasta bolsas de supermercado para que se viera más panzón. Cuando él y su mujer llegaron a la Alameda aquella tarde, ya eran las ocho de la noche y largas filas de niños esperaban turno frente a los templetes decorados con pinos, montañas nevadas y estrellas de diamantina.

Órale Ismael, le gritó el cuñado que había estado apartando el lugar, una plataforma estrecha y sucia, asfixiada por una jardinera pelada y pisoteada y un basurero rebosante de fruta podrida, lejos de las fuentes, las estatuas y los caminitos de baldosas. Apúrate, ya casi nos lo quitan. Ismael se subió al tablado con dificultad: la vieja botarga pesaba y las barbas le daban comezón; para colmo, hacia un calor horrible, como si estuvieran en mayo. Pero ya era diciembre, otra vez diciembre; había tardado en llegar, luego de un año de pasarlas negras y sin un clavo, haciéndola de payaso o bailando con botargas afuera de las farmacias para medio salir de gastos.

Se acomodó en el trono de utilería, dijo un "jo, jo, jo" que sonó a tos y echó una rápida ojeada a su alrededor.