Ensayos - Inés Arredondo - E-Book

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Inés Arredondo

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Beschreibung

Junto a los Cuentos completos, publicados en 2011, estos Ensayos complementan la obra completa de Inés Arredondo. Aquí se compilan los textos que la destacada cuentista mexicana escribió sobre la obra de Jorge Cuesta aunados a la totalidad de sus reseñas y Ensayos críticos, que, a pesar de su originalidad y riqueza, han contado con poca difusión. El resultado es un excelente acercamiento a la vertiente crítica de la consagrada narradora, colmada de Ensayos indispensables en la literatura mexicana.

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Ensayos

Inés Arredondo

Selección y prólogo de Claudia Albarrán

Primera edición, 2012 Primera edición electrónica, 2012

D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1080-5

Hecho en México - Made in Mexico

Acerca de la autora

Inés Arredondo (Culiacán, 1928–Ciudad de México, 1989) estudió filosofía y letras hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Si bien ha sido ampliamente reconocida por su obra narrativa, escribió también diversas reseñas y ensayos de crítica literaria en revistas y suplementos culturales de México. Fue coordinadora y profesora de literatura en el Colegio de Ciencias y Humanidades, y trabajó también en la Biblioteca Nacional y en la Escuela de Teatro de Bellas Artes. En 1957 publicó su primer cuento, “El membrillo”, en la Revista de la Universidad, y colaboraba en la Revista Mexicana de Literatura, donde se publicaron varios de sus cuentos. En 1961 recibió una beca del Centro Mexicano de Escritores y poco después trabajó como miembro de la mesa de redacción de la Revista Mexicana de Literatura hasta su fin en 1965, año en que publicó su primer tomo de cuentos, La señal. En 1979 se publicó su segundo libro,Río subterráneo, que le valió el Premio Xavier Villaurrutia. Además de estas publicaciones, destacan también Acercamiento a Jorge Cuesta (1982), Opus 123 (1983) y Los espejos (1988). En 2011 el FCE publicó sus Cuentos completos, volumen que se complementa con la aparición de estos Ensayos.

Índice

Inés Arredondo: en los límites de la llama, por Claudia Albarrán

Frente al espejo

Inés Arredondo: un mundo más profundo y verdadero

La verdad o el presentimiento de la verdad

Autobiografía

Eldorado, Sinaloa

La cocina del escritor

Reseñas

El Bordo

Una  de las tragedias de Méxicoy una tragedia mexicana

El precio de un libro y otros textos

Diálogo entre el amor y un viejo

Relaciones de la Nueva España

Revista de Bellas Artes [núm. 1, 1965]

Virgilio, la Eneida

Revista de la Universidad de México [vol. XIX, núm. 10, 1965]

Tientos y diferencias

Mester

Cuadrivio, ensayos de Octavio Paz

Revista de la Universidad de México [ago.-sep., 1965]

El Corno Emplumado /Horizontes

Diálogos [vol. I, núm. 6, 1965]

Cuadernos del Viento [núms. 52-53, 1965]

10 años de la Revista Mexicana de Literatura

Parva/OPIC

Revista de Bellas Artes [núm. 5, 1966]

El Corno Emplumado/ Cuadernos del Viento [núms. 54-56, 1965]

Revista de la Universidad [enero de 1966]

Revista de Bellas Artes [núm. 6, 1965]

Diálogos [vol. 2, núm. 2, 1966]

Diálogos [vol. 2, núm. 3, 1966]

Cruce de caminos, ensayos de Juan García Ponce

La lechuza ciega

Las furias, de Guido Piovene

Ensayos

La concepción de la tierra en el Canto general

Apuntes para una biografía

Jorge Cuesta ensayista somete su inteligencia al rigor

Acercamiento a Jorge Cuesta

Apéndice

En los límites de la llama (traducción)

Hemerografía de Inés Arredondo

INÉS ARREDONDO:EN LOS LÍMITESDE LA LLAMA

por CLAUDIA ALBARRÁN

1

No he encontrado mejor nombre para bautizar estas páginas que “En los límites de la llama”. Primero, porque nuestra percepción, de por sí magnífica, de la Inés Arredondo cuentista, no puede más que enriquecerse con la lectura de estos textos recién desempolvados que —gracias a la iniciativa del Fondo de Cultura Económica— hoy al fin se iluminan, sobre todo si los acercamos a la luz que emana de tan magistral obra narrativa. La llama irrumpe a mitad de la oscuridad y la desvela. Otorga vida y da tonalidad al espacio que antes ocupaban las tinieblas. Descubre los rincones sombríos, los aclara, les da existencia y los define. Durante la noche, la llama es presencia, fuerza pura enfundada en una debilidad aparente. Llama(ra)da de atención que desnuda, que descubre, que fuerza a leer, que nos obliga a mirar —quizá por primera vez—, pero siempre desafiando a la ceguera.

Segundo, porque la imagen simboliza el riesgo que hubieran corrido estos papeles de no haber sido rescatados a tiempo. Porque la llama también es amenaza. Porque su insípido fuego anuncia pérdidas, presagia incendios, invoca catástrofes. Porque se crece en la noche y extiende sus dominios sobre la oscuridad, que tiembla ante la cercanía de sus fronteras. La candente luz que conforma la llama nos llama a atisbar sus contornos, a permanecer atentos, a una distancia prudente, siempre un poco más allá o un poco más acá de sus límites.

Porque aniquila en la calidez de su abrazo, porque consume al tocarla, la llama es, pues, incendio puro en su doble sentido: vida y muerte, descubrimiento y advertencia, alumbramiento y provocación.

2

Borró su segundo nombre (Amelia) y tachó su primer apellido (Camelo) para honrar al abuelo Francisco, prolongando, con ello, la ascendencia de su madre, que era hija única. Cumplió con honores la educación primaria, arrebatándole a sus compañeras del colegio Montferrant las medallas y los méritos académicos. Declamó y actuó desde niña en los eventos más prestigiosos de Sinaloa, memorizando poemas completos que salpimentó con ademanes y gestos teatrales que repasaba día a día bajo la mirada vigilante de su madre. Renegó del bullicio de su casa, rebosante de hermanos, porque interrumpían su silencio y le impedían concentrarse en la lectura. Encontró refugio en Eldorado, una hacienda azucarera venida a menos para entonces, pero en la que solía pasar las vacaciones, cobijada por las historias de apogeo que Papá Pancho recreaba por las noches y que ella mitificó en sus cuentos como una única manera, entre otras posibles, de reinventar su historia y trazar las líneas de su destino personal.

Asistió secretamente a la Universidad Autónoma de Sinaloa mientras sus amigas intercambiaban besos y raspados con los adolescentes de Culiacán. Ante la oposición de sus padres de que viviera lejos de casa, encontró el apoyo firme y el financiamiento seguro de Papá Pancho para vivir en Guadalajara mientras continuaba sus estudios. En las casas de huéspedes que ocupó durante los años en los que estudió la preparatoria, olió la soledad y comprendió que había un mundo más doloroso, pero también más profundo y verdadero, que contrastaba con la realidad fingida que había comenzado a intuir durante su infancia, cuando devoraba la serie de volúmenes de la colección Austral.

Con el piloto Juan Manuel López sostuvo una larga relación y por primera vez supo que podía ser amada, adorada; que dejarse querer no es un pecado, aunque una corra el riesgo de volverse diosa. Recorrió las calles de Culiacán de la mano de ese novio, orgullosamente enfundada en un traje de piloto: cabeza erguida, mirada dirigida hacia el cielo, lentes de aviador colocados sobre la frente, casaca condecorada en el pecho. Pero no estaba satisfecha…

Dudó. Lloró. Rumió calladamente sus inseguridades. Se rebeló contra las enseñanzas de las monjas del colegio y dejó de asistir a la misa diaria. Perdió la timidez y la vergüenza, y de nuevo consiguió que se cumpliera su deseo de vivir y estudiar fuera de Culiacán para radicar en la ciudad de México. Ingresó a la licenciatura de filosofía en la UNAM en 1947, en donde leyó a los existencialistas y convivió con los exiliados españoles. Un fuerte conflicto espiritual la empujó a abandonar la filosofía y a buscar otros caminos menos sinuosos, como el arte dramático, primero, y la biblioteconomía, después. Continuó tratando de espantar sus miedos, sus viejos fantasmas éticos y morales, e imposibilitada para seguir confiando en los valores tradicionales asistió decididamente y con fanática regularidad a exposiciones de pintura, a conciertos y a charlas sobre arte y literatura. Se inscribió, al fin, a la licenciatura en letras hispánicas, en donde conoció a sus mejores amigos, también escritores, que más tarde integrarían la llamada Generación de Medio Siglo: Juan García Ponce, Huberto Batis, Juan Vicente Melo y José de la Colina, entre otros, que la admiraron por su inteligencia, por su mirada profunda y por sus frondosas piernas, desde luego.

Al cabo de un tiempo, perdió la fe, pero encontró la compañía del poeta Tomás Segovia, quien se volvió su interlocutor, su promotor literario y su primer esposo. Con él tuvo cuatro hijos: Inés, José, Ana y Francisco. Comenzó a escribir azarosamente, tras la muerte de su segundo hijo, recién nacido. Ella lo contó así:

Creo que puedo precisar más o menos el momento en que comencé a escribir: mi segundo hijo había muerto, pequeñito, y por más que esto entristeciera a todos, mi dolor era mío únicamente. Sólo yo sentía mis entrañas vacías, únicamente a mí me chorreaba la leche de los pechos repletos de ella. Mi estado psicológico no era normal: entre el mundo y yo había como un cristal que apenas me permitía hacer las cosas más rutinarias y atender, como de muy lejos, a mi pequeña hija Inés. Era algo más grave que el dolor y el estupor del primer momento. Yo estaba francamente mal. Para abstraerme, que no para distraerme, me puse a traducir, con mucha dificultad, creo que un cuento de Flaubert, y de pronto me encontré a mí misma escribiendo otra cosa que no tenía que ver con la traducción.

Publicó sus primeros cuentos y reseñas en Universidad de México y en Revista Mexicana de Literatura. Obtuvo una beca del Centro Mexicano de Escritores de 1961 a 1962, otra de la Fairfield Foundation en Nueva York (1962) y vivió un tiempo en Montevideo, en un intento por superar sus problemas matrimoniales. Regresó a México ya separada, con los tres niños a cuestas, y tuvo que emplearse en infinidad de trabajos menores que apenas le dejaban tiempo para escribir. Se casó por segunda vez en 1972 con el médico Carlos Ruiz, quien desde entonces y hasta su muerte sería su guardián de cabecera.

A lo largo de su vida, Inés sufrió agudas crisis que la llevaron dos veces al psiquiátrico, además de siete cirugías: cinco de columna, otra provocada por una oclusión intestinal y una más leve, a causa de un problema ocular. Pasó sus últimos años recluida, deambulando entre la habitación y la sala de su departamento, oscilando entre la lucidez y la confusión, siempre sostenida por analgésicos y por antidepresivos. Murió en la ciudad de México el 2 de noviembre de 1989, tibia y silenciosa, recostada en su cama, mientras miraba una película del canal 11 en la televisión.

Escribió tres libros de cuentos —La señal, 1965; Río subterráneo, 1979, con el que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, y Los espejos, 1988—, el relato para niños titulado Historia verdadera de una princesa (1984), un conjunto de textos autobiográficos, una serie de reseñas sobre libros, teatro y revistas literarias, y un puñado de ensayos; uno de ellos, extenso y brillante, dedicado al poeta Jorge Cuesta.

Trabajó cada uno de sus cuentos palabra por palabra, línea tras línea, con el cuidado y la humildad de un artesano. Los tachó, los reescribió, los dejó reposar meses, incluso años, para volver a leerlos, a tacharlos, a reescribirlos todas las veces que consideró necesarias, hurgando siempre en el significado de las palabras para obligarlas a decir lo que no estaban acostumbradas a decir.

En los años más duros, cuando su cuerpo se volvió casi un estorbo, dejó la máquina de escribir y se aferró a una tablilla de madera sobre la que colocaba las hojas de papel revolución en las que garabateaba pausadamente las historias de sus relatos, las frases de sus reseñas o de sus ensayos, que Carlos Ruiz, su hija Ana o alguna amiga transcribían más tarde para que ella pudiera leerlas y enmendarlas, leerlas y enmendarlas, leerlas y enmendarlas, en un ejercicio permanente, de obsesiva pulcritud y perfección.

Abordó temas prohibidos para las letras mexicanas de entonces, como el incesto, el aborto, la homosexualidad, la demencia, el amor destructivo de la pasión, el triángulo amoroso, el vampirismo, el voyeurismo, la contaminación por el mal, la orfandad originaria, y el autosacrificio, sobre todo. Entre la somnolencia y los escasos ratos de vigilia que marcaron varios momentos de su vida, siempre consiguió reponerse, desplegando en sus relatos un mundo adolorido que no le era ajeno; un universo de seres solitarios, desprotegidos, descascarados, despostillados, enfermos, mutilados, maltrechos, que pululan —a veces puros, a veces contaminados; a veces santificados, a veces endemoniados— por el mapa de ese Eldorado que le sirvió de escenario para sus historias y que ella construyó árbol por árbol, sombra tras sombra, camino por camino, sabiéndose creadora de un nuevo, aunque terrible Edén: una metáfora sobre el origen y la caída, un espacio mítico en el que extrañamente coinciden el paraíso, el purgatorio y el infierno.

Inés Arredondo supo que crear era cosa de locos y, no obstante, se abandonó furiosamente a la creación literaria porque sabía que sólo allí encontraría la paz de la razón. Entregada al difícil juego de reconstruirse a través del lenguaje, produjo algunas de las mejores páginas que hayan podido escribirse en nuestras letras. Cuentos terribles por su excesiva perfección. Textos diversos —siempre punzantes y sinceros— escritos al borde del precipicio, que producen vértigo al tiempo que seducen, que iluminan hasta enceguecer. El mejor reconocimiento que podemos hacer a esta extraordinaria escritora universal es leerla hoy, mañana, siempre.

3

En el contexto de la Generación de Medio Siglo y, más específicamente, como miembro activo del grupo que, durante la década de los sesenta, se reunió en torno a la Revista Mexicana de Literatura y a Casa del Lago, Inés participó con cierta regularidad en varias revistas y suplementos culturales de México en los que dejó sueltos una serie de textos, como autobiografías, reseñas de libros, de revistas y de teatro, además de algunos ensayos. Su labor como crítica y promotora cultural (hoy poco conocida o incluso desconocida para muchos) respondía, es verdad, a un interés generacional y de grupo: reflexionar, analizar y criticar tanto las obras clásicas que habían marcado el rumbo de la literatura universal como los textos recientes de escritores jóvenes o ya consagrados que aparecían día con día por aquellos años para conocerlos y darlos a conocer al público, pero, sobre todo, para compararlos y publicarlos junto con sus propios trabajos de creación.

Sólo basta hojear las páginas de los suplementos y de las revistas de la década —como Universidad de México, por citar un ejemplo concreto— para descubrir la frecuencia con la que Inés colaboró en ellos junto con sus amigos de generación, especialmente entre 1960 y 1966, pero también años después. Así, Juan García Ponce (quien en Universidad de México también utilizaba el seudónimo Jorge del Olmo) se dedicó durante varios años a la crítica de artes plásticas; José de la Colina se ocupó de los comentarios de cine; Juan Vicente Melo colaboró regularmente en las secciones de música y danza, y Tomás Segovia, junto con los escritores nombrados, publicó notas y críticas literarias en la entonces famosa sección “Los libros abiertos”. Varios de los textos de Inés Arredondo, reunidos hoy por primera vez en este volumen, pertenecen también a la sección “Reseña de revistas” de Universidad de México, y otros más vieron la luz, de manera paralela, en la citada Revista Mexicana de Literatura, en la Revista de Bellas Artes y en La Cultura en México (suplemento cultural de la revista Siempre!), entre otras.

Pero el trabajo como reseñista y crítica que Inés Arredondo llevó a cabo en estas publicaciones no sólo respondía a un impulso generacional. También nació de una inquietud y de un interés personal por consolidar su oficio. Como el lector podrá comprobar al leer el presente volumen, en sus textos, redactados a propósito de un libro o de una puesta en escena, por ejemplo, ella suele asumir una posición franca y reflexiva ante lo que lee o comenta, como si, en el fondo, al juzgar los trabajos de los demás, no quisiera sino evaluarse ella misma como escritora para sacar de esas lecturas analizadas una “lección” y una postura individual, básicamente estética, que pudiera nutrirla de nuevas experiencias para aplicarlas más tarde a sus propios ejercicios narrativos.

Y es que, si bien en el medio literario el trabajo cotidiano como reseñista comúnmente es considerado un ejercicio “menor”, que apenas se valora por el automatismo que implica redactar un texto semanal o mensual o por el sueldo fijo que representa colaborar con regularidad en alguna publicación, el contacto frecuente con otros autores y con otras obras es el que le da al escritor una disciplina que normalmente consolida su oficio. Inés lo sabía, de allí que escribiera:

Sentir que lo han comprendido a uno, que el mensaje ha llegado, es uno de los placeres más grandes que puede haber. E imaginar que por una nota periodística, por una traducción, por un disco de Voz Viva de México, habrá más interesados en un autor causa siempre una sensación muy especial. Aun la crítica negativa puede transformarse en positiva si está hecha con buena fe (cosa rara). Además, hacer crítica, o una investigación, una monografía sobre alguien a quien se ama, es otro placer que sólo el que lo ha hecho puede decir cuánto disfrute produce. Yo investigué sobre Gilberto Owen y puedo decirlo […] Y lo bueno de estos intentos de acercamiento a escritores amados [es que] son contagiosos. Yo recuerdo que, cuando hacía mis investigaciones y no hablaba de otra cosa que de cada una de mis víctimas, mis amigos, mis conocidos, también se interesaban en el tema y, si ello era posible, me ayudaban a hacer contactos para obtener más material.

En esas investigaciones he descubierto que sí, que el autor nace, pero también se hace.

Los textos aquí compilados no fueron escritos a destajo o por salir de un compromiso y, si bien le dieron a Inés Arredondo un cierto desahogo económico (publicar con cierta asiduidad siempre significa un ingreso extra), ella nunca permitió restricciones en sus comentarios ni imposiciones respecto a la calidad o al valor de tal autor o de tal libro. Si echamos un rápido vistazo a la hemerografía que acompaña a este volumen, veremos que, a excepción de los escritos que ella publicó en la sección “Reseña de revistas” del suplemento cultural de Siempre! (en donde comenzó a colaborar, primero esporádicamente, desde junio de 1965, y con mayor regularidad desde octubre de ese año), Inés no publicaba con una periodicidad fija, lo cual suele favorecer al reseñista porque no carga con la única responsabilidad y con el desgaste que conlleva escribir y cumplir día tras día con su sección, pese a todo.

Recordemos también que Inés siempre fue una lectora voraz y sabía que “un escritor nace pero tiene que formarse arduamente, y cuanto mayor sea su órbita del conocimiento tendrá más herramientas para torturar a los demás. Porque la literatura más excelsa es siempre una exquisita y gozosa tortura. Para ambos, para escritor y lector”. De hecho, por la gama de autores que ella comenta, podríamos pensar que lo que en realidad hacía al reseñar y criticar una obra no era sino aprovechar algunas de sus lecturas para decantarlas en estos textos, ya sistematizadas y pasadas por el crisol de su inteligencia.

Y es que casi todos los escritos que integran este volumen parecen estar unidos por vasos comunicantes, por ideas y propuestas estéticas que fue haciendo propias, que circulan de un texto a otro y que van desgranándose aquí y allá, casi con cualquier pretexto, hasta constituir una suerte de “moral literaria”, una poética que ella logró consolidar, justamente, gracias a la lectura, al debate y a la confrontación con otros autores: “… en la escuela —escribió en una ocasión— se aprenden las bases de la preceptiva, pero la propia, la personal, se forma leyendo y discutiendo con otros lo leído”. Y una manera de hacerlo era, precisamente, colaborar con varias publicaciones de forma constante.

Es necesario precisar, a riesgo de caer en una obviedad, que los textos aquí recogidos no constituyen un inventario exclusivo de lecturas de Inés Arredondo. Ella leyó a muchos más escritores que los reseñados, y varios de sus autores de cabecera no recibieron siquiera un comentario por escrito o una nota de su parte. Lo que sí nos ofrece este conjunto de textos es ampliar un poco más el panorama intelectual del México de entonces y, específicamente, conocer el papel que desempeñó esta generación de escritores en nuestro ámbito cultural, así como definir, con mucho mayor detalle y precisión, la postura literaria que Inés Arredondo asumió frente a los autores que la acompañaron durante su formación. Aunque recordemos también, como ella dijo, que “las influencias son aparentes y a veces ni eso […] tenemos padres, primos, hermanos, pero no gemelos, a menos de que se trate de plagiarios, parte que envidio, pero no practico”.

En cuanto a los criterios que guiaron los gustos (y disgustos) que Inés Arredondo manifestó de manera franca en estos escritos —reseñar implica necesariamente emitir una valoración y un juicio, mostrar afinidades o diferencias respecto a una obra o un autor— basta decir, en sus propias palabras, que “… cuando no se posee la retórica hay que recurrir a la sinceridad. Fondo es forma, y para mí, cuanto más estrecha es la moral estética de una obra, ésta es mejor”.

4

Recoger en un volumen nuevo documentos “viejos”, que nacieron fechados y que, por lo mismo, surgieron en un contexto específico y en circunstancias concretas, siempre implica un riesgo. El lector de hoy no es el de ayer. Las noticias de antaño parecen no tener cabida en el presente. Los autores y las obras que entonces dejaron huella suelen prescribir por olvido, por ignorancia, por desinterés y hasta por negligencia. Y, sin embargo, no creo equivocarme al asegurar que esta recopilación de textos de Inés Arredondo encontrará en el lector varios motivos de celebración, ya sea desde la novedad, ya sea desde el redescubrimiento, ya sea desde la reivindicación o incluso por corregir una desatención histórica e injustificable, pero siempre en beneficio de la literatura. Como dijo Tomás Segovia en 1974 a propósito del caso Gilberto Owen, otro extraordinario escritor olvidado en su momento: “… unos cuantos no se resignan (no nos resignamos) a abandonarle una obra tan rica a algo tan idiota como la mala suerte o tan inadmisible como la pereza y la desidia. El desorden de nuestras letras, al igual que muchos otros de nuestros desórdenes, no es tan fatal como nos convendría creer, y nada nos obliga de veras a concebir, como solemos hacerlo típicamente, que esa desidia y esa mala suerte son una y la misma cosa”.

El presente volumen está organizado en tres secciones y un apéndice. En la primera, titulada “Frente al espejo”, se recogen cinco textos autobiográficos que Inés Arredondo escribió a lo largo de poco más de veinte años, siguiendo el orden de las fechas en las que fueron redactados. El primero, titulado “Inés Arredondo: un mundo más profundo y verdadero” (fechado en 1961, pero publicado en forma póstuma en 1997), es una carta-currículum enviada a Margaret Shedd —entonces directora del Centro Mexicano de Escritores— a modo de solicitud para obtener la beca. Si bien Inés escribió esta carta-currículum ex profeso para “convencer” a Shedd y a los miembros del consejo literario del Centro de que era la candidata ideal para obtener el apoyo, lo que sorprende es que no se haya contentado con entregar su historial académico (como hizo la mayoría de los becarios de esa promoción), sino que se haya detenido de modo tan puntual en algunos hechos significativos que hasta ese momento habían marcado su vida familiar e individual, al tiempo que describe situaciones que a veces se antojan demasiado íntimas como para ser incorporadas en un documento de naturaleza tan formal. El motivo que nos lleva a incluir esta carta-currículum en el presente volumen es que constituye el primer esfuerzo de Inés por definirse, por mirarse al espejo, mientras intenta (re)construir, también por primera vez, una identidad ante los otros.

Los siguientes dos textos autobiográficos (“La verdad o el presentimiento de la verdad” y “Autobiografía”) parecen haber sido escritos durante 1965, aunque el segundo, que se publicó póstumamente en 1985, esté fechado en 1966. Todo parece indicar que este segundo documento no es sino un boceto, un antecedente (aunque completado y acabado meses más tarde, de allí que lo haya publicado casi un año después) del primer texto autobiográfico escrito en 1965 para participar en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes durante el ciclo de conferencias “Narradores ante el público”. Si bien ambos textos tienen lazos comunes, las diferencias entre ellos son notables no sólo por su extensión, sino por la profundidad y la fuerza expresiva que adquiere “La verdad o el presentimiento de la verdad”, en la medida en que, en él, Inés Arredondo va más allá de la información anecdótica sobre su vida hasta constituir una suerte de manifiesto, una declaración de principios (vitales, familiares, estéticos, literarios, ideológicos). Por eso, esta autobiografía de 1965 es absolutamente esencial para comprender su “moral literaria”, así como para seguir las pautas que rigen toda su cuentística.

Los últimos textos que integran esta sección, titulados “Eldorado, Sinaloa” (1986) y “La cocina del escritor” (publicado póstumamente en 1997) no hacen sino completar y matizar la imagen que Inés tenía de su personalidad, de su entorno, de su trayectoria intelectual y de su obra. Son también piezas clave que, al sumarse al resto de sus ejercicios autobiográficos, nos permitirán comprender la complejísima y por momentos contradictoria figura que Arredondo se empeñó en retratar casi obsesivamente para dejarnos un testimonio de sí misma y de su mundo.

La segunda sección de este volumen está integrada por veintiséis reseñas que, básicamente, fueron recogidas de las siguientes fuentes: Revista Mexicana de Literatura, Universidad de México, La Cultura en México (suplemento cultural de la revista Siempre!), Revista de Bellas Artes y Sábado (suplemento cultural del periódico Unomásuno). Están ordenadas cronológicamente, según las fechas en las que se publicaron. Como ya señalé, están dedicadas a la crítica de libros, de revistas y de algunas obras teatrales que se llevaron a escena entonces y, por lo mismo, nos ofrecen un variado panorama de las novedades, las lecturas y los autores que marcaban el rumbo de la literatura de aquellos años. No quisiera expresar aquí mi predilección por alguna de ellas, pues considero que, si bien hay varias piezas medulares en las que Inés Arredondo hizo gala de sus dotes como crítica al apostar por autores que aún hoy siguen teniendo una enorme vigencia, lo importante es que el lector disfrute de este recorrido desde la primera hasta la última página porque ello le permitirá seguir la ruta intelectual y literaria de una de nuestras mejores escritoras.

Finalmente, la tercera sección está compuesta por apenas un puñado de ensayos escritos entre 1973 y 1980, dedicados a poetas: el primer ensayo es un análisis del Canto general de Pablo Neruda, a quien Arredondo siempre leyó y admiró; el segundo es una documentada investigación sobre la biografía de Gilberto Owen, escritor perteneciente al grupo de los Contemporáneos, con quien ella tenía varias afinidades (ambos nacieron en Sinaloa y los dos se sintieron contagiados por la misma curiosidad que los empujaría a abandonar su estado natal en busca de nuevas perspectivas) y por el que algunos escritores de la Generación de Medio Siglo sentían también una especial simpatía. Por último, tenemos dos ensayos sobre Jorge Cuesta: uno muy breve, escrito en 1965, pero que colocamos junto al segundo y más extenso texto que Inés escribió sobre él a lo largo de su vida, alterando por única vez el criterio cronológico que hasta ahora había guiado la organización de este volumen, para que el lector establezca por sí mismo una continuidad entre ambos textos y pueda constatar la profunda admiración que Inés Arredondo tuvo por Cuesta al dedicarle buena parte de su labor como ensayista. Las palabras de Inés sobre el significado que tuvo para ella elaborar este extenso trabajo de investigación lo dicen todo: “… tengo un libro sobre Jorge Cuesta que espero ver aparecer —quizá no demasiado pronto— que me dio la infinita satisfacción de tratar de penetrar una mente tan rigurosa y un espíritu tan alto como el de mi autor”.

No puedo concluir estas páginas sin antes agradecerle a mi hija Ana Pereira la paciencia y el invaluable apoyo que me brindó en la difícil tarea de revisar y recoger cada uno de los textos que integran este volumen de Inés Arredondo.

Ciudad de México, octubre de 2008

FRENTE AL ESPEJO

Inés Arredondo: un mundo más profundo y verdadero*

Eldorado fue creado, construido, árbol por árbol y sombra tras sombra. Dos hombres locos, padre e hijo, en dos generaciones, inventaron un paisaje, un pueblo y una manera de vivir. Mi abuelo fue cómplice de los dos, y trazó y sembró con sus manos las huertas que yo creí que habían estado allí siempre.

Seguí con los ojos verdaderos en Eldorado, donde el estilo de vivir se iba inventando día a día.

INÉS ARREDONDO

Nací el 20 de marzo de 1928 en Culiacán, Sinaloa, México, hija de padres mexicanos. Mi nombre completo es Inés Amelia Camelo Arredondo, pero mis trabajos literarios los firmo como Inés Arredondo.

Estudié los ciclos primario y secundario en el Colegio Montferrant de Culiacán. Durante la época en que estudiaba la secundaria adquirí la costumbre de la lectura y mis inquietudes y necesidades encontraron los planteamientos y sobre todo el clima adecuado en un autor: Miguel de Unamuno. Por esa época pasé una larga temporada en la ciudad de México. Vi la Exposición de pintura francesa contemporánea, el Ballet de Montecarlo, fui a los conciertos y me convencí de que había un mundo diferente al de las apariencias, un mundo más profundo y verdadero que yo quería conocer. Bolívar, Leonardo, Beethoven, santa Teresa, García Lorca y la poesía medieval española representan intereses vivos aún en mí y han servido de arranque a otros nuevos, pero hubo otro demonio mayor que con Unamuno vino a representar las cosas más profundas e inquietantes de mi adolescencia: José Clemente Orozco.

Con cierta dificultad logré que me enviaran a estudiar la preparatoria a Guadalajara y cursé el bachillerato en ciencias políticas y sociales en el Colegio Aquiles Serdán. Una profunda crisis religiosa polarizó por aquella época mi atención.

Creyendo que en la filosofía encontraría solución a mis dudas, conseguí, tras muchos esfuerzos, que me mandaran a esta ciudad de México a estudiar. Me inscribí en el primer año de la carrera de filosofía en la UNAM y lo cursé con buenas calificaciones y una mención honorífica en ética. Pero no encontré solución, antes al contrario, se agravaron mis problemas personales, así que pedí mi cambio a la carrera de letras y en 1950 obtuve todos los créditos necesarios para optar al grado de maestro en lengua y literatura españolas.

El conocimiento de los presocráticos, Nietzsche, la existencia y distinción de los dos mundos representados por lo apolíneo y lo dionisiaco, Dionisos y nuestra liga con el Oriente, fueron revelaciones importantísimas para mí.

Por aquella época me sorprendió mucho el gusto que encontré en leer a los clásicos de la lengua española, a quienes durante mi adolescencia apenas podía soportar. Lope y Góngora me sirvieron y ayudaron. Poco después leí La montañamágica y DoctorFaustus, libros definitivos en mi formación.

También me interesé por la literatura mexicana, y esto originó que una vez terminados los estudios obligatorios empezara a preparar una tesis que tenía como tema “Las ideas sociales en el teatro mexicano contemporáneo (1901-1950)” bajo la dirección de José Rojas Garcidueñas. Por supuesto que la tesis era de investigación y bastante académica, pero yo quise saber más exactamente qué era eso del teatro. Así, empecé a llevar las materias que para la carrera de teatro existen en la Facultad de Filosofía y Letras, escribí dos obras en un acto para la clase de Rodolfo Usigli y terminé por ser actriz del TEA (Teatro Estudiantil Autónomo) que dirigía Xavier Rojas; con él representé Abre losojos Irene de Jorge Villaseñor, La mujer legítima de Xavier Villaurrutia y ensayé La hermosa gente de Saroyan; también con el TEA hice una gira por el Bajío. Fundamental para mí fue entonces el conocimiento y estudio de la tragedia griega.

Al mismo tiempo hacía el año de servicio escolar que pedía la Secretaría de Educación Pública como suplente de español superior en la Preparatoria núm. 2 de la UNAM y trabajaba en el despacho del doctor Manuel Germán Parra.

De la tesis llegué a escribir el borrador para dos capítulos, pero no la presenté porque una úlcera duodenal me obligó a regresar a mi casa.

En 1951 y 1952 dirigí el Teatro Estudiantil Universitario de Sinaloa, en la ciudad de Culiacán, y en esa misma universidad di cursillos sobre la historia del teatro, crítica literaria (aplicada al teatro) y tres conferencias sobre la tragedia griega. Entre las obras que pusimos la que tuvo más éxito fue Mediotono de Rodolfo Usigli. Posteriormente y en ocasiones diversas he servido en la misma universidad algunas materias como literatura perceptiva, historia de la literatura española e historia de la literatura mexicana.

A fines de 1952 regresé a la ciudad de México y empecé a trabajar como clasificador en el departamento de literatura de la Biblioteca Nacional, en la que permanecí hasta 1954. En 1953, en la Facultad de Filosofía y Letras, llevé un curso intensivo de biblioteconomía.

A principios de 1953 me casé y ese mismo año nació mi primera hija. Ahora tengo tres hijos.

Por necesidades económicas trabajé como encargada de una papelería de 1956 a fines de 1957, fecha en la que me hice cargo de una tienda de artículos para señora, en la cual estuve trabajando hasta 1960.

En 1956 sustituí a Emilio Carballido en su clase de historia del arte de la Escuela de Arte Dramático del INBA y en 1958 hice biografías para la serie “Forjadores del mundo moderno” de la editorial Grijalbo. Por esa época leía a los cuentistas y novelistas italianos, sobre todo a Moravia, Piovene y Pavese, que han tenido gran influencia sobre mí.

A principios de 1960 me encargaron fichas para el Diccionario de Literatura Latinoamericana. De entonces a la fecha trabajo también en las fichas del diccionario de la librería Porrúa y en el Diccionario de historia y biografía mexicanas que prepara la Universidad Nacional; en esto he trabajado en el departamento de literatura bajo la dirección de la profesora María del Carmen Millán y en el de historia bajo la de los profesores Jorge Gurría Lacroix y José María Luján. Pero como las fichas biobibliográficas requieren bastante tiempo y esfuerzo y están muy mal pagadas, en febrero de 1961 empecé a trabajar para publicidad Krupensky, escribiendo diferentes mamotretos para series de radio y televisión.

[*] Publicado póstumamente en Tierra Adentro, núm. 84, febrero-marzo de 1997, pp. 4-5. Este texto, “escrito en 1961”, forma parte del expediente completo de Inés Arredondo que se encuentra en los archivos del Centro Mexicano de Escritores. La escritora lo dirigió a Margaret Shedd (entonces directora del centro), junto con un plan de trabajo, una carta para solicitar su ingreso como becaria para el periodo 1961-1962 y cinco cuentos que años después integrarían su libro La señal (1965).

La verdad o el presentimiento de la verdad

Nací en Culiacán, Sinaloa. Como todo el mundo, tengo varias infancias de donde escoger, y hace mucho tiempo elegí la que tuve en casa de mis abuelos, en una hacienda azucarera cercana a Culiacán, llamada Eldorado.

Elegir la infancia es, en nuestra época, una manera de buscar la verdad, por lo menos una verdad parcial. Ya no orientamos nuestras vidas hacia el merecimiento de un paraíso trascendente, sino que damos trascendencia a nuestro pasado personal y buscamos en él los signos de nuestro destino. Es evidente la pobreza relativa de esta aventura enmarcada sin remedio dentro de las limitaciones de cada uno y de la infancia misma; salta también a los ojos la nueva limitación que le impone la moda del análisis psicológico, pero a pesar de todo, al interpretar, inventar y mitificar nuestra infancia hacemos un esfuerzo, entre los posibles, para comprender el mundo en que habitamos y buscar un orden dentro del cual acomodar nuestra historia y nuestras vivencias.

En Culiacán, en la escuela, con mis padres, me sentía incrustada en una realidad vasta, ajena, y que me parecía informe. En cambio en Eldorado, la existencia de un orden básico hacía posible entrar a ser un elemento armónico en el momento mismo en que se aceptaba ese orden. En Eldorado se demostraba que si crear era cosa de locos, los locos tenían razón.

La hacienda comprendía muchos miles de hectáreas, y todos los caminos estaban bordeados de guayabos. El pueblo y el ingenio quedan circunscritos por kilómetros y kilómetros de huertas; huertas de lichis (o lychis) traídos de China, de cuadrados de la India, de caimitos de Perú, de nísperos de Japón, de mangos-piña, mangos-guayaba, mangos-pera. Huertas donde quedaron los únicos chinos de Sinaloa que no fueron deportados en la época del callismo, y que allí seguían construyendo pacientemente sus mosaicos de legumbres y hablando del Expreso de Pekín. Huertas que contenían enormes jaulas con pájaros traídos de todo el mundo; canales frescos que se ensanchaban en albercas encerradas entre pilares dóricos, y que luego volvían a correr al lado de las avenidas sombreadas de bambú.

Eldorado fue creado, construido, árbol por árbol y sombra tras sombra. Dos hombres locos, padre e hijo, en dos generaciones, inventaron un paisaje, un pueblo y una manera de vivir. Mi abuelo fue cómplice de los dos, y trazó y sembró con sus manos las huertas que yo creí que habían estado allí siempre. Él ayudó con toda su vida a lograr la realidad inventada que yo viví. Y que fue hecha para eso, para vivirla y no para hacer literatura, lo sé. Pero cuando uso esa realidad es con la conciencia de que tiene un peso real por sí misma aparte del que pueda tener en mi vivencia.

Mi abuelo, con su uno noventa y tantos de estatura y su enorme seriedad, iba vestido como un inglés de las colonias: lino blanco, polainas de cuero y sarakof. Pero esa indumentaria, que en cualquier lugar sería un disfraz, en Eldorado era apenas el vestido adecuado, por el simple hecho de ser el elegido. No hace mucho tiempo —mi abuelo estaba ya muerto y todos mis hijos habían nacido ya— descubrí un día que en ningún lugar de México la gente se viste así, ni vive así, ni quiere la cosa fundamental que en Eldorado se quería: el lujo de hacer, no el lujo de tener, de hacer una manera devivir.

Así pues, crecí rodeada de árboles y pájaros que pensé que eran míos, lo mismo una cacatúa que un gorrión: fatalmente míos. Pero se ve que desde mi nacimiento estoy hecha para no creer en los determinismos, ni siquiera en los geográficos. Los pericos australianos y los flamencos en medio de las huertas inmensas fueron para mí no sólo lo natural sino la naturaleza. Así se cumplió el deseo más caro de todos los hombres con los cuales mi abuelo inventó ese mundo que tuve la fortuna de comprender y habitar con todas mis fuerzas. Mis fuerzas de niña, que fueron las mejores.

Todo esto no quiere decir que no haya padecido al mismo tiempo la melancolía terrible de los chaparrales resecos de mi tierra, la sequía, el polvo y el calor, la realidad de los problemas familiares, pero como ya dije, para mi infancia escogí el mundo artístico de mi abuelo y con ello creo que también mi manera de ver y de vivir. Puede ser que en el fondo de mí estén esos problemas, dolores y paisajes, y hasta que sean muy importantes en mi historia, pero es la forma, el estilo, lo que aprendí en Eldorado. Y no solamente quiero tener para hacer, sino que quisiera llevar el hacer, el hacer literatura, a un punto en el que aquello de lo que hablo no fuera historia sino existencia, que tuviera la inexpresable ambigüedad de la existencia.

Y ya que hablo de literatura, diré que a los seis años tomando nieve bajo un flamboyán, oí a mi padre recitar para mí, de memoria, lo que después supe que era el Romancerodel Cid. Quizá ése fue mi primer contacto real con la literatura. Tan real que ahora mismo sigue teniendo para mí un gran significado aquello de:

Entre ellos iba Rodrigo,

el soberbio castellano.

Todos cabalgan en mula,

sólo Rodrigo en caballo;

todos visten oro y seda,

Rodrigo va bien armado

todos sombreros muy ricos,

Rodrigo casco afinado;

y encima del casco lleva

un bonete colorado.

A caballo, armado, diferente a los otros, héroe absoluto, Ruy Díaz me hacía reír con la extravagancia peculiar de su bonete colorado. Nunca pensé que el Cid perdiera nada de su dignidad con mi risa, ni que el bonete fuera algo más que un subrayado último, peligroso; un lujo y un desafío: el símbolo de una magnífica soberbia capaz de mostrar lo cotidiano, una punta de la intimidad, sin comprometerse a mostrarlo todo. Para mí, el bonete colorado del Cid fue la representación perfecta de lo que debió ser una divisa caballeresca. Y todo porque siempre pensé que ese bonete era un gorro de dormir. Un familiar, ridículo gorro de dormir, con el cual Rodrigo empenachaba su casco. Yo veía todo su amor a doña Ximena en ese gorro colorado, su deseo de regresar a dormir a su castillo, entre sus vasallos; para mí ese bonete, aún ahora, representa lo que no es epopeya; un signo de lo que es personal en el Cid, algo nostálgico, desgarrado, pegado a la tierra, a su tierra; algo que tenía que llevar a las ciudades de moros para que las ciudades de moros dejaran de ser ajenas. Pero sobre todo me enseñó que uno puede encontrar ridículo un aspecto de alguien a quien respeta, y que esto no empobrece, sino que enriquece el amor y la consideración, por la simple razón de que agranda el conocimiento. Creo decir la verdad si aseguro que mi primer contacto con la idea de la ironía que después encontré formulada en Kierkegaard, y que es tan importante en mi vida y obra, lo tuve a los seis años cuando reía del bonete colorado del Cid.

Sería muy fácil decir que este hecho de escoger la infancia es una manera de escapar a la realidad. No. Primero, porque lo escogido es tan real o más que lo otro, y luego, porque no me negué a vivir la otra realidad, sino que la asumí tanto que llegué a ser primer lugar en clase en el colegio donde estudiaba, e hija abrumada por los problemas paternos. Pero seguí con los ojos verdaderos en Eldorado, donde el estilo de vivir se iba inventando día a día. O ahora quiero, simplemente, que mi historia sea como si hubiera seguido con la atención fija allí.

También resulta superficial pensar que escoger esa infancia habría de llevarme a un sentimiento que se traduciría tarde o temprano en una posición política reaccionaria. No fue así. (Dejo aparte las injusticias sociales que descubrí más tarde, y me concreto a la experiencia infantil.) Las diferentes partes de la realidad que vivía tenían que ser distintas, peculiares, para que ésta fuera el todo esplendoroso que era. Por ese motivo, desde que recuerdo, las personas que conocía resultaban muy personas, muy concretas, nunca abstractas representaciones de una raza o una clase social. Más vivo que las hermanas de mi abuela, por ejemplo, estuvo ya entonces para mí Chuyón, el becerrero, ese compañero secreto de infancia, corpulento, tan alto como mi abuelo y con ojos azules, ni por asomo lastimoso, sí irónico y áspero, que se negó siempre a mis pequeños caprichos, pero que me trajo las mejores cañas que comí en mi vida, alguna tarde que me recordó mientras cortaba pastura. Y conocerlos, a Chon, a Chicho, a Pablo, ir con ellos a caballo, hablando, mientras se reían de mi ignorancia de las cosas de la siembra, me hizo encontrar natural que fueran luego los dueños de la tierra, por la sencilla razón de que eran las personas que verdaderamente la poseían. La idea de chusma, de plebe, de indiada, la aprendí mucho después, precisamente en la literatura mexicana.

Tengo importantes historias con mi nana y con dos mujeres más que sirvieron en mi casa, pero ninguna de esas historias tiene que ver con el color de la piel de nadie, y la condición de servidumbre toma otro cariz cuando la sirvienta regaña, habla de tú, es mayor en edad y gobierno y realmente no se siente menos que cualquier otro. Mis historias infantiles son todas directas, con seres reales que tienen un nombre, que no representan categoría abstracta, y que cuando tienen significado es en el nivel de las realidades individuales.

Lo que quiere decir extrema miseria lo descubrí también cuando vine a esta ciudad. Eso, y que ser mexicano limitaba terriblemente en todos los sentidos: Teotihuacán excluía a Chartres, Tenochtitlan a Florencia, Cuauhtémoc a Cortés, lo católico a lo liberal, lo moreno a lo blanco. Por si fuera poco, me enteré de que el haber nacido en la República Mexicana me había hecho hipócrita, melancólica, sanguinaria y tierna, triste e inferior. Cargué con todo eso durante mucho tiempo, demasiado, pero tampoco forma parte de mi verdadera historia. Ya se vio que, entre otras, tuve la fortuna de tener un padre liberal, delahuertista, que sin embargo me enseñó que la literatura española era tan suya y tan mía como la revolución.

Los conciertos, la Facultad de Filosofía, los nombres, la pintura; todo eso encontré cuando vine aquí: mucho menos de lo que había esperado. Me parece que en México cada uno se exige por debajo de sí mismo y así se malea muy pronto; apenas pasados los treinta años un “alguien” de México es mucho menos que él mismo a los veinte.

Pero no debo hablar demasiado, porque de todo esto yo no he sido más que un espectador. No sé lo que es el éxito, ni nadie quiso adularme ni a los treinta ni a los cuarenta. Así pues, no puedo juzgar con justicia.

Y bien, ustedes saben que legalmente no me llamo Inés Arredondo, que esta manera chocante de pronunciar la s, y la ch y la j no significa ninguna extranjería, y que quizá esta historia de mi infancia que acabo de contarles sea inventada. Pero mi nombre y mi historia los he escogido, y, aunque de mala gana, he aceptado mi manera pedante de hablar, y no hay en estas cosas verdad más cierta para mí que ésta: me llamo Inés Arredondo y viví mi infancia en Eldorado, Sinaloa, en un lugar que está entre el mar y la margen norte del río San Lorenzo.

Con esta manera de contar mi historia creo que también he fijado mi postura literaria. Si creo que en la vida es posible escoger del total informe de sucesos y actos que vivimos, aquellos pocos e insustituibles con los cuales se puede interpretar y dar sentido a la vida, creo también que ordenar unos hechos en el terreno literario es una disciplina que viene de otra más profunda en la cual también lo fundamental es la búsqueda de sentido. No sentido como anhelo o dirección, o meta, sino como verdad o presentimiento de una verdad.

[*]La Cultura en México (suplemento cultural de la revista Siempre!), núm. 206, 26 de enero de 1966, pp. IV-V; en Narradores ante el público, vol. 1, Joaquín Mortiz, México, 1966, pp. 121-126, y en Obras completas, Siglo XXI Editores, México, 1988, pp. 3-7. Inés Arredondo escribió este texto para participar en el ciclo “Narradores ante el público”, que se llevó a cabo en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes en 1965. La grabación original de su participación se encuentra en el archivo de la Fonoteca del Instituto Nacional de Bellas Artes.

Autobiografía*

Nací en el noroeste de la República Mexicana, sobre la costa del Océano Pacífico, en la ciudad de Culiacán, unos kilómetros al norte del Trópico de Cáncer.