Cuestión de Latitud - Isobel Blackthorn - E-Book

Cuestión de Latitud E-Book

Isobel Blackthorn

0,0
3,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Cuando Celestino, el activista anticorrupción de Lanzarote es atropellado en una carretera solitaria, sabe que la colisión no fue un accidente. Herido y temiendo por su vida, se esconde en un pueblo de pescadores abandonado, esperando la oportunidad de volver a casa.
Mientras tanto, su esposa Paula está angustiada y sale a buscarlo. La búsqueda rápidamente se convierte en caos, peligro e intriga. En poco tiempo, se da cuenta de que la están siguiendo. Necesita respuestas, y rápido.
Pero, ¿dónde está Celestino? ¿Volverá con vida?

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



CUESTIÓN DE LATITUD

MISTERIOS DE LAS ISLAS CANARIAS

LIBRO 1

ISOBEL BLACKTHORN

Traducido porTOMAS IBARRA

Derechos de autor (C) 2018 Isobel Blackthorn

Maquetación y Copyright (C) 2023 por Next Chapter

Publicado en 2023 por Next Chapter

Arte de portada: CoverMint

Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación de la autora o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con eventos, lugares o personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de ninguna forma o por ningún medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso de la autora.

ÍNDICE

Celestino

Paula

Recuerdos

Tenesar

Haría

Supervivencia

Turismo

Richard Parry

Costa Teguise

Lapas

El Aljibe

Pedro

Tregua

Yaiza

Evidencia desconcertante

Acechado

La Mareta

Arrecife

Máguez

Una salida a Puerto Calero y La Quemada

Tabayesco

Tyson

Una confesión

Cuestión de latitud

Justicia

Querido lector

Agradecimientos

Nota de la autora

Sobre la Autora

En memoria de Vivienne Fisher

Como ciudadanos, todos tenemos la obligación de intervenir y de implicarnos. Es el ciudadano el que cambia las cosas.

JOSÉ SARAMAGO

CELESTINO

El océano palpita a su propio ritmo, enfadado e insistente, empujando su masa contra la roca; es mi compañero húmedo, salado, y silencioso, a pesar de sus rugidos. La marea sube, el viento ciclónico, las olas vierten su espuma en la cabaña del pescador a través de la cavidad de la ventana. Cada bandazo de las olas me provoca un estremecimiento.

Una mesa de madera a la que le falta una pata me sirve de barricada. En la cabaña hay dos sillas sin respaldo y tres cajas de madera de tablillas podridas y quebradizas. En un cubo de plástico resquebrajado hay pedacitos de cuerda deshilachada, desechada por su propietario como inútil, junto con restos de red de pesca, enmarañados y que no le sirven a nadie.

Me acurruco en la esquina posterior de esta celda fría con todos los detritos. Puedo escuchar al canino, olfateando y gimiendo afuera: es mi acosador. La cavidad debería haber sido tapiada contra el viento y el rocío que todo lo cubre de sal. Mi único consuelo, es que es demasiado alta para el perro.

De lo contrario ya habría saltado para matarme. A menos que esté reuniendo valor o planeando su ataque. No me importa. La barricada sería inútil contra esa bestia gruñona, pero no estoy agachado aquí, en el frío suelo de piedra, escondiéndome de un enemigo de cuatro patas.

Reevalúo el estado de mi cuerpo. No estoy bien. La mordedura del perro en mi pantorrilla izquierda está sangrando a través de mis vaqueros. Puedo sentir la sangre, pegajosa y cálida. Mi brazo izquierdo está en pésimas condiciones. Fracturado en el hombro, cuelga, flácido e inservible, el dolor pulsa al ritmo de los latidos de mi corazón. Si me muevo, aunque poco, la agonía me invade, eclipsando el dolor abrasador de las quemaduras que recibí al salir del coche, quemaduras en mi cara y mis manos.

Me las arreglé para alejarme lo suficiente antes de que todo el armazón de metal arrugado se convirtiera en una bola de fuego, a pesar de la lluvia que había comenzado a caer. El viento que acompañaba a la lluvia arrojó las llamas hacia mí, quemando pedazos de piel expuesta, chamuscando mi cabello.

El perro puede oler mi sangre, mi carne. Hambriento, salvaje, no debería estar aquí donde no hay más comida que yo.

Tengo tanta hambre como tú, amigo.

El accidente está atascado en mi cabeza; se repite una y otra vez. Salí de milagro. Nadie sabe cómo carajo logré agarrar mi mochila, pero me motivó su contenido, o un artículo en particular entre el resto, el regalo de cumpleaños de mi hija. ¿Qué sucedió? Hubo una tormenta. Sabía que vendría, era la comidilla de la isla, pero creí que partir a mediodía me daría tiempo suficiente para entregarle un cuadro a un cliente habitual, un médico sueco con una elegante residencia en el pequeño pueblo de Mancha Blanca, y regresar a la montaña con los padres de mi esposa antes de la fiesta de cumpleaños. Erik insistió en que quería el trabajo este fin de semana. Y necesitaba el efectivo, sobre todo para recuperar el costo de lo que había dentro de ese bonito regalo. Iba camino a la fiesta cuando ocurrió el impacto.

Ese tramo de camino es estrecho y está flanqueado por muros de piedra. Los conductores no deberían pisar el acelerador, pero disfrutan de la falta de curvas y lo hacen. No vi el vehículo que me sacó de la carretera en la intersección y estrelló mi auto contra una pared. No, definitivamente no lo vi venir. Era un vehículo grande, es lo único que recuerdo, mucho más grande que mi propio coche que volcó, giró y quedó boca abajo.

El conductor aceleró y quedé solo en el viento y la lluvia. Salí lo más rápido que pude, un sexto sentido me decía que no había sido un accidente y que el conductor regresaría para asegurarse de su éxito. Pensamientos paranoicos tal vez, o, tal vez no. No iba a arriesgarme.

Además, el olor a gasolina era fuerte y el silbido y el chisporroteo bajo el capó solo presagiaban una cosa. Mi coche iba a explotar.

Cuidando mi brazo lesionado, caminé, hacia la lluvia y el viento, siguiendo un sentido natural de dirección lejos del pueblo y bajando por un camino solitario que me llevaba lo más lejos posible de otras personas. Caminé con dificultad, decidido, sin pensar con claridad, mis instintos me decían que fuera en una dirección que nadie en su sano juicio tomaría en una tormenta tropical. El perro apareció cuando la tierra de cultivo dio paso a un pedregal de lava a ambos lados de la carretera, o al menos, fue entonces cuando me di cuenta de que un perro mestizo flacucho y de aspecto desaliñado iba detrás.

Ignoré al perro y seguí caminando; llegué a la costa y a una bifurcación en el camino aproximadamente media hora después. Mi error fue hacer una pausa para orientarme. Estaba evaluando la mejor manera de bajar al grupo de cabañas de pesca cuando el perro aprovechó el momento y me atacó por detrás, hundiendo sus mandíbulas en mi pantorrilla. Lancé la mochila a la cabeza del perro, era la única arma que tenía y fue suficiente para asustarlo. Me soltó, dándome tiempo suficiente para agacharme y buscar a tientas en la luz grisácea una roca con la esperanza de que hubiera una. Mi mano se curvó alrededor de la piedra dura y la arrojé al flanco de la bestia. Detecté un ruido sordo y un aullido. Para no correr riesgos, busqué otra roca y luego otra. El perro echó a correr. Con la mochila sobre mi hombro derecho, bajé cojeando por el camino hacia el este y empujé las puertas hasta que encontré una abierta.

Una vez que me instalé en mi húmedo rincón de la choza, supe que estaba atrapado. Que en el momento en que volviera a subir por la vía estaría expuesto, visible, vulnerable a un segundo ataque canino. También sabía que quienquiera que me había sacado de la carretera querría asegurarse de que estaba muerto.

O tal vez pensaban que ya lo estaba.

Pronto lo estaría.

El perro, mi compañero, me había hecho prisionero. Él no podía entrar y yo no podía salir. ¿Cuánto tiempo iba a aguantar?

Tengo agua, por lo menos tengo agua fresca, una botella de dos litros, sin abrir. Añadió peso extra a la mochila. Fue la razón por la que el primer golpe lastimó al perro. Tengo bocadillos que llevo conmigo en el camino, chocolate, barras de proteínas, nueces, golosinas para Gloria, un picnic de delicias dulces conforman ahora mis raciones.

Tengo dos opciones. Puedo caminar de regreso, o puedo quedarme aquí, a comer y beber lo que tengo, y esperar a que venga algún veraneante o pescador, y espero que lo hagan antes de que el que me sacó del camino llegue para acabar conmigo.

¿Qué estoy pensando? Nadie viene aquí en invierno. No en un clima que lleva el océano hasta las cabañas de pesca. A nadie se le ocurriría venir aquí. Solo a mí. Ojalá pudiera hacer retroceder el tiempo y decirle a mis pies que caminaran en otra dirección, hacia el pueblo, hacia la seguridad y la civilización. Pero tenía mis razones y esas razones siguen siendo válidas.

Tengo frío, mi ropa se está secando en mi cuerpo. Me acurruco, tratando de atrapar mi propio calor. Las únicas partes de mí que están generando calor son mis quemaduras, mi hombro y mi pantorrilla.

La herida de la pantorrilla me molesta. Necesito vendarla para detener el sangrado. ¿Qué otra cosa hay en la mochila? La acerco y saco una pequeña bufanda. Dudo. Una parte de mí se niega a atarse la pierna con los atuendos de Gloria. Pero es seda y se ata bien, así que la uso.

Satisfecho de haber hecho todo lo que pude, me siento en el cemento frío, llevo las rodillas al pecho y me apoyo en la pared. Me estremezco. Me castañetean los dientes. Cada movimiento envía una punzada de dolor a mi hombro.

El delirio se apodera de mí. Las ganas de dormir son intermitentes. Cuando cedo, sueño. Sueño que el perro tiene mi pierna en sus fauces y mastica mi carne viva como si fuera comida. Una parte de mí observa con terror cómo el perro demoníaco saliva, gime, gruñe y lame el corte en mi pierna, saboreando todo.

Con el amanecer aparece un nuevo miedo. La lluvia se ha ido. El perro no. Atrae la atención sobre mi choza como un faro para cualquiera que pase.

PAULA

Reprimo un momento de irritación, deseando no haber accedido a hospedar la fiesta de Gloria en la casa de mis padres. Era mucho más grande, dijeron, y más ordenada, algo que no puedo discutir. Sin embargo, es la última casa del extremo norte de Máguez y, aunque apenas a dos kilómetros de Haría, nadie querrá arriesgarse a conducir. Una tormenta tropical, un evento raro en Lanzarote, ha elegido esta misma tarde para azotar la isla.

Lo único que puedo hacer es esperar y confiar. No tengo recepción móvil y nunca consideré dar a los invitados el número de mis padres.

Hubo numerosas advertencias. La oficina meteorológica lo vio venir durante aproximadamente una semana. Los pequeños supermercados en cada extremo de la plaza de Haría estaban atestados cuando pasé por ahí, los lugareños se estaban abasteciendo de lo esencial antes de que llegara la tormenta. Para entonces ya estaba lloviendo. Los medios aconsejaron a la gente quedarse en casa una vez que la tormenta se intensifique, evitar las carreteras, y si la carretera a Yé es una indicación, así lo han hecho.

Tal vez deberíamos haber cancelado o pospuesto. Lo consideré, pero Celestino cuestionó la veracidad de las advertencias, y mis padres dijeron que nunca cancelarían una fiesta de cumpleaños por un poco de mal tiempo.

Los invitados debían llegar a las dos y ya llevan media hora de retraso. Estoy de pie junto a la ventana del dormitorio de huéspedes, mirando los coches que salen de la calle. El espesor de la pared, alrededor de un metro de basalto, brinda cierto consuelo. Me apoyo en ella, la piedra fría roza mi piel. Un viento irascible se cuela por los huecos de las ventanas. Las persianas, abiertas y pegadas a la fachada, tiemblan. Me niego a cerrarlas. Sería como encerrarme a mí misma.

Gloria está en la cocina, ajena a mis preocupaciones. Su vocecita exuberante rebota alrededor de las paredes de la granja, de los techos de cemento de cuatro metros de altura, fragmentándose en una confusión de numerosas vocecitas, su simple y audaz charla es ofuscada por su propio eco.

Ángela y Bill la mantienen entretenida.

Debería acompañarlos y sacar lo mejor de las cosas, pero no puedo evitar mantenerme firme en mi puesto en la ventana, en ausencia de Celestino.

No va retrasado en su trabajo, aunque cuando fui al estudio entendí que quería completar el paisaje isleño en su caballete, un encargo de un médico sueco propietario de un chalé en Mancha Blanca. Al encontrarlo agachado sobre el trabajo, adapte mi expresión en algo que esperaba pareciera complaciente, pero él no levantó la vista. Es una pieza compleja, una danza de tonos terrosos al estilo de la época fauvista de Matisse, Celestino una vez más rehúye como fuente de inspiración las obras picassianas del querido César Manrique de Lanzarote en favor del rival de Picasso. A pesar de eso, a sus espaldas, observé el trabajo con admiración. Cuando dijo, "Quiero terminar esta esquina" y señaló la esquina inferior izquierda, agregando un cortés pero firme, "¿Vale?", sabía que estaría bien, el sueco está ansioso por tomar posesión y necesitamos el efectivo, aunque también sabía que llegaría tarde a la fiesta de cumpleaños de su única hija. Al salir del estudio, luché por contener mi disgusto.

La tormenta se intensifica mientras observo. Las suaves ramas de los arbustos del jardín delantero, normalmente resguardadas del viento dominante por arcos de muro de piedra, reciben latigazos. En el campo al otro lado de la carretera ya se ha aplastado un poco de maíz recién sembrado. Es irónico que una tormenta, con su diluvio, dañe la isla más que los largos períodos de sequía. Toda esa agua de lluvia perdida en el mar. La espesa nube baja, los volcanes envueltos en gris, es una escena anatema para los bloques brillantes de color soleado que se encuentran en esas representaciones de la isla tanto en pintura como en fotografía: representaciones codiciadas por los turistas. Cruzo los brazos sobre el pecho, meto las manos por las mangas de mi vestido y pellizco mi carne. Barato y alegre, ¿no es eso lo que quiere el mundo? Una alegría reflejada en las obras abstractas de Manrique. Pero no en las de Celestino. En vez de eso, hay una verdad brutal en sus pinturas; se niega a dorar la píldora. «Celestino, ¿dónde narices estás?» Miro el gris albergando un vano deseo de que el sol brille para el cumpleaños de mi pequeña.

Gloria entra en la habitación dando saltos con el bonito vestido que Ángela insistió en comprar, sosteniendo su dibujo con ambas manos.

—¡Mira, mamá! ¡Mira!

Me quedo boquiabierta.

—¡Qué bonito! Eres muy inteligente. —Le alboroto el pelo. Es una niña brillante y animada. Tiene el pelo oscuro y espeso de su padre y un rostro orgulloso sobre la estructura de huesos finos que heredó de mí. Sus ojos son grandes e inquisitivos, pero está tan contenta en su propia compañía y en la de su familia, como cuando juega con los otros niños del vecindario.

Gloria me da la pintura, luego coge mi mano y tira. Me dejo llevar. Satisfecha de que su madre la siga, Gloria se suelta y vuelve corriendo para reunirse con sus abuelos.

—Supongo que no... —dice Ángela cuando entro en la cocina.

—Nadie vendrá con esto, mamá. —Hago un gesto más allá de mi padre y las puertas con ventanas, hacia el patio donde se acumula el agua de lluvia, reprimiendo mi molestia porque mis dudas anteriores sobre la conveniencia de celebrar una fiesta en una tormenta tropical fueron anuladas.

—Pero Celestino debería estar aquí. No es propio de él llegar tarde.

—Está terminando el encargo —explico—. Imagino que está tardando más de lo que calculaba.

Ángela se pasa las manos por el delantal y gira hacia el lavabo. Es una mujer menuda, un poco encorvada, su corto cabello gris ralea alrededor de la coronilla. Más allá de ella, las profundidades de la cocina se ven lúgubres. Una habitación larga llena de estanterías de paquete plano y bancos improvisados, los desafíos de instalar una moderna cocina equipada fueron demasiados para el propietario anterior. Tal vez sea su forma de demostrarle al mundo que se está asimilando a las costumbres locales al elegir no renovar. El único cambio que ha hecho es la adquisición de una gran alacena con armarios arriba y abajo, colocada en el extremo de la mesa. El teléfono fijo se encuentra al final junto a un portacartas plateado.

Ángela sigue mi mirada.

—¿Le has llamado al móvil?

—La última vez que intenté saltó el contestador automático.

Examino la mesa, cubierta de papel y crayones. Bill ha acercado su silla a la de Gloria, esta es elevada por un cojín mullido. Gloria se inclina hacia adelante y se estira para alcanzar el tazón de patatas fritas. Acercó el tazón y observo la mano que agarra, la boca se abre de par en par, y aparto la mirada ante el crujido y el mordisco.

Ángela va a la nevera.

—¿Qué debemos hacer? —dice, más al contenido que a mí.

—Esperar, supongo.

Afuera, en el patio, la lluvia cae a borbotones; el desagüe en la esquina más alejada no da abasto, el agua en ese extremo ya llega hasta los tobillos.

—¿Les dijiste a todos a las dos en punto? —cuestiona Bill.

—No vendrán. —La exasperación aumenta—. Yo no vendría. No en un diluvio como este.

Me imagino a Kathy, Pedro y sus tres hijas cuesta arriba desde Tabayesco. Pilar, Miguel y sus dos hijos tienen más camino por recorrer. No lograrán salir de Los Valles, seguramente la lluvia cae más fuerte sobre la montaña.

Gloria busca más patatas fritas. Capto la ilusión en sus ojos. Tendré que explicarlo de alguna manera. Prometerle que haremos algo especial otro día. Les diré a mis padres que podrían aprovechar al máximo la tarde y comenzar con toda esa comida. Hay regalos por abrir y pastel por rebanar. Y Celestino seguramente aparecerá.

—¿Podemos...?

—¿No deberíamos esperar un poco más? —sugiere Ángela—. ¿A Celestino?

Su mirada se aparta y se fija en el teléfono. Como si me llamaran, me acerco a la alacena y coloco el auricular en mi oído. Silencio. Pongo un dedo en mi otra oreja para asegurarme.

—La línea está muerta.

La palabra se ahoga en mi garganta. Miro mi reloj. Bill hace lo mismo. Las tres.

—Pon la radio, Ángela —dice—. Nos enteraremos de las noticias.

—¿Para qué? Están en español.

—Paula lo entenderá.

El locutor habla rápidamente. Me atraganto con las palabras. Espero hasta que el informe llega a su fin y luego le hago un gesto a mi madre para que lo apague.

—No es bueno. Haría es la más afectada. Los barrancos son torrentes embravecidos. Los caminos se han convertido en ríos, muchos intransitables. Hay informes de caídas de rocas y deslizamientos de tierra. Algunos coches fueron barridos.

—¡Caramba! —exclama Bill por lo bajo.

—Afortunadamente, no se han reportado heridos, hasta el momento. Y todos los vuelos desde el mediodía se han desviado a Fuerteventura.

—Seguro que pasará —dice Ángela.

—Hasta que lo haga, Celestino estará atrapado donde está. —Dondequiera que sea.

Nos quedamos en silencio, las miradas se posan en el meticuloso intento de Gloria de resolver un rompecabezas.

Bill deja su asiento y se para junto a las puertas del patio.

—Cuando nos mudamos aquí, creí que nos habíamos escapado de todas las inundaciones.

—Aquí son raras y no duran mucho. Pronto pasará. —Mis esperanzas de anticiparme a una diatriba se desvanecen.

—No como esos pobres idiotas en casa —dice, volviendo a la habitación—. No imagino cómo drenarán sus hogares. Deben estar empapados. Imagina el moho. Salimos justo a tiempo, Ángela.

—Ay, papá.

Desde que se jubiló, se ha vuelto propenso a quejarse de la "pésima situación del mundo" como él la llama. Las recientes inundaciones que anegaron pueblos y ciudades en Inglaterra lo alarmaron más que a nadie que conozcamos. Comparto con mi madre el deseo de que a veces se desconecte y se relaje. Tanta pasión negativa no es buena para su presión arterial.

Esperaba que la mudanza de mis padres a Máguez les trajera tranquilidad a ambos; que el cálido clima soleado y la vigorizante brisa del mar animarían sus espíritus.

En los meses posteriores al Brexit, Bill y Ángela vendieron su casa de Suffolk y compraron la vieja granja, mudándose a tiempo para el segundo cumpleaños de Gloria, mis esfuerzos persuasivos de los dos años anteriores al fin dieron frutos. Fue el clima templado lo que los convenció. Un montón de oportunidades para estar al aire libre. Estuvieron de vacaciones en la isla una vez y habían dado un paseo por el pueblo. Profesor de instituto jubilado, Bill empezó a ver en Lanzarote el estilo de vida tranquilo que anhelaba. Aunque sospecho que el clima fue solo el catalizador, la razón más importante fue su apego a su única nieta.

Pensé que el nuevo clima ayudaría a Ángela a salir de la sombra de la depresión que se apoderó de ella cuando la despidieron de su trabajo como secretaria de la escuela cuando tenía poco más de sesenta años. La mudanza ciertamente le levantó el ánimo, pero no de la manera que yo esperaba. Es la fascinación por la jardinería en un clima seco y ventoso lo que absorbe a Ángela. Se maravilla de la facilidad con la que crecen las dracaenas y las suculentas y ha desarrollado un ávido afecto por los cactus.

Para mi consternación, que no sorpresa, no ha desarrollado una adoración similar por Gloria. Porque Ángela es tan indiferente como lo fue conmigo cuando yo era joven, consumida por la culpa de que debería estar haciendo más, pero sin actuar sobre ella.

Es Bill quien se ha encariñado de Gloria, y Gloria de Bill. Al verlo ayudar a su nieta a insertar la última pieza del rompecabezas, al verlo coger su mano y llevarla a la sala principal, no puedo evitar sentir calidez. La forma en que se inclina y señala la larga mesa llena de comida, la forma en que Gloria responde con una mirada de asombro, el levantamiento de su rostro hacia él como si quisiera aprobación. La forma en que su rostro se ilumina ante su sonrisa. Gloria le ha quitado años. Es un hombre corpulento, con tendencia a llevar demasiado peso, su carácter serio se refleja en su rostro en líneas curvas y en los surcos de su frente. Alrededor de Gloria, hay vitalidad en su paso y entusiasmo por las pequeñas aventuras de la vida, por compartir con Gloria cada detalle del día, innumerables pequeñas celebraciones. Gloria suaviza su corazón. Aunque siempre despotricará contra las injusticias del mundo. En eso, comparte con su yerno Celestino algo importante.

Celestino.

Quién debería estar aquí.

Y aunque lo estuviera, no se puede negar que Bill le ofrece a Gloria algo que Celestino no puede: su completa atención. No es que a Celestino no le importe. He perdido la cuenta de las veces que me he dicho ante la creciente insatisfacción, que tiene que trabajar duro para producir y vender su arte, en especial porque somos tres. Solo, podría sobrevivir adecuada aunque frugalmente, pero con una esposa y un hijo la carga es grande. Ese encargo para el médico sueco; tendremos que vivir de esos euros durante un mes.

En un esfuerzo por alejar mis preocupaciones, agarro un puñado de granos de maíz tostados y entro en la habitación, recordando el alivio que sentí cuando mi madre renunció a toda idea de enviar a la isla los muebles antiguos, propios de un raído salón Chesterfield que nunca se acomodaron en ninguna habitación en la que se les puso. Entre nosotros, Bill y yo logramos persuadir a Ángela para que se deshiciera de todas las antigüedades, vendiendo algunas y donando otras. Aquí en Máguez, han recurrido a amueblar su hogar gracias a Ikea, el efecto moderno, las líneas limpias, los colores uniformes, en consonancia con las paredes toscamente enlucidas de blanco brillante, los pisos de madera pulida, la simplicidad general del diseño.

Colgada en la pared más larga está una de las piezas más grandes de Celestino, una interpretación esquemática del paisaje norteño de la isla, que intentaron comprar, pero Celestino insistió en obsequiárselas. Al verla colgada allí como una representación quimérica del propio artista, la molestia por su ausencia da paso a la preocupación. Quizá la salida de Haría sea realmente intransitable. O el encargo está tardando mucho más de lo previsto. Mi autoconfianza no puede reemplazar un pensamiento persistente de que algo terrible, incluso catastrófico, le ha sucedido a mi esposo.

Pongo cara de valiente y sugiero que juguemos un juego para entretener a Gloria.

—¿A qué vamos a jugar? —dice Ángela, dirigiendo su pregunta a nadie en particular.

—¡Laloply! —chilla Gloria.

—¿Laloply?

—Se refiere a nuestro Monopoly.

—Buen plan —elogia Bill y va a buscarlo.

Es un juego demasiado viejo para Gloria, pero a ella le encanta. Hago espacio en la mesa de la cocina. Ángela trae algunos bocadillos y sirve refresco a todos.

—¿Limonada? —dice Bill, al entrar a la cocina y ver su vaso.

—Hay bastante.

No responde a la entrelínea mientras coloca el tablero, formando dos montones de cartas en el centro y alineando a los jugadores en la "Salida".

Ronda de Valencia y Paseo del Prado no aparecen por ninguna parte. En vez de eso, dispuestos en una secuencia lógica de riqueza creciente, están los diversos lugares de la isla, desde complejos turísticos económicos hasta los lugares de lujo de Costa Teguise, Playa Blanca y Puerto Calero. Las estaciones son sustituidas por sitios turísticos, todos ellos creados por Manrique y puestos a la venta como el resto del tablero. Celestino ha pintado una escenita en cada casilla. El resultado es un festín visual de puertos deportivos, playas, palmeras y volcanes, y muchos y variados paisajes urbanos. Las casas se convierten en alquileres vacacionales y los hoteles en complejos turísticos. Los jugadores que Celestino esculpió en arcilla, figuritas de isleños vestidos con trajes típicos, un perro, un barco pirata y un sombrero de ala ancha y copa alta. Personalizó las tarjetas de suerte a su gusto, con la excepción de "aparcamiento gratuito", la tarjeta "ve a la cárcel" y el "impuesto sobre el capital". De acuerdo con su propia visión del mundo, los errores bancarios a favor del jugador se han convertido en incentivos y sobornos.

Creó el juego después de encontrar el Monopoly original en el aparador de mis padres cuando buscaba manteles individuales para una cena familiar, e insistió en jugar después. Bill y Ángela se estaban instalando en su nuevo hogar en ese momento. Lo que comenzó como una introducción tentativa al juego se convirtió, gracias a una botella de whisky puro de malta, en algo bullicioso e intenso. Hacia el final, cuando Ángela estaba en bancarrota y yo luchaba con media docena de propiedades hipotecadas, Celestino perdió Paseo del Prado y Paseo de la Castellana ante Bill y ganó un nuevo amigo, los dos hombres formaron un vínculo donde antes existía civismo común. Esa fue la noche en que Celestino le presentó a Bill la historia de la corrupción en la isla. Recuerdo las muchas horas que Celestino pasó en las siguientes semanas diseñando el nuevo tablero, con Gloria inclinada sobre él comprometida en cada paso; el día que se lo llevó a Máguez para una prueba y todos coincidieron en que era mucho mejor que el original.

Gloria se encarama al regazo de Bill y elige el barco. Ángela coge el sombrero y yo al perro. El entusiasmo de Bill ayuda al juego, pero es extraño jugarlo sin Celestino. Cuando todos hemos comprado las distintas calles, paseos y bulevares, la atención de Gloria se disipa.

Afuera, el viento y la lluvia son implacables. La tarde da paso a la oscuridad. Concediendo una temprana derrota después de tener que hipotecar la playa de Famara, Ángela se dedica a encender las luces.

—Es necesario cerrar las persianas —se dice a sí misma, saliendo del dormitorio de huéspedes y dirigiéndose a la puerta principal—. Lo haré.

Se da la vuelta.

Un viento furioso ruge valle arriba, arrojando la lluvia a todo lo que encuentra a su paso, cerrando de golpe las persianas abiertas; casi me muerden los dedos. No hay nada que ver más allá de la extensión de pequeños campos cultivados que se abren en abanico colina abajo hasta el centro del pueblo. Las nubes bajas oscurecen las montañas. La escorrentía del techo brota de una salida de drenaje, erosionando el suelo, creando varios riachuelos fangosos que se abren camino hacia la pared del jardín.

Vuelvo a entrar, decidida a dirigir mi atención a mi hija, aunque pronto descubro que no tengo necesidad. Gloria ha decidido entretenerse corriendo por la casa en busca del gato de sus abuelos, Tibbles. Es obra de Bill.

—¿Está debajo de tu cama? —dice mientras corre hacia él.

Gira y sale corriendo a la habitación de huéspedes.

—No, no está allí, abuelo —dice una vocecita.

Luego reaparece, sin aliento y radiante.

—¿Y debajo de la cama de la abuela? ¿Has buscado allí?

Y allá va.

Después de varios intentos más, dice:

—Abuelo, ¿dónde está?

—No te lo diré.

—Por favor.

—Tienes que encontrarlo. Debe estar en alguna parte.

Otro intento fallido y Gloria arrastra a Bill para que la ayude en la búsqueda. Después de un rato, cuando Gloria se cansa del juego, Bill la lleva a la cocina, al armario debajo del banco. En poco tiempo escucho:

—¡Ahí está! —y Gloria reaparece con Bill acunando a Tibbles en su brazo.

RECUERDOS

Esperamos otra hora antes de ayudar a Gloria a abrir sus regalos.

—Comencemos con el más pequeño —sugiere Bill, levantando a su nieta en su regazo.

Ángela pasa los paquetes envueltos, uno por uno. Retrocedo y observo. Entre chillidos de alegría y mucho desgarro frenético, sale la muñeca de trapo que compré en el mercado de artesanía local, la plastilina que encontré en una tienda de Arrecife, provista de un pequeño rodillo de madera y unos cortadores de masa, y una selección de libros ilustrados que estaban de oferta en el supermercado. A medida que aumenta el tamaño del regalo, también lo hace el valor, mis padres complacieron a Gloria con un kit de arte y manualidades en su propio estuche especial, un juego de memoria, un juego de herramientas de juguete con un banco de trabajo y, finalmente, apoyada en la pared junto a la mesa, una casa de plástico resistente.

—Gracias —suspiro, conmovida por su generosidad, aunque a la vez desalentada por ella. En estos momentos, cuando paso las de Caín, me enfrento de nuevo al conocimiento de que si volviera a Inglaterra, para soportar las tribulaciones de la maternidad soltera en una existencia sin Celestino, le proporcionaría a mi hija más que un estilo de vida precario. No es que las circunstancias materiales puedan pesar más que tener un padre en la vida cotidiana. Además, mis padres están aquí. Sonrío y participo del entusiasmo pensando que Celestino debería estar aquí también, para ver a su pequeña deleitarse con el desempaquetado, a su suegra recoger todo el papel de regalo y a su suegro armar el banco de trabajo de juguete.

A medida que avanza la noche y la tormenta no da señales de amainar, la espera se vuelve intolerable, el malestar se mezcla con la irritación interna. Varias veces sorprendo a mis padres intercambiando miradas de preocupación. Miradas que sugieren todo tipo de sospechas y especulaciones.

Juntos, los tres mantenemos ocupada a Gloria hasta la hora de acostarse. Apenas los ojos de Gloria se cierran y su respiración se estabiliza, me apresuro al teléfono. La línea sigue muerta. El contestador automático de mi casa normalmente se activa al séptimo timbrazo. Me lo imagino ahí en el banco de la cocina haciendo un ruido estridente que nadie puede oír. En un momento de locura, pienso en salir corriendo a la cabina telefónica en el pueblo. Ángela se acerca. Tomando en cuenta esa cara tensa, cuelgo el auricular y digo con la voz más convincente que puedo expresar que debe estar atrapado en Haría.

—La tormenta cesará por la mañana —dice Bill a modo de consuelo. No pasa mucho tiempo antes de que se retiren a la cama.

Más tarde, cuando los demás duermen profundamente, abro la puerta principal y fijo mi mirada en el camino de entrada apenas visible bajo la lluvia. Los relámpagos iluminan la noche en ráfagas agudas de gris, seguidos por truenos turbulentos. El aire fresco y húmedo me da escalofríos y demasiado pronto me veo obligada a cerrar la puerta, bien consciente de que a través de la gruesa pared oscura, Celestino no aparecerá.

Es infantil culparlo, lo sé, pero parada en la oscuridad de la sala de estar de mis padres, siento que la ausencia de Celestino en el cumpleaños de Gloria es un símbolo de todo lo que me frustra, precipitando una liberación de la emoción reprimida que he estado sintiendo durante años.

No es culpa de Gloria. ¿Por qué lo sería? No reniego de mi propia hija, pero no hay escapatoria, Gloria, más que Celestino, me tiene atrapada en la isla. Mudarse al extranjero para estar con el hombre de tus sueños es una cosa, quedar embarazada de él, otra.

Mis pensamientos me llevan por caminos familiares. Si tan solo no hubiera reservado esas dos semanas en Lanzarote; si tan solo no hubiera tomado el viaje en autocar hacia el norte hasta Haría; si no me hubiera atraído la novedad de una exposición de arte realizada en un antiguo depósito de agua subterráneo; si tan solo no me hubiera encantado el propio artista; si no hubiera aceptado su invitación a cenar y luego, al encontrarme sin forma de regresar a mi hotel, me hubiera quedado a dormir. Si no hubiera hecho nada de eso, nunca me habría enamorado de Celestino.

No sirve de nada. Gloria es un elemento en mi vida y ocupa todo el espacio en ella.

Veo en la penumbra un gato de juguete en el suelo junto al sofá y lo recojo para abrazarlo. Gloria me consume de una manera que no podría haber anticipado. Aún estoy un poco anonadada. Lo mejor que se puede decir es que ella es el producto de un breve período de mi vida en el que me abrí y dejé entrar una varita salvaje de cambio.

Nadie me llamaría imprudente, lo que hizo que el movimiento fuera aún más inusual. Aunque, a pesar de mi especialización en turismo, en Ipswich era poco más que una recepcionista glorificada y comenzaba a encontrar mi trabajo poco inspirador, los ansiosos visitantes empujaban las puertas del centro de información con mayor frecuencia. Reservé otras vacaciones en Lanzarote para pasar más tiempo con mi nuevo amor. Cuando Celestino expresó su deseo de que me quedara a su lado, renuncié a mi trabajo y me mudé a Lanzarote, con dudas, sí, pero también con determinación.

Entonces, justo cuando estoy tratando de adaptarme a las cosas, quedo embarazada.

Me dirijo a la cocina, recordando con angustia y un poco de vergüenza la soledad desesperada que soporté después del parto, absoluta cada vez que Celestino estaba trabajando en su estudio, que era la mayoría de las veces. Esos primeros meses fueron espantosos. Había días que me preguntaba qué estaba haciendo en la isla. En mi estado depresivo, tardé en hacer amigas. Kathy y Pilar, ambas cercanas a Celestino y también madres jóvenes, me ofrecieron apoyo, pero me costó mucho valor aceptarlo. En retrospectiva, me siento reivindicada con Pilar ante la barrera del idioma. Ella hablaba poco inglés y mi español era rudimentario. Con Kathy, fue todo lo contrario. No quería mezclarme con otros expatriados. Además, Kathy y Pilar aún tenían veintitantos años, con todas las actitudes e intereses propios de esa edad, y la maternidad les llegó con una facilidad asombrosa. Con treinta y tantos años en ese momento, no pude evitar sentirme una extraña en su compañía.

La lluvia cae a cántaros, la tormenta está decidida a desatar su tiranía. Despreocupado, Tibbles se frota en mi pantorrilla desnuda. Acerco una silla a la mesa de la cocina y coloco el gato de juguete en la alfombrilla para acariciar al gato de verdad que está en el suelo. Al encontrarlo en un estado de ánimo afectuoso, lo levanto y acaricio su pelaje.

No debo juzgarme con demasiada dureza. Hice un valiente esfuerzo por aprender español. Con la adquisición del idioma mi confianza aumentó y muy temprano en el segundo año de Gloria me sentí obligada a ganarme la vida. Fue entonces cuando me di cuenta de que mis perspectivas laborales en la isla eran poco menos que ridículas. No había posibilidad de que reanudara una carrera en información turística. Mis habilidades lingüísticas estaban lejos de ser adecuadas.

Aún lo están.

Además, trabajar en la industria del turismo es trabajar para el enemigo en lo que a Celestino se refiere, y eso será causal de divorcio. Es una visión hipócrita ya que vende sus obras de arte a los mismos turistas que no quiere en su isla. No es que alguna vez aborde el tema. Yo no amenazaría mi matrimonio de esa manera, y no discuto el punto de vista de Celestino; lo comparto. Si no lo hiciera, no me habría casado con él, ¿verdad? Pero los sacrificios que debo hacer son enormes.

Nunca olvidaré el día que logré conseguir trabajo como dependienta de una inglesa que comerciaba con baratijas turísticas en Costa Teguise. Celestino se quedó boquiabierto cuando se lo dije, luego se calmó cuando descubrió con molestia que no me dejaría disuadir. No mucho después, la mujer enfermó y se jubiló. Tuve un breve período como recepcionista de hotel en un complejo turístico de la misma ciudad, trabajo que conseguí por casualidad cuando fui a cobrar mi última paga. Apenas puedo creer el problema que tuve para convencer a Celestino de que no tenía derecho a decirme dónde podía y dónde no podía trabajar. Estaba mucho más feliz cuando acepté el trabajo de limpiadora de un centro vacacional en Punta Mujeres. El trabajo estaba más cerca de casa pero no era de mi agrado. A él tampoco parece importarle mi puesto actual, de camarera en un restaurante de Haría los viernes por la noche. Es un trabajo del que obtengo pocas satisfacciones. La clientela, en su mayoría europeos del norte, es cohibida, y me cuesta sonreír ante sus bromas.

La noche anterior fue especialmente mala; el audaz pellizco de un francés borracho en mi brazo hizo que se me cayera el plato de pescado a la parrilla que llevaba, y este aterrizó en el regazo de la esposa. Desafortunadamente para mí, la propietaria del restaurante, Eileen, cuyo cálido corazón generalmente calmaba su temperamento feroz, no había presenciado la escena y me reprendió en la oficina.

Hago un gran esfuerzo para no salir.

La lluvia amaina. Levanto a Tibbles de mi regazo y voy a la nevera, con la esperanza de que un vaso de leche me dé sueño. El interior iluminado es un pequeño emporio de sobras y golosinas. No puedo evitar compararlo con el mío, una representación cruda del estilo de vida de la esposa de un artista.

Mientras cojo un vaso, se me ocurre que no sabía mucho sobre Celestino cuando tomé la decisión de estar con él. Pensé que el pilar de su vida creativa eran las pequeñas pinturas que vendía en los mercados locales y las exposiciones ocasionales. Mucho más tarde me enteré de que estaba pasando por un período de sequía después de perder su estudio a manos de un promotor inmobiliario de Alicante, quien compró el edificio semiabandonado para convertirlo en alquiler vacacional y echó a Celestino. Por esa época, el alcalde local ofrecía un puesto de artista en residencia para un pintor indígena. Celestino aceptó: con vacilaciones, con reticencias, pero también con alivio.

Gloria apenas aprendía a caminar cuando Celestino encontró otro estudio. Un funcionario británico quebró cuando apenas iniciaba las renovaciones de una antigua fábrica de gofio y le resultaba imposible vender el edificio. Celestino se enteró del lugar y, después de algunas negociaciones, el agente inmobiliario convenció al propietario de alquilar una de las habitaciones de la planta baja. En ese momento, parecía un regalo enviado del cielo.

Mi único ejemplo de la unión que hemos compartido en los últimos dos años, es uno que inventé. El molino está a pocos pasos de nuestra casa en la calle César Manrique. A la hora del almuerzo, con Gloria en una mano y una canasta de pan, queso y fruta en la otra, paso por delante del pequeño mercado cubierto y el ayuntamiento, y luego me desvío por la plaza en busca de sombra. Al final de la plaza me detengo y espero a que pase el tráfico antes de correr hacia el molino en la siguiente esquina. La calle San Juan es una de las vías principales del pueblo y nunca agradable de recorrer a pie debido a su estrechez y ausencia casi total de aceras. Allí estoy, una inglesa de treinta y tantos años con una niña, conocida en el pueblo como la esposa de Celestino, ni extraña ni aceptada como una de los habitantes de la isla, ocupando un curioso lugar intermedio en el tejido social del norte de la isla, con mi cabello color arena, aclarado por el sol y recogido hacia atrás, las extremidades bronceadas, una gran parte de mi rostro oscurecido por mis gafas de sol.

Jamás salgo sin ellas. A la luz del sol en cualquier época del año, la cal que cubre casi todos los edificios de la isla me resulta demasiado deslumbrante. Me he vuelto hipersensible. Nunca solía encontrar el blanco omnipresente tan molesto. Tener un hijo parece haberme cambiado de maneras inesperadas.

Llamo y empujo la puerta de la vieja casa del molino, que nunca se cierra con llave cuando él está en el trabajo, y lucho para entrar con nuestra hija y nuestro almuerzo, siempre para encontrar a mi esposo absorto ante su caballete, pincel listo, los pertrechos de su oficio esparcidos a su alrededor en bancos y sillas. Y cuando me ve se detiene, se gira y me besa primero a mí, luego a Gloria.

—¿Qué tal? —pregunta, y describo los pequeños acontecimientos de las últimas horas: las risas, las lágrimas, las rabietas.

Esta mañana, conduje hasta el estudio y, dejando a Gloria en el coche, entré corriendo para asegurarme de que Celestino recordara cuándo comenzaría la fiesta. Me aseguró que no llegaría tarde. Su expresión parece lejana, hace una eternidad, pero aún puedo escuchar la pizca de reproche en el tono. Lo imagino en el estudio detrás de su caballete, pero no tiene sentido que siga allí. Lo más probable es que esté en casa en la cama, profundamente dormido después de un buen día de pintura, no tan preocupado como yo. Es descortés de mi parte pensarlo, pero no puedo entender por qué no movió cielo y tierra para llegar a Máguez.

Tomo un trago largo y lento de mi leche, siento la cremosidad fresca que cubre mi boca. Dejo mi vaso vacío en el escurridor, en lugar de somnolencia siento molestia, casi exasperación por la forma en que Celestino insiste en vivir su vida. Veo en su pasión una especie de obstinación típica del adolescente, mientras me reprendo por sostener esa opinión. Después de todo, lo elegí. Sabía, incluso en Ipswich mientras me preparaba para dejar mi trabajo y vender mi casa, qué tipo de vida enfrentaría en un pueblo como Haría con un artista como Celestino.

En Lanzarote, la suerte del artista se ve dificultada por un mercado turístico orientado a la luz, la novela, el chollo, el recuerdo de una corta estancia. El arte de Celestino es pesado, primitivo y, a menudo, confrontador. Produce obras para complacerse a sí mismo, para honrar a sus antepasados, no para satisfacer los gustos de los veraneantes. Arte sutil; puedo acomodarme a eso, o eso pensé alguna vez. Además, ¿no fue mi pasión por la isla, por la transformación completa de una vida, y mi anhelo por algo diferente lo que me impulsó, me vio mudarme para hacer las cosas bien? Sin embargo, no sabía nada de Lanzarote más allá de sus enclaves turísticos, sus numerosos museos y sus impresionantes paisajes. No tenía idea del impacto que tendría en nuestras vidas la identidad indígena defendida con vehemencia por Celestino y su actitud resultante hacia el statu quo.

Enjuago el vaso y vuelvo a mi asiento. Al escuchar el incesante aullido del viento miro fijamente la oscuridad del patio. La ausencia de Celestino hace que esos primeros recuerdos sean más presentes para mí, uno en particular, la primera vez que encontré en él no solo las cualidades del forastero motivado políticamente, sino la oscura pasión que lo acompaña.

Era un sábado de febrero y estábamos en los mercados de Haría en la plaza. Había elaborado un buen discurso al extremo de la iglesia, a la sombra de uno de los árboles de laurel. Yo, una desgarbada embarazada de ocho meses de un bebé para el que ninguno de los dos estaba preparado, estaba sentada en una silla plegable, con un cárdigan suelto envuelto alrededor de mi vientre, mi rostro oculto detrás de unas gafas de sol recién adquiridas. La plaza estaba llena de turistas transportados en autocar desde los centros turísticos del sur de la isla. Los viajes eran populares, el itinerario incluía un recorrido por la última residencia de César Manrique. La mañana era soleada y cálida, y la mayoría salía en mangas de camisa. Un dúo musical estaba entreteniendo a comerciantes y navegadores por igual. Las obras de arte de Celestino se vendían bien. Había tenido un gran éxito con una serie de paisajes enmarcados, por una vez muy atractivos y el precio se ajustaba al presupuesto promedio. Sus mejores obras, esas pinturas más grandes que creó con enorme amor y cuidado, servían más como decoración de puestos, como un señuelo. Celestino estaba de buen humor y bromeaba en inglés y español mientras abría la bolsa de su cinturón para agregar los euros. Sentada, yo sonreía, respondiendo preguntas de las mujeres que notaron mi barriga. Celestino bromeaba que yo era buena para el negocio.

A la hora del almuerzo, se habían formado largas colas en los puestos de comida. Como resultado, el puesto de Celestino estaba abarrotado. Acababa de comenzar a sacar dos de sus pinturas del borde frontal de su exhibición, cuando un adolescente bullicioso embistió a una anciana que llevaba una bolsa grande. La mujer se hizo a un lado y casi choca con un niño. En un esfuerzo por recuperar el equilibrio, se apoyó en la mesa de Celestino. Un paisaje de acuarela, una de las preciadas creaciones de Celestino, se derrumbó y se estrelló en el suelo, el vidrio del marco se hizo añicos y un fragmento rasgó el papel.

Ahí estaban las disculpas y la mujer se ofreció a pagar los daños, pero claro que fue un accidente y Celestino se negó a aceptar una recompensa. Estas cosas pasan, dijo. Pero después de eso estuvo en guardia y su estado de ánimo se ensombreció. Poco tiempo después, antes de que tuviera la oportunidad de recuperarse de la pérdida, una pareja entusiasta se acercó y se maravilló con sus obras, tocando primero una pintura, luego otra. Interrogaron a Celestino sobre sus métodos, sus antecedentes, la historia de su vida creativa, luego, sin hacer una compra, la mujer le entregó a Celestino un folleto que anunciaba una exposición de arte y le dijo que debería ir a Arrecife para verla.

Apenas se fueron, Celestino aplastó el folleto en su mano y lo arrojó al suelo detrás de él. Yo tenía curiosidad, pero estaba demasiado lejos de mí. Al ver mi brazo extendido, dijo:

—Déjalo.

Quedé estupefacta. Mi angustia debió reflejarse en mi rostro detrás de mis gafas. Celestino matizó su comentario, pero no con la banalidad reconfortante que yo había anticipado. En vez de eso, exclamó:

—¡Bah! Mi trabajo es tan bueno como el suyo.

—¿De quién?

—Diego Abarca. Ni siquiera es nativo.

—¿Importa?

—Por supuesto que importa. Importa mucho. En especial cuando se ha hecho miembro de la hermandad DRAT.

—¿La hermandad DRAT? —Lo hizo sonar como una conspiración.

—El Departamento de Recreación, Arte y Turismo. El campeón del Cabildo —dijo con un gesto desdeñoso de la mano. El Cabildo es el gobierno insular de Lanzarote—. DRAT fue establecido para promover la cultura de la isla. ¿Cómo es que Diego Abarca obtiene la financiación? ¡Es de Andalucía!

Continuó explicando desde su perspectiva mordaz que DRAT se había metamorfoseado a lo largo de las décadas en un brazo de la élite del poder, preocupado más por la pompa y la ceremonia que por apoyar a los artistas trabajadores, especialmente a los de la escena alternativa en el norte de la isla.

—¿Diego vive en el sur? —pregunté.

—Vive en los bolsillos de los ricos, Paula.

Me quedé sin entender. Lo único que sabía era que, para gran disgusto de Celestino y mi disgusto privado, los privilegios, el patrocinio y la financiación le fueron negados en gran medida y se le dejó trabajar sin apoyo.

Aunque a medida que pasaban las semanas, hubo momentos en que no pude evitar sospechar que la situación tenía más que ver con su propia actitud belicosa. Momentos en los que ocupaba mi velada escuchándolo desahogarse.

—Los políticos no tienen ningún interés en las artes. Pero les gusta decorar sus trabajos. Verás, Paula, la escena artística internacional les ofrece muchas mejores oportunidades que cualquier cosa local y de base. —Lo sabía. Le había oído decirlo muchas veces. Sus ojos se entrecerraban, sus labios mostraban una mueca de disgusto. Manrique también había sido un hombre de pueblo, campeón de los artistas y arquitectos anónimos de la isla. Hubiera estado tan indignada como Celestino al ver cuán lejos de sus propios ideales se habían llevado algunas cosas. A menudo tengo que recordármelo a mí misma.

Supe desde el momento en que me mudé a su casa que él tenía interés en luchar contra la corrupción, pero en esos primeros meses mientras estaba embarazada, dedicó gran parte de su tiempo a mí y a mis necesidades. Después de todo, estábamos enamorados, pero el nacimiento de Gloria pareció encender un interruptor en él y volvió a sus viejos hábitos. Quizá hasta entonces no había confiado del todo en mí. Tal vez se sintió excluido de mis afectos una vez que tuve un bebé en brazos. Cualquiera que sea la razón, Celestino comenzó a pasar horas de cada noche en su ordenador. Y cuando se preparaba para ir a la cama, me ofrecía una diatriba sobre el último escándalo en lo que comprendía que era una cultura de corrupción insuperable.