Dame la libertad para poner un fin - Käthe Kollwitz - E-Book

Dame la libertad para poner un fin E-Book

Käthe Kollwitz

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Beschreibung

Dame la libertad para poner un fin. De diarios y cartas es un documento vivo impactante que recoge reflexiones, sentimientos y recuerdos que abarcan tres imperios alemanes y dos guerras mundiales. Leemos sobre el miedo de una madre por su familia, sobre las dudas y frustraciones del trabajo artístico, sobre su biografía política –que va desde la convicción revolucionaria hasta la distancia crítica–, sobre el amor, el tiempo y la muerte. Sus experiencias personales se fusionan, en este libro, con una intensidad única. Durante la República de Weimar, diseñó pancartas y folletos por la causa socialista. La muerte de su hijo en la guerra y las dificultades políticas de la posguerra no detuvieron su afán artístico; de hecho, su dolor y sus dudas sobre la calidad de su obra alimentaron su creatividad. A partir de 1914 y hasta 1932, trabajó en un monumento para el cementerio belga donde estaba enterrado su hijo. Más que una instalación con esculturas, se trata de un testimonio de dolor y de una búsqueda artística imperiosa. Cuando los nacionalsocialistas llegaron al poder la expulsaron de la Academia de Arte prusiana, donde dictaba clases, y desde 1935 tuvo prohibido exponer. Käthe Kollwitz siguió trabajando en silencio, siempre con la porfía de quien tiene algo que decir. Murió en 1945, tres semanas antes del final de la guerra. Se trata, sobre todo, de un testimonio que cala hondo. Al final del recorrido, el lector se sentirá parte de la vida de Kollwitz por la intimidad de la que ha sido testigo. Sus palabras tienen un valor atemporal y no solo por eso es que son particularmente valiosas: nos demuestran que, a pesar de todo, la esperanza nunca es vana, ni siquiera en los momentos más oscuros.

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Dame la libertad para poner un fin De diarios y cartas

Käthe Kollwitz

Dame la libertad para poner un fin De diarios y cartas

BUCHWALD

Índice
Portada
Portadilla
Legales
Recuerdos
De diarios y cartas

Kollwitz, Käthe

Dame la libertad para poner un fin : de diario y cartas / Käthe Kollwitz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Buchwald Editorial, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Enrique Salas.

ISBN 978-987-47682-5-4

1. Memoria Autobiográfica. 2. Cartas. 3. Arte. I. Salas, Enrique, trad. II. Título.

CDD 808.883

©Buchwald Editorial, 2021

Primera edición en formato digital: julio de 2021

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

Buenos Aires / Argentina

[email protected]

www.buchwaldeditorial.com

Recuerdos

Fui la quinta hija de mis padres. En aquella época vivíamos en la Weidendamm Nr. 9, en Königsberg. Recuerdo con vaguedad una habitación en la que dibujaba, en cambio, tengo muy presente los patios y los jardines. Atravesábamos el pequeño jardín y entrábamos en un enorme patio que llegaba hasta el río Pregel. Allí, unas lanchas largas y planas desembarcaban ladrillos, así que contábamos con un espacio ideal para jugar a la mamá. A la izquierda de la plaza había un jardín que también llegaba al Pregel, con una glorieta cuyo techo se extendía sobre el agua. Una vez mi tía Lina, tan joven en aquella época, cantó bajo esa glorieta; fue hermoso y triste a la vez.

A la derecha de la plaza –separada por unos pocos edificios bajos– había un patio al que sólo se podía acceder por un lado. Aquel patio está atado a recuerdos intensos y vivos. Abajo, en el río, había un espacio para lavar ropa. Una vez, el río arrastró hasta allí a una nena muerta. La carroza fúnebre se la llevó; el ataúd era pavoroso. En los edificios bajos y delgados que separaba al patio vivía un hombre que hacía escultura en yeso con moldes. Yo pasaba mucho tiempo mirando cómo trabajaba. Todavía puedo sentir el olor a yeso húmedo. Un pasillo atravesaba toda la casa, desde el patio central hasta la calle, la Weidendamm. Rara vez nuestros juegos nos llevaban a ella. Los chicos más grandes a veces salían corriendo a la calle. A la silenciosa Ratke siempre se le deshacían sus trenzas cortitas y su pelo blanco de tan rubio se agitaba como una bandera.

Vivimos en la Weidendamm hasta mis 9 años. De chicos siempre la recordábamos con nostalgia. Los patios ofrecían infinitas posibilidades de juego y aventuras.

... Recuerdo que mi noveno cumpleaños fue un día negro. A priori, el número 9 no me gustaba. Además, recibí un juego de bolos de regalo. A la tarde, cuando todos los niños jugaban, no me dejaron jugar –no sé por qué–. Entonces me volvió a doler la panza. Esos dolores abdominales eran un embalse donde desembocaban dolores físicos y emocionales. Seguro que en esa época comenzaron mis problemas hepáticos. Pasaba días enteros mal, con el semblante amarillo; me acostaba boca abajo sobre una silla porque me hacía sentir mejor. Madre sabía que detrás de los dolores escondía una aflicción. Entonces me dejaba sentarme junto a ella, acurrucada en ella.

En esa época, mi hermana Lisbeth era demasiado chica y apenas la tomaba en cuenta.

Konrad era un niño vivaz, inquieto y lleno de imaginación. No desobedecía a mis padres, hacía lo que le decían, pero siempre se ingeniaba nuevas aventuras. Una vez, durante la etapa de libros sobre indios, decidió emigrar a los Estados Unidos. Salió corriendo por la pradera junto al Pregel. Sólo después de buscarlo por un buen rato lo encontramos y lo trajimos de vuelta.

De Julie recuerdo muy poco. Madre me contó más tarde que debía haber sido una nena muy preocupada. Era dos años menor que Konrad, pero siempre estaba detrás de él para protegerlo. En esa época ya tenía esa actitud de madre que más adelante le reprocharíamos.

Una vez, mi madre nos envió a ella y a mí a casa de Ernestine Castell. Antes de que saliéramos sacó de la lata un terrón de azúcar y se lo guardó. “¿Por qué?” preguntó la tía Tina. “Para metérselo en la boca a Käthe si comienza a gritar”. Le temía a mis berrinches. Se volvían insoportables. Una noche vino hasta el portero a ver qué sucedía. Madre se alegraba cuando salíamos y no me daba el capricho de dejar de caminar. Si en casa me ponía a gritar, mis padres me encerraban en una habitación hasta que me cansara. Nunca nos pegaron.

En general, era una nena silenciosa, tímida y también nerviosa. Más adelante, en lugar de aquellos desplantes caprichosos que se manifestaban en pataletas y gritos, experimentaba una especie de introspección. Entonces era incapaz de comunicarme con los demás. Y mientras más reconocía que esa actitud me convertía en una molestia para los demás, más difícil me era salir de mí misma.

La imagen de mis padres es borrosa. Parece que mi padre pasaba mucho tiempo en el trabajo. Es probable que en esa época ya tuviéramos la caja con piezas de madera que él mandó a hacer para nosotros. Eran formas grandes y macizas, y nos pasábamos todo el día construyendo cosas con ellas. El suelo de su estudio de trabajo estaba lleno del papel que sobraba de los bocetos de sus planos. Nos lo daba para dibujar. Konrad siempre dibujaba lobos persiguiendo trineos o cosas por el estilo. Padre no descuidaba nada de eso. Pronto comenzó a guardar algunos de nuestros dibujos.

De madre no recuerdo nada. Ella estaba allí y eso era suficiente. En su ámbito crecimos. Había perdido a dos hijos antes de Konrad. Existe una foto de ella con su primer hijo –se llamaba Julius, como su abuelo– sentado en su regazo. Fue su “primogénito, el santo”. Perdió ese hijo y el que le siguió. Cualquiera que mire las fotos va a reconocer que era una Rupp y que el sufrimiento no era algo que la desorientara. Pero el dolor de su temprana maternidad –al que nunca se entregó– le confirió algo así como la distancia de la Madonna. Nuestra madre nunca fue alguien en quien una podía apoyarse, una camarada o compañera. Pero la amábamos. El respeto que les teníamos a nuestros padres nunca erosionó nuestro amor por ellos.

A unos minutos de la Weidendamm estaba la vieja Pauperhausplatz Nr. 5, allí vivían nuestros abuelos. Sobre ellos queda mucho por contar.

Fue más tarde cuando comprendimos lo que habíamos perdido al abandonar la Weidendamm. Al principio estábamos contentos. Nos mudamos a la Königstrasse, a una de las casas nuevas que nuestro padre había construido. Vivíamos en el último piso y, al lado, mi tío Julius Rupp, que se acababa de casar y era médico. En aquella casa mi madre parió a su último hijo. Le pusieron Benjamin, como mi padre quería. También él, como su primogénito, murió al año de meningitis. Esos tiempos dejaron fuertes impresiones en mí. Fue poco antes de su muerte. Estábamos sentados en la mesa y madre estaba sirviendo la sopa cuando la vieja niñera abrió de un golpe la puerta y gritó: ¡de nuevo está vomitando, de nuevo está vomitando! Madre se quedó quieta y volvió a servir la sopa. Me conmovió mucho que no quisiera llorar frente a nosotros; estaba nerviosa porque yo sentía con nitidez cómo sufría.

Para mí, la muerte de Benjamin significó, además, un agobiante estado emocional. Mis padres me habían regalado de muy chica el libro de mitos de Schwab y yo creía en los dioses griegos. Sabía que existía un dios cristiano, pero no lo quería, me era desconocido.

A Lise y a mí nos sacaron de la habitación de Benjamin; no sé qué se puso a hacer Lise; yo me senté en el suelo, construí con las piezas de madera un templo y estaba a punto de ofrecer un sacrificio a Venus, cuando se abrió la puerta y entraron padre y madre. Mi padre había puesto su brazo en los hombros de madre y venían hacia nosotras. Padre nos dijo que nuestro hermano menor había muerto. (Es probable que haya dicho que Dios se lo había llevado). Enseguida supe que ese era el castigo por no creer; Dios se vengaba por los sacrificios que le hacía a Venus. Me quedé parada, sin moverme, sin decir una palabra, pero algo agobiaba mi espíritu por ser culpable de la muerte de mi hermano. Luego lo dejaron en el vestíbulo y era tan blanco y tan lindo que pensé: sólo necesita abrir los ojos para estar vivo. Pero no me atreví a pedirle a madre que se los abriera para que todo estuviera bien. No sé si me hubiera atrevido a tocar al pequeño cadáver.

Konrad y yo estábamos en la habitación que daba al vestíbulo. Konrad se apoyaba en la puerta de la habitación donde estaba el cuerpo. En un momento se abrió y salió el abuelo Rupp. Fue la primera y última vez que lo vi conscientemente turbado. Al salir tropezó con Konrad y sus primeras palabras fueron, según recuerdo, algo así como: “Ahora ves lo efímero que es todo”. Eran las primeras palabras de un sermón y Konrad (¿quizá?) las entendió. A mí me parecieron crueles e insensibles.

El abuelo, parado junto al pequeño cuerpo, dijo algo; después él, mi padre y un amigo se lo llevaron en una carroza por la Königstrasse, atravesaron el Königstor hasta llegar al cementerio de la Iglesia Libre. Madre estaba junto a la ventana y los vio irse. Quería mostrarle cuánto la quería, pero no me le acerqué. En aquellos años, mi amor por ella era cuidadoso y delicado. Siempre tenía miedo de que le pasara algo. Si tomaba un baño, aunque sea en la bañera, temía que pudiera ahogarse. Una vez, la esperaba en la ventana a la hora que solía regresar, la vi venir por la calle sin mirar nuestro piso; llevaba esa mirada perdida suya y vi cómo siguió de largo tranquilamente por la Königstrasse. Volví a sentir aquel miedo que venía de mi interior, pensé que se había desorientado y temí que no volviera. Tuve miedo de que se haya vuelto loca. Pero sobre todo tuve miedo del dolor que podía experimentar si madre y padre murieran. A veces, el miedo era tan grande que deseaba que estuvieran muertos para que todo hubiera pasado.

De la Königstrasse nos mudamos a la Prinzenstrasse. Padre había dejado de trabajar de forma práctica y comenzó a predicar en la comunidad de la Iglesia Libre.

Los años que siguieron fueron muy difíciles para mí. Fueron años de desarrollo físico y emocional. No recuerdo cuándo dejé de tenerle miedo a la noche. En esta época todavía lo tenía. Mis padres también porque temían que tuviera ataques de epilepsia. Konrad me recogía del colegio porque quizá podía tener también ataques durante el día, pero nunca sucedió. A Konrad y a mí nos avergonzaba que tuviera que acompañarme. Nunca iba a mi lado, sino por la vereda de enfrente.

Por la noche me torturaban sueños terribles. El peor que aún recuerdo es este: estoy acostada en la cama, en mi habitación. En la habitación de al lado, apoyada en el escritorio y debajo de la araña, está madre. A través de la puerta entornada sólo puedo verle la espalda. En una de las esquinas de mi habitación hay un gran cable de metal enrollado. Comienza a desenrollarse, a estirarse, y en silencio llena toda la habitación. Quiero llamar a madre y no puedo. El cable gris lo llena todo.

El miedo sin sentido persistió años, incluso en Múnich, pero con menos intensidad. Tenía la permanente sensación de estar en un espacio sin aire, de hundirme o de desaparecer. No creo que haya sido tan preocupante como lo pensaban mis padres. En ese momento ellos se preocupaban mucho por mí. Más tarde fui la más productiva de mis hermanos.

En el piso de arriba vivía un muchacho, Otto Kunzemüller. Fue mi primer amor. Jugábamos juntos en el patio con los demás chicos del edificio. Julie había descubierto que Otto y yo a veces íbamos al sótano para besarnos, y se lo contó a madre; no para delatarnos, sino porque estaba preocupada. Temía que me prohibiera volver a jugar con Otto, pero en su muda confianza, mi madre no dijo ni me prohibió nada. Nos besábamos de forma infantil e idílica. Sólo nos dábamos un beso y lo llamábamos “un descanso”. Julie fue la única que nos descubrió, siempre trepábamos la reja y saltábamos al jardín contiguo o íbamos al sótano. Sé que fue maravilloso. Mi amor por Otto era tan fuerte que me llenaba completamente. Pero como yo no sabía nada de cuestiones del amor, y ahora quiero creer que Otto tampoco, todo quedó en el beso de “descanso”. Era encantador, inteligente y bello. Me contaba las historias más descabelladas de su vida anterior, y yo me las creía todas.

Ese amor llegó a su fin cuando los Kunzemüller se mudaron. Otto prometió trepar las rejas de los jardines y venir a visitarme. Una vez lo hizo, pero después dejó de venir. Sentía terriblemente su ausencia. Recuerdo las calurosas tardes de verano cuando regresaba del colegio, subía las escaleras, y miraba por la ventana hacia el patio vacío, abajo, y sólo veía el viejo abedul. Había perdido todo interés. Sentía dolor por su ausencia y cualquier juego con los demás no tenía gracia, lo sentía vacío. Del lado interno de mi muñeca me había rayado en la piel una O y cada vez que se curaba la volvía a abrir.

Siempre estuve enamorada de ese primer enamoramiento, era crónico; a veces era como un ruido de fondo; otras, se apoderaba de mí con fuerza. No tenía problemas con el objeto de mi enamoramiento. A veces amaba a mujeres. Rara vez se daban cuenta. Además, me sentía prisionera de la condición que atormenta sin objetivo determinado a los adolescentes. En esa época me di cuenta con más claridad que madre no era alguien en quien yo confiaba. Con el tono moral de nuestra educación no podía experimentar –ignorante de la naturaleza biológica del ser humano– nada más que culpa. Sentía la necesidad de hablar con mi madre, de confesarme con ella. Como no podía mentirle y serle desobediente, pensé que si comenzaba a informarle lo que me pasaba cada día, encontraría un apoyo en su complicidad. Pero guardó silencio, así que yo también guardé silencio. Pasaron muchos años para que saliera de mi ignorancia sobre la biología y naturaleza humana.

Debería añadir que si bien es cierto que mi inclinación al sexo masculino era en mí predominante, también la tenía muchas veces por mi propio sexo, algo que sólo más adelante supe entender. Además, pienso que la bisexualidad es casi un sustrato indispensable para la actividad artística; en cualquier caso, la marca que M. dejó en mí fue fructífera para mi trabajo.

En lugar de hablar de mi desarrollo corporal, voy a hablar del no corporal. Padre tenía ya claro que yo tenía talento para el dibujo; eso lo ponía contento y pretendía que mi formación fuera completamente artística. Lastimosamente era mujer. Pero él insistió. Como no era muy linda, él calculaba que los amoríos no serían un gran impedimento, y por eso se decepcionó y enojó tanto cuando a los 17 me comprometí con Kollwitz.

Primero recibí clases con el grabador en cobre Mauer. Tenía una o dos alumnas más. Dibujábamos cabezas a partir de esculturas de yeso o modelos. Era verano y trabajábamos en una habitación que daba a la calle. Abajo, se escuchaba a los empedradores apisonar las piedras rítmicamente; sobre los árboles en el jardín de enfrente anidaba quieto y caliente el aire de ciudad. Sigue siendo la misma experiencia hoy.

Yo era trabajadora y respetuosa, y mis padres se alegraban con cada dibujo. Aquella época fue especialmente feliz para padre, sus hijos estábamos en la etapa de formación: Konrad escribía poesía, representamos en casa una tragedia suya; Lise y yo habíamos manifestado un evidente talento para el dibujo. Recuerdo haber escuchado cómo en la habitación contigua padre le decía a madre que todos teníamos vocación, especialmente Konrad. En otra ocasión, dijo algo que resonó en mí por varios días. Después de contemplar un dibujo de Lise que lo sorprendió, le dijo a madre: Lise no va a tardar en alcanzar a Käthe. Quizá por primera vez en mi vida sentí lo que significan la envidia y los celos. Yo quería mucho a Lise. Éramos muy unidas y me alegraba de cualquier crecimiento que hiciera, pero hasta un punto, hasta donde yo comenzaba; a partir de ese punto todo en mí se negaba. Yo tenía siempre que estar adelante. Con los años no dejé de envidiarla. Cuando me fui a estudiar a Múnich, dijeron que Lise también debía ir. Yo tenía sentimientos sumamente opuestos que iban y venían, sentía alegría por su presencia y también miedo de que mi talento y mi persona fueran opacados por ella. Por cierto, ella nunca fue a Múnich, se casó en ese momento y no llegó a tener una educación formal. Ahora entiendo por qué Lise, con todo el talento que tenía, no llegó a ser una artista –en el verdadero sentido de la palabra–, sino sólo una diletante con mucho talento. Yo era muy ambiciosa y Lise no. Yo quería y Lise no. En mí había un objetivo. Y a eso habría que agregarle que yo era tres años mayor. Mi talento se manifestó antes que el suyo y padre, aún no decepcionado, me preparó con alegría el camino.

En los años de formación, el talento se alimenta de todo aquello que en él fluye. Casi cualquier persona es talentosa durante esa época porque es sensible y receptiva. Nuestros padres seguían un método, nos daban la oportunidad de desarrollarnos sin intervenir. Por ejemplo, teníamos libre acceso al estante de libros, y nunca se nos preguntaba qué estábamos leyendo. Sólo había buenos libros. Leí a Schiller en una hermosa edición con grabados de Kaulbach, y leí a Goethe. Goethe se arraigó muy temprano en mí. Y nunca lo abandoné.

Padre también nos leía en voz alta. Una vez leyó –no recuerdo si fue en esa época o más adelante– “De los muertos a los vivos” de Freiligrath. Ese poema dejó una marca imborrable en mí. Lucha de barricadas… padre y Konrad luchando, yo recargando fusiles... fantasías heroicas.

Lise y yo éramos inseparables. Estábamos tan entrelazadas que no necesitábamos hablar para comunicarnos. Así de unidas estábamos. Tampoco podíamos jugar con otros lo que nosotras llamábamos juegos.Durante los últimos años de transición, al final de la infancia, ese jugar fue perdiéndose lentamente. Nosotras quisimos mantenerlo, lo intentábamos una y otra vez, pero había existido más allá de su tiempo y se había apagado por dentro. Recuerdo lo vacía que me sentía, para mí había sido una pérdida real. Nos deslizamos a nuevas formas, por lo general Lise y yo juntas, ella siguiéndome. La amaba tanto que me había propuesto nunca casarme; lo mismo Lise, ella estaría siempre a mi lado y de cierto modo me pertenecería. Tenía un corazón infinitamente bueno y era fácil de lastimar. A veces me tentaba el diablo a hacerlo. Ya cuando la había hecho llorar, me desgarraba por dentro. Le debo muchísimo a Lise por haber sido una modelo infatigable. Cuando yo dibujaba y no conseguía la pose como la quería, ella volvía a hacerla igual que antes y nunca se impacientaba…

... Siempre les estuve muy agradecida a mis padres por permitirnos a Lise y a mí pasear por las tardes en el centro. Un vez más: infinita confianza y ninguna pregunta. Lo único que nos pedían era que no paseáramos por Königsgarten, que era, más o menos, la zona de la Tauentzienstrasse. Sólo podíamos cruzarla si estaba de paso. Por lo general procurábamos hacerlo. Éramos vanidosas a nuestra manera, dejábamos que la bufanda volara en el viento y nos arreglábamos, nos poníamos como tontas y muy infantiles. Así durante el trayecto que atravesaba Königsgarten. Después todo mejoraba. Primero comprábamos cerezas o lo que hubiera, y luego comenzábamos a “callejear”, así lo llamábamos. Y eso era. Callejeábamos por todos lados, atravesábamos las puertas de la ciudad, nos embarcábamos sobre el Pregel y dábamos una vuelta por el puerto. Parábamos un rato y mirábamos a los estibadores cómo iban y venían de los barcos.

Cuántas veces, apoyadas en la baranda, vimos cómo se elevaban los puentes, cómo abajo, en el río, pasaban barcos a vapor y lanchas, vimos la muchedumbre que se formaba cuando llegaba una lancha con verduras, callejeábamos por el Palacio Real, callejeábamos por la Catedral, callejeábamos por las praderas del Pregel. Sabíamos dónde estaban los veleros, los graneleros llenos de jimkes