Danza de seducción - Abby Green - E-Book
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Danza de seducción E-Book

Abby Green

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Beschreibung

El tango era un baile argentino de posesión y pasión… y el magnate Rafael Romero quería que su matrimonio de conveniencia con Isobel se ajustara a los cánones de ese baile. Primero, iba a casarse con ella; después, la llevaría a la cama matrimonial para hacerla suya. Isobel no tenía elección, debía casarse con Rafael. Sin embargo, su intención era seguir siendo libre como un pájaro…

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Seitenzahl: 182

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Abby Green. Todos los derechos reservados.

DANZA DE SEDUCCIÓN, N.º 2082 - junio 2011

Título original: Bride in a Gilded Cage

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-359-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Promoción

Capítulo 1

DON Rafael Romero miró a la chica que tenía delante. Sabía que no se diferenciaría del resto de las jóvenes de su clase social en Buenos Aires, todas ellas ricas y mimadas. Era algo más pálida, quizá debido a que su padre era inglés; su madre, María Fuentes de la Roja, pertenecía a la aristocracia argentina.

Ese día, Isobel Miller cumplía dieciocho años y, por fin, había ido a conocerla. Ésa era la mujer... la chica con la que estaba prometido desde que él cumplió los dieciocho años.

–¡No puede obligarme a casarme con usted!

Isobel nunca se había sentido tan amenazada e intimidada. Tenía las manos cerradas en dos puños y se sentía rara e incómoda con ese ceñido vestido de satén que su madre le había obligado a ponerse esa noche para su fiesta de cumpleaños.

El hombre la miró fríamente y, con voz profunda, dijo:

–Me gustaría poder creer que su resistencia es sincera, pero lo dudo mucho; sobre todo, teniendo en cuenta que no tiene ni voz ni voto en este asunto. Cuando su abuelo vendió la estancia de su familia a la mía, decidió su destino –la boca de él se cerró en una fina línea–. Los dos consiguieron lo que querían. Su abuelo obtuvo el dinero de la venta más la promesa de que la estancia volvería a manos de su familia a través de un contrato matrimonial.

Isobel seguía sin comprender.

–¿Quiere decir que su padre se dejó engañar? Pero eso es...

–No, en absoluto –le interrumpió él–. A mi padre no le engañó nadie. Para empezar, mi padre tenía asuntos que zanjar con su abuelo, y era la única persona con ganas y dinero suficiente para comprar una propiedad tan enorme. Pero se aseguró de obtener lo que quería a cambio: un matrimonio dinástico entre su hijo, yo, y alguien con el linaje apropiado, usted. Aunque la fortuna de su familia deja mucho que desear en estos momentos, sigue siendo considerada uno de los pilares de la sociedad de Buenos Aires. Diez años atrás, cuando se cerró el trato, su abuelo sólo recibió el pago de la mitad del valor de la estancia. Mi padre, aprovechándose de ser abogado, se aseguró de que su familia recibiera la otra mitad el día de nuestra boda, el día en que usted cumpliera los veintiún años.

Isobel se tambaleó. A los dieciséis años, se enteró de que algún día llegaría ese día, pero lo había ignorado, pensando que de esa manera no se cumpliría su destino. La idea de un matrimonio de conveniencia con uno de los herederos de una de las fortunas de la industria de Buenos Aires le había parecido impensable; además, hacer el bachillerato en un colegio de Inglaterra y vivir con la familia de su padre había hecho que le fuera más fácil ignorar la realidad.

Pero la realidad estaba delante de ella en ese momento, burlándose de ella y de la absurda esperanza de que no se manifestara. El pánico le cerró ligeramente la garganta.

–Yo no tengo la culpa de que mi padre se viera obligado a vender la estancia y a hacer ese trato.

Le resultaba difícil asimilar lo que estaba ocurriendo. No había sido fácil para ella volver a Buenos Aires con la idea de decirles a sus padres que quería ir a Europa a estudiar danza. Siempre había encontrado sofocante la sociedad de Buenos Aires; sobre todo, después de pasar un tiempo con sus familiares ingleses, de temperamento más práctico y relajado. Nunca les había contado lo de su matrimonio, ya que les habría parecido casi medieval.

Los años de relativa libertad en Inglaterra le habían conferido un punto de vista objetivo respecto a su privilegiada posición social en Argentina, y se había dado cuenta de que jamás podría convertirse en la mimada esposa de un millonario, que era en lo que muchas de sus amigas argentinas se habían convertido a pesar de haber ido a estudiar a los mejores colegios del mundo.

Isobel se echó atrás al oír la breve carcajada de don Rafael Romero, y el corazón le dio un vuelvo al ver el resplandor de sus blancos dientes.

–¿En serio es tan inocente, Isobel? Nuestra privilegiada posición en la sociedad se basa en uniones de conveniencia, en matrimonios de conveniencia. Reconozco que éste en concreto parece algo más arbitrario que la mayoría, pero en el fondo es igual que el resto –esbozó una sonrisa extraordinariamente cínica–. Si creyéramos en matrimonios por amor, las capas sociales superiores se vendrían abajo en nada de tiempo.

Con un esmoquin ligeramente arrugado, la camisa blanca abierta y la pajarita deshecha, el soltero más codiciado de Buenos Aires estaba haciendo honor a su arrogante y cruel nombre. Rafael Romero era realmente un magnífico espécimen de virilidad.

El miedo a un matrimonio de conveniencia se apoderó de ella, pero la ira la hizo contestar:

–No soy inocente. Lo que ocurre es que los matrimonios de este tipo me parecen más propios de la Edad Media que de la actualidad.

Isobel había acompañado a sus padres al vestíbulo para saludar al recién llegado. La puerta de la casa había quedado abierta momentáneamente, por lo que había podido ver la portezuela posterior del coche de él también abierta, y le había dado tiempo a vislumbrar una larga pierna calzando un zapato de tacón... antes de que el chófer la cerrara.

Aunque había visto en fotos a Rafael Romero, aquélla era la primera vez que lo veía en persona, y nada la había preparado para el impacto que ese hombre causaba. Tenía la piel color oliva, el pelo negro como el azabache y los ojos parecían dos pozos de oscuros pecados. Sus facciones eran duras, casi crueles, sólo suavizadas por unos sensuales labios.

Por lo que había leído sobre él en Internet, sabía que era un magnate en el mundo de los negocios y un mujeriego, acostumbrado a imponerse sobre los demás sin miramientos. Y ella tenía que hacerle frente, hacerle ver que no se rendiría ante él.

Apenas un momento antes había despedido a sus padres, diciéndoles bruscamente:

–Déjennos. He venido aquí esta noche para hablar con su hija a solas.

Ahora, Isobel alzó la barbilla y dijo:

–¿Por qué ha venido aquí esta noche? Yo no le he invitado.

Él hizo una mueca con la boca, mofándose de ella.

–Debía saber que tarde o temprano nos veríamos. ¿Por qué cree que sus padres insistieron en hacerla volver de Inglaterra?

El pánico volvió a apoderarse de ella. El hecho de que su madre no le hubiera advertido de que él iba a ir la dejó helada.

–No vamos a casarnos –declaró Isobel con desesperación.

–En este momento, no –él se encogió de hombros–. Pero dentro de tres años, nos casaremos.

La idea de un futuro en Europa cada vez parecía más lejos de su alcance.

–Pero yo no quiero casarme con usted. Ni siquiera le conozco –le miró fijamente, empalideciendo–. No quiero este tipo de vida para mí. Y no me importa que me crea o no. Lo que más me gustaría es marcharme ahora y no volverle a ver en la vida, ni tampoco esta casa ni Buenos Aires.

El pánico había dado paso al horror que le producía la idea de pasarse la vida sometida a la voluntad de ese frío hombre.

–¿Cómo puede darle tan poca importancia? ¿Cómo se le ocurre venir a conocer a su futura esposa cuando, evidentemente, está en compañía de una mujer? ¿Sabe ella que está aquí hablando de su matrimonio?

Él sonrió con dureza.

–A la mujer que me espera en el coche no le importa lo que esté hablando con usted, siempre y cuando acabe en mi cama y debajo de mí. El matrimonio significa tan poco para ella como para mí. Ya se ha divorciado dos veces.

–Es usted despreciable –sin embargo, sus propias palabras traicionaron el hormigueo que sintió en el estómago.

–Soy realista. Esa mujer y yo somos dos adultos a los que nos gusta disfrutar sin las mentiras que acompañan a la mayoría de los amantes –entonces, la miró de arriba abajo con insolencia–. Cuando se haga mayor, puede que lo comprenda. Es evidente que aún cree en los cuentos de hadas.

Más enfadada que nunca, Isobel contestó:

–Es una pena que no se casara con la mujer por la que estuvo a punto de cancelar esta unión. De haberlo hecho, no estaríamos manteniendo esta discusión. ¿Le dejó porque no pudo soportar su cinismo?

Isobel notó la furia contenida en él tras la provocación. Ella se había referido al hecho de que ese hombre, ocho años atrás, había ignorado el contrato entre sus familias y se había prometido a otra mujer. Ella, por su parte, aún no había estado enterada de las repercusiones que eso iba a tener en su vida.

Pero aquel compromiso matrimonial se rompió y el contrato entre sus familias siguió siendo válido. Y a continuación, cuando ella cumplió los dieciséis años, sus padres le explicaron la situación.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que ella debía de ser la razón de la ruptura del compromiso matrimonial de Rafael con Ana Pérez. A partir de ese momento, la fama de Rafael como extraordinario hombre de negocios había ido acompañada por la fama que tenía de mujeriego.

–No –contestó Rafael fríamente–. No es ninguna pena que no me casara con esa mujer, sino una suerte. Cuando usted y yo nos casemos, será un negocio más, que es justamente lo que todo matrimonio debería ser.

–Pero usted no quiere casarse conmigo –dijo Isobel–. ¿Es que no puede darnos el dinero que queda de pagar por la estancia y dar por zanjado el asunto?

–No es tan sencillo.

Rafael la miró fijamente, acercándose a ella. Isobel tenía el cabello castaño y era más pálida de lo que le había parecido a simple vista, pero fueron sus ojos lo que más le llamó la atención. Eran enormes y marrones, oscuros y aterciopelados, con largas pestañas que proyectaban sombras en las ruborizadas mejillas.

Al instante, se dio cuenta de que Isobel, una vez pasara la adolescencia, se convertiría en una bella mujer adulta. Momentánea y sorprendentemente, sintió que la sangre se le subía a la entrepierna.

¿Por qué la estaba mirando de esa manera? Isobel volvió a hablar, con algo de desesperación en la voz.

–¿Por qué no es tan sencillo?

Isobel no era consciente de la expresión suplicante en su rostro ni se dio cuenta de la forma como Rafael contraía los músculos de la mandíbula. Él se la acercó un paso más y ella se sintió amenazada. A cierta distancia, Rafael Romero intimidaba; pero así, tan de cerca, era sobrecogedor. Y, de repente, ella encontró dificultad para respirar.

Rafael paseó los ojos por el cuerpo de Isobel, haciéndola enrojecer profundamente.

–No es como la imaginaba –dijo él casi con humor.

–Me temo que usted es justo como lo imaginaba –contestó Isobel al tiempo que daba un paso atrás, sintiéndose cada vez más amenazada.

–Lo tomaré como un cumplido –respondió Rafael–. Es usted bastante rebelde, ¿no?

–Si por rebelde se refiere a que tengo criterio propio y lo uso, sí, soy una rebelde. Y si cree que voy a resignarme y a acceder a un matrimonio de conveniencia con usted, lamento comunicarle que se equivoca. No tengo intención de resignarme y someterme a un purgatorio durante el resto de mi vida, que es lo que ocurriría si me convirtiera en la esposa de un playboy multimillonario.

Isobel sintió un intenso calor bajo la penetrante mirada de Rafael. Demasiado penetrante. Era como si Rafael viera algo de lo que ella nunca había sido consciente hasta el momento, que ya era una mujer. Inmediatamente, sintió algo líquido e ilícito en el bajo vientre, incluso más abajo. Hizo lo imposible por no moverse. Quería mirar a otro lado, pero esos oscuros e hipnóticos ojos se lo impidieron.

La futilidad de las circunstancias le golpeó con fuerza. El enigmático silencio de Rafael hizo que la tensión aumentara.

–No me va a decir que a usted le parece bien casarse conmigo, ¿verdad?

Los labios de Rafael endurecieron, igual que su mirada.

–Esta noche, he venido aquí con el propósito de conocer a mi futura esposa y esperaba encontrarme con una niña mimada, pero no ha sido así. Créame, no mucha gente consigue sorprenderme.

–No quiero sorprenderle.

–Lo lamento, pero así ha sido –declaró Rafael–. Reconozco que no me atraía la idea de casarme con usted, pero estoy empezando a cambiar de idea. A lo que hay que añadir que me inclino por un matrimonio de conveniencia. Y aunque no tengo ningún deseo de acostarme con poco más que una niña, estoy seguro de que cuando madure un poco más se convertirá en una mujer con la que podré convivir.

–¡Yo no soy una niña! –exclamó ella furiosa.

Rafael arqueó una ceja.

–¿No? Perdone, querida, pero todavía no es una mujer. Y, desde luego, no tiene la madurez suficiente para acostarse conmigo.

Encolerizada y ofendida, Isobel le espetó:

–Su cama está demasiado concurrida para mi gusto. No creo que deseara compartirla con todas las oportunistas de Buenos Aires empeñadas en ascender en la escala social.

Rafael se quedó atónito; después, lívido.

–¡Cómo se atreve a...! –le agarró un brazo y tiró de ella hacia sí, pegándosela al pecho.

Isobel no podía respirar. Con los ojos muy abiertos, vio descender la cabeza de Rafael y acercarse esos labios increíblemente sensuales. Un jadeo escapó de sus labios antes de que calor y oscuridad la envolvieran. Rafael sabía a whisky y a peligro, una mezcla intoxicante y adulta.

Los chicos que la habían besado en Inglaterra no la habían preparado para semejante asalto a los sentidos. Permaneció inmóvil durante unos momentos en los que sólo fue consciente del duro torso de Rafael contra sus pechos y de la dureza de su beso.

Sintió las manos de él acariciándole la espalda. Sintió sus dedos cuando le deshizo el moño y el cabello le cayó por los hombros. El mundo entero se transformó en la deliciosa locura de ese hombre, sus brazos y su boca sobre la suya. Una boca ardiente y exigente. Una lengua que la hizo juntar las piernas con fuerza en un vano intento de detener las pulsaciones en la entrepierna.

Rafael se apartó de ella.

Isobel, casi sin respiración, abrió los ojos. Tenía calor y estaba sudorosa y desorientada. Se sentía como si Rafael la hubiera marcado.

Rafael, tras asegurarse de que no iba a perder el equilibrio, retrocedió.

Sintiéndose profundamente humillada, Isobel no consiguió mirarle a los ojos. El rostro le ardía y se sentó en una silla que había al lado de ella. No podía fingir que el beso no la había afectado, no podía negar la evidencia.

–Como ya he dicho, eres demasiado joven, Isobel. Pero dentro de tres años, cuando nos casemos, lo estarás –declaró Rafael en un tono que dejaba vislumbrar cierta sorpresa–. Nuestra unión es inevitable, y estoy convencido de que será un buen matrimonio.

Rafael parecía estar hablando consigo mismo, como si ella no se encontrara presente. Ofendida, hizo acopio de valor y contestó:

–No voy a casarme contigo.

Los ojos de él aprisionaron los suyos.

–No tienes alternativa. Como he dicho antes, no tengo intención de correr el riesgo de perder la estancia. Deberías alegrarte de disponer de tiempo para hacerte a la idea. Cuando nos casemos, Isobel, te haré mi esposa en pleno sentido de la palabra.

La histeria se apoderó de ella. Nunca se convertiría en la esposa de Rafael, nunca. La idea de vivir en Buenos Aires casada con Rafael era para ella como una condena a cadena perpetua.

Isobel sacudió la cabeza.

–No, ni hablar. Me voy a marchar. Me voy a ir lejos. No me casaré contigo. Prefiero la muerte.

Una cínica expresión cruzó el semblante de Rafael.

–No dramatices, Isobel. Cuando nos casemos, simplemente estaremos haciendo lo que miles de personas han hecho antes que nosotros en nombre de la conveniencia y las herencias. Con el tiempo, madurarás y te transformarás en una mujer a la que pueda convertir en mi esposa y llevarla a la cama...

Isobel se sintió profundamente dolida. Aún no comprendía del todo el efecto del beso de Rafael, pero sí que él había demostrado que, sexualmente, la dominaba con facilidad. Pero la amenaza que suponían las palabras de Rafael la hicieron reaccionar instintivamente.

–No voy a dejar que un contrato me asuste. Yo no tengo la culpa de que mi abuelo se viera obligado a venderle la estancia a tu familia. No estoy dispuesta a casarme con alguien a quien desprecio.

Rafael sonrió levemente.

–El desprecio es una emoción muy fuerte para una persona tan joven. Escapa si eso es lo que quieres, pero puedes estar segura de que yo sabré dónde y qué estás haciendo en todo momento. Eres de Buenos Aires, Isobel, tu vida está aquí. En el mundo real, por tus propios medios, jamás sobrevivirías. Y no te aconsejaría que te casaras en secreto con otro, tanto para evitar tu destino o por amor. De hacer eso, puedes estar segura de que tu familia no cobraría un céntimo de lo que aún le queda por cobrar, que es una considerable cantidad de dinero, del que tu familia depende para sobrevivir en esta sociedad; sobre todo, si su situación económica continúa deteriorándose, como parecer ser el caso.

–Te odio –dijo Isobel con voz temblorosa–. Espero no volver a verte en mi vida.

Rafael, acercándose a ella, le acarició la mejilla con un dedo.

–Lo harás, Isobel, cuenta con ello. Vamos a ser felices juntos, ya lo verás.

Capítulo 2

Casi tres años después...

Rafael contempló la fotografía que tenía delante de él, encima del escritorio. Era una foto de Isobel en París del brazo de un apuesto joven en una calle concurrida. Aunque sabía que el joven era la pareja de baile de Isobel, y homosexual, no pudo contener la cólera. Era como si Isobel se estuviera burlando de él.

Desgraciadamente, había subestimado el poder de la belleza de Isobel, que había dejado de ser adolescente para convertirse en una mujer sumamente hermosa. Se había cortado el pelo, lo llevaba muy corto; y aunque a él el pelo corto no solía gustarle, reconocía que a Isabel le sentaba muy bien ya que realzaba su delicada estructura ósea, sus enormes ojos y las delicadas líneas de la mandíbula y la garganta, lo que le confería un aspecto increíblemente seductor e inocente.

Algo rayando en dolor le hizo reconocer que, casi con seguridad, Isobel ya no era la tímida virgen que había conocido a los dieciocho años. Sería imposible. Pero no sabía por qué le consternaba de esa manera, ya que jamás había deseado acostarse con una virgen y había querido que Isobel se convirtiera en una mujer antes de ello.

Rafael apretó los labios, seguro de que su deseo se había convertido en realidad.

Isobel había abandonado Buenos Aires a las pocas semanas de su encuentro y se había ido a París; allí, se había puesto a trabajar de profesora de tango. Según los informes que recibía periódicamente sobre ella, Isobel llevaba una vida sencilla y se ganaba la vida trabajando, como todo el mundo, por lo que su respeto por ella había ido aumentando con el tiempo.

Rafael sabía que Isobel no había recibido dinero de sus padres ya que éstos no podían permitírselo. Su situación económica había ido de mal en peor debido a malas decisiones, tanto respecto a los negocios como a las inversiones. Hacía unas semanas que habían ido a visitarle, y él les había asegurado que seguía con la idea de casarse con Isobel y, por lo tanto, no tenían de qué preocuparse. Los padres de Isobel se habían marchado con evidente alivio.

Rafael se giró en su sillón y, por la ventana, contempló la vista de la Plaza de Mayo. Sintió un hormigueo en el estómago. Había llegado el momento de hacer que su prometida volviera a casa y de casarse.

Tal y como su abogado le había dicho, y como él sabía muy bien, su negocio estaba empezando a atravesar un mal momento. Los clientes y los colegas empezaban a cuestionar su sentido de la responsabilidad debido a su soltería. Con mucha frecuencia, era el único soltero en los eventos sociales. Jamás lo habría creído posible, pero ahora pensaba que el matrimonio tenía muchas ventajas; entre ellas, la idea de compartir la vida y la cama con una hermosa mujer.

Se trataba de una decisión desde el punto de los negocios, nada más. Un matrimonio de conveniencia, como muchos otros en aquella ciudad.

–Muy bien, Lucille, sigue volviendo a juntar los pies. Marc, sujétala bien, con más firmeza, no estás dándole a Lucille el apoyo suficiente...

Isobel observó a la pareja antes de pasear la mirada por los otros bailarines de su clase, examinando su evolución.