De la independencia editorial - Julien Lefort-Favreau - E-Book

De la independencia editorial E-Book

Julien Lefort-Favreau

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Beschreibung

Exactamente, ¿qué significa ser independiente en el mundo del libro? ¿De quién o de qué son independientes las editoriales y las librerías? Y, sobre todo, ¿independientes para qué, con qué fin? ¿Qué tipo de edición independiente puede ser un modelo viable? Las reflexiones de Julien Lefort-Favreau describen un panorama cada vez más amenazado en distintas formas por los conglomerados mediáticos y los gigantes de la web, pero en el que, paradójicamente, florece un pujante espacio independiente para el libro. En este contexto, es urgente aclarar el concepto de «independencia» para editoriales y librerías, y este debe ser fruto de un análisis y debate conjunto y colectivo, porque, ¿qué sentido tiene ser independiente estando solo?

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DE LA INDEPENDENCIA EDITORIAL

el lujo de ir a contracorriente

Julien Lefort-Favreau

Traducción de Sofía Tros de Ilarduya

Trama editorial

© Julien Lefort-Favreau, 2021

de la traducción

© Sofía Tros de Ilarduya

de esta edición

© Trama editorial, 2024

Zurbano, 71,

28010 Madrid

Tel.: 91 702 41 54

[email protected]

www.tramaeditorial.es

ISBN: 978-84-128351-7-5

índice

introducción

i. tentativas de definición

ii. el canto de sirena de la independencia

iii. la independencia en las estanterías

iv. andré schiffrin y éric hazan, emblemas de una independencia radical

v. p.o.l.: vanguardia y compromiso

vi. el editor liminar: paradojas del mercado editorial de quebec

conclusión

agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Comenzar a leer

Agradecimientos

Notas

introducción

En el año 2009 la policía interroga a Éric Hazan, fundador y editor de La Fabrique, y le conmina a confirmar el vínculo entre Julien Coupat y el libro La insurrección que viene, firmado por un colectivo anónimo, el Comité invisible, para apuntalar la acusación de terrorismo contra Coupat. Unos meses antes, a finales de 2008, la policía detuvo a diez personas sospechosas de haber saboteado la catenaria de un TGV, entre ellas a Julien Coupat y a su mujer. Pero las pruebas son básicamente circunstanciales y, como el desarrollo de los acontecimientos demostrará, la policía se inventa todo el caso porque busca un pretexto para arrestar a los miembros de la comuna «anarcoautónoma» de Tarnac. Aun así, en esta siniestra historia hay motivos para alegrarse: desde hace mucho tiempo –desde la guerra de Argelia–, la policía francesa ha subestimado el potencial subversivo de los libros. Como un escándalo aumenta las ventas, el libro del Comité Invisible gana visibilidad y pasa de 8.000 ejemplares vendidos a más de 50.000. El colectivo no firmó contrato de edición; el editor solo tiene que declarar que desconoce la composición del Comité1. En esta ocasión no hay que rendir cuentas a nadie. Su independencia queda a salvo.

Mi hijo sacó en préstamo de la biblioteca municipal del pueblecito canadiense donde vivo The Book Hog; muy probablemente lo atrajo el color rosa casi agresivo de la cubierta. El cuento relata la historia de un cerdito analfabeto con mucho afán de libros, que aprenderá a leer en la biblioteca con la ayuda de la señora Olive, la bondadosa bibliotecaria elefanta. Mientras tanto, se apodera de todos los libros que encuentra en cualquier sitio, en los bazares, en la basura, pero también en las librerías. Lo vemos ir a la librería Wilbur’s Books, cuyo cartel especifica que es independently owned and operated. The Book Hog es una fábula muy bonita sobre la lectura compartida y el placer casi sensual que proporciona: alaba el olor de los libros y el ruido de las páginas al pasar. En cierto modo también hace apología de los centros de meditación. Cuando el cerdito está solo anda deambulando y no lee, pero con otras personas consigue descifrar los signos de la página y entrar realmente en el universo de la literatura. Los personajes son unos graciosos animales y el diseño del libro es de estilo antiguo: en la última página aparece un carné de biblioteca ficticio y el protagonista va en Vespa. El cuento tiene todo lo necesario para que le guste a un padre hípster y, más insidiosamente, para normalizar la idea de que el amor a los libros pertenece a tiempos pasados. Leer es antiguo. Pero The Book Hog lo publica Hyperion-Disney, un sello del grupo Hachette Book, que pertenece al grupo empresarial Lagardère Publishing. Es muy difícil saber exactamente quién pertenece a quién en la galaxia de los libros sin tener delante y constantemente actualizado el complicado organigrama del mundo de la edición. En pocas palabras, a diferencia de la bonita librería a la que acude el protagonista porcino, aseguramos que esa editorial ni está en manos independientes ni actúa de manera independiente. En Quebec se diría que «los botines no siguen a los labios», una manera de subrayar que hay una contradicción entre las palabras y los hechos. Mi hijo no es consciente de esa contradicción; yo un poco más.

En el número 327 de la revista Liberté aparece un anuncio de la editorial Alto de Quebec en el que se describe a sí misma como una «editorial sorprendente», un juego de palabras en francés que se basa en la originalidad para dirigirse a sus futuros lectores. Y la lista de novedades tiene una entradilla con este eslogan no menos curioso: «Publicar poco, publicar mejor». Me parece raro, a la hora de promocionar las novedades de otoño de un editor, por muy pequeño que sea, destacar la labor editorial como tal, en lugar de ensalzar una experiencia de lectura (¡Libros que cautivan! ¡Aventuras sensacionales!), por ejemplo, o el aura carismática de los autores (¡Lo nuevo de Marc Lévi, por supuesto!). Es verdad que el público reducido de la revista Liberté está informado y es bastante literato, por decirlo de algún modo, pero ese anuncio tampoco aparece en una publicación dirigida a los profesionales del libro como Livres Hebdo. Alto y Le Tripode, entre otras, se permiten el lujo de tener un catálogo pequeño, a pesar de los imperativos económicos que obligan a la mayoría de las editoriales a publicar para mantener su tesorería, y convierten el decrecimiento en identidad de marca, en una época en la que según parece el lector está perdido delante de una producción editorial cuantitativamente importante y cualitativamente débil.

El 3 de septiembre de 2019, el Globe and Mail, principal diario canadiense, anuncia el cierre de la librería Ben McNally para 2020. La librería, que está en pleno centro de Toronto, abrió sus puertas en 2007 y las circunstancias que la han llevado al cierre trece años después son demasiado comunes: como parte de una remodelación llamada, aparentemente sin ironía, The Bay Street Village, la tienda será sustituida por un callejón que unirá Bay Street con la calle trasera. Para mí esto es un torpe asunto de gentrificación que enfrenta al tendero modesto contra el ambicioso propietario inmobiliario. La subida de los precios de los bienes inmuebles no es precisamente una novedad, pero esta anécdota puede verse como el ejemplo de un paradigma que no tiene nada de tranquilizador para el futuro de las grandes ciudades: la rentabilidad de los negocios dedicados a los bienes culturales es difícilmente compatible con la especulación inmobiliaria. En el centro económico de Canadá, una librería independiente es una librería cerrada. Vale más vender café.

En noviembre de 2018, en Quebec, la oferta de Amazon para patrocinar el Prix Littéraire des Collégiens provocó indignación. Este premio lo falla un jurado formado por estudiantes y se concede a una obra de ficción de Quebec. El mecenazgo de Amazon se justifica con la necesidad de encontrar nuevos patrocinadores, después de que el Gobierno fuera desentendiéndose gradualmente del premio. La financiación resulta cara, porque los organizadores del premio se comprometen a la distribución de 3.000 ejemplares de los libros nominados ante ochocientos escolares, a una gira de encuentros con los autores y entregan una beca de 5.000 dólares al ganador. En 2009, Amazon ya se había encargado del premio canadiense equivalente en inglés, el First Novel, que lo presenta una revista –independiente– The Walrus. Es inútil preguntar a quién beneficia el delito. Al final, la edición de 2019 del Prix littéraire des collégiens se celebró sin el apoyo de Amazon por múltiples presiones, sobre todo por las de los autores nominados. Estos patrocinios demuestran lo atractivas que pueden resultar para Amazon las iniciativas cuyo valor simbólico es inversamente proporcional al valor comercial. Es probable que Amazon vea en ellas una oportunidad para reducir la edad de sus clientes, pero, sobre todo, para unirse a proyectos «independientes» y mejorar su identidad de marca. Los gigantes hegemónicos del mercado del libro son como vampiros que se alimentan de la sangre fresca de los lectores jóvenes. Podemos considerar estos hechos como la prueba irrefutable de la capacidad de reciclaje de Amazon.

En el otoño de 2017, muchos actores del mundo del libro protestaron contra la presencia de la obra Bande de Français, del novelista francoisraelí Marco Koskas, en la lista del premio Renaudot; un libro autoeditado y distribuido en Amazon. No niego que esta reacción crispada desprenda un tufo a elitismo, sobre todo cuando es de sobra conocido el dominio absoluto del famoso trío Galligrasseuil2 en los grandes premios, pero la autoedición nunca ha tenido buena prensa y en gran medida es por razones legítimas. Pensar que un manuscrito que han rechazado todos los editores y luego se ha descargado en Amazon pueda compararse con una obra que han leído, vuelto a leer y pulido varios profesionales del libro es tener una idea mal formada del oficio, no una visión democrática de la edición. Esta polémica pone de manifiesto principalmente la precariedad generalizada del ecosistema del libro y por lo tanto su vulnerabilidad frente a los grupos empresariales que amenazan la propiedad y la difusión de los contenidos intelectuales. El nuevo fenómeno de autoedición «por encargo» es la señal de una disgregación de la cadena del libro; a la concentración editorial no le gusta compartir sus beneficios con intermediarios.

En mis investigaciones, he identificado tres tipos de independencia editorial. En primer lugar, algunos discursos y prácticas parecen justificar una independencia estética, acepción que coincide significativamente con el concepto de vanguardia, como veremos más adelante. En segundo lugar, nos encontramos con unas declaraciones de independencia política o ideológica de los editores frente al Estado, los grupos de presión y el aparato judicial. Y, por último, la independencia se define directamente en el plano económico y se desarrolla sobre la base de una oposición fundamental al gran capital. Las tres tendencias se entrecruzan constantemente, incluso terminan por ser indiscernibles y constituyen lo que Olivier Alexandre, Sophie Noël y Aurélie Pinto llamaron, muy acertadamente, el «relato de la independencia»3.

Esta obra no es un trabajo erudito que obedezca a una neutralidad axiológica absoluta. Se apoya en datos útiles de otros investigadores. Tampoco es una publicación polémica, aunque se posicione de manera rotunda sobre ciertas apuestas específicas. Es probable que se sitúe a medio camino entre estos dos polos. Mi trabajo, más modestamente, persigue aclarar el término «independencia», algo degradado y cuya confusa definición acaba por tener efectos nocivos en el terreno editorial, en su estructura, en el alcance de los gestos de resistencia de sus actores y en cómo pueden plantearse los lectores la recepción de las producciones culturales exigentes que existen en el espacio público. Esta obra es una crítica a la falta de esencia de una palabra, además de una reafirmación de su potencial emancipador.

Para definir con la máxima precisión posible el concepto de independencia, presentaré una perspectiva de sus diferentes usos en Quebec, en Francia, en Estados Unidos y en el Canadá anglófono –no cabe duda de que un estudio internacional sería más útil, pero desgraciadamente no tengo esa capacidad–. Analizaré los discursos que hasta el presente han contribuido a delimitar la independencia para comprobar qué valores y prácticas divergentes pueden acotar realmente, cuáles son sus escenarios y sus ritmos.

¿Independiente de quién? ¿En relación con qué? Y ¿con qué fines? Yo propongo elaborar una definición más descriptiva que prescriptiva de la independencia para acabar de una vez por todas con su fetiche enarbolado como concepto pantalla que permite amalgamar discursos y prácticas contradictorios. Quiero describir situaciones de independencia y ver cómo ahí se juegan unas luchas políticas que van más allá de la publicación de libros. Acabar con este fetiche también es una manera de considerar todas las estrategias posibles para suscitar la aparición de ideas radicales, sin dogmatismo. Hay que actuar con astucia para que los independientes puedan ocupar el espacio que los grandes grupos editoriales han dejado vacante o han ignorado. Si fuera más pesimista, el título de este libro sería Las ruinas de la edición. Soy profesor de literatura, no sociólogo, y este libro nace de una creencia en el poder transformador de los textos. Pero también surge de una preocupación: si los libros desaparecen –al menos algunos libros– ¿se convertirá el espacio público en un gran supermercado aséptico, dedicado a la venta de productos tipificados? Esta amenaza no es nueva, por supuesto, pero este libro hace un balance de la situación actual.

Los grandes grupos mediáticos y los gigantes de la web parecen amenazar a la industria cultural hasta el punto de que una definición insuficiente puede tener consecuencias fatales. Es urgente designar con precisión los discursos y las prácticas de los editores, no para juzgarlos en el Tribunal Supremo de la virtud política, sino para ver quién, históricamente y ahora más que nunca, sirve a la amplia difusión de obras difíciles y de ideas radicales y para comprender que esas obras difíciles y esas ideas radicales emergen de estructuras de edición equitativas. ¿Cómo puede desarrollarse y mantenerse una industria alternativa del libro que se oponga al pensamiento uniforme que resulta de, entre otras cosas, la concentración del mercado editorial? ¿Hasta qué punto la censura comercial ha sustituido o reforzado las formas de control de la palabra más tradicionales? En este libro relato la historia de una búsqueda de la independencia que nunca se ha conquistado completamente y que siempre está en tela de juicio y amenazada.

El debate que planteo podría llevarnos a otro más amplio sobre la posibilidad de hacer avanzar ideas radicales y formas estéticas heterodoxas en el espacio intelectual y, por extensión, de «radicalizar» la democracia. El capitalismo avanzado trabaja para destruir la geografía de nuestras ciudades y de nuestros entornos laborales, para cosificar las relaciones humanas, para prostituir la noción de creatividad y quitar su esencia a las ideas. Si las ideas exigentes ya no se dan, si resulta muy complicado publicar novelas de seiscientas páginas, poemas traducidos, investigaciones sociológicas o panfletos contra Macron (o Trump o Trudeau), la capacidad de criticar nuestro mundo para renombrarlo mejor va erosionándose lentamente. La defensa de la independencia editorial debería ser prioritaria en los debates políticos, fundamentalmente porque también está unida a las apuestas por la libertad de prensa y por la libertad académica.

Sin embargo, me gustaría evitar una definición demasiado restrictiva de la independencia: como antes mencionaba, la noción tiene, a veces, rasgos en común con la vanguardia y es bien sabida la tendencia a excluir y excomulgar a la última. Entonces, hay que reinventar la unión secular entre vanguardia política y vanguardia poética y añadir nuevos datos a la ecuación. ¿Cómo se desarrollan las vanguardias intelectuales en escenarios «institucionales» específicos? ¿Qué impacto tiene esto en los modos de actuar, es decir, en las prácticas económicas alternativas que, a veces, se acercan a la artesanía? La independencia que describo en este libro no es un clan; es el nombre de un conjunto de soluciones negociadas de manera constante con fines fundamentalmente pragmáticos; negociaciones entre el arte y el dinero, entre las ideas y el negocio, entre la pureza del «mundo de las ideas» –gracias, Platón– y el campo concreto de las batallas radicales –gracias, Marx–. Este libro no pretende denunciar a los vendidos.

La resistencia anticapitalista pasa por múltiples luchas locales, y entre ellas está la pelea por conservar los espacios del saber y de la cultura. Lo que se llama la «independencia editorial» se refiere a las ideas difundidas y, a la vez, a los medios de producción que, en última instancia, influyen en los contenidos. Esta obra ofrece el análisis de una franja relativamente marginada del mercado editorial, pero crucial para el equilibrio de esta industria. Decidí centrarme en el universo del libro, el meollo del extraño negocio de las formas de discursos difícilmente rentables. ¿En qué medida puede la edición independiente constituir un modelo económico? ¿En qué medida los desafíos que tiene que superar reflejan los problemas de la industria cultural en general? ¿En qué medida los debates que suscita pueden informarnos sobre las formas contemporáneas de control de la palabra y la maliciosa reducción del espacio democrático?

Algunas veces, defender la independencia de las letras y de las ideas puede parecer una ambición anticuada. Pero quizá solo es porque hay que revaluar el propio concepto de independencia a la luz del contexto intelectual y económico vigente. ¿De qué tiene que liberarse exactamente un editor? En el territorio francés del siglo xix, innegablemente del clero o del poder; durante la guerra de Argelia, del autoritarismo gaulista; en el Quebec de los años sesenta había que fundar instituciones laicas y públicas para acabar con Duplessis. ¿Y ahora? ¿Basta con abuchear a Amazon? Probablemente no. Como antes decía, Amazon tiene la capacidad de aprovecharse de todo, incluso ha llegado a vender el panfleto Contra Amazon de Jorge Carrión. Las agresiones a la independencia superan con mucho la actividad de Amazon. Hay que revisar todo un ecosistema: desde los medios de producción a los medios de difusión, desde la manera de pensar y escribir hasta los hábitos de lectura. Sea como fuere, se diga lo que se diga, la situación de independencia remite a la protección de las ideas y de la literatura fuera del mundo de las vicisitudes del comercio. El desprecio con el que los medios literarios e intelectuales consideran el dinero o las finanzas es peligroso pero vital: este es el quid de la paradoja. Parece claro que la defensa de la independencia compromete a todos los actores del ecosistema del libro, a intelectuales, escritores, libreros y lectores. Y esa defensa es a menudo editorial simbólica y legalmente. El editor es responsable de los textos que publica y de su difusión. Incluso a veces puede mantener un discurso en la esfera intelectual y convertirse, a su manera, en un intelectual (aquí, el masculino subraya la situación significativamente «generizada» del asunto), pero un intelectual esquizofrénico, que se debate continuamente entre el comercio y la vida de las ideas.

En estas páginas intentaré considerar al editor como un productor y prescriptor de discursos y de prácticas, que, de facto, pone en duda la separación entre vida intelectual y vida material, una división del trabajo heredada de una ideología perversa. ¿La edición independiente debe resignarse a sufrir presiones económicas casi inevitables o debe intentar por todos los medios posibles sabotear el centro del poder y los discursos que lo legitiman? Históricamente el libro ha sido, y aún sigue siendo, un transmisor privilegiado del pensamiento subversivo y de las ideas marginales. Entonces, la lucha por la independencia es radicalmente política porque aspira a conservar los espacios de debate.

1tentativas de definición

Jérôme Vidal escribe: «La autodesignación de “edición independiente” tiene un valor descriptivo, desde luego, pero también la función de producir una imagen alentadora, de legitimación social, que puede ocultar el hecho de que la edición independiente no es algo aislado socialmente ni una realidad homogénea y que las fronteras que la separan de la “edición condicionada” no están definidas claramente»4. Así que la independencia se define con frecuencia en negativo, es decir, por la no pertenencia a un grupo de empresas mediático. Pero esto no bastaría para fijar las distintas acepciones de la palabra que circulan en el universo de los discursos. Antes de ir más lejos en la exposición de las paradojas de la independencia, conviene recordar rápidamente los fundamentos históricos y teóricos de la noción. ¿Independiente de quién? ¿De qué? Esta reflexión se inicia bajo los auspicios de una falta de nitidez en la definición de la palabra «independencia». Esta falta de nitidez está justificada.

Olivier Alexandre, Sophie Noël y Aurélie Pinto intentaron definir la noción dentro del contexto de la industria cultural –tradicional y digital–, en una obra colectiva que se titula Culture et (in)dépendance5. La independencia hace referencia a fenómenos políticos y a la vez culturales o, más exactamente, a las apuestas ideológicas inherentes a las producciones culturales y a sus condiciones de circulación. Esta noción cambia de significado según designe obras artísticas específicas, lugares de mediación y también medios de producción. Alrededor de esta noción central se introduce un conjunto de nociones próximas, «cada término revela implícitamente un antónimo y muchos opuestos: alternativo, indi, underground, de vanguardia, de nicho, de creación, frente a las grandes productoras, la tendencia convencional, el consumo de masas, la cultura dominante y el sistema de estrellato»6. Para estos tres autores y sus colaboradores, lo primero y principal es mostrar la manera en que la independencia se construye como un relato; como un conjunto de prácticas profesionales ancladas en los modos de organización del trabajo; como una suma de apuestas institucionales que van a modificar el curso de este relato y como un replanteamiento de fronteras geográficas y simbólicas, porque no se limita a usos locales y circunstanciales.

Pero, en primer lugar, delimitemos la palabra «independencia» en el contexto específico del ecosistema editorial dando un rodeo por la noción de autonomía. Empecemos con la literatura. En Las reglas del arte, el sociólogo Pierre Bourdieu traza la génesis de un campo literario autónomo en Francia. Con el término «campo» se refiere a una parte del espacio social que ha adquirido un relativo grado de autonomía respecto a factores externos. Cada campo –literario, artístico, científico, etcétera– cuenta con un conjunto de reglas, prácticas y modalidades de discurso que transmiten y reproducen lo que Bourdieu llama «agentes» (yo también diría: participantes y actores), que mantienen entre ellos un equilibrio de poder.

En Francia, durante el siglo xix la literatura se liberó gradualmente del Estado, de la Iglesia y de sus tutelas ideológicas y económicas para constituir un campo autónomo. Es cierto que el aumento de lectores –por el doble efecto de la democratización de la imprenta y de la escuela republicana– ofrece nuevas posibilidades a los escritores y a sus editores, pero muchos de ellos critican un nuevo sometimiento, una enfeudación a los valores del comercio. Esto es lo que Bourdieu llama «la escisión del campo literario», que en ese caso se divide en un polo de gran producción, más fácilmente ajustable a los gustos del público, y un polo de producción reducida, es decir, el conjunto de textos que, a priori, se dirige a un público limitado y que sus valores vanguardistas lo confinan a una relativa marginalidad. Bourdieu muestra hasta qué punto esta economía al revés –a mayor valor comercial menor valor simbólico tiene una obra y viceversa– se apoya en la promoción de valores altruistas y en la negación de la economía. Los agentes del polo reducido hacen de todo para separar su práctica artística de las leyes del comercio. Lo que a finales del siglo xix se llama la doctrina de «el arte por el arte». Esta configuración explica, hasta cierto punto, la fuerza del entrelazado entre las vanguardias poética y política en suelo francés. Volveremos a este asunto en el capítulo dedicado a la editorial P.O.L.

Con otras palabras, Bourdieu identifica de manera precisa la tensión moderna entre el arte y el dinero, que se cristaliza en el siglo xix bajo el impulso del capitalismo industrial emergente. Pero es preciso preguntarse qué ocurre hoy, que el capitalismo se ha vuelto cognitivo y global, con este problema sin resolver. Si autonomía significa indiferencia respecto a las presiones heterónomas, el estudio de Bourdieu es claro: el empoderamiento del campo literario se hace a costa de una nueva dependencia de las leyes del mercado. Así que, de nuevo, solo existen situaciones de autonomía relativa o de autonomía diferenciada.

Las reglas del arte