De la metodología a la argumentación en ciencias sociales - Fernando Carretero Leal - E-Book

De la metodología a la argumentación en ciencias sociales E-Book

Fernando Carretero Leal

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Beschreibung

Esta obra es un fruto de la necesidad de reflexionar acerca de la metodología. Como señala el autor, hasta bien entrado el siglo XX, el término pasó de significar la reflexión lógica y epistemológica sobre el conocimiento y su producción sistémica, a la instrucción técnica en procedimientos específicos de investigación. Esta transformación ha provocado lagunas en la formación de los estudiantes de posgrado, quienes presentan dificultades en entender aspectos elementales de la metodología en sentido estricto (es decir, filosófico). Es a raíz de esta carencia que el autor ha escrito una gran variedad de artículos y capítulos de libros dedicados a estos temas, de entre los cuales ha elegido los que han sido leídos con más interés y provecho para ofrecerlos en esta antología, y así abonar en la formación de los estudiantes de posgrado, al igual que en la de cualquier lector interesado en el tema.

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De la metodología a la argumentación en ciencias sociales

se terminó de editar en septiembre de 2021

en las oficinas de la Editorial Universidad

de Guadalajara, José Bonifacio Andrada 2679,

Lomas de Guevara 44657 Guadalajara, Jalisco.

Índice

Prefacio

1 El problema fundamental: la disociación entre marco teórico y datos empíricos

2 ¿Qué son y para qué sirven las hipótesis en la investigación?

3 ¿Qué es una teoría?

4 ¿Qué es un modelo teórico?

5 Un ejemplo desarrollado de modelo teórico

6 ¿Cómo se argumenta en un informe de investigación?

Bibliografía

A la memoria de

Fernando Pozos y María Luisa Chavoya,

pioneros de las ciencias sociales en Guadalajara

Prefacio

Este libro es un fruto de la necesidad. En 1991 fui invitado a impartir los seminarios de metodología de la investigación programados para los dos primeros semestres del recientemente creado Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de Guadalajara en México. La invitación me tomó por sorpresa. En efecto, por aquella época yo era, junto con todos o casi todos, víctima de la pérdida o al menos transformación de sentido que la palabra “metodología” tuvo hasta bien entrado el siglo xx: de ser un término que había significado la reflexión lógica y epistemológica —de hecho, por momentos, incluso metafísica— sobre el conocimiento y su producción sistemática, la palabra había acabado por significar la instrucción técnica en procedimientos específicos de investigación.

Dado que, en materia de tales procedimientos, mi experiencia estaba limitada al trabajo de campo en lingüística, y más concretamente en sintaxis, yo no parecía ser un candidato idóneo para impartir aquella asignatura. Mis futuros alumnos eran sociólogos, antropólogos, politólogos, comunicólogos, historiadores, demógrafos, psicólogos, y tal vez algún economista o geógrafo; pero ninguno de ellos necesitaba saber cómo hacer que informantes de lenguas “exóticas” produjesen oraciones de ciertas características o las evaluasen como más o menos correctas o probables, mucho menos a construir poco a poco, a partir de tales materiales, una gramática descriptiva de la lengua del caso, todo lo cual hubiesen sido cosas que me sentía preparado, tanto teórica como prácticamente, para enseñar de manera técnica.

Sin embargo, las amables personas que me invitaban a impartir tal curso me dijeron que su interés era más bien en un profesor con formación de filósofo (que también la tenía), pues el problema que ellos habían detectado no residía tanto en el terreno de los procedimientos concretos de investigación, los cuales por lo demás —me aseguraban— se aprenden sobre la marcha, en el terreno, y con el apoyo de tutores, asesores y supervisores de proyectos doctorales, sino más bien en el más general y abstracto propio de la reflexión para la que originalmente se había inventado el término de metodología. Aparentemente, este tipo de curso no técnico había sido eliminado en otros doctorados similares, y eran los propios estudiantes los que habían protestado y seguían protestando contra su abolición, con lo cual el flamante programa en Guadalajara buscaba evitar el mismo error.

Este seminario, que impartí de manera regular de 1991 a 2011, y de allí hasta ahora solamente de manera esporádica, me ha enseñado que las mencionadas protestas de los estudiantes estaban fundadas. A pesar de que los candidatos doctorales están obviamente muy por encima de la media nacional en cuanto a inteligencia y dedicación se refiere, por razones que se me escapan padecen lagunas en aspectos elementales de la metodología en sentido estricto (es decir, filosófico). De hecho, he tenido con frecuencia la oportunidad de dar seminarios de metodología similares en otros posgrados orientados a la investigación, y siempre me he topado con los mismos problemas. Tales problemas metodológicos, por lo demás, tienen repercusiones enormes en la calidad tanto de la argumentación como de la escritura. A riesgo de ser herético, he llegado a la conclusión que no hay en rigor solución de continuidad entre las áreas de la metodología de la investigación, la escritura académica y la argumentación, si bien tanto los cursos en estas tres áreas como los libros de texto al uso mantienen una separación poco fructífera entre ellas.

Las experiencias que de manera muy apretada acabo de describir, me fueron convenciendo poco a poco del interés que tendría llevar los temas que discutía en mis cursos más allá del público limitado de los participantes. De esa manera, he ido escribiendo una serie de artículos en distintas revistas y capítulos en libros colectivos, de entre los cuales he elegido los que me consta que han sido leídos con interés, y aparentemente incluso con provecho, por estudiantes de posgrado en mi país y en otros países de habla hispana, con el fin de reunirlos ahora, con algunas correcciones puntuales, entre dos tapas. A mi edad, ya sería muy difícil encontrar el suficiente ocio y energía como para escribir un manual de metodología de investigación en forma a partir de estos y otros materiales semejantes, pero espero que la antología que el lector tiene en sus manos supla al menos una parte de las necesidades de los estudiantes de posgrado del mundo hispanohablante.

Para cerrar, quisiera hacer notar que todas las citas de autores en otras lenguas han sido traducidas por mí para comodidad de mis posibles lectores.

Ajijic, Jalisco, 7 de mayo de 2020

1 El problema fundamental: la disociación entre marco teórico y datos empíricos1

I

Una experiencia común para alguien que, como el autor de estas líneas, imparte, por un lado, cursos de metodología y, por otro, lee e incluso dictamina protocolos de proyectos, tesis de grado, reportes de investigación y artículos en revistas o libros especializados, es la de constatar que dichos textos consisten con mucha frecuencia de dos partes claramente diferenciables:2

Por un lado, se nos presenta una serie de conceptos, acompañados a veces de algo así como definiciones más o menos adecuadas, y una serie de referencias, acompañadas con frecuencia por citas textuales a autores mucho, poco o nada compatibles entre sí.Por otro lado, se nos ofrece una serie de datos empíricos (cifras absolutas y relativas, correlaciones, acontecimientos, decretos, políticas, discursos) más o menos heterogénea y fiable, la cual se discute, analiza o interpreta sea independientemente de los conceptos y referencias de la primera parte, sea estableciendo apenas relaciones tenues con unos y otras.

En esta breve descripción he tratado de que cada palabra que uso tenga peso. En particular, rogaría al lector que sopesara debidamente el significado preciso de los términos técnicos de la metodología (concepto, definición, referencia, cita textual, dato empírico, heterogéneo, fiable, discutir, analizar, interpretar), así como de los modificadores adverbiales “algo así como”, “mucho, poco o nada” y “más o menos”. Esto último es importante porque de persona a persona, texto a texto, pasaje a pasaje, es posible observar gradientes notables en las bondades y déficits metodológicos de las investigaciones en ciencias sociales. En todo caso, la separación descrita puede ocurrir al interior de un mismo capítulo, sección, página o párrafo, o bien ser aún más extrema, de manera que el primer componente aparezca en un capítulo o serie de capítulos y el segundo en otro. Pero la separación está allí, ominosa, lastimosa, menesterosa de diagnóstico. Y no se trata solamente de un asunto de redacción, puesto que en la interacción oral (durante sesiones de tutoría, presentaciones en clase, discusiones en coloquios y exámenes de grado) se manifiesta también con frases como “tu hipótesis no tiene nada que ver con tu pregunta” o “no sé cómo interpretar mis datos” (ofrezco estos dos botones de muestra, confiando en que el lector conocerá otras frases similares). Tenemos, pues, no un síntoma aislado, sino un verdadero síndrome de disociación entre los datos y la teoría que supone debe ordenarlos y explicarlos, un síndrome que puede interpretarse (creo) de dos maneras muy diferentes:

Se trataría de una falla en las investigaciones particulares. En ese caso nos toca a nosotros los profesores de metodología corregirla, enseñando mejor a nuestros estudiantes cómo se organiza y lleva a cabo un proyecto de investigación. Este diagnóstico es el que me guía en lo personal. Por ello, mi experiencia docente ha sido la de una continua revisión de materiales, lecturas, ejercicios, tareas, presentaciones, argumentaciones, estrategias y estilos de exposición. Tal vez desde un punto de vista estrictamente práctico no sea posible adoptar un diagnóstico diferente.No se trataría de una falla corregible en tal o cual texto o exposición oral, sino de una situación inevitable en el estado actual de las ciencias sociales.3 Quiero decir que el marco teórico de nuestros estudiantes consiste básicamente en listas de conceptos y colecciones de citas porque en mucho casos no disponemos de nada mejor. Y si ese es el caso, entonces la falta de relación entre marco teórico y datos empíricos es inevitable.

El segundo diagnóstico es más jugoso y audaz que el primero, y está maduro para ser refutado; por ello es que quisiera dedicar este texto a desarrollarlo un poco. Además, el segundo diagnóstico conduce a un tratamiento completamente diverso que el primero, por cuanto los autores de textos y expositores de proyectos estarían bien mientras que quienes andarían errados serían solamente quienes tanto se preocupan y atormentan a estudiantes, auxiliares y colegas con el famoso marco teórico. Pero antes de empezar la discusión, quisiera decir que todo este asunto está nublado por la presencia de tres errores metodológicos graves que se cometen de continuo.

El primer error, y el más grave, es exigir que el proyecto tenga teoría al tiempo que no se explica qué es teoría. El estudiante de ciencias sociales es por ello el que menos culpa tiene de la desconexión entre marco teórico y datos empíricos que he descrito antes, toda vez que no sabe qué es exactamente una teoría y, por lo tanto, qué puede ser un marco teórico; y no lo sabe porque no se le ha enseñado.4 Cuando el estudiante de ciencias sociales se convierte en investigador, dicha carencia se magnifica, por cuanto ahora es alguien con autoridad el que habla de teoría sin que quede claro de qué está hablando. En este primer error se centrará el resto de este trabajo.

El segundo error, en orden de gravedad, es exigir que el proyecto tenga un marco teórico al tiempo que no se exige que tenga lo que podríamos llamar por analogía un “marco empírico”. Quiero decir que con bastante frecuencia el estudiante presenta un proyecto sobre tal o cual tema (p. ej., la pobreza, la corrupción, el fracaso escolar, la contaminación ambiental, el financiamiento de las campañas electorales, el uso del suelo en las ciudades, o lo que sea) y llena muchas páginas con discusiones abstrusas y conceptualizaciones alambicadas y etéreas, mediante las cuales trata de mostrar que sabe lo que los “teóricos” dicen sobre la realidad que él quiere investigar; pero ni nos presenta ni le exigimos (con exactamente el mismo énfasis con el que le exigimos el marco teórico) que nos exponga en detalle y con la mayor exactitud posible cuáles son los hechos relevantes, que nos demuestre que ha entrado o está entrando en conocimiento de lo que sabemos ya sobre esa realidad misma (p. ej., cuál es la pobreza global, nacional, regional según se la mida con tal o cual método; cuántos tipos de corrupción hay y cuánto ha aumentado un tipo o el otro en diferentes lugares a través del tiempo; cuáles son los niveles de análisis económico, sociológico, neurocognitivo que hay que tomar en cuenta a fin de determinar si la tasa de fracaso escolar está subiendo o bajando; cómo han cambiado las leyes sobre la contaminación ambiental, el financiamiento de las campañas o el uso del suelo, y si hay diferencias asociadas a cambios políticos, diferencias regionales, fenómenos financieros o comerciales; y en general qué ha pasado, cuándo, cómo y dónde). He tenido alumnos que no solamente no sabían los hechos más elementales que hubiera debido saber, ni siquiera conocían de qué tipo podrían ser o dónde se los podría buscar.5 Algo anda mal, porque, dicho en plata, un marco teórico sin un marco empírico es pura palabrería; y el no exigir eso desde el principio seguramente influye en la disociación entre teoría y datos de que estamos hablando.

El tercer error que se comete es plantear la exigencia de marco teórico como si un proyecto de investigación tuviera un solo marco teórico, y no más bien tres. En efecto, todo proyecto de investigación consta de exactamente tres partes fundamentales: 1) la pregunta de investigación, 2) la hipótesis de trabajo que responde de modo plausible y justificable a la pregunta de investigación, y 3) el diseño de prueba que busca averiguar hasta dónde la hipótesis de trabajo es acertada, es decir, responde correctamente a la pregunta de investigación. Pues bien, a cada una de estas partes le corresponde un marco teórico especial. No darse cuenta de esto es un error que depende de la poca claridad que reina sobre la estructura de la investigación, y de la facilidad con la que se confunde esta estructura (que es intrínseca al proceso de investigación como tal) con los machotes o formatos particulares que las distintas instancias administrativas y burocráticas ponen como requisito para los protocolos de proyectos (machotes y formatos que son accidentales y muchas veces alucinantemente irreflexivos). Algún lector protestará diciendo que no puede haber tres marcos teóricos (y si me concede el punto anterior, también tres marcos empíricos), ya que eso le restaría unidad al proyecto. La respuesta es que la unidad de un proyecto reposa exclusivamente en el razonamiento que conecta sus tres partes, y no en que se usen los mismos modelos o datos para sustentar tanto la pregunta como la hipótesis y la prueba. Veamos un ejemplo concreto. Los proyectos que utilizan análisis estadístico obviamente requieren de un marco teórico para el diseño de prueba en que el cálculo de probabilidades juega un papel importante, pero es posible que el cálculo de probabilidades no haya jugado ningún papel en el planteamiento y justificación de la pregunta de la que parte el proyecto; el marco teórico del diseño de prueba no es el mismo en este caso que el marco teórico de la pregunta de investigación. Más adelante veremos otros ejemplos. Pero el hecho de que en un caso concreto u otro podamos utilizar el mismo marco teórico (y eventualmente el mismo marco empírico) para dos o incluso las tres partes de un proyecto no invalida la distinción lógica.

Como podrá verse, el problema con el marco teórico no es simple, sino triple. En este trabajo me ocuparé solamente del primer error descrito, habida cuenta de que es con mucho el más grave y básico.

II

Cuando comencé a dar clase de metodología, entre las muchas cosas que asumí es que mis estudiantes (que eran inicialmente de doctorado) sabían perfectamente lo que es una teoría. Fue al paso de los años que me di cuenta de que eso no era así; el concepto de teoría era uno de los muchos conceptos lógicos y metodológicos (otros eran, p. ej., definición, explicación, mecanismo causal, ley y probabilidades) que ellos ignoraban o sobre los que tenían las ideas más vagas imaginables.6 Uno de mis últimos empeños como maestro de metodología (moviéndome aún dentro del primer diagnóstico) es tratar de enseñar ese concepto (y sus conceptos asociados). Hasta ahora he tenido un éxito muy parcial (creo), y eso me ha llevado a preguntarme más a fondo de qué problema estamos hablando realmente aquí. De allí que me arriesgue ahora a presentar una posible interpretación extrema del asunto.

Puede el lector imaginarse que, dada mi condición de observador externo, incluso de “extraño” y “visitante”, por decirlo en terminología microsociológica (Schütz, 1944), muchas de las cosas de que hablaban mis alumnos en sus presentaciones e intervenciones me resultaban al principio incomprensibles. Habida cuenta del carácter interdisciplinario de algunos programas de posgrado, ellas les resultaban igualmente incomprensibles a un buen número de sus compañeros de estudios también, lo cual no me consolaba para nada. De esa manera, consideré mi deber como maestro aprender lo más que pudiera de todas las ciencias sociales representadas por mi población de alumnos.

Al principio me dediqué a explorar aquellas que me quedaban más a la mano dada mi formación previa: por el lado de mi formación lingüística obviamente la sociolingüística, la etnolingüística, la sociología del lenguaje y la antropología lingüística, y luego las que resultaban inmediatamente afines, como la antropología cultural, la antropología simbólica, la etnometodología, la microsociología y la sociología cualitativa en general; por el lado de la filosofía, la llamada teoría política y al menos buena parte de la llamada teoría social. Esto último incluía en primerísimo lugar la lectura o, en algunos casos, relectura de los “clásicos”: Tocqueville, Comte, Spencer, Morgan, Maine, Quetelet, Le Play, Marx, Durkheim, Weber, Simmel, Frazer, Malinowski, Radcliffe-Brown, Parsons, por no citar sino los más famosos. Durante todo ese trayecto inicial, debo decir que mi impresión era que, desde el punto de vista teórico en sentido estricto, todo ese caudal de información dejaba mucho que desear. Para decirlo de una manera compendiosa, lo que encontré fueron tres cosas:

Enormes cantidades de datos empíricos de diversa índole y calidad (más precisamente de diversa validez, confiabilidad y representatividad).Colecciones de conceptos (unos mejor y otros peor definidos), acompañadas de especulaciones más o menos metafísicas sobre la vida en sociedad.Observaciones puntuales agudísimas, que se quedan a veces en meros aperçus, y a veces se desarrollan hasta constituir pequeños modelos de la realidad social.

Estas tres cosas me impresionaron de distinta manera. De entrada me sentí atraído por lo primero, los datos, y sigo pensando que el mayor título de gloria a que pueden aspirar las ciencias sociales es la gigantesca base de datos que han reunido en los aproximadamente dos siglos y medio que existen como tales.7 Cierto que hay problemas con la calidad de algunos de estos datos, pero aun así es admirable que la humanidad cuente con todo eso. Y cierto es también que hay controversias y confusiones acerca de cómo interpretar los datos, pero a pesar de ello es mejor tener datos que no tenerlos y el discurso está mejor informado si descansa en datos que en fantasías. Sin embargo, podemos dejar por ahora este primer elemento, ya que justamente los datos son sólo eso y no teorías. No faltará quien diga que necesitamos teoría para buscar y recolectar datos, aun antes de interpretarlos, o que la interpretación comienza antes de y para buscarlos y recolectarlos. Acepto que esta objeción tiene sentido, pero sólo retrasa el problema, ya que el punto no es la teoría implícita en los datos, sino la que somos capaces de explicitar. Recuerdo al amable lector: el marco teórico es, debe ser y exigimos que sea, explícito, articulado y discurrido.

Pasemos pues a los restantes dos elementos de mi lista. En cuanto al segundo elemento, me encontraba en terreno conocido: la filosofía en su ya larga historia no es justamente sino una serie de conceptos y especulaciones. Gran parte de la teoría política y la teoría social me parecía ser una mera continuación de la filosofía, y en esa medida algo muy distinto de la ciencia (cf. Leal, 2008). Lo que me llamaba la atención, y mucho, era que se dijese que todo eso era teoría. Cierto es que también nosotros los filósofos hablamos de “teorías filosóficas”, p. ej., de la teoría platónica de las ideas, la aristótelica o epicúrea del movimiento, la agustiniana, hegeliana o marxista de la historia, la cartesiana, lockiana, humeana, kantiana o russelliana del conocimiento, etc.; pero a ningún filósofo se le ocurriría pensar que esas teorías lo son en el mismo sentido que las científicas, p. ej., la teoría de la gravitación universal, la del electromagnetismo, la termodinámica, la de los enlaces químicos, la de precios, la electrodinámica cuántica, la genética, la sintaxis o la fonología. Para decirlo de una vez y sin rodeos: no puede hacerse nada científico sobre la mera base de este tipo de edificio intelectual, cuyos ladrillos son conceptos y su cemento, cuando los hay, mera especulación.8

Conviene en este punto diferenciar las cosas de manera un poco más delicada, a fin de evitar malas interpretaciones. Las clasificaciones, taxonomías, tipologías, listas de conceptos, etc. (p. ej., las numerosas distinciones de un Durkheim, un Weber, un Lévi-Strauss o un Bourdieu; las clases de un Tönnies o un Tarde; los estadios de un Vico, un Romagnosi, un Condorcet o un Comte; las tablas tetracóricas o policóricas de un Spencer, un Parsons o un Habermas) pueden ser acaso el comienzo de una teoría; pero creer que por sí solas constituyen teoría, como creen o dicen muchos, es un error bien descrito ya por Homans (véanse la nota 5 en este capítulo y el capítulo 4 de este libro). Por su parte, las especulaciones pueden en principio ser también el comienzo de la teorización, si bien los desbordes de la fantasía, y la falta de precisión en los términos que suele acompañar tales desbordes, pueden ser obstáculos insalvables. Desgraciadamente, muchas veces que se habla de teoría en ciencias sociales justo lo que se tiene en mente son estas pseudoteorías.

¿Qué pasa con el tercer elemento de mi lista, las observaciones aperçus, minimodelos? Nadie puede negarles el carácter teórico. Sin embargo, debemos tener bien claro que en todos esos casos se tratan de esquemas explicativos, unos más grandes, otros más pequeños (algunos de ellos tan pequeños que casi se confunden con datos). En cuanto tales, están todos o casi todos lógicamente sueltos, no estrechamente encadenados en teorías generales.9 Cuando hablo así, no pretendo denigrar, sólo describir. No hay nada qué denigrar en algo que es la marcha normal de la ciencia. Todas las grandes teorías científicas (véase la lista dada más arriba) comenzaron como pequeños esquemas explicativos, micromodelos parciales que describían y explicaban porciones, unas mayores que otras, de la realidad mecánica, astronómica, química, eléctrica, magnética, óptica, acústica, calórica, industrial, comercial, sintáctica, fonológica, etc.; pero con el tiempo fueron integrándose en meso- y macromodelos cada vez más poderosos hasta que de esa unión comenzaron a formarse teorías verdaderamente generales (la teoría de la gravitación universal es justamente celebrada como la primera de ellas). Esta es por cierto la verdadera lección histórica del famoso libro de Kuhn (1962), la cual no suele citarse ni comentarse: resulta más fácil repetir, con frecuencia de segunda mano, las tesis —mucho más dudosas, ambiguas y obscuras— que el celebrado autor lanzó al mundo sobre paradigmas y revoluciones. Lo que hace Kuhn magistralmente (aunque no fue el primero ni el único en hacerlo) tanto en ese libro como en sus otras dos monografías (1957 y 1978) es mostrarnos cómo los físicos construyen pequeños modelos que explican ciertos fenómenos, los cuales luego los van haciendo más grandes para que incluyan otros y otros. En el momento en que un modelo teórico se amplía de tal manera que incluimos en él fenómenos que a primera vista nada tenían que ver con aquellos que inspiraron el modelo original y reducido, en ese momento es justo cuando comenzamos a celebrar esa mayor generalidad mediante la adjudicación del título honorífico de teoría. Conforme se produce esta evolución los modelos relativamente generales (que habían surgido de la combinación y extensión de varios pequeños esquemas explicativos) se transforman en gigantescas máquinas productoras de modelos pequeños y grandes, aplicables a situaciones muchas veces no imaginadas siquiera al comienzo del proceso. Estas teorías productoras de modelos son, por supuesto, las que llevan el título con mayor derecho.

Sin embargo, trátese de modelos teóricos parciales de escasa generalidad, de modelos teóricos crecientemente generales o de teorías consolidadas de enorme generalidad y capacidad para generar modelos aplicables a situaciones imprevistas, en cada caso estamos hablando del mismo tipo de entidad lógica: un sistema de proposiciones generales, en el que cada premisa dice con un determinado grado de probabilidad que ciertas cosas están presentes siempre (o casi siempre) que otras lo están, y mejor aún que ciertas cosas aumentan o disminuyen (en cierta proporción) cuando otras incrementan o aminoran; en el que cada proposición está asociada a otras mediante cadenas argumentativas (sean ellas deductivas, inductivas o analógicas), las cuales permiten que de las proposiciones del sistema podamos derivar consecuencias observables que nos permitan verificar si algo ocurre o no ocurre, varía o no varía.

Por ser esto una teoría es que una lista de conceptos, una clasificación o una mera especulación no son ni pueden ser teoría; y llenar páginas del marco teórico con puros conceptos, clasificaciones y especulaciones es la receta más segura para luego no saber qué hacer con los datos obtenidos (o incluso no saber obtenerlos en primer lugar).10

III

De todo ello surge la pregunta histórica: ¿cómo se han ido desarrollando los modelos en el caso de las ciencias sociales? Más a cuento: ¿hasta dónde podemos hablar en ciencias sociales de modelos relativamente generales y hasta dónde incluso de generadores de modelos aplicables a situaciones nuevas y no imaginadas? Es decir, ¿hasta dónde es posible en ciencias sociales identificar teorías en algunos de los dos sentidos descritos? Lo que yo al menos encontré tratando de responder a estas preguntas no será del gusto de todos mis lectores. Dada mi condición de filósofo y lingüista, al principio pensaba que mis estudiantes y colegas sabían algo que yo no sabía: la aparente falta de marco teórico apropiado sería seguramente (me decía) efecto de mi ignorancia de la materia. Por lo tanto, tenía que ponerme a buscar y leer. No sé si mi caso se parece al niño del cuento del emperador desnudo, pero la verdad es que por un buen tiempo no encontré teorías en el sentido de modelos generales, mucho menos en el sentido de máquinas lógicas capaces de generar modelos ad libitum, que era lo que yo andaba buscando porque en eso se basaba mi concepción sobre las teorías (por la filosofía de la ciencia y por mi experiencia de la lingüística). Pero además me encontraba a menudo con la afirmación de que ni había tales modelos generales o generadores de modelos, ni falta que hacían, toda vez que las realidades (se decía) son tan diversas y cambiantes que no hay nada que pueda decirse de ellas en general. Lo curioso es que, cuando en tal guisa se discurría, no se sacaba de ello la conclusión obvia e inapelable de que en ese caso no había teoría y punto. Conclusión dura, sí, pero al menos consistente.

Con el tiempo (y gracias a haber llegado en mis lecturas a la obra sociológica de Pareto, la cual me condujo a su obra económica) descubrí que la afirmación, y su conclusión, resultaban prematuras. Me encontré, en efecto, con la economía, y en ella no solamente con muchos modelos relativamente generales (p. ej., para el comercio internacional, la moneda, las finanzas o el desempleo), sino también al menos un extraordinario generador de modelos, la llamada teoría de precios (también llamada, más confusa y acaso erróneamente, microeconomía). Aquí, en el seno de las ciencias sociales, de hecho en la primera ciencia social reconocida como tal, estaba algo que había buscado antes en otros rincones de las ciencias sociales sin éxito. Me di cuenta entonces de que por esto precisamente era que la economía fue reconocida como ciencia con tanta fuerza, y por qué sigue gozando de un prestigio incomparable entre las demás disciplinas que aspiran al estatuto de ciencia social.

Pero si esto era claro e interesante, resultaba en cambio muy oscuro que en los “marcos teóricos” de las investigaciones en ciencias sociales que me tocaba como profesor de metodología discutir y supervisar, nunca o muy rara vez se usaba el aparato analítico de la teoría de precios o de alguno de los modelos económicos producidos con su ayuda. En algunos casos se podría acaso excusar esta carencia en vista de que el tema de la tesis estaba bastante alejado de las cuestiones que más estrechamente consideramos económicas; pero la carencia se volvía enigmática cuando estas cuestiones ocupaban un lugar importante o incluso crucial en la pregunta de investigación o la hipótesis de trabajo. Al principio de mis indagaciones, en efecto, no sabía que la teoría de precios permite construir modelos incluso para situaciones sociales en que las llamadas cuestiones económicas no juegan un papel, es decir, que los conceptos y métodos de los economistas pueden extenderse y aplicarse fuera del campo estrecho de las decisiones privadas de consumo de los hogares, las decisiones privadas de producción y comercialización de productos, o las decisiones privadas de ahorro, inversión y financiamiento de proyectos industriales o comerciales. Cuando descubrí el llamado imperialismo económico (una frase acuñada por el premio nobel de economía George Stigler para designar la capacidad de exportar los modelos económicos a la ciencia política, el derecho, la sociología o la antropología), la carencia de cultura económica en la confección de “marcos teóricos” perdía toda excusa.11

Sospecho que hay dos causas por las cuales los estudiantes de ciencias sociales y sus maestros evitan la utilización de modelos económicos en sus proyectos. La primera es que el análisis económico requiere, en sus partes avanzadas, del dominio de técnicas de análisis matemático (álgebra, geometría analítica, cálculo diferencial e integral, cálculo de probabilidades), y tal dominio requiere de un trabajo intelectual importante, amén de que una buena proporción de personas ha desarrollado una verdadera fobia por las matemáticas a lo largo de los años. La buena noticia es que muchas de las aplicaciones del razonamiento económico no requieren tales técnicas. Sospecho que si hubiera mayor apertura a los principios, puramente cualitativos, de la teoría económica, la voluntad de aprender algo de análisis matemático, si ello fuera necesario para un proyecto particular, nacería espontáneamente por el mero gusto de experimentar el valor de un instrumento de análisis verdaderamente poderoso.

La segunda causa es más delicada: la mayoría de las personas razona bastante bien en materia económica, y sin necesidad de estudiar, cuando se trata de disponer de sus propios recursos; en cambio, su razonamiento se nubla enseguida cuando se trata de decisiones que afectan los recursos de otras personas, y particularmente de los recursos públicos. La confusión mental que surge en este punto es en parte explicable por mecanismos ideológicos y obedece a intereses inconfesables de los sujetos que discurren; pero estos mecanismos no explican todos los casos, sino que es demostrable que los sujetos atentan a menudo contra sus propios intereses en virtud de sesgos sistemáticos. Los economistas tienen una larga tradición de intentar entender cómo funciona la confusión de quien carece del hábito de pensar económicamente en estos casos; pero el hecho mismo ha sido demostrado muchas veces.12 Mi impresión es que esta segunda causa es más poderosa que la primera, y de hecho contribuye decisivamente a que el estudiante de ciencias sociales evite siquiera abrir los textos elementales de teoría de precios que serían tan útiles para sus proyectos.

Habiendo encontrado al menos una teoría poderosa en ciencias sociales, me di cuenta de que no veía algo que tenía frente a mis narices. Para introducir al tema, debo decir que de tanto en tanto algunos de mis estudiantes me han pedido que les hable del llamado análisis del discurso.13 Se trata aquí de un campo de estudios que contiene de todo: un maremágnum de conceptos y propuestas metodológicas sin ningún orden y concierto. Mucho de lo que se ofrece bajo la etiqueta de análisis del discurso es de dudosísima calidad o siquiera coherencia, pero al discurrir sobre estas cosas he tratado de mostrar a mis estudiantes que de las tres disciplinas fundamentales que componen la lingüística, a saber la fonología, la sintaxis y el estudio del léxico, al menos las dos primeras ofrecen herramientas teóricas rigurosas para el análisis del discurso en lenguas naturales. Por cierto, la especificación “lenguas naturales” es necesaria para hacer una separación teóricamente estricta entre, por un lado, todos los lenguajes humanos —tanto los fonológicamente basados (hay cerca de seis mil lenguas conocidas que se hablan todavía y son de este tipo) como los lenguajes humanos basados en señas y utilizados por los sordos (de ellos se conocen poco más de cien en todo el mundo)— y, por otro lado, el conjunto abigarrado de códigos parciales, notaciones simbólicas y otros medios cognitivo-comunicativos que han surgido en el curso de la evolución de los organismos o han sido diseñados artificialmente para propósitos particulares. Quienes no han estudiado lingüística suelen hablar también en estos casos de “lenguaje”, aunque se trata de cosas teóricamente distintas (cf. Leal, 2000).

En todo caso, podría decirse que la fonología y la sintaxis —cuya prehistoria es larguísima, toda vez que arranca de la retórica creada en las antiguas ciudades griegas hace más de 2 500 años, pero cuya historia científica reconocible se remonta a finales del sigloXVIIIy comienzos del XIX— constituyen teorías en el sentido apropiado de la palabra, es decir, modelos generales de fenómenos e incluso generadores de modelos ad libitum. De esto no cabe la menor duda, y sin embargo hay un problema: la mayoría de las personas que trabajan en ciencias sociales les cuesta reconocer que la fonología o la sintaxis en particular, y la lingüística en general, son disciplinas hermanas de la sociología, la antropología o la ciencia política. Dado que el lenguaje es un fenómeno social, a mí al menos me parece que las disciplinas que estudian el lenguaje no podrían ser otra cosa que ciencias sociales; pero estoy consciente de que la peculiaridad de sus conceptos y métodos las alejan considerablemente de lo que suele llamarse así.

En vez de un argumento abstracto y estéril, voy a dar un ejemplo sencillo, pero real del poder del análisis lingüístico para las ciencias sociales. Cuando yo era estudiante de lingüística, tomé un curso de estadística para lingüistas en el que debíamos llevar a cabo un análisis estadístico de un texto cualquiera, como parte de la obtención del crédito correspondiente. Por esa época me intrigaba mucho la discusión teórica sobre la relación entre las funciones sintácticas (sujeto, objeto directo, etc.), los roles semánticos (agente, paciente, etc.) y los aspectos pragmáticos (información nueva, tópico, etc.) de los componentes del enunciado. Sin entrar en detalles demasiado técnicos, el punto era que los hablantes disponían el enunciado de tal manera que resaltaban ciertas cosas y restaban importancia a otras. Por aquel entonces, era yo un gran aficionado a la literatura feminista que en los años 70 y 80 comenzaba a estudiar el papel que el lenguaje jugaba en la opresión de género. Comulgaba con esas tesis, pero su defensa me parecía en general poco confiable desde un punto de vista científico (las autoras no parecían dominar la teoría lingüística). Junté todo esto y planteé como ejercicio parcial del seminario de estadística el análisis de los componentes sintácticos del enunciado (y sus roles semánticos y pragmáticos asociados) en una narrativa escrita por un autor “políticamente correcto” (Bertolt Brecht), la cual no contenía a primera vista ningún contenido antifeminista. Fue un trabajo laboriosísimo el identificar cada sintagma nominal y proposicional dentro del cuento (eran varios centenares), contarlos y categorizarlos apropiadamente, y luego meterlos a la maquinaria estadística apropiada (una prueba de significancia para variables no paramétricas). Todo ello había que hacerlo además con una simple calculadora portátil, ya que no había entonces computadoras personales, hojas de cálculo o paquetes estadísticos. El punto es que pude demostrar que Brecht, consciente o inconscientemente, había colocado la mayoría de sus personajes masculinos en posiciones prominentes (sujetos, agentes, portadores de información nueva e inesperada, etc.) y la mayoría de sus personajes femeninos en posiciones secundarias (objetos, pacientes, complementos circunstanciales, etc.). Ya no recuerdo los detalles, pero las diferencias no solamente eran estadísticamente significativas (p < .001), sino que eran enormes a simple vista.

No quiero exagerar la importancia de lo que fue en su momento un simple ejercicio parcial en un seminario de introducción al análisis estadístico, pero esta experiencia me enseña que, con un poco de imaginación y un mucho de diligencia, la teoría lingüística puede aplicarse fructuosamente a preguntas de investigación perfectamente reconocibles como típicas de ciencias sociales. El problema, claro está, es que requiere del investigador (estudiante o profesor) ponerse a estudiar en serio estas teorías; y hasta ahora he encontrado una enorme resistencia a explorar siquiera las posibilidades que ofrece el análisis lingüístico para las investigaciones en ciencias sociales. La cuestión general es: si alguien plantea una pregunta de investigación (o una hipótesis de trabajo que responde a una pregunta de investigación) que resulta imposible formular, justificar y poner en la base de un proyecto de investigación sin recurrir sea a la fonología o a la sintaxis, ¿pertenece esa pregunta (o esa hipótesis) todavía a las ciencias sociales? Yo creo que sí, y he tratado de ilustrarlo. Si pudiésemos vencer la resistencia a asomarse a un modo de analizar desacostumbrado, podríamos ver que hay otras teorías en sentido fuerte que pueden utilizarse en los marcos teóricos de las investigaciones en ciencias sociales. El ejemplo que di consiste justamente en usar el análisis sintáctico para demostrar una hipótesis feminista; el marco teórico relevante pertenece en este caso al diseño de prueba o cuando mucho a la hipótesis de trabajo, pero no propiamente a la pregunta de investigación (que justamente no proviene de la sintaxis).

IV

¿Hay, aparte de la economía y la lingüística (o para hablar con mayor precisión, aparte de la teoría de precios, la sintaxis y la fonología), alguna otra teoría fuerte en ciencias sociales? Para responder a esta pregunta debemos adentrarnos en una discusión más extraña que la de la sección iii. Comencemos por aceptar que existe una serie muy grande de proposiciones relativas a los pensamientos, sentimientos, inclinaciones, impulsos, motivaciones y obsesiones de los seres humanos, y que esta serie de proposiciones no se han explicitado nunca completamente, si bien son usadas por todo mundo (incluidos los científicos sociales) para interpretar las acciones y los estados de ánimo propios y ajenos. Hasta aquí creo que no hay nada que suscite controversia. Considérese, en cambio, que a esta serie de proposiciones los filósofos han dado en llamarla folk psychology y los científicos cognitivos “teoría de la mente” (theory of mind). No conozco ninguna traducción completamente satisfactoria de la primera expresión, aunque si el lector de este trabajo resultara tener una formación como antropólogo, reconocerá la estirpe etnocientífica de aquella etiqueta. En todo caso, la segunda expresión me parece muy apropiada en vista de lo que estamos discutiendo aquí, como espero que se vea con claridad a continuación.

La literatura científica reciente sobre la teoría de la mente es tan vasta como interdisciplinaria, por cuanto involucra filósofos, psicólogos experimentales cognitivos y sociales, antropólogos, expertos en educación especial, lingüistas, neurocientíficos e ingenieros dedicados al diseño de inteligencia artificial y sistemas expertos. Pero el asunto de que se trata ha sido estudiado antes bajo títulos como comprensión, interpretación y hermenéutica por filósofos y filólogos, y sus ideas han sido retomadas por algunos sociólogos y antropólogos. Por su parte, los historiadores con inclinaciones epistemológicas también discurren de esto bajo las etiquetas de imaginación histórica, narrativa, trama, re-enactment, etc. Estamos hablando, pues, de todos los dispositivos, estrategias y habilidades que empleamos para reconstruir, modelar y anticipar los pensamientos de los demás con el fin de comprenderlos, instruirlos, manipularlos, cooperar con ellos o vencerlos.

Pues bien, algunos filósofos han argumentado con gran coherencia que esta serie de proposiciones constituyen una teoría en el sentido propio de la palabra, ese que hemos venido comentando (cf. Churchland, 1988): en primer lugar, un modelo extraordinariamente general del comportamiento de los seres humanos y tal vez de algunos animales, y en segundo lugar un generador prolífico de nuevos modelos aplicables a situaciones inéditas (p. ej., al comportamiento de servomecanismos, computadoras y robots). De allí lo apropiado de la expresión “teoría de la mente”. Sabemos que, con excepción de los autistas, todos los seres humanos alrededor de los 4 años comienzan a desarrollar en alguna medida la capacidad mental de la que estamos hablando, y que en ese proceso pasan por ciertas fases o estadios, al término de los cuales podemos decir y constatar que el individuo posee y utiliza constantemente dicha capacidad para poder sobrevivir en un entorno humano cualquiera (cf. Hala, 1997; Zelazo, Astington y Olson, 1999; Mitchell y Riggs, 2000; y Repacholi y Slaughter, 2003). En este punto conviene introducir una distinción para evitar confusiones: por un lado, tenemos un saber práctico e implícito (knowing how) que permite al individuo navegar las aguas procelosas de la vida social; por el otro, y es lo que más importa aquí, tenemos un saber teórico (knowing that), relativamente explícito, por el que el individuo o el grupo puede conceptualizar, juzgar y razonar sobre la actividad mental y las acciones exteriores, sean las del propio individuo o grupo, sean las de otros individuos o grupos. Es bien sabido que las grandes obras de literatura han sido escritas por personas que destacaban en este saber teórico. Los mejores historiadores y científicos sociales cualitativos son igualmente virtuosos de este saber, y por ello los admiramos justamente. Todo eso está muy bien, excepto por una cosa: si la teoría de la mente es de verdad una teoría, si tiene una enorme importancia metodológica para al menos una parte considerable de las investigaciones en ciencias sociales, y si ha generado dilatados y sesudos debates metodológicos como el que oponía la explicación (Erklären) de las ciencias naturales a la comprensión (Verstehen) de las ciencias sociales, entonces ¿cómo es que no hablamos de ella en los términos apropiados y discutimos nuestros marcos teóricos dándole el lugar preeminente que ocupa de hecho?

Estas son aguas profundas: estamos hablando nada menos que de un dispositivo intelectual y emocional que está en la base de nuestra existencia y supervivencia como miembros de esta especie ultrasocial que es la humanidad. Pero justo por ser algo tan básico, no podemos decir quién inventó la teoría que le corresponde. De ser una teoría, se trata de una perfectamente anónima. ¿Cómo pensar en incluirla en nuestro marco teórico cuando se trata de algo que todos sabemos, un tejido de banalidades, y encima algo que no podemos, a falta de autor conocido, incluir en la bibliografía?14

Las cosas son mucho más complicadas. La base de lo que llamamos teoría de la mente se pierde, en efecto, en la bruma de los tiempos: no podemos decir quién comenzó a decir cosas del tipo de “si una persona desea algo intensamente, va a tratar de vencer los obstáculos que se le presenten para lograr obtenerlo” o “envidiamos las cualidades y posesiones de que carecemos”. Esta sabiduría está depositada en dichos, modos de hablar y proverbios populares, todos ellos rigurosamente anónimos. Pero sobre esta base antiquísima personas con nombre y apellido han añadido cosas: la doctrina de los siete pecados cardinales tiene una historia asignable, como la tiene la doctrina de los cuatro temperamentos; y sabemos cuáles son los peculiares modelos postulados por teólogos como Agustín o Schleiermacher, por poetas como Eurípides o Shakespeare, por filósofos como Platón o Hume, por psicólogos como Helmholtz o Freud, por sociólogos como Weber o Goffman. Algunos de estos modelos no anónimos se alejan poco de la teoría de la mente que todos conocemos: solamente añaden cuestiones de detalle; bordan fino donde la mayoría de nosotros bordamos tosco. Pero no todos son así, algunos modelos postulados por tal o cual autor se arriesgan a innovar de modos más vertiginosos: el simbolismo sexual de los niños, el esquema de permanencia del objeto, la distinción entre memoria a corto y a largo plazo o entre las funciones de los dos hemisferios cerebrales, introducen modos de pensar sobre nosotros mismos que contradicen la psicología ordinaria o al menos discurren sobre cosas que aquella no había nunca contemplado. Estos nuevos modelos han llevado a algunos filósofos a declarar que la teoría de la mente bien podría ser una teoría total o al menos parcialmente falsa, y que al correr del tiempo y con el progreso de la ciencia irá siendo o incluso está ya siendo substituida por una teoría mejor y más completa, de la que no sabemos cuán diferente terminará siendo a la que nuestros ancestros nos heredaron. No es posible discutir aquí las razones para pensar en la substitución total o parcial de la teoría de la mente, pero lo que sí debemos concluir es que las ciencias cognitivas están poniendo a disposición de nosotros un arsenal de conceptos, métodos, modelos, técnicas y resultados que obligan a revisar la idea de que no necesitamos preocuparnos de los modelos psicológicos a la hora de construir nuestro marco teórico.

V

Una vez que nos ponemos en serio a considerar que no es posible hacer investigación en ciencias sociales sin tomar ciertas decisiones teóricas sobre cómo comprender e interpretar los pensamientos y acciones de los individuos y grupos humanos, surge la pregunta del estado de la teoría en las ciencias cognitivas. Y aquí debemos decir que, a diferencia de la economía y la lingüística, no hay a la vista todavía ninguna perspectiva de unificación. Lo que encontramos al explorar las diversas áreas de estudio relevantes es una proliferación de modelos particulares, bastante semejante a la que Kuhn reporta que era el caso en física antes de la unificación newtoniana o cuántica. Así, p. ej., si tomamos una sola área, la psicología social experimental, siendo como es la más cercana por sus conceptos y problemas a las demás ciencias sociales, entonces habría que decir que sus propios expertos reconocen que están aún muy lejos de unificar sus resultados en modelos suficientemente generales, ya no se diga en una macroteoría generadora de modelos aplicables a fenómenos nuevos. Otro tanto pasa con la psicología de la personalidad, la psicología de la inteligencia, la psicología del desarrollo o la neuropsicología. Algunos biólogos y fisiólogos sostienen que la teoría de la evolución, que ha hecho inmensos progresos en años recientes, tiene el potencial de unir tanto las ciencias cognitivas como las ciencias sociales, y aun las neurociencias, en una sola macroteoría (Barkow, Cosmides y Tooby, 1992; Wilson, 1998; y Buss, 2005); pero eso es hasta ahora una mera promesa, y debemos todavía contentarnos con el uso de modelos parciales.

La alternativa es, pues, clara: o bien construimos marcos teóricos (para nuestra pregunta de investigación, nuestra hipótesis de trabajo o nuestro diseño de prueba) sobre la base de una teoría fuerte, y entonces —si lo dicho antes se acepta— ella tendrá que ser la teoría de precios, la fonología, la sintaxis o la teoría ancestral de la mente (si es que es una teoría), o bien los construimos sobre la base de uno o varios modelos teóricos parciales, los cuales pueden ser económicos, lingüísticos o psicológicos (y por tanto asociados a o incluso derivados de teorías fuertes), o tener su origen en las colecciones de modelos teóricos parciales e inconexos que encontramos en disciplinas más familiarmente científico-sociales, como la sociología, la antropología o la politología.

De acuerdo con mi observación y experiencia, la primera opción no es aceptable para la mayoría de mis colegas en ciencias sociales. He dicho ya lo que he podido en su defensa; no entretengo más al lector. La segunda opción es más prometedora, pero tiene un costo; si no aceptamos usar teorías fuertes, debemos entonces reconocer que:

Lo que hay en ciencias sociales son meros modelos parciales de aspectos de la realidad social.Unos son mejores que otros según diversos criterios, p. ej., claridad, precisión, simplicidad o alcance.Para cualquier proyecto necesitamos casi siempre de combinar dos o más de ellos.

Tal operación combinatoria, sin embargo, requiere una gran delicadeza y un gran conocimiento. Y el mayor obstáculo para todo ello es la facilidad con la que una y otra vez volvemos a caer en la trampa de las pseudoteorías (colecciones de conceptos con o sin especulaciones metafísicas). Los marcos teóricos separados que encontramos en anteproyectos, proyectos, informes y tesis de investigación en ciencias sociales suelen ser, en efecto, una mezcla abigarrada de pedazos de pseudoteoría con un poco o mucho de teoría de la mente no explicitada, y en todo caso a veces (menos de la que yo al menos quisiera) fragmentos de modelos teóricos o de teoría fuerte en sentido estricto.15 De hecho esas mezclas aparecen incluso en los autores originales que nuestros estudiantes citan: desde Spencer hasta Lévi-Strauss y desde Durkheim hasta Bourdieu, los autores más famosos nos presentan modelos teóricos parciales, muchas veces de gran interés a pesar de su relativamente corto alcance, en confuso contubernio con grandes y dudosísimas especulaciones. Semejantes mezclas no pueden jamás conectar bien con los datos empíricos. De allí el resultado espeluznante que describí al principio de este trabajo.

Para ser francos, no creo que vaya a cambiar pronto esta situación, en la que se combinan un gran recelo por la teoría económica, un desinterés profundo por la lingüística, un uso abundante pero selectivo y muchas veces paranoico de la teoría de la mente, y una ignorancia abismal de los numerosos aunque parciales modelos teóricos que los mejores sociólogos, antropólogos y demás científicos sociales han pergeñado. Si volvemos entonces a la alternativa diagnóstica con que comencé este artículo, podríamos apresurar la conclusión retomando cada opción, ahora en forma de proposiciones condicionales:

Si se está de acuerdo en que las opciones teóricas dignas de atención son las que he esbozado, entonces la disociación entre marco teórico y datos empíricos es remediable, como habíamos dicho al principio, si bien la remediación es difícil y tal vez incluso dolorosa. En la medida en que los estudiantes no sepan qué es una teoría, serán incapaces de identificar una teoría cuando se les ponga enfrente. Supongamos por un momento que sí lo saben: todavía faltaría que tuvieran la posibilidad de acceder a las opciones teóricas a su alcance. Imaginemos ahora que sí tienen tal acceso: todavía podría ocurrir que no alcance el tiempo, escaso en los posgrados, para que el estudiante adquiera los conocimientos que le permitieran aplicar tales opciones teóricas a sus proyectos. Supongamos para terminar que el tiempo sí alcanza: todavía podría el estudiante sucumbir a la tentación de que el enorme gasto de tiempo y esfuerzo es superfluo, ya que en vista de la confusión reinante resulta más fácil y eficiente contentarse con listas de conceptos, citas textuales y especulaciones salvajes. Son, pues, varios obstáculos, y no menores, los que se opondrían a la remediación del problema.Si no se está de acuerdo en que las opciones teóricas son las que he dicho, sino que más bien se está convencido de que lo único que hay como teoría en ciencias sociales son listas de conceptos, autores citables (clásicos o de moda) y especulaciones incontroladas, entonces la disociación entre marco teórico y datos empíricos es inevitable y no tiene caso andarle buscando remedio alguno.

Invito al lector a que considere estas dos opciones. Tómese todo el tiempo que desee; después de todo no se trata de una decisión sencilla. Lo que sí es sencillo es cuál debería ser su conclusión en el caso de que se inclinara por la segunda opción o al menos por la impractibilidad de la primera. La conclusión, insisto sencilla, es que no es correcto ni honesto ni decente seguir presionando y amargando a los estudiantes con la exigencia de un “marco teórico” imposible de conectar con datos empíricos. Con otras palabras, deberíamos en ese caso conformarnos con que nuestros alumnos hagan las mejores colecciones de datos empíricos que puedan. Podremos ser pobres, pero seamos al menos también honrados.

1 Publicación original: “Sobre la disociación entre marco teórico y datos empíricos”. Espiral: Estudios de Estado y Sociedadxv(45), 9-41, mayo-agosto de 2009.

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