De la venganza al amor - Sara Wood - E-Book

De la venganza al amor E-Book

Sara Wood

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Beschreibung

Julia 1045 Una seducción vengativa... La esposa de Luc Maccari, Ellen, lo había abandonado... cuando más la necesitaba, pero ahora ella quería recuperarlo. Sospechando que su éxito financiero era la causa de su interés, Luc decidió darle una lección. Le daría una tentadora tentador sabor de lo que había sacrificado empezó en el dormitorio.... Desafortunadamente, seducir a Ellen le estaba recordando lo que se había estado perdiendo. Entonces descubrió su desgarrador secreto, su razón para marcharse. Y de repente la venganza corría el riesgo de convertirse en una poderosa reunión....

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Sara Wood

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

De la venganza al amor, JULIA 1045 - diciembre 2023

Título original: A husband's vendetta

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805360

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA miércoles, así que estaban hablando en inglés. Aunque su hija tenía buen dominio del idioma, Luciano elegía sus palabras con cuidado mientras admiraba el dibujo que le enseñaba su hija.

—¡Gracias, cariño! ¡Qué guapo estoy! —se maravilló con un gesto teatral calculado para hacerla reír.

Gemma explotó en una oleada de risas. Con timidez, le llamó la atención hacia la figura femenina de la puerta de la casita que había dibujado. Pobre niña. Quería una madre, aunque definitivamente no a la suya. Los dos la odiaban, así que deseaba tener una nueva. Para desmayo de Luc, su hija había empezado a sugerir potenciales candidatas casi a diario.

La boca finamente dibujada de Luc se arqueó en las comisuras. Vivir con Gemma era como estar emocionalmente en un campo minado.

—Mira, me guardaré el dibujo cerca del corazón —dijo obligándose a usar un tono animado.

Los ojos de Gemma destellaron de placer cuando él deslizó el papel en el bolsillo interior de su traje y devolvió la atención contenta a su helado. Luc se lo había comprado como premio por haber ido al colegio y como pequeño chantaje.

Tomando su expreso en la terraza de su café favorito, se permitió que su mente divagara. Con pereza, contempló a los turistas y celebridades pasearse por la elegante plaza de Capri explorando las delicias de las exquisitas tiendas de la isla. Sintió orgullo al pensar que muchos de ellos habrían llegado a la isla en uno de sus barcos desde Nápoles o Sorrento.

Al día siguiente, él mismo estaría viajando a Nápoles de camino a Inglaterra en un viaje urgente para examinar una nueva empresa. Se encogió de hombros pensando que debería contárselo a Gemma, pero temía su reacción.

—Esto es muy agradable —murmuró hablando con suavidad. Sin vergüenza, acentuó el chantaje—. Lo haremos todos los días cuando salgas del colegio —vaciló antes de lanzarse a fondo—. Después de que vuelva de mi viaje a Inglaterra de mañana.

Luc vio como todo el cuerpo de su hija se ponía rígido. La niña miró hacia adelante petrificada como si no lo viera y a él se le contrajo el estómago. Ya había visto aquella expresión antes. La madre inglesa de Gemma, Ellen, la ponía a menudo y le dejaba helado pensar que su hija la reprodujera tan bien.

—¡Eh, mírame! —dijo conmovido por su mirada helada.

—¡Quiero ir!

Querer significaba que lo haría, pensó él con un suspiro.

—Pero si odias Inglaterra. Quédate aquí con María. Ella te hace reír.

Pero la mención de su amistosa doncella no consiguió su efecto habitual. Luc pudo ver la histeria en los ojos de Gemma y eso le hizo sentirse extrañamente impotente.

¿Y ahora qué?, se preguntó. ¿Cedía o actuaba como un padre severo? Siempre había tenido cuidado de que la niña no se saliera siempre con la suya y sin embargo… El corazón se le suavizó ante la cara disgustada de su hija. No podía ser demasiado estricto con ella. La niña tenía buenos motivos para sentirse insegura.

Su madre la había abandonado de bebé.

De mal humor, se subió las gafas a lo alto de la cabeza. Bajo su exterior bien ataviado y su expresión de pantera, estaba sintiendo una oleada de mortífera rabia. El odio por su mujer borró la perezosa sonrisa de sus afectuosos labios y la reemplazó por una mueca de furia. De repente, los agudos ángulos de su cara y su nariz rota, ligeramente siniestra, se acentuaron de forma exagerada y la parte más oscura de su naturaleza afloró a la superficie.

Ellen. Maldijo para sus adentros. Aquella mujer había arruinado a la persona más preciosa de su vida y la había convertido en una compleja criatura. Frunció el ceño esperando con todo su corazón que la mujer que los había abandonado sufriera su propio infierno.

Con un esfuerzo, recuperó su compostura y sólo un leve fruncimiento de ceño delató la tensión bajo la que se encontraba. Apartó su café planeando cómo ganarse a Gemma con facilidad. Por el rabillo del ojo vio que su teléfono móvil parpadeaba anunciando que una pila de mensajes esperaba por él.

—Corazón —empezó con tono persuasivo volviéndole la carita hacia él.

Quizá creyendo que su padre se había rendido, Gemma sonrió como un ángel y a Luc se le cortó la respiración. Incluso disgustada, era la niña más bonita que había visto en su vida. Con ternura le acarició su exuberante pelo rubio.

¡Igual que el de su madre! Sintió una oleada de temor que borró toda sensación de orgullo y placer paternal. Quizá su Gemma hubiera heredado todas las flaquezas de Ellen. Quizá fuera egoísta y malcriada y tratara a la gente como si fueran inútiles juguetes rotos.

El dolor le distorsionó la curva de los labios. Allí tenía a una dulce e inocente niña. No podía soportar la idea de que creciera para convertirse en una persona vengativa y cruel. Su hija no.

De alguna manera se juró a sí mismo que la enseñaría a ser buena y considerada hacia los sentimientos de los demás. Tendría que aprender que la vida no giraba a su alrededor. Le apenaba negarle algo porque la quería más que a nada en el mundo. Pero tenía que endurecerse y conseguirlo.

—Te quiero. Lo sabes —empezó besándola en las suaves mejillas.

Ella lo premió al instante con un alegre abrazo.

—¡Y yo también, papá! —gritó triunfante, evidentemente esperando la victoria.

Luc gimió para sus adentros. ¡Estaba llevando muy mal la situación!

—Escucha. Lo siento, Gemma, pero no puedes venir —dijo mirándola con calidez—. Ahora eres una niña mayor de seis años y tienes que ir al colegio.

—¡Al colegio no! —gritó ella alarmada.

—Cariño, no podré cuidarte en Inglaterra. Estaré todo el tiempo trabajando. Ocupado. ¿Lo entiendes?

—¡Ellen! —gritó ella con creciente agitación—. ¡Iré con Ellen!

Luc se quedó helado por la sugerencia. Toda su vida había odiado a su madre. La última vez que la había visitado en Inglaterra había llorado todo el camino hasta el aeropuerto. ¿Qué diablos estaba pasando allí?

—¡No, Gemma! Tienes colegio, ya te lo he dicho —dijo con dureza antes de poder contenerse.

La niña dio un respingo como si la hubiera pegado y él la besó en lo alto de la cabeza en ansiosa disculpa y maldiciendo a Ellen por hacerle hablar con dureza a su hija.

Aquella mujer siempre sacaba lo peor de él. Lo había destrozado cuando lo había abandonado. Se había llevado con ella su confianza, su amor, su compromiso, sus esperanzas y sueños… Maldición. Le dolía recordarlo y apretó con fuerza la mandíbula apartándola sin piedad de sus pensamientos. Esa era la única manera en que había sido capaz de superarlo. El rechazo de Ellen hacia Gemma había convertido a la niña en un caos emocional y nunca perdonaría a su mujer por ello.

A veces ardía en deseos de vengarse, pero no quería ponerse a la altura de Ellen de nuevo. Era mejor mantenerse apartado, conservar su dignidad y no enfangarse en el barro.

—¡Papá, papá!

Gema lo estaba mirando con nerviosismo. Temblando, se arrojó a su regazo y apretó los brazos con fuerza alrededor de su cuello. Para desmayo de Luc, empezó a llorar. Ahogado por las emociones, empezó a acariciarle la increíble masa de rizos de color maíz y a besarla en la frente.

—Voy a estar fuera tres días, nada más. ¡Será un viaje muy rápido!

Gemma se negaba a que la consolara y las lágrimas siguieron cayendo en cascada por sus mejillas. Maldición, pensó él. Era muy difícil ser un padre solo. Cada vez que se iba de casa por unos pocos días se sentía invadido por la culpabilidad. Y sin embargo, tenía que ganarse la vida.

Y el propósito de aquel viaje era especial, algo que llevaba planeando desde que el padre de Ellen lo había despedido por ser lo bastante presuntuoso como para amar a su hija. De alguna manera, tenía que convencer a Gemma de que tenía que irse.

Con el corazón atenazado se levantó mientras su hija se colgaba de él como una marioneta. Sin decir una palabra, dejó el dinero en el platito y avanzó entre las mesas atestadas de gente. La gente los miraba al pasar, su atractiva y morena cabeza inclinada hacia la pálida mejilla de la niña mientras susurraba con sus sensuales labios con suavidad a su oído.

Luc no se fijó en nadie y avanzó con decisión bajo el arco medieval que salía de la piazzetta a la estrecha calle de Vittorio Emanuele.

Llorando y suplicando al mismo tiempo, la niña empezó a agitarse. Conmocionado por aquella exagerada reacción, Luc se sentó en un murete bajo frente a las boutiques de diseño y la arrulló odiando a Ellen con toda su alma y deseando herirla como ella los había herido a Gemma y a él.

Después de un momento, se le hizo imposible soportar su disgusto más. La niña ya había sufrido demasiado y él también.

—De acuerdo. Puedes venir. Se lo preguntaré a tu madre —dijo vencido por sus sollozos.

El cuerpo de Gemma se relajó, pero siguió aferrada a él como un ahogado a su tabla de salvación.

Luc se sentía muy preocupado por ella. En el largo camino a casa intentó comprender por qué se había vuelto tan posesiva. Todas las mañanas, desde que había empezado el colegio un mes atrás, se quejaba de dolor de estómago, pero los médicos decían que no tenía nada físico y sus profesores le habían dicho que era una alumna modelo. Entonces, ¿por qué tenía aquellas pesadillas nocturnas?

Tenía que tener que ver con Ellen… La inseguridad de Gemma… La respuesta le llegó como un relámpago. Debía tener miedo de no encontrarlo en casa cuando volviera del colegio. Los ojos le destellaron de pena y rabia. ¡Pobre pequeña asustada! Cargado de furia reprimida, empujó con fuerza los portones de hierro de su villa, que se elevaba en lo alto de unas colinas montañosas sobre el mar. Las vistas normalmente le producían una enorme sensación de alegría, pero ese día era indiferente a todo.

Tenía que tomar decisiones. Sombrío, bajó los escalones a la sombra de los altos pinos e hibiscos. Gemma debía ser protegida a cualquier precio. Aquél podía ser su último viaje al extranjero.

El ceño se le suavizó. Utilizaría a Ellen de niñera en su último viaje porque le venía bien. Entonces le diría que no volvería a ver a su hija de nuevo.

 

 

La puerta del apartamento estaba combada. Con una mueca de disgusto, Ellen la empujó lo más que pudo y se escabulló entre la ranura dando gracias a la pobreza que le hacía conservarse tan delgada.

Una vez en la habitación, parpadeó en momentánea confusión. Se acababa de mudar hacía pocos días y todavía todo le parecía extraño y nuevo.

—¡Nuevo!

Se rió de forma espontánea y dio vueltas por la habitación escasamente amueblada. Todo en el apartamento, desde el papel amarillo y el linóleo de color barro era del último cuarto de siglo.

—Tú también, patito —murmuró en voz alta.

Casi veinticinco años y era una hija sin padres. Casada sin marido y una madre sin el amor de su hija.

Se detuvo en seco. ¡Ya estaba haciéndolo otra vez! Allí estaba su antigua forma de pensar depresiva. Compadecerse de sí misma no iba a cambiar su estado marital ni le haría formar parte de una familia, ni le devolvería a su hija.

Ella cerró la puerta con firmeza como si por fin estuviera cerrando la pesadilla del pasado. Había decidido dejar de desear que su vida fuera más feliz que en el pasado.

Dirigiéndose contenta hacia la ducha, se fue quitando la ropa por el camino, pero la costumbre le hizo recogerla para doblarla con cuidado en una silla.

Pero no fue por costumbre, sin embargo, por lo que se puso una falda de lycra ajustada y un corpiño quince minutos más tarde. Aquella era una parte consciente del intento de recrearse a sí misma. Le encantaba su ropa nueva y se sentía liberada con ella, que era exactamente la actitud con la que esperaba enfrentarse a la vida.

Con un sándwich en una mano y la taza de té en la otra, se desplomó agotada en el sofá y alzó las piernas sobre uno de los brazos.

—¡Oh, qué maravilla! —murmuró con exagerado aprecio al saborear el queso—. ¡La mejor parte del día!

Se cruzó un tobillo sobre el otro y sintió la familiar aspereza de la moqueta en las pantorrillas. En los últimos seis años se había cambiado cinco veces de casa y en todas había encontrado un destartalado sofá de brazos de madera que ella cubría con trozos de moqueta.

Aquella pieza ganaba el premio a la incomodidad con dos muelles salidos y el respaldo áspero. Se removió sin conseguir mejorar.

Tendría que incorporarse. Su trabajo de la tarde dependía de tener una piel inmaculada, pero si se quedaba mucho tiempo así, alguien llamaría a las autoridades sanitarias acusándola de sarampión.

Alcanzó un cojín y se lo colocó tras la espalda satisfecha de pensar que ahora ya podría exhibir su cuerpo. Y también pensó en su hija como hacía a menudo, sonriendo ante la vívida imagen de aquella niña de frondosos rizos rubios sentada en el suelo con los juguetes derramados a su alrededor.

Inquieta, sumó a la imagen la de un hombre tan atractivo como para quitar el aliento, sentado de forma amistosa a su lado en el sofá, con el brazo sobre sus hombros mientras ambos miraban a su hija.

Y, consciente de que aquél era un sueño irreal y estúpido, que sólo le produciría dolor, se ordenó pensar en otros asuntos más seguros y mundanos.

—Es un placer un té caliente y dulce después de un duro día de trabajo —declaró feliz a la habitación vacía.

¿Quién necesitaba zapatillas de seda y tazas de fina porcelana?, pensó al mirar su sencilla taza de loza.

Sin pizca de arrepentimiento, pensó en la pretenciosa mansión de Devon donde se había criado. En los sirvientes, en su dominante padre que la había desheredado cuando le había anunciado que iba a casarse con uno de sus conductores de camiones y que se sentía tan incómodo en su lujoso entorno como cualquier nuevo rico. Pensó con tristeza en su nerviosa madre, igualmente fuera de lugar y totalmente dominada por su padre. Ellen decidió que probablemente no fueran tan felices como lo era ella.

Era extraño la forma tan dramática en que había cambiado su vida. Ellen se pasó una mano por su pelo corto. En otro tiempo había sido una lujuriosa cascada de rizos rubios; esa había sido su mayor vanidad. Pero ya no.

A Luc le gustaba cuando se lo dejaba suelto. De hecho, lo adoraba. Le encantaba enterrar la nariz en sus mechones perfumados o deslizar lo dedos por los rizos. Pero esos momentos se habían acabado para siempre. Con un poco de añoranza, se pasó los dedos por el pelo corto que se ondulaba un poco en la base del cuello.

Encogiéndose de hombros, apartó de su cabeza las consecuencias de la ruptura de su matrimonio metiéndolas en el saco de las malas experiencias y sintiéndose maravillosamente en control de su vida de nuevo, tomó el té y posó la taza con un suspiro de profundo placer.

Todavía le quedaba media hora para descansar con una barra de chocolate, que lamió con lentitud, y dar un vistazo a una revista del corazón que le había dejado una compañera de trabajo. Sonrió sorprendida por hacer cosas tan corrientes.

Después de esa media hora, tenía que volver a su trabajo de las tardes. Todo había empezado por casualidad. Se había matriculado en unas clases de arte como terapia durante la larga enfermedad que había seguido al nacimiento de Gemma. Entonces, un día, la modelo había anunciado que se iba al extranjero y Ellen la había sustituido temporalmente y con mucho nerviosismo porque nunca había posado desnuda.

Pero había pasado algo mientras posaba. De forma inexplicable, había recuperado la confianza en sí misma de nuevo. El querido y amable Paul, su profesor de arte, había respetado su timidez y la clase la había apoyado tanto, que se había sentido capaz de confiar en ellos. Ahora se sentía lo bastante confiada como para exponer un poco más su cuerpo sabiendo que todos estaban interesados sólo en reproducir la profundidad de los músculos y la estructura de su cuerpo. Los alumnos eran también amigos y le encantaba verlos.

Luc, por supuesto, nunca entendería aquello. Probablemente le prohibiría ver a Gemma de nuevo. ¿Gracias a Dios que nunca se había acercado a ella desde su separación! Siempre había enviado a su asistente personal a recoger y llevar a Gemma en las cuatro veces al año que su hija la visitaba.

La cara de Ellen se contrajo y se puso más seria a pesar de su resolución. Luc la evitaba porque no podía soportar ni mirarla. Creía que era algún tipo de arpía vil, pero era cierto que ella había cometido el último pecado al separarse de él, de su matrimonio y de su hija de seis meses. Nadie le hacía eso a un macho italiano sin arrepentirse.

—¡Maldición! —murmuró exasperada.

Porque a pesar de sus buenas intenciones, lo estaba reviviendo todo y ahora estaba temblando como una hoja y luchando contra la náusea que siempre la asaltaba con aquellos insoportables recuerdos.

Se quedó mirando al vacío preguntándose si alguna vez superaría lo que había pasado, si algún día el dolor se convertiría sólo en una pena sorda hasta desvanecerse por completo. Por mucho que intentara olvidar y mirar sólo al futuro, algunos días pensaba que no podría soportar la situación por más tiempo. Había veces que hasta pensaba que sería mejor no volver a ver a Gemma nunca más.

Ellen lanzó un largo suspiro de infelicidad. Cada vez que volvía a rehacer su vida de nuevo y a dejar de llorar sobre la almohada, llegaba la siguiente visita de Gemma y Ellen volvía al huracán de nuevo.

Bueno, hacía poco tiempo que había decidido que ya era suficiente. Vivir en el pasado no la llevaría a ningún lado. Tenía que aferrarse a la felicidad donde la encontrara y disfrutar de cada momento; ésa sería su norma. Tenía que protegerse a sí misma de los pensamientos negativos.

Sacó el cojín de detrás de la espalda y se echó. No le extrañaba que algunos padres decidieran pasar de sus derechos de visita, pensó con tristeza. Ser padre a tiempo parcial era algo muy doloroso. El corazón le quedaba destrozado cada vez que Gemma partía.

Y todo quedaba magnificado y fuera de proporción. ¿Cómo se podía actuar con naturalidad cuando una deseaba con desesperación que todo saliera perfecto? ¿Quién podía evitar una lluvia justo el día en que había organizado una merienda en el parque? ¿O cuando su hija miraba con desdén un juguete que ella se había pasado horas escogiendo y que ni siquiera se podía permitir?

Sintiéndose agraviada, dobló las rodillas hasta el pecho odiando a Luc con toda su alma, enfadada con él por no haberla apoyado cuando más lo había necesitado después del nacimiento de Gemma. Él había creído lo peor de ella y por eso había perdido a su hija.

Por millonésima vez, intentó convencerse a sí misma de hacer lo más sensato: llamar a Luc y sugerirle que Gemma dejara de visitarla para siempre. La niña odiaba ir a Inglaterra. Odiaba la lengua, el clima, la comida y la insularidad de todo el mundo…

Nada de lo que ella dijera o hiciera podía borrar el aburrimiento y resentimiento dibujado en cada línea del pequeño cuerpo de Gemma. Sabía lo que tenía que hacer, pero no conseguía la ruptura definitiva porque amaba a su hija con desesperación.

Las lágrimas la pillaron por sorpresa y se deslizaron por sus sienes hasta caer en su pelo. Era normal que Gemma no soportara bien la separación de su padre, natural que se sintiera asustada en un país extranjero y que rechazara todo lo relacionado con él.

Así que Ellen había levantado un muro de protección alrededor de sí misma para poder soportar las tristes despedidas. El resultado había sido que las dos se habían tratado como educadas desconocidas.

No había abrazos, risas espontáneas ni besos. Cuando veía a otras mujeres con sus hijos se moría por hacer lo mismo, pero aquel lazo nunca se había creado entre ellas.

Incorporándose, miró con sentimentalismo la última foto de Gemma y con amor acarició la superficie brillante. Entonces levantó la foto de la mesita y la apretó contra el corazón.

Aquello era a lo que se veía reducida: a acariciar un pedazo de papel. Era patético. ¡Oh, Luc. Si al menos me hubieras conocido ahora y no hace siete años!

—¡Teléfono!

Ellen lanzó un gemido al escuchar el grito de su casero. Con impaciencia, el hombre empezó a aporrear la puerta.

—¿Quién es? —preguntó ella irritada.

—¡Algún tipo de esos tuyos! —gritó Cyril.

Ella lanzó un suspiro. Le pasaba a menudo. Los hombres parecían fascinados por sus negativas hasta que las escuchaban unas cuantas veces. Pero no había habido ningún hombre en su vida desde Luc. No se atrevía a arriesgarse a que le hicieran tanto daño de nuevo. Quizá en un futuro…

—¡De acuerdo, ya voy!

Con desgana, volvió a posar la foto del colegio. Su hija estaba creciendo deprisa… y sin ella. Era muy duro. Aquella era su cruz, pero había gente que soportaba mayores cargas en la vida.

Se levantó, puso cara de cortés interrogación y se estiró la falda antes de acercarse a la puerta.

—Empuje —gritó.

Cyril apoyó su considerable peso contra la puerta y entre los dos consiguieron abrirla.

—Parece urgente —dijo él.

Como siempre, aquel desagradable hombre hizo lo posible por desnudarla con la mirada. Ellen le dirigió una mirada de frialdad.

—Entonces le sugiero que se aparte de mi camino para poder llegar con rapidez al teléfono —dijo resuelta a no pasar a su lado y tener que rozar aquel bulto sudoroso en el estrecho rellano.

Él sonrió con evidentes deseos de hacer exactamente aquello. Ellen endureció la mirada hasta que sus ojos brillaron como relámpagos y se cruzó de brazos dando un paso adelante.

—¡Muévete! —dijo con dulzura acerada—. O si no, ciertas partes delicadas de tu anatomía y mi rodilla acabarán conociéndose.

Él se hizo a un lado más aprisa de lo que Ellen hubiera creído posible.

«El poder de las chicas uno, los viejos verdes cero». Bendijo a las chicas del supermercado por haberle enseñado cómo enfrentarse al acoso masculino y haberla animado a enfrentarse al mundo real de nuevo.

—Es un tipo italiano. Lu… charno.

¡Luciano! El estómago le dio un vuelco y las manos empezaron a temblarle ante la idea de hablar con él. Desde su separación, sólo se habían comunicado por medio de intermediarios.

De repente recordó el inolvidable sonido de su seductora voz. A ella le había encantado escucharlo. A menudo le había pedido que le contara su vida en Nápoles por el puro placer de oírlo hablar.

—¡Oh, gracias! —dijo intentando recuperarse.

¡Vaya reacción tan estúpida!, se regañó.

Y entonces pensó en la causa de su llamada. ¡Gemma! ¡Le debía haber pasado algo! Petrificada, se paró escuchando los violentos latidos de su corazón.

El caliente aliento de Cyril le abanicó la parte trasera del cuello produciéndole un escalofrío.

—¡Siempre te están llamando hombres! —se quejó en voz alta—. Estoy harto de contestar el teléfono y recoger tus mensajes.

—¡Estás exagerando! —protestó mientras levantaba el receptor y lo tapaba—. Éste debe ser mi marido. Un hombre posesivo y de mal carácter que mide casi un metro noventa y tiene los bíceps de un buey.

Para alivio suyo, Cyril captó la indirecta. En el consiguiente silencio, pudo escuchar a Luc llamarla con impaciencia. La respiración se le aceleró. Sabía que no llamaría a menos que fuera una emergencia de verdad.

—Aquí estoy. ¿Es Gemma? ¿Se encuentra bien?

—La niña está bien —interrumpió él.

Ellen sintió una oleada de alivio y entonces notó que su voz no sonaba sensual para nada. De hecho, sonaba furiosa y dura.

—¿Quién es el hombre que me ha contestado?

Ellen parpadeó y olvidó su ansiedad.

—¡Eso no es de tu incumbencia!

—Pues yo creo que sí, así que dímelo —ordenó Luc.

—¿Por qué diablos? —protestó ella furiosa con sus arrogantes modales.

—Porque… estaba jadeando.

—Probablemente. Lo hace a menudo.

Luc inhaló con fuerza como si ella hubiera dicho algo ofensivo.

—¿Porque sufre de asma o porque he interrumpido algo íntimo?

Ellen lanzó una carcajada.

—¡Oh, Luc, si supieras!

Luc masculló algo entre dientes y las carcajadas de Ellen hicieron poco por mejorar su humor.

—No lo sé. Estoy intentando averiguar por qué has tardado tanto.

—¿Qué es esto? ¿Trabajas ahora para la KGB?

—Quiero saberlo.