En busca de venganza - Sara Wood - E-Book
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En busca de venganza E-Book

Sara Wood

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Beschreibung

Según la leyenda, los que se casaban en la iglesia de Eternity estaban destinados a una vida de felicidad. Habían pasado diez años desde que Tina y Giovanni se separaron entre mutuas acusaciones de traición. Pero el tiempo había hecho que Gio fuera más fuerte y duro. Indiferente a los susurros y las miradas que provocaba, se había atrevido a regresar a Eternity para recuperar el respeto de su familia. Su plan requería tener una novia, y Tina estaba a punto de descubrir lo despiadada y sensual que podía ser la venganza de Gio.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1994 Sara Wood

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En busca de venganza, n.º 1106- marzo 2022

Título original: THE VENGEFUL GROOM

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-549-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DEBÍA acercarse. Hasta un Lamborghini podía estropearse, si no, ¿qué hacía ese hombre bajo el coche? Tina cerró la puerta del apartamento, hipnotizada por las líneas seductoras del vehículo verde oscuro que había en el solar de al lado. Por debajo del parachoques frontal salían unos zapatos de piel y un pequeño charco de aceite.

Se hallaba rodeado por casi una docena de estudiantes. No imaginaba por qué su conductor había aparcado el coche en el sendero junto al granero desvencijado. Podría haberlo empujado hasta el garaje de su abuelo.

Con un gesto rápido de la mano se apartó el desordenado pelo negro que le había caído sobre los ojos al bajar corriendo por las escaleras y pensó en dejar que el propietario del Lamborghini se las arreglara solo.

Podía olvidarse de la situación apurada en la que se encontraba, ya que su abuelo le había ordenado que por una vez se concentrara en ella. Como se había llevado a Adriana a celebrar su cumpleaños, el fin de semana no requería que planeara nada especial. Aunque Tina los adoraba, desde las hilarantes sesiones de cocina durante el desayuno hasta los cuentos que le leía por la noche para ayudarla a relajarse, eso significaba que nunca tenía un momento para sí misma.

Ese día era libre como un pájaro, sin más preocupación que decidir de qué se hacía el bocadillo. Aquella mañana se había sentido un poco culpable, un poco perdida. Al ponerse la camiseta y los pantalones cortos, se dio cuenta de que por una vez no necesitaba darse prisa. No hacía falta ocuparse de ningún drama emocional. ¡Felicidad!

Eran las siete y cuarto. Los trabajadores empezarían a llegar al garaje en media hora. Saltó la valla y se dirigió hacia los estudiantes.

—Hola a todo el mundo —saludó.

—Hola, señorita Murphy —respondieron con entusiasmo.

Descubrió que tenía que estirar su metro cincuenta y cinco para ver el coche por encima de sus cabezas.

—¡Venga a ver! —gritó Josh Davis, empujando a sus vecinos en todas direcciones para hacerle un espacio.

—¡Cielos! —exclamó con aprobación observando con ojo experto el coche—. ¡El abuelo se morirá cuando se entere de que se lo ha perdido!

—Sí. Es fantástico —musitó Josh—. Delicado.

—Como la seda —convino ella al tiempo que alargaba los dedos con respeto para acariciar el acabado satinado de las curvas metálicas. Le encantaba tocar objetos sensuales. Resultaban evocadores. Entonces frunció levemente el ceño. Unos pantalones de lino color crema no eran el atuendo más apropiado para meterse debajo de un deportivo. Qué extraño.

Pensó que el hombre había elegido el punto hundido del camino del jardín para poder meterse a trabajar bajo el capó. Intrigada, estudió el charco de aceite y llegó a la conclusión de que parecía arreglado.

Lisa Powell la distrajo de sus pensamientos.

—Y sexy —suspiró con expresión soñadora—. Se desliza como la miel.

—¿El coche? —murmuró Tina.

—¡No! Él —Lisa suspiró, observando los pocos centímetros de pantorrillas cubiertas por lino como si codiciara todo lo demás—. La atracción —anunció con la seguridad de una joven de dieciséis años— es una cuestión de lenguaje corporal. Y de ojos que derriten el asfalto.

—Como nunca mencionaste que tuvieras visión de rayos X en tu perfil escolar, Lisa —dijo Tina con una sonrisa—, supongo que lo observaste cuando se bajó.

—¡Sí, y aguarde hasta que vuelva a salir! —afirmó la joven—. Es muy exótico. ¿O es erótico? Y tiene un pelo extraordinario de un rubio casi blanco…

«Giovanni», pensó Tina de inmediato, asombrada porque el nombre apareciera de repente en su cabeza. Giovanni se movía con una gracilidad innegablemente erótica, y su pelo parecía crema batida sobre su bronceada frente latina, produciendo un sorprendente contraste.

Recordó el encendido momento en que se enamoró de él. Había entrado en su clase cuando ella tenía catorce impresionables años y él uno más, un ágil y alto polaco siciliano procedente de las calles de Palermo, con una mezcla de orgullo, aprensión y desafío en su rostro.

—Yo prefiero a los chicos de pelo oscuro —afirmó con énfasis, frunciendo la nariz pequeña.

—¿Cómo va, señor? —preguntó con respeto Josh a los pies y los pantalones de lino.

—Estupendo.

Seguro que aquel hombre estaba deseando largarse de allí. Aunque Tina no pudo evitar desear que fuera alguien rico que terminara por comprar el garaje. Entonces su abuelo podría jubilarse. Incluso con los ayudantes a tiempo parcial y los estudiantes que compartían el trabajo, terminaba agotado. Y tener a Adriana con sus inocentes exigencias tampoco ayudaba, a pesar de la felicidad que aportaba.

La expresión de Tina se suavizó y mostró afecto al estudiar el pequeño Garaje de Murphy, con su atestado apartamento arriba y el cartel de Se Vende en la parte frontal. Luego su mirada se posó en los edificios quemados del callejón, situados a unos metros de distancia. Brent Powell, en ese momento padrastro de Josh, estuvo a punto de perder la vida en aquel incendio. Una escena terrible y un recuerdo desagradable.

Era un escándalo que la vieja casa colonial con sus estructuras adyacentes siguieran allí en ruinas y que la ciudad no pudiera hacer cumplir la orden de derribo. Eso había afectado al precio de venta solicitado por el abuelo.

—Bueno, si todo va bien, me marcho a preparar un picnic en la playa —anunció con alegría—. Vosotros quedaos, chicos. A veces a los palurdos les arrojan algunas monedas.

—¡Yo no pienso moverme! —Lisa rió entre dientes—. Apuesto que usted haría lo mismo si tuviera dieciséis años.

—¡Seguro! —reconoció Tina—. ¡Pero ya tengo diez años más! —sonrió al pensar en lo vieja que debía parecerle a Lisa—. Ahora a mí solo me mira una persona mayor con una pensión decente.

Algo golpeó la sandalia de su pequeño pie. Una moneda de plata. Parpadeó.

—¿Qué…?

Todo el mundo rió.

—¡Un penique para una palurda, señorita Murphy!

—Es su pensión… ¡Ha ganado el premio gordo! —gritó Josh.

—Entonces es que tiene sensatez —dijo ella. Una segunda moneda aterrizó sobre la uña pintada de rojo del dedo gordo del pie. Fascinada, metió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos. «Es hábil», pensó. Ahí abajo no disponía de espacio suficiente para maniobrar—. Eh —manifestó—, soy una consejera escolar, no una tragaperras.

—Tiene puntería —admiró Brad Phister.

—Quizá juega con los Red Sox —sugirió Tina.

Con curiosidad, se puso en cuclillas y ladeó la cabeza en un intento por mirar debajo del vehículo. Observó un cuerpo masculino con un torso poderoso que le impedía ver más allá, un brazo desnudo y el destello de un reloj de oro mientras otra moneda volaba en su dirección.

—¡Hola! ¿Practicas para arrojar guijarros sobre el agua? —ninguna respuesta—. De acuerdo, me rindo. ¡Prueba con billetes! ¡Acepto tarjetas de crédito! —continuó, incapaz de ocultar el tono risueño. ¡Era una locura! El otro siguió sin responder, por lo que se incorporó desconcertada.

Entonces los zapatos de piel salieron disparados hacia delante, y las chicas contuvieron el aliento cuando a la vista aparecieron las piernas largas y las caderas estrechas de un hombre joven de aspecto atlético. «Y también rico», pensó Tina, sumamente intrigada.

Bajo su mirada fascinada, el otro dobló las rodillas y los pies impulsaron el cuerpo un poco más hacia fuera. En ese momento todos pudieron ver que el hombre había estado tendido sobre una plataforma con ruedas. El misterio se ahondó. Eso no era algo que un hombre rico tuviera a mano.

—Creo que es italiano —afirmó Lisa—, a pesar del pelo rubio. ¡Aguardad a ver sus pectorales!

—¿Pectorales? Ya he visto pectorales antes —comentó Tina, pero, no obstante, se quedó, muriéndose por saber por qué un italiano rubio arrojaba monedas…

Aturdida dio un paso atrás. Se llevó la mano a la boca. Un italiano rubio. Un coche italiano. Zapatos italianos.

«¡Oh, Dios!»

Palideció bajo el bronceado y abrió mucho los ojos con expresión horrorizada. De pronto ya no quiso quedarse junto al desconocido que arrojaba monedas. El corazón se le detuvo y el suelo pareció ceder bajo sus pies; trató de equilibrarse.

Podía ser Giovanni.

Como a través de una bruma, se concentró en los pies, en las piernas, en las caderas de bailarín. No podía ser. ¿Por qué había pensado en Gio? Se había vuelto loca. Él nunca podría permitirse el lujo de alquilar un Lamborghini, y menos aún comprarlo. Tragó saliva. Ningún hombre en su posición querría volver. La humillación, las miradas acusadoras, los silencios pesados le serían insoportables.

Sin embargo, sintió el palpitar familiar en su pecho que provocaba la proximidad de Giovanni, el derretimiento de su cuerpo, listo para estallar en cuanto él la tocaba, le hablaba, la inmovilizaba con su mirada oscura de párpados caídos.

Desde que él se marchó tanto tiempo atrás, nada había variado en sus sentimientos. Había salido con muchos chicos; unos pocos la habían besado. Frunció el ceño y desterró el inevitable pensamiento de que ninguno había sido capaz de llevarla al cielo como había hecho Giovanni.

Los carnosos labios rojos se abrieron en una mueca dolorosa. Nunca más en toda su vida quería volver a sentir que moría por dentro por el rechazo de un hombre y su indiferente traición. Ni darse cuenta de que el hombre al que había amado carecía de honor o firmeza moral. No le extrañaba que sus adorables padres lo hubieran repudiado.

Respiró hondo y cerró la puerta mental sobre esa vieja agonía de diez años atrás. Así se encaraba la tragedia; cuando era demasiado grande y dolorosa, la eliminabas de la mente y te entregabas al trabajo para intentar salir adelante.

Los hombres como Gio estaban programados para alimentar las esperanzas de una mujer, para engañar y decepcionar… y luego desaparecer. Era un cobarde.

Apoyó una mano temblorosa sobre la camiseta azul y sintió que su corazón seguía un ritmo errático.

—¿Señorita Murphy? ¿Se encuentra bien?

—Yo… oh, he tomado demasiados gofres para desayunar —le dijo a Brad—. Me perderé los pectorales. Los hay a docenas ahora que todo el mundo va al gimnasio —continuó. Su intento por sonar normal se vino abajo. Los pies y las piernas habían comenzado a adelantarse con gran lentitud, y el musculoso torso empezaba a revelarse en toda su gloria masculina. «Giovanni», le informó su cerebro—. ¡Qué os divirtáis, chicos! ¡He de irme! —giró en redondo y se marchó hacia la calle.

Mientras le llegaba el sonido de las ruedas de la plataforma, con celeridad abrió la cancela y salió a la acera.

—¡No hay motivo para que sea él! —musitó para sí misma—. Ninguno en absoluto…

—¡Tiiiina!

—¡Ohhhh! —jadeó.

Aceleró el paso y fingió no reconocer las alargadas sílabas de su nombre. Pero nadie en el mundo salvo Giovanni poseía la capacidad de acariciar incluso con la palabra más corriente.

—¡Tiiiina!

Fingió sordera y continuó andando hasta que un silbido musical dolorosamente recordado la frenó en seco. «¡Su llamada!»

Su llamada secreta cuando se habían necesitado. Sintió unas oleadas de emoción. Amor. Pesar. Vergüenza. Furia. Y desprecio a raudales. Demasiado. Consiguió que sus pies volvieran a obedecerle, aunque su mente era un torbellino. ¡Giovanni! Ni en un millón de años había esperado volver a verlo.

«¿Para qué ha venido?» La mente le dio vueltas, buscando una explicación para el alquiler de ese coche ostentoso cuando no era probable que semejantes extravagancias estuvieran a su alcance. Nunca había podido ir a la universidad, y había pasado ese período en… Se mordió el labio inferior mientras trataba de mantener las emociones bajo control. La cárcel. La cárcel le había quitado dos años de su vida. No había muchas oportunidades para ganar dinero con un historial así.

Con renuencia se enfrentó a la verdad que había estado evitando. Él había jurado que un día volvería… y que todo el mundo lo notaría.

Una imagen ardió en su mente. Cerró los ojos angustiada, pero la imagen se tornó más clara, y cuando volvió a abrirlos, él todavía seguía ahí… en el tribunal, justo después de que leyeran el veredicto, sus ojos alternando entre su otrora querida amiga Beth y ella, porque las dos habían sido las que presentaron las pruebas que lo condenaron.

«¡Volveré!», había gritado en la sala mientras se debatía con el oficial del tribunal. El dolor la desgarraba de vez en cuando; hasta el final Gio había protestado que era inocente y jamás reconoció su culpabilidad. «¡Juro por Dios que todos os enteraréis cuando vuelva a la ciudad!»

Con el rostro macilento, Tina incrementó el paso, dirigiéndose hacia la cafetería que había a unos doscientos metros calle abajo. Deseó que no fuera sábado, porque solo había unas pocas personas. Quería la presencia de mucha gente. La seguridad de las caras amigas, porque aquel día en el tribunal era algo que deseaba olvidar para siempre.

El silbido sonó otra vez, más alto e imperioso, como si así fuera a darse la vuelta y a correr hacia él como un perro obediente. La había llamado zorra con ojos llenos de odio mientras su cuerpo poderoso irradiaba la promesa de venganza.

Venganza siciliana. Fría, calculada, definitiva.

Y ya había vuelto. Giovanni, que la mitad de su vida había sido criado como un siciliano, alimentaría un agravio que se llevaría a la tumba si no era compensado. El pasado irrumpió con violencia en el presente: todo lo que vio y sintió aquel día en el tribunal, los malévolos ojos negros de Gio, mirándola, condenándola, los sorbos nerviosos que había tomado del agua que le dieron cuando le falló la voz, el malestar físico…

La oleada de náuseas hizo que trastabillara. Acalorada, sudorosa, se recuperó, se mesó el pelo y continuó andando. Al llegar al viejo puente estaba sin aliento y podía sentir su presencia detrás como una fuerza maligna. De pronto sus piernas perdieron la capacidad de moverse y sus pies se rindieron. Se apoyó en la pared del parapeto y bajó la vista desconcertada, ordenándole a sus pies que obedecieran.

—Ciao, Tina —murmuró Giovanni, de forma tan queda y lenta que podría romperle el corazón a una mujer—. Ciao.

El impacto de puro placer dejó espacio para que su sensualidad fluyera con libertad. Cerró las manos pequeñas porque la vieja magia seguía allí a pesar de todo lo que él había hecho. Apretó los dientes ante la olvidada sensación de que su cerebro y su cuerpo se derritieran cuando su voz la acariciaba de ese modo tan sexy e indolente.

—Arrivederci —soltó a sus espaldas. Con debilidad alzó la cara hacia el temprano calor del sol, y casi pudo sentir su boca soñadora en sus labios, enseñándole cómo besar, cómo disfrutar de su cuerpo sin vergüenza. Entrecerró los ojos llena de ira. ¡Claro que le había enseñado eso! ¡Y mira lo que había obtenido a cambio!—. No quiero verte, ni hablar contigo —musitó—. Voy a la cafetería —tenía miedo de mirarlo a los ojos. Era el hombre al que había amado, anhelado. Traicionado.

—Será mejor que me mires —indicó él—. No puedes huir siempre de tus errores.

Aturdida, giró en redondo, palpitando por la injusticia de su comentario. Su temperamento irlandés se encendió al sentir en la boca la amargura del error cometido al darle su amor a un impostor.

—¡Tú fuiste el error, Gio! ¡Tú lo fuiste! —exclamó con incoherencia—. ¡Fue un error que nacieras! —entonces su mano conectó con su rostro sarcástico en una bofetada que sintió por todo el cuerpo. Soltó un único grito de remordimiento horrorizado y se volvió con la intención de correr.

Una mano enorme se cerró en su brazo esbelto y la detuvo con una fuerza aplastante antes de que pudiera dar un paso.

—Esa bofetada, Tina, ha sido tu error —observó con peligrosa suavidad.

—¡Quítame la mano de encima! —exclamó con voz trémula. La aturdía su contacto. Volvían a estar unidos, y la tensión entre los dos disparó en ella una sensación de incontenible energía volcánica. Tiró, pero solo consiguió que él apretara más la mano, acercándola, y con el corazón hundido supo que tendría que mirar otra vez esos ojos acusadores y enfrentarse a la situación.

Podía hacerlo. Ya no era una adolescente ingenua. Tenía un largo historial de enfrentamientos con los problemas. Cualquiera que fuera capaz de hacer frente a un embarazo no deseado, a peleas con cuchillos y a padres ansiosos podía serenarse y mostrar un poco de serenidad en una crisis.

—Todavía no voy a soltarte. Primero, tengo algo para ti, Tina —musitó. La hizo girar en redondo y la paralizó con sus ojos negros.

—No tienes nada para mí —dijo en voz baja.

Él había cambiado. Era más grande, más duro, con un odio tan frío como el hielo en su mirada. Pero sin importar las penurias que hubiera pasado, aún experimentaba el arrebato de su atractivo. El pelo rubio en un siciliano de tez morena siempre había atraído a las mujeres de todas las edades, y ella jamás había sido inmune a ello. Con labios temblorosos soltó una suave exhalación.

—Sí que lo tengo —murmuró—. Más de lo que crees.

—Solo recuerdos, Giovanni —repuso con calma.

Las canciones que habían entonado, navegar por el río Sussex en una balsa, los días perezosos construyendo castillos de arena en Neck Beck. La risa. El afecto. Lamerse los dedos pegajosos… luego el azúcar del donut en los labios de Giovanni…

Respiró hondo con expresión culpable, porque era consciente de que unos ojos como océanos profundos e insondables la observaban mientras la marca en su rostro se tornaba de un rojo iracundo. La expresión de él la heló hasta los huesos.

—¿Ya me has contemplado bastante? —ironizó—. ¿He cambiado tanto?

Se encogió de hombros y fingió no estar asombrada por su sofisticación y sus ropas elegantes e informales. Pero su boca carnal le provocó pensamientos también carnales.

—Poco —musitó—. Todavía tienes la arrogancia de imaginar que las mujeres acudirán a tu llamada —alzó la cabeza con gesto desafiante—. Suéltame, o gritaré.

Él entrecerró los ojos. Su mano la acercó lo suficiente para sentir el aliento caliente encender su piel en llamas. Con el dedo le había quitado con suavidad una gota de sudor de la frente para llevárselo luego a la boca antes de que ella pudiera siquiera parpadear. Pero el efecto la devastó; ese pequeño gesto hizo que su cuerpo le doliera con un ansia terrible por todos los placeres sensuales que habían disfrutado. Giovanni esbozó una sonrisa de triunfo ante su silencio.

—Necesito cinco minutos de tu tiempo —dijo con ojos inescrutables—. Nada más. Todavía.

—¿Qué quieres? —podía sobrevivir a cinco minutos.

—Acabas de dejarte esto atrás —hizo una mueca cínica—. Son tuyas. Multiplícalas por diez y obtendrás treinta monedas de plata.

Y antes de que ella supiera lo que iba a hacer, con los dedos pulgar e índice apartó con audacia el cuello de su camiseta y dejó caer las tres monedas en la abertura. Quedaron pegadas en sus pechos y estómago sudorosos.

—¡Animal! —jadeó indignada mientras él se limpiaba las manos en un inmaculado pañuelo azul de seda—. ¡Me has hecho sentir sucia por dentro!

—Tina —esbozó una mueca de desdén—, pensé que ya estabas sucia por dentro.

—Estoy limpia —se levantó la parte inferior de la camiseta de la cintura de los pantalones y dejó que las monedas cayeran al suelo. Luego intentó quitarse los fragmentos de tierra frotándose con vigor, hasta que la mirada de él le indicó lo que el movimiento le hacía a sus pechos sin sujetador.

—Pareces bastante pura —concedió Giovanni lacónico—. Pero ahí no hay honor ni lealtad —con el dedo le señaló el corazón—. Y cuando te desprendes de esa falsa timidez, descubrimos la verdad. Una mujer impulsada por el sexo dispuesta a lanzarse a los brazos de cualquier hombre.

Tina momentáneamente no supo qué decir; abrió mucho los ojos azules mientras sus emociones pasaban del aturdimiento a la vergüenza y luego a la indignación.

—¡Hipócrita! —espetó con amargura—. Pensé que teníamos una relación de amor y que nuestra intimidad era la consecuencia natural de nuestro afecto. No me avergonzó compartir mi cuerpo contigo… entonces. ¡Pero ahora es algo que me humilla! —exclamó con voz temblorosa—. Te confié mis secretos más preciados… ¡y tú me engañaste! Toda mi vida lamentaré que te llevaras mi inocencia y me traicionaras cuando yo te la entregué con júbilo y devoción como regalo al hombre al que amaba.

—¿Me consideras el único responsable de tu seducción?

—Yo… —bajó la cabeza. Se culpaba a sí misma por confiar en él—. Yo era inocente y no sabía que estaba…

—¿Llevándome más allá del punto de no retorno? —sugirió él—. ¿Así que es mi culpa haberte encontrado irresistible o la tuya no darte cuenta de lo ingenuo y provocador que era tu comportamiento para un adolescente con sangre siciliana?

—La culpa fue de los dos —musitó ella.

—Al fin avanzamos —se burló—. Siempre hay culpa compartida, Tina. No lo olvides. Mantenlo en tu bonita cabeza y piensa en ello. Y recuerda que estábamos enamorados —dijo despacio, como si rememorara con placer—. Amor. Llévate las monedas —añadió con sequedad—. Representan tu traición —enunció con voz acerada.

—¿Qué querías que hiciera en el tribunal? ¿Guardar silencio? ¿Cometer perjurio? —preguntó con voz trémula, porque había considerado esas opciones y había obedecido a su conciencia.

—Quería que me creyeras —replicó él con sencillez.

—¡No era posible! —exclamó irritada—. Sé lo que vi. Por favor, Gio. No empecemos otra vez. Ya fue bastante malo la primera vez. ¿Qué beneficio hay en agitar el pasado y acusarnos mutuamente? ¡Dejémoslo estar! —suplicó.

—No puedo —parecía ajeno al hecho de que sus manos subían y bajaban por los brazos desnudos de ella. La paralizó con los ojos, transmitiendo un mensaje que ella no entendía—. Me gustaría poder alejarme ahora mismo —continuó con voz ronca—. Pero los recuerdos me han hecho volver, y ya no puedo eludirlos más tiempo.

Ni ella tampoco. Lo único en lo que podía pensar en ese momento era en cómo sería volver a estar entre sus brazos, pegada a las curvas de su poderoso cuerpo. Sintió un resplandor de fuego en su núcleo dormido y se puso tensa, curvando los dedos como zarpas para detener las manos que con su contacto la humillaban.

—Debes irte de la ciudad —soltó—. O…

—¿O qué? —murmuró Giovanni—. ¿Llamarás a la policía y me denunciarás por acoso?

—No quiero hacerlo, Gio. Pero provócame y quizá lo haga —musitó.

—Me arrestarían.

—No si te marchas —señaló.

—¿Volverías a meterme en problemas solo porque eres incapaz de dominar las reacciones sexuales que te provoco? —preguntó con tono cortante—. ¿Igual que la última vez?

No mostraba ninguna vergüenza, ninguna culpabilidad, ningún reconocimiento de que se había equivocado. Tina sintió que palidecía y que los latidos de su corazón eran como una bomba.

—Las pruebas fueron abrumadoras —dijo—. Conducías tu coche la noche del accidente. Entonces lo negaste y sigues negándolo ahora, pero yo te vi y también otros muchos, y en mi mente no albergo dudas de que llevabas el coche que… que… —se ahogó, pero se obligó a manifestarlo, sin importar lo que doliera—. Que mató a mi hermana… ¡y a su bebé! —finalizó con voz ronca.

El dolor atenazó su corazón al recordar la última vez que vio a su hermana, Sue, y a su hijo, Michael, vivos. Un sollozo subió por su garganta y apretó los dientes para contener la amenaza de las lágrimas.

Los labios de Gio se habían puesto blancos de furia.

—¿Cómo puedes creer eso? Nunca entenderé… —meneó la cabeza.

—Beth dijo… —comenzó atribulada.

—¿No importaba lo que yo tenía que decir? —cortó—. ¿No se me debía ninguna lealtad? Era tu amante. Se suponía que estabas enamorada de mí y que merecía que me escucharas. ¡Y no lo hiciste! ¿Cómo crees que me sentí cuando me abandonaste?

—Te lo pido por última vez. ¡Déjame en paz! —gimió.

—¿Paz? ¿Il quieto vivere