De profesión, hermano - Valentín Redondo Fuentes - E-Book

De profesión, hermano E-Book

Valentín Redondo Fuentes

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Beschreibung

La vida de san Francisco de Asís fue excepcional. Joven rebelde y cristiano comprometido, el fundador de la Orden Franciscana supo abrirse al regalo de Dios y del Evangelio poniéndose al servicio de los demás, mostrando con su ejemplo cómo vivir el Evangelio con alegría, compromiso, fraternidad y entrega generosa. El Hno. Valentín Redondo se pone en la piel de san Francisco y, basándose en una amplia bibliografía y en sus escritos, relata en primera persona su vida, haciendo que el lector descubra, como si fuera de primera mano, sus pensamientos, su legado y su testimonio.

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Dedico este libro a los jóvenes. Dentro de su fragilidad, en ellos se halla la grandeza de sus aspiraciones. Les deseo que puedan dar un giro de ciento ochenta grados a favor del servicio y la solidaridad, como hizo Francisco de Asís con el beso al leproso, al hermano cristiano.

Presentación

Estas páginas, que contienen mi vida, han sido escritas para ti. Un regalo de amor que te hago en el octavo centenario de las grandes mercedes que el Señor me ha hecho: la confirmación de la Regla de los Hermanos Menores por el papa Honorio III y la Navidad de Greccio, el año pasado; la impresión de las llagas en el monte Alverna, este año; el próximo la redacción del Cántico de las criaturas, y al siguiente, mi tránsito a la casa del Padre.

Quiero presentarte mi vida evangélica, de cristiano convertido, tal como la viví en el siglo XIII. Hace ocho siglos. Regalo del Dador divino e intento de fidelidad por mi parte. Como tú puedes vivir el Evangelio hoy, en el primer tercio del siglo XXI, respirando alegría, compromiso y entrega generosa y desprendida.

Como podrás comprobar, fui un joven que quise estar en vanguardia y era el ojo del huracán juvenil de Asís; me coloqué en primera fila en la revolución social de mi pueblo y esto me obligó a vivir un año a la sombra, en el calabozo de Perusa. Intenté escalar puestos sociales. Era muy rico, pero era un «menor» socialmente. Buscaba ser del grupo social de los «mayores». Por esta razón, me alisté para ir a batallar a la Pulla, esperando una oportunidad para ser nombrado caballero. Mi cuerpo enfermizo solo me permitió llegar hasta Espoleto, hasta los alrededores de la iglesia de San Sabino. Aquí tuve un sueño, que me descolocó. Me despedí de las armas y me volví a Asís.

Estos contratiempos, la reflexión y meditación, la lectura del evangelio, el estar al corriente del movimiento religioso y social de la época... influyeron y me condujeron a cuestionarme la vida, y, al final, todos salimos ganando.

Mi padre al principio no me comprendió, porque en el espejo de su hijo no se reflejaba él, sino yo. Luego..., ya se sabe..., un padre es un padre. Y hoy como ayer, hablar de mí es recordarle a él.

En aquel momento, gané perdiendo a los ojos de mi familia, de mis amigos, de la gente sencilla de Asís, porque en vez de recibir el espaldarazo esperado para convertirme en caballero, supe abrirme al regalo de Dios y del evangelio, yendo al encuentro de los leprosos y poniéndome a su servicio.

No me preguntes por el camino para llegar a ser semejante a mí. Cada uno somos una vasija parecida externamente, pero internamente cada uno somos diversos. Nuestras vasijas no terminan de componerse. Debes dejarte hacer, dejarte modelar por Él, por Jesús y su Evangelio. Que no te amolden a otro; tú eres intransferible e insustituible.

Desde ese momento en que me sentí regalado, supe derramar fraternidad y paz a mi alrededor: en la iglesia, en la sociedad, en mi pueblo, en las ciudades, en la naturaleza...; y el título de hermano se hizo común al amigo, al bandolero, al mahometano; a Clara y al hermano León; al lobo y a la tórtola, al sol y al agua, al fuego..., y hasta a la hermana muerte corporal.

En tus manos dejo estas páginas. Léelas. Mi vida fue maravillosa, como la tuya. Con sus problemas, sus tropiezos, sus momentos de luz serena y transparente y otros ratos oscuros y hasta tenebrosos, pero aún estos son bellos, si se sabe bucear para encontrar los porqué con los que construirnos.

Vive la vida, compártela. ¿El evangelio y Jesús te dicen algo? A mí me fascinaron, y comencé a dar vueltas como una peonza y todavía hoy el mundo gira conmigo queriendo llegar a comprender qué tienen Jesús y su evangelio que agitó mi vida, de tal manera que me puso las cosas patas arriba, abriéndome el camino del servicio, del amor, de la comprensión, del perdón, de la alegría, del júbilo...

Después de ochocientos años, me siento tan feliz y contento con la opción que hice, que te invito a la fiesta de los que viven según la lógica del amor acogido, que se convierte en ofrenda y restitución. Anímate, pues al final, siempre, estos locos por Jesús y su Evangelio fascinan al mundo.

A ti, joven, y también a ti, menos joven, entrego mi vida. Trabajad la vuestra con ilusión. ¡Gracias!

Francisco de Asís

1

Visión panorámica de mi época

Yo, Francisco de Pedro de Bernardone, ahora más conocido como Francisco de Asís, te quiero contar mi vida. Comienzo narrando el marco de la época en que nací, crecí y me convertí al Señor. Una época como la de hoy. En ella había muchos grupos sociales, políticos, económicos y religiosos. Algunos de estos grupos religiosos estaban en lucha y mala convivencia con la sociedad y con la Iglesia. Sin embargo, fueron portadores con frecuencia de valores muy interesantes. Yo, por ejemplo, copiaré muchos de estos valores.

Por citar algunos de estos grupos, diré que estaban los valdenses, los cátaros, los pobres católicos, los patarinos, y otros muchos de nombres cada vez más difíciles.

Los valdenses vivían pobremente: iban descalzos, trabajaban con sus manos, no tenían lugares fijos, leían la Biblia en la lengua del pueblo, predicaban en lengua vulgar... Todo eso era maravilloso. Pero los cátaros, conocidos también como albigenses, querían hacer pasar a todos por el aro, y en vez del servicio evangélico, pretendían imponerse y mandar religiosa y políticamente. Ante una invasión ideológica que fue abarcando los otros espacios de la vida, se armó la de San Quintín: la guerra, sobre todo en el sur de Francia. El rey de Aragón, Pedro II, les apoyó, como ciudadanos suyos que eran, y murió en la contienda.

En España algunos grupos valdenses seguían a Durando de Huesca o a Bernardo Prim. Ambos presentaron su propositum vitae («estilo de vida») a Inocencio III, abjurando de sus ideas heréticas y confesando la fe de la Iglesia Romana.

El despertar religioso se mantuvo con las Cruzadas. Es cierto que en ellas se unía la política, la economía, la sociedad y la fe religiosa. Pero, de todo ello, lo más importante para los poderes europeos fue la nueva ruta comercial que se abrió con el Oriente y de la que se favorecieron las ciudades o repúblicas italianas y también mi padre en las famosas ferias francesas. Lo más nefasto de las Cruzadas fue la implantación del Imperio latino que introdujo fragilidad, división y luchas internas en el Imperio bizantino.

La sociedad se encontraba dividida en el Imperio romano-germánico, que dominaba gran parte de la Europa central y de Italia, así como también los reinos que se estaban formando. Inglaterra dominaba sobre territorios franceses, y muchas tierras de España se encontraban también bajo dominio musulmán..., pero se da un paso importante en el avance de la Reconquista con la victoria de Alfonso VIII en las Navas de Tolosa.

La sociedad se dividía entre mayores y menores. Los mayores, a su vez, en escalafones piramidales: emperador, reyes, condes, marqueses, duques... Todos en sumisión a los inmediatos superiores, pero el poderío de algunos en la escala inferior jugaba malas partidas a los superiores...

La otra parte de la sociedad la formaban los menores: villanos, siervos de la gleba y esclavos. Los siervos de la gleba estaban sujetos a la tierra, carecían de libertad de movimiento, pero tenían algunos derechos, mientras que los esclavos carecían de ellos. Los villanos tenían libertad de movimiento, pero debían pagar grandes impuestos. Algunos villanos alcanzaron gran poder económico con el comercio y se les dará el título de prohombres o bienhechores de la ciudad, y se les permitirá elegir cónsules, que tendrán la capacidad de dictar leyes, regir la ciudad y administrar justicia; pero siempre bajo la directa vigilancia del señor, al que apoyarán y servirán con sus tasas y levantarán milicias a favor de él. Esto mismo sucedió en mi pueblo natal, Asís.

A nivel social hubo un crecimiento de la sociedad europea, con buenas cosechas en la agricultura, cuyos campos habían mejorado, se habían roturado bosques y se habían perfeccionado los instrumentos agrícolas.

Económicamente se mejoró el comercio y, sobre todo, el mercado de telas. Con la implantación de las ferias de Champaña, Picardía y Flandes crece la comunicación, la economía y la burguesía. Muy relacionado con la economía y el bienestar de las ciudades está la aparición de los gremios de artesanos que se regían por estatutos propios y se colocaban bajo el patrocinio de un santo.

A la Iglesia se la veía como hoy. Los burgos, barrios de artesanos, consideraron lejanos y conservadores a los monasterios y abadías; se les había detenido el tiempo, pues no se acercaban al pueblo cuando este se alejaba de ellos. Eran mejor vistos muchos de los nuevos movimientos religiosos, que compartían los trabajos del pueblo, las mismas necesidades, les hablaban en su lengua... Estos espacios sociales nuevos fueron ocupados por las Órdenes Mendicantes. Inocencio III fue un pontífice tenido en gran estima, en todos los ámbitos. Fue una persona bien formada y muy culta, con un espíritu abierto. Tuvo fracasos como la IV Cruzada, que no realizó su sueño y debilitó al Imperio bizantino con la implantación del Imperio latino. Por otra parte, hubo un momento renovador en la Iglesia con el IV Concilio de Letrán, que apoyó la vuelta de muchos movimientos religiosos al seno de la Iglesia, recuperando muchos valores espirituales, que de otra manera se hubieran convertido en frente opositor a ella misma. De esta manera, sirvieron de fermento renovador. Inocencio III fue un gran jurista, un gran político, un hombre de profunda convicción religiosa y un alma de profunda espiritualidad...

Este fervor religioso popular mantuvo las peregrinaciones a Jerusalén para venerar el sepulcro del Señor; a Roma para venerar los sepulcros de los apóstoles Pedro y Pablo, y a Santiago de Compostela para venerar el cuerpo del apóstol Santiago. Se introdujo la devoción moderna: a la humanidad de Cristo y a la figura materna de María, favorecida, sobre todo, por los benedictinos cluniacenses.

En la belleza de las formas arquitectónicas se dio el paso del románico al gótico. Los muros perdieron su pesadez para hacerse más ligeros, de manera que sus esbeltas torres se alzan hacia el firmamento, mientras que los ventanales ocupan grandes espacios en los muros, como indicio del ansia de luz y la necesidad de iluminación de los grandes espacios arquitectónicos y de la pintura que ocupa los espacios blancos de sus paredes, desarrollando episodios bíblicos e introduciendo la vida de los santos. En ellos, el pueblo fiel aprendió a leer la Biblia y a tomar ejemplo de los santos para la vida, contemplando los frescos que decoran, todavía hoy, las paredes de los templos.

No voy a hablar de las Órdenes de Caballería, de los juglares, las devociones populares, la naturaleza, desde los pequeños gusanos hasta las aves del cielo y los bellos paisajes que presentaba cada espacio que recorría... Gocé de todo ello. Me tocó vivir en medio de esta variedad de circunstancias, de luces y de sombras. Esta fue mi época, mi tiempo, semejante al vuestro. El pasado no fue mejor. El mejor es el nuestro, el que vivimos. El mío fue el de ayer. El tuyo, el de hoy, es el mejor.

2

Asís

Mi pueblo es una ciudad muy antigua, recostada en las estribaciones del monte Subasio, escalonando sus casas, y asomándose al valle de Espoleto. Está situada en la región de la Umbría, entre las regiones de Toscana, la Marca de Ancona y el Lacio. Fue fundada, dice la tradición, por los umbros, dominados luego por los etruscos, quienes se fundieron con aquellos. Más tarde ocuparon nuestras tierras los romanos. En la ciudad se encuentran importantes recuerdos de estas civilizaciones. En la que fue cripta de la iglesia de San Nicolás de «Placea» se conserva una interesante colección documental de dichos pueblos.

Todavía quedan vestigios de la grandeza de estos pueblos: el Sanguinone, que lleva el agua a la ciudad; el templo de Minerva, en la plaza del ayuntamiento –punto de encuentro para los peregrinos y para admirar una bella vista arquitectónica de la ciudad–, y el foro romano, que se oculta y conserva bajo la misma plaza; los lienzos de murallas romanas, el foso del anfiteatro, los restos de termas y de monumentos funerarios...

Un ilustre hombre que nació aquí, en Asís, fue el poeta lírico latino Sexto Propercio. Tuvo como mecenas al emperador Augusto y a Mecenas, y gozó de la amistad de Ovidio y Virgilio.

El cristianismo se introdujo muy pronto, siendo testigos de la evangelización sus primeros obispos: san Rufino, martirizado en Costano. Sus reliquias se conservan en la catedral románica. San Victorino, mártir, que descansa debajo del altar de la iglesia abacial de San Pedro, de estilo de transición románico-gótico, y san Sabino, obispo de Espoleto, quien ayudó a la comunidad cristiana de Asís en tiempos de persecución y fue martirizado en Espoleto.

La ciudad fue destruida por el rey bárbaro Totila y luego gobernada por los longobardos y el ducado franco de Espoleto. En mis tiempos se convierte en una ciudad gibelina independiente (partidaria del emperador), frente a la güelfa Perusa (partidaria de los papas), con la que sostuvo un duro y persistente enfrentamiento.

Entre finales del siglo XII y principios del XIII, la ciudad era un poco más pequeña, pero tan pintoresca como hoy: con sus calles estrechas y empinadas, que ascienden, escalón tras escalón, las faldas del Subasio. En la parte más antigua, las casonas con sus puertas de los muertos –antiguas puertas de los negocios y comercios de Asís–.

Un recuerdo especial merece la catedral antigua, iglesia de Santa María la Mayor: aquí me bautizaron. En la misma pila bautizaron también a Clara, Gil, Inés, Bernardo, Rufino, Pedro Cattani... Hoy es el santuario de la Spogliazione (del Despojo), donde tuvo lugar el juicio ante el obispo de la diócesis y la entrega de los vestidos que me cubrían a mi padre, Pedro de Bernardone.

La pila bautismal se encuentra actualmente en la nueva catedral, dedicada a san Rufino, el evangelizador de Asís. La catedral se levanta sobre la cripta que conserva el sarcófago que contuvo los restos mortales de san Rufino, hoy en el altar mayor de la catedral. Es una bella construcción románica, aunque ya en su fachada balbucea el gótico. En el lado izquierdo se levanta una esbelta torre románica que se apoya sobre una bella y gran cisterna romana. En el mismo lado se encuentra el lugar que ocupó la casa de Offreduccio de Favarone, el padre de Clara, Inés y Beatriz.

Un recuerdo especial también para la iglesia de San Jorge, donde aprendí las primeras letras, donde comencé a predicar, donde me enterraron y donde hoy se levanta la basílica dedicada a la hermana Clara.

Sin olvidar el palacio del Capitán del Pueblo y la torre municipal –del Comune–, en cuya pared todavía hoy se pueden apreciar las medidas oficiales de la administración civil, las medidas del comercio y de la construcción, tejas y ladrillos; el palacio de los Priores, la casa donde nací –aunque a veces a uno le hacen nacer en dos o más sitios–, el palacio de Bernardo de Quintavalle...

Coronando las terrazas sobre las que se asienta el pueblo, está el castillo –la Rocca–. Desde tiempos antiguos hubo una torre de vigilancia que el emperador Federico Barbarroja convirtió en castillo, para residencia del legado imperial en el condado de Asís. No es la de mi época, sino la mandada construir por el cardenal español Gil de Albornoz, arzobispo de Toledo, quien reposó mucho tiempo en la capilla del Crucifijo o de Santa Catalina, en la basílica que lleva mi nombre. En el año 1967 sus restos mortales fueron trasladados a la catedral primada de Toledo. El castillo de mi tiempo fue destruido y con sus piedras reforzamos las murallas, signo de libertad e independencia del poder imperial germánico.

El recinto amurallado de la ciudad conserva lugares pintorescos e iglesias muy coquetas que vale la pena visitar. Hago mención de tres de ellas: la iglesia de Santiago Muro Rupto, del siglo XI, donde se conjuga el románico y el primer gótico. La iglesia de San Esteban, del siglo XII. Una tradición refiere que sus campanas sonaron solas para comunicar mi muerte a la ciudad de Asís. La iglesia de San Pablo, del siglo XI, donde se llevó a cabo parte del proceso de canonización de santa Clara.

Todavía hoy se puede contemplar, en los alrededores de Asís, la pequeña iglesia de San Damián, donde trabajé de albañil y donde comenzó a florecer la familia de las Hermanas Menores, o Damas Pobres, o Damianitas, o simplemente Clarisas. No lejos se halla la capilla de la Porciúncula o de Nuestra Señora de los Ángeles, donación que nos hicieron los benedictinos, que hoy se la contempla como una joya dentro de su joyero, la monumental basílica del siglo XVI. Y a medio camino entre ambas capillas se encuentra Rivotorto, la primera residencia de los Hermanos Menores.

Cercanos a la cumbre del Subasio se hallan los restos de la abadía de San Benito, de la que recibimos la Porciúncula. Anualmente regalábamos a los monjes un canastillo de peces del Tascio como signo de afecto por el don hecho, y ellos nos agasajaban con una vasija llena de aceite. Bajando, nos encontramos con Las Cárceles, prisión para los monjes rebeldes, luego utilizada como lugar eremítico.

Al pie de la falda, el hospital de San Salvador de las Paredes, donde hoy se levanta la Casa Gualdi. En mi última ida a la Porciúncula, cuando me trasladaban los hermanos desde el palacio episcopal a la iglesita de la Porciúncula, les pedí que me pusieran de frente al pueblo, aunque no lo veía por mi enfermedad de los ojos, lo bendije y, luego, continuamos camino hacia Santa María.

En un altozano del pueblo, fuera ya de las murallas, que algunos llamaban la Colina del Infierno –donde eran ejecutados los condenados a muerte– (Colina Inferior lo llamaban otros), hoy es conocido por la Colina del Paraíso, está la basílica que lleva mi nombre y donde reposan mis frágiles huesos, todavía con señales de las enfermedades que me acompañaron durante toda mi vida. Quise descansar al lado de los marginados de la sociedad de mi tiempo.

Asís es un encanto de ciudad. Guarda más secretos. Con lo que os acabo de contar ya podéis haceros una idea de mi patria chica.

3

Mi nacimiento

Nací en Asís. No recuerdo ni el día, ni el mes, ni el año. En mi tiempo no celebrábamos los cumpleaños. No lo considerábamos importante, como lo es para ti, hoy, y para los historiadores, quienes lo fijaron en 1182, en el octavo centenario de mi nacimiento. Aunque todavía discuten mucho sobre el mes y el día. Para nosotros lo importante era la vida. Y para mí, de manera especial, fue mi conversión al Evangelio. Mi primer biógrafo, el hermano Tomás de Celano, hace que todo gire en torno a la fecha de mi conversión.

Mis padres fueron Pedro de Bernardone y Pica –Juana Pica–, que eran burgueses, ricos comerciantes de la ciudad de Asís. Tuve un hermano, se llamaba Ángel, menor que yo.

Bueno, dejando a un lado las fechas, me bautizaron pronto, como solían hacerlo por aquellos años de finales del siglo XII. Me pusieron de nombre Juan. Juana se llamaba mi madre; san Juan Bautista es el patrón de los comerciantes en lanas... Algunos opinan que nací el día de San Juan Bautista, por el nombre de bautismo. Probablemente. O el día de su martirio. No lo sé. En resumidas cuentas, mi nombre de pila es Juan. Sin embargo, por este nombre nadie me conoce. Mi nombre propio hoy es un apodo: Francisco, el francés, aunque ya hubo personas que llevaron este nombre.

El francés. Te preguntarás el porqué de este cambio de nombre. Sucedió lo siguiente: mi padre se hallaba ausente el día de mi nacimiento y de mi bautismo. Se encontraba en Francia, en una de las famosas ferias del país galo, en las que adquiría paños y lana para abastecer su mercado. A la vuelta, mi padre se olvidó del nombre de pila y comenzó a llamarme Francisco.

Algunos opinan que mi padre me puso el nombre de Francisco por el origen francés de mi madre; otros consideran que fue por la afición, la estima y el amor que mi padre profesaba a Francia, por sus ferias... Lo cierto es que, por contagio paterno, yo también me enamoré de Francia, y aprendí a hablar francés, y en esta lengua me hice juglar de lo humano y de lo divino.

Me bautizaron en la ex catedral de Santa María la Mayor. La pila bautismal fue trasladada a la catedral de San Rufino.

De mi niñez poco es lo que recuerdo. Como otros niños de la ciudad, fui a la escuela de la iglesia de San Jorge. Estaba cerca de mi casa y dependía de los canónigos de San Rufino. Junto a la escuela se encontraba un hospital para pobres y la casa cural del párroco. Hoy, este espacio lo ocupa el proto-monasterio y la basílica de Santa Clara. En la escuela aprendí un poco de todo: a leer, a escribir, las cuatro reglas de matemáticas muy útiles para el comercio de telas y lana de mi padre; aprendí un poco de latín, para leer el salterio y ser capaz de hablar un latín muy sencillo, nada clásico, pero a través del cual me pude expresar y comunicar. Mi lengua propia, en la que siempre me comuniqué con los demás, era el dialecto umbro.

En cuanto a mi retrato físico, ya adulto, lo ha trazado muy bien Tomás de Celano, mi primer biógrafo, y lo ha plasmado en la basílica Inferior de Asís, en el transepto derecho, Cimabue: «Hombre elocuentísimo, de aspecto jovial y rostro benigno, no dado a la flojedad e incapaz de la ostentación. De estatura mediana, tirando a pequeño; su cabeza, de tamaño también mediano y redonda; la cara, un poco alargada y saliente; la frente, plana y pequeña; sus ojos eran regulares, negros y candorosos; tenía el cabello negro; las cejas, rectas; la nariz, proporcionada, fina y recta; las orejas, erguidas y pequeñas; las sienes, planas; su lengua era dulce, ardorosa y aguda; su voz, vehemente, suave, clara y timbrada; los dientes, apretados, regulares y blancos; los labios, pequeños y finos; la barba, negra y rala; el cuello, delgado; la espalda, recta; los brazos, cortos; las manos, delicadas; los dedos, largos; las uñas, salientes; las piernas, delgadas; los pies, pequeños; la piel, suave; era enjuto en carnes; vestía un hábito burdo; dormía muy poco y era sumamente generoso. Y como era humildísimo, se mostraba manso con todos los hombres, haciéndose con acierto al modo de ser de todos» (ICel 83).

El mismo Tomás de Celano da las pinceladas oportunas para diseñar mi retrato psicológico-espiritual: «¡Oh cuán encantador!, ¡qué espléndido y glorioso se manifestaba en la inocencia de su vida, en la sencillez de sus palabras, en la pureza del corazón, en el amor de Dios, en la caridad fraterna, en la ardorosa obediencia, en la condescendencia complaciente, en el semblante angelical! En sus costumbres, fino; plácido por naturaleza; afable en la conversación; certero en la exhortación; fidelísimo a su palabra; prudente en el consejo; eficaz en la acción; lleno de gracia en todo. Sereno de mente, dulce de ánimo, sobrio de espíritu, absorto en la contemplación, constante en la oración y en todo lleno de fervor. Tenaz en el propósito, firme en la virtud, perseverante en la gracia, el mismo en todo. Pronto al perdón, tardo a la ira, agudo de ingenio, de memoria fácil, sutil en el razonamiento, prudente en la elección, sencillo en todo. Riguroso consigo, indulgente con los otros, discreto con todos» (ICel 83).

4

Autodeterminación de Asís

De mi juventud, poco es lo que recuerdo, pero hay un hecho que no debe quedar en el olvido, porque en él participé, si no al principio, lo tengo todo muy nebuloso, sí en los acontecimientos posteriores.

Asís era la capital del condado del mismo nombre. El gobierno de la ciudad era impuesto por el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. El emperador Federico Barbarroja había construido, sobre la colina que tenía una caseta de vigilancia, el castillo de la ciudad –la Rocca la llamamos nosotros–. En él vivía el legado del emperador. Por esos días era representante del emperador el duque Conrado de Urslingen.

Un par de años antes de terminar el siglo XII, hubo un acontecimiento triste y de consecuencias difíciles de prever para el futuro. El emperador Enrique VI, hijo de Federico Barbarroja, murió muy joven en Mesina. Se sintió mal durante una cacería. Le temblaban las piernas y tiritaba todo su cuerpo. A los pocos días murió de malaria, se dice; aunque también se piensa que pudo ser envenenado.

Entonces, Asís comenzó a soñar, al compás de este suceso. En su desarrollo, los sueños se fueron haciendo realidad, como había sucedido en muchas ciudades italianas, que querían autoproclamarse ciudades libres, con su gobierno propio. No dependiendo de poderes externos: ni del Imperio, ni de la Santa Sede, ni del poder de ciudades vecinas.

La ocasión la propició el papa Inocencio III. Aunque recayó sobre él la tutela del hijo de Enrique VI, el futuro Federico II, todavía un niño. El Pontífice pensó inmediatamente en reivindicar las tierras del ducado de Espoleto. Con ese fin, envió una delegación pontificia a Narni, para que se reuniera con el legado imperial, Conrado, que residía en Asís. Este abandonó la Rocca con el fin de entrevistarse con la delegación pontificia.

Mientras el duque Conrado de Urslingen, representante del emperador, se fue a Narni para entrevistarse con los embajadores de Inocencio III, nosotros destruimos el castillo –la Rocca–.

Ausente el duque, el pueblo se levantó en armas y derrotó a la guarnición que había dejado en la ciudad. Destruimos la Rocca, como queda dicho, y con sus piedras reforzamos la muralla romana de la ciudad y convertimos Asís en república.

Hubo también una purga importante en la ciudad. Los nobles, siempre acostados a la sombra del representante imperial, siempre dominando sobre los menores del pueblo y sus tierras, sufrieron las consecuencias del levantamiento popular. Hubo muertes, incursiones y destrucción de palacios, castillos y tierras de los nobles, obligándoles a exiliarse fuera de Asís.

La mayoría huyeron a Perusa, entre ellos la familia de Clara, siendo ella de corta edad. Los castillos de las cercanías de Asís fueron demolidos y las torres dentro de la ciudad desmochadas; humillamos su altivez. Asís y Perusa nunca se llevaron bien, y ahora había un doble motivo para enfrentarse: ayudar a los mayores, a los nobles asisienses, a recuperar sus bienes, sus tierras y sus castillos y palacios, y, por otra parte, el deseo constante de Perusa de someter a Asís. Sí, sí, las dos ciudades se enfrentaron, y la guerra fue cruel y larga.

Pero a lo que iba. Yo, Francisco, recuerdo muy bien que participé en esta guerra. Me enrolé entre los caballeros. No era noble, solo rico, pero me coloqué entre los caballeros porque era caballero: era capaz de tener mi propia cabalgadura, las armas de esta ala del ejército y mi escudero. Me situé al lado de los caballeros en la batalla de Collestrada, cerca del Puente de San Juan. Nos encontrábamos ubicados entre el castillo de Collestrada y el río Tíber. En la refriega caí prisionero con otros caballeros asisanos y pasé un año, más o menos, en la cárcel de Perusa.

En el lóbrego calabozo perusino, comprendí lo que es la soledad obligada, la enemistad y la envidia... Mi carácter jovial, alegre, abierto..., a pesar de la situación en la que nos encontrábamos, sirvió para romper barreras entre caballeros y burgueses, igualados por la misma prisión, los mismos grilletes, la misma humedad... y hasta las mismas enfermedades. Al final, logré que la amistad nos uniera a todos. Era la única luz que podía iluminarnos e infundirnos ilusión y esperanza.