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La vida no se nos da hecha, sino que da mucho quehacer. Eso decía Ortega. Es una "terrible faena" el libre albedrío −continuaba−, pues hace depender de cada uno lo más crucial de la propia biografía. Es importante lo que hacemos, pero es más determinante cómo lo hacemos. El autor trata la diferencia entre lo moral y lo natural, y cómo ambas realidades pueden y deben encajar, lejos de una mirada utópica hacia la ética. ¿Qué legitimidad puede reclamar un juicio moral? ¿Cómo dictaminar la calidad ética de una acción? ¿Hay acaso criterios objetivos? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué la intuición inicial se encuentra luego con tantos obstáculos al tratar de sistematizar el orden moral? ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil?
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Seitenzahl: 269
Veröffentlichungsjahr: 2024
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JOSÉ MARÍA BARRIO MAESTRE
DE QUÉ VA LA ÉTICA
Lo específico de la moral
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2024 byJosé María Barrio Maestre
© 2024 by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6788-1
ISBN (edición digital): 978-84-321-6789-8
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6790-4
ISNI: 0000 0001 0725 313X
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Prólogo breve
PARTE I LO ESPECÍFICAMENTE MORAL
1. Saber vivir: núcleo del saber práctico
2. En qué consiste la vida buena
3. La fractura del bien humano
4. ¿Qué es, cabalmente, la ética?
PARTE II LA ESPECIFICACIÓN MORAL
5. El criterio moral
6. El sujeto moral
Epílogo. La virtud libera lastre
Referencias bibliográficas
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Índice
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Referencias bibliográficas
Notas
Hace no mucho conversaba con mi sobrino Guillermo sobre sus expectativas profesionales para cuando termine los estudios universitarios. A la gente de mi generación puede resultarle algo sorprendentes las ideas que muchas personas de su edad —en torno a los veinte— se forjan sobre lo que pueden aportar a la sociedad con su trabajo, que no tienen mucho que ver con lo que hacen sino más bien con cómo lo hacen, con qué talante lo afrontan. Lo importante no es a qué te dedicas, venía a decirme el sobrino, sino qué sentido le das a lo que haces y qué valor aportas. Me llamó la atención esta última observación, y me pareció interesante, más allá de que cupiera pensar —en aquel momento también esto se me vino a las mientes— que estaba algo escasa de realismo, incluso que podría revelar cierta ingenuidad.
A menudo se me antoja ingenua la pretensión, que creo percibir en mucha gente joven que trato, de trabajar «sin tener que sujetarse a la rutina», «hacer algo que marque la diferencia», o de «ser fiel tan solo a uno mismo». Pero de Robert Spaemann aprendí que la filosofía —lo que profeso; soy profesor de eso— es una forma de ingenuidad institucionalizada1. De manera que no debería sorprenderme tanto.
En el mundo hay hechos y cosas2. Esta es su composición básica, una estructura bipolar que, como en la gramática de la lengua —bien que en unas lenguas se enfatice más uno u otro de los polos— comprende dos elementos: lo sustantivo y lo verbal. El plusvalor al que se refería mi sobrino forma parte de lo verbal. En principio no pertenece a la masa sustancial del mundo, de lo dado, sino de lo que hacemos con las cosas, de lo que pensamos de ellas y del modo en que las tratamos. Así, dicho valor añadido aparece más vinculado a la creatividad y a la innovación que a las rutinas reglamentarias y protocolizadas que ya vienen dadas. Lo que ocurre es que dicho componente “verbal” —dinámico— de la realidad también llega, digámoslo así, a cobrar sustancia. En la civilización tecno-artística se nos ha hecho familiar la noción de performance, la hipóstasis de una acción, de un sentido, y la materialización de lo simbólico.
Ortega y Gasset puso mucho énfasis en esta dimensión performativa del vivir humano. «A diferencia, pues, de todo lo demás, el hombre, al existir, tiene que hacerse su existencia, tiene que resolver el problema práctico de realizar el programa en que, por lo pronto, consiste. De ahí que nuestra vida sea pura tarea e inexorable quehacer. La vida de cada uno de nosotros es algo que no nos es dado hecho, regalado, sino algo que hay que hacer. La vida da mucho quehacer» (Ortega, 1965, p. 45). Esta observación nos sitúa ya ante la preocupación principal del librito que el amable lector tiene entre sus manos.
El texto se articula en dos partes o secciones: la especificidad de lo moral y la especificación moral. La primera de ellas incursiona en el peculiar tipo de realidad de lo moral tratando de delimitarlo con la mayor precisión respecto de la realidad natural. ¿Qué tipo de entidad posee “lo moral” (genus moris), y en qué se distingue de “lo natural” (genus naturae)? ¿Cómo puede encajar lo primero en lo segundo y qué cualidades tiene ese encaje? ¿Es utópica la ética, o tiene algún “lugar” (topos)? En otros términos, ¿cómo se inserta lo moral en este mundo? ¿Cabe en él lo bueno y lo debido? ¿Qué lugar concretamente ocupa en el mundo humano? ¿Cómo lo caracteriza y matiza?
Por otro lado, ¿podemos tener acceso a esa realidad de lo moral? En su caso, ¿qué tipo de acceso: racional, empírico, emocional…? ¿Cabe hacer evaluaciones morales? Y en su caso, ¿a qué estarían dirigidas: a las acciones o a los actores? ¿Qué legitimidad pueden reclamar los juicios de valor moral?
En la segunda parte se trata de acotar en lo posible la cuestión del criterio moral, es decir, de qué elementos cognoscitivos, o vitales, disponemos para dictaminar la calidad ética del obrar humano. El acceso inmediato e intuitivo que los humanos tenemos al orden moral contrasta abiertamente con las dificultades que encontramos a la hora de reflexionar sobre él, de tematizarlo y teorizarlo.
Por último, ¿qué papel tiene la libertad en el orden moral? Parece que alguno ha de tener, y no pequeño, pues el componente ético de la existencia humana tiene mucho de reto, y de drama con final abierto, y sin duda esto atañe a nuestra libertad. Se dice en la Biblia que «Dios hizo al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su albedrío» (Eclo 15,14). «Terrible faena», que diría Ortega, es eso de hacerme ser lo que soy en lo que mi propia biografía tiene de más crucial.
En fin, confío que la indagación que se ensaya aquí pueda hacer algo de luz en cuestiones que son abstrusas, pero igualmente decisivas para vivir sabiamente.
Es común distinguir dos usos de la razón, el que hacemos de ella con la pretensión de conocer y el que procura afrontar inteligentemente la praxis, la acción en la que el hombre se propone alcanzar ciertas metas pudiendo seguir caminos distintos. En términos muy amplios podemos hablar de dos formas de discurso racional: el teórico y el práctico. Propiamente no son razones distintas las que se emplean de una u otra manera, sino justamente eso, dos modos distintos de usar la misma facultad racional.
De acuerdo con una larga tradición, ambos usos determinan la división más primordial del discurso filosófico, la que lo distribuye en dos sectores: por un lado, el que podríamos denominar territorio del espejo y, por otro, el de la acción propositiva. Al conocimiento “teórico” también se le denomina “especulativo” por cuanto la teoría no pretende en principio otra cosa que “reflejar” la realidad tal como es —como hace el espejo (speculum) con lo que tiene delante—, es decir, dejarla ser lo que es y reconocerla rindiéndole el homenaje de decirla con lealtad. Por el contrario, el discurso práctico la acomete, digámoslo así, con la pretensión de transformarla, dominarla y humanizarla a través de la libre iniciativa secundada por la acción eficaz, diestramente dirigida.
Según el esquema aristotélico —que obviamente hoy quedaría demasiado escueto—, el territorio del espejo se divide en tres parcelas: la lógica, la filosofía de la naturaleza y la metafísica. Por su lado, el discurso práctico comprende igualmente tres capítulos: la ética, la economía y la política.
La razón teórica o especulativa busca conocer, mientras que en su uso práctico lo que busca la razón es ordenar. Decían los escolásticos latinos que es propio del sabio “ordenar” (sapientis est ordinare), en el doble sentido que tiene esta expresión en castellano: poner orden y dar órdenes. Al igual que la economía y la política, la ética aspira conocer, por supuesto, pero en último término para organizar inteligentemente la acción en cada uno de los ámbitos (ethoi) en los que se desempeña la vida y la actividad humana: organizar la propia vida (ética), la vida doméstica o familiar (economía) y la vida civil (política). El ser humano no “es” relación, pero sí es un “ser en relación”: en primer término consigo mismo, después con sus inmediatos prójimos, y finalmente con sus conciudadanos. Fuera de esos tres espacios de relación ningún ser humano puede desarrollar su vida de manera satisfactoria, ni siquiera suficiente. Desde luego, para que haya una comunicación significativa con los demás se necesita tener algo que comunicar, algo que hemos apropiado interiormente y nos acrece como personas. Pero eso a su vez hemos de comunicarlo: nadie puede vivir sólo para sí. Asimismo, la dimensión inter-personal —la alteridad como estructura del ser personal— tampoco el humano puede cumplirla satisfactoriamente solo en el reducto de la convivencia familiar, con sus inmediatos prójimos; también necesita proyectarse en un espacio suprafamiliar, propiamente civil. Para Aristóteles, el hombre tan solo puede alcanzar una vida satisfactoria —a esta noción apunta la voz griega autarkía: suficiencia, o autosuficiencia— en un nivel de apertura mayor que el del entorno doméstico, bien que tal apertura no soslaya sino que, por el contrario, presupone una intimidad, individual y familiar1.
Aunque no sería posible hacerlo inteligentemente sin conocimiento, organizar la propia vida, la casa y la ciudad no es “solo” una cuestión de conocimiento. La ética indaga, pregunta, y todo preguntar presupone en quien pregunta un interés cognoscitivo, mas el objeto del conocimiento ético no es conocer el bien, dice Aristóteles, sino hacerlo. (De hecho, nunca se llega a saber lo que es bueno hasta que no salpica, digámoslo así. Para saber lo que debo hacer, afirma también el Estagirita, debo hacer lo que quiero saber2).
—¿En qué consiste el saber práctico? Concretamente, ¿qué añade la nota de lo práctico al conocimiento, que es primordialmente teoría? —El valor de referencia de la teoría es la verdad o, dicho de otro modo, una teoría está bien hecha cuando es una mirada atenta que nos da a conocer, dentro de los límites de la capacidad humana, la verdadera realidad de lo que miramos. A su vez, el valor de referencia del discurso práctico no puede ser otro que el bien; la buena acción es la que está inteligentemente conducida. Verdad y bien comparten en último término la condición de ser aspectos distintos de lo mismo, de lo real, y prueba de ello es que no puede ser bueno lo que no lo es verdaderamente. El bien, en último término, no es más que la verdad práctica, la que está por hacer, y la buena praxis es la que verdaderamente contribuye a la realización personal de quien la lleva a cabo. —Mas, ¿cómo puede producirse el trasvase entre el ser verdadero cognoscible y el ser bueno practicable? ¿Se trata de una aplicación de la teoría a la praxis? ¿O bien de una traducción? En definitiva, ¿qué régimen posee propiamente el discurso práctico justamente como discurso racional?
Vuelvo a que conocer y mandar son efectivamente usos distintos de la misma facultad intelectual. No se trata de facultades distintas, y justo por ello es posible el trasvase sin salir de lo racional (tal vez matizando que “lo racional” en sentido práctico generalmente tiene la estructura de “lo razonable”, que a menudo se mueve en un terreno de fronteras movedizas, más borrosas e inciertas que el de las categorías con las que se maneja la razón teórica).
Ordinariamente, la traducción de lo teórico a lo práctico es compleja, no es “automática”, y, desde luego, en ningún caso un silogismo práctico es una inferencia “deductiva”. Es falaz el naturalismo que deduce el deber ser del ser natural. En el lenguaje de la teoría ética se conoce como falacia naturalista el error consistente en pensar que el trasvase es automático, toda vez que son órdenes distintos de realidad el ser y el deber o, dicho en términos clásicos, el genus naturae y el genus moris. Incluso cuando ocurre lo que debe ocurrir es menester distinguir el orden de las cosas tal como de hecho se dan, de aquel otro en el que consiste lo debido, lo que debería darse.
La fórmula que emplea Rudolf Hermann Lotze para describir el valor —lo que merece ser (daß, was würdig zu sein)— bien podría emplearse también para describir el genus moris. El tipo de ser de “lo moral” evidentemente no es solo lo que es o lo que hay, y su peculiaridad no puede detectarse con la mirada natural; hace falta una lectura metafáctica —recurrir a una lente más afinada, de más aumentos— para descubrir algo que a simple vista no comparece abriendo los ojos. En cierto modo, la realidad moral es intuitiva, se nos antoja inmediata sobre todo cuando tratamos con las personas, aunque no veamos con detalle reflexivo, por ejemplo, que son buenas o malas personas. La cualidad moral solo se atribuye a seres humanos, y no a todo en ellos, sino solo a algo de ellos, que es la conducta libre, los “actos humanos”. Por ejemplo, las conductas denominadas “reflejas” aparecen desprovistas de dicha cualidad. Mas aunque tengamos intuición primaria de la cualidad moral de ciertas conductas personales, así como de las mismas personas que son los titulares de ellas, es claro que necesita afinarse esa intuición, hace falta contrastarla, y en parte la ética suministra elementos para corregir y rectificar nuestras primeras impresiones. Necesitamos sensores e instrumentos conceptuales más elaborados para saber mejor lo que ya sabemos, incluso para someter a prueba esa primera intuición tosca. Por intuitiva que parezca la percepción de ciertas cualidades morales, nunca es esta plenamente espontánea: la realidad moral no comparece sin más, con “naturalidad”.
Igualmente constituye un naturalismo falaz confundir lo debido con los deberes. No cabe responder a la pregunta qué significa deber con una enumeración de los deberes, por cuanto no es lo mismo la forma que el contenido. Ahora bien, que sean órdenes distintos el de lo natural y el de lo moral o, dicho más sencillamente, el de los hechos y el de los valores, no significa que nada tengan que ver el uno con el otro. No de forma deductiva, pero sí en forma inductiva es posible descubrir en las cosas indicios de cómo las debemos tratar. Ciertamente para eso es preciso no reducir la realidad a su mostrenca facticidad, a lo que de hecho se nos da de ella. Es menester que ella misma nos provea alguna indicación acerca de su plenitud, de su telos, o de su valor, aspectos todos ellos que no se descubren a simple vista, porque propiamente son metafácticos, se sitúan más allá de “lo que hay”. J. R. Ayllón señala que la realidad tiene muchos lenguajes, y uno de ellos es el deber, lo que las cosas nos dicen, siendo, acerca del modo en que hemos de tratarlas para hacer de este mundo un lugar más habitable y más humano (Ayllón, 1998, p. 61).
A propósito de la idea kantiana según la cual resulta plebeyo acudir a la experiencia en cuestiones éticas, observa Rodríguez Duplá que
cuando se trata de comprobar la verdad de un juicio normativo (…) no tiene sentido mirar a la realidad efectiva, pues los juicios normativos no hablan acerca de cómo es esta de hecho, sino acerca de cómo debería ser. Un juicio normativo no puede ser confirmado ni refutado por un hecho. El principio que prohíbe mentir no sería menos válido si se comprobara que algunos o incluso todos los seres humanos mienten como bellacos. (…) No faltan casos en los que la linde que separa lo descriptivo de lo normativo se vuelve borrosa. Ocurre a veces, en efecto, que la descripción leal de lo que nos sale al paso nos obliga a emplear términos que, sin ser estrictamente normativos, contienen incoada una exhortación, es decir, un juicio normativo. Considérese estos ejemplos: ‘esta calle es hermosa’; ‘este niño tiene derecho a la educación’; ‘esta guerra es injusta’. Sin duda quien hace afirmaciones como estas emplea los términos subrayados para designar aspectos de la realidad que a él le parecen plenamente objetivos: aspectos que encuentra dados en las cosas y que él se limita a describir fielmente. Pero es característico de esos rasgos de la realidad el que de ellos procedan interpelaciones claramente audibles: se debe conservar esa calle, garantizar la educación básica de todos, instaurar la paz. Por eso las afirmaciones del tipo de ‘esta guerra es injusta’, muy a menudo se consideran normativas aunque propiamente no lo sean (Rodríguez Duplá, 2001, pp. 12-13).
La traducción del “ser” al “deber” no es inmediata. Un puro mirar la realidad percibiendo lo que son las cosas no suministra de suyo el código de cómo hemos de tratarlas, tanto a las realidades naturales como a las personas. Pero sí da alguna pista. Esto pretende la ética: armar un discurso sobre la acción humana que sea práctico, no puramente teórico —que también cabe: una pura teoría de la acción—. La ética trata de decir algo sobre qué es lo debido y cómo debemos actuar; intenta ser un discurso que dé lugar a normas, a ordenaciones racionales de la acción, códigos de conducta que alumbran, que dan luz intelectual sobre el mejor modo de actuar. Dicha luz tiene algo de claridad teórica —sobre qué es lo debido, lo bueno y lo mejor, etc.—, pero ante todo es, por emplear el lenguaje bíblico, linterna que alumbra nuestros pasos3. En definitiva, la ética busca orientar nuestro camino vital sobre una base teórica, tanto una luz antropológica que alumbra lo que somos, como deontológica, i. e. con juicios de valor que ilustran la mejor versión de lo que somos.
—Ahora bien, ¿realmente hace falta este discurso? ¿En qué medida es necesario? ¿Acaso no sería suficiente el sentido común para resolver el trance de vivir una vida humana? —Me ocuparé más delante del conocimiento moral precientífico. De momento señalaría algo que vale decir en general de la filosofía: no basta el sentido común para hacer ética, pero sin él, y menos aún contra él, no es posible hacerla con cordura. Parece que si se mira despacio la realidad y se escucha con atención lo que nos dice siendo, percibimos algunas exhortaciones claras sobre cómo hemos de comportarnos con ella. A un vistazo somero podría bastar con seguir la intuición del sentido común moral y atender a esos reclamos que percibimos en las cosas si les prestamos atención. Ahora bien, la realidad no siempre “habla” de manera unívoca, su lenguaje a veces no es nítido e inequívoco, archifácil de decodificar. En algunos casos es diáfano lo que nos dice, pero a veces hay que descubrirlo, y siempre hay que traducirlo.
El bien humano práctico —el bien que está por hacer— no es un hecho fáctico; es un futuro contingente, que puede ser o no ser, y en todo caso llegará a ser de un modo u otro en función de algo tan complejo, incierto e imprevisible como es la libertad humana. Que haya unas elecciones mejores que otras constituye un supuesto básico de cualquier discurso práctico: hay formas de emplear la libertad que son buenas y otras que no lo son tanto. Ahora bien, que una elección o acción sea buena no significa necesariamente que sean malas todas sus alternativas. No elegimos entre el bien y el mal, sino entre lo bueno y lo mejor. Tal es el punto dramático de la libertad, incluso trágico. No “nos la jugamos” en elegir entre el bien y el mal, sino a la hora de ponderar el relativo peso de bondad de cada opción. No tiene ningún mérito elegir el bien, dado que no es posible elegir el mal como mal; lo que sí lo tiene es elegir bien, i. e. escoger el bien que, entre otros, mejor corresponde a cada persona y a cada situación. Dicho a la inversa, si no fueran buenas las variadas posibilidades que se abren a nuestra elección, ni siquiera nos las plantearíamos como opciones posibles. El punto está en que podemos equivocarnos al sopesar los “pros” y los “contras” de cada opción buena, i. e. podemos tener la balanza trucada, o bien podemos dejarnos llevar por la precipitación, o por la pasión —un deseo tan intenso que llegue a ofuscar nuestra mirada y a oscurecer nuestro juicio—.
El «oído atento al ser de las cosas», del que hablaba Heráclito, suministra alguna noticia, o al menos algún indicio, sobre los mejores modos de tratarlas. Hay formas de gestionar la realidad que son posibles para el ser humano, y sin embargo no son buenas, o no son las mejores. Esto implica que tratándolas mala o inadecuadamente no nos realizamos en lo que somos, o no realizamos nuestra humanidad en la mejor medida posible. En nuestras opciones nos jugamos una parte importante de nuestro ser, concretamente nuestra identidad moral. Si la opción es buena, o la mejor, realizamos nuestro ser-humano desarrollándolo operativamente, incluso en la mejor de sus posibles versiones. Y al contrario, al optar mal —o no todo lo bien de lo que somos capaces— dejamos en barbecho nuestra humanidad, en la parte de ella que es susceptible de ser desarrollada operativamente (como dice el tópico, el ser humano no solo “nace”, también se “hace”). En nuestras opciones deficientes, además de no respetar la realidad, no nos respetamos a nosotros mismos, i. e. nos “des-realizamos”. Es esta una intuición que la sabiduría ética ha tenido clara desde el comienzo: una acción mala es inhumana. Hay comportamientos que confirman la humanidad de quien los lleva a cabo, mientras que hay otros que más bien la inhabilitan. En efecto, «las acciones humanas no se acomodan instintiva y automáticamente a la realidad» (Rodríguez Luño, 2010, p. 21), y esto quiere decir que el ser humano tiene la peculiaridad —realmente es una singularidad suya— de ser capaz de actuar como lo que no es, i. e. de actuar inhumanamente. Como es natural, esto supone que igualmente, y por la misma razón, el ser humano puede actuar de acuerdo con lo que él es. Si se lo piensa más despacio resulta curioso esto: por un lado, si actúa un ser humano, no cabe negar que su actuación es humana, pero, por otro, intuimos nítidamente que algunas cosas que hacemos no son humanas, en el sentido de que nos deshacen en nuestra humanidad, i. e. de algún modo la desdibujan: es un modo de actuar que no se ajusta —no hace justicia— a lo que somos como humanos, que carece de racionalidad, de justificación o respaldo en nuestro modo de ser racional, como, por ejemplo, matar a un inocente. Eso es esencialmente inhumano.
—¿Y acaso no será inhumano simplemente porque lo llamamos así? No se deja de ser humano por matar a un inocente. —Ciertamente, pero esa acción no se ensambla bien con la realidad humana de quien la realiza, sino que más bien la desmiente. Se produce un hiato, una discontinuidad, incluso una contradicción entre lo que esa persona es y lo que hace. Si un tigre tiene hambre y se merienda a un señor que pasaba por ahí, el espectáculo nos parecerá terrible, pero nadie se escandalizará de que el tigre haga “tigradas”, porque el tigre es una fiera y lo que le sale espontáneamente es hacer el salvaje. Ahora bien, si eso lo hace alguien que no es un tigre, sino otro señor, podemos decir algo que, por paradójico que sea, entendemos perfectamente que tiene sentido decir: es impropio del ser humano hacer eso, i. e. es una acción inhumana. Carece de sentido decir que la acción del tigre le “destigriza” —deshace su tigrez—, pero sí tiene sentido decir que esa acción, cuando la realiza un humano, le deshumaniza. Da la impresión de que al ser humano no le encaja comportarse como un tigre, es contrario a su naturaleza, aunque por otro lado es evidente la posibilidad que el hombre tiene de hacer tigradas sin ser un tigre. He ahí la paradoja.
—¿Y no dependerá esa intuición del contexto cultural? En Europa suele parecernos mal matar a un ser humano. Aunque esto pueda ocurrir a menudo, la percepción común es que eso está mal hacerlo… Pero en otros entornos culturales puede que no resulte tan extravagante. Parece que hay éticas distintas, y muy dispares entre sí. Los modos de ejercer como ser humano cambian no solo en los diferentes espacios geográficos y culturales, sino en cada ser humano. —Son muy variados, desde luego. Ahora bien, sin tratar de simplificar una cuestión complicada, el discurso ético que se ha desarrollado en la tradición greco-cristiana presupone que hay algo de lo que significa ser humano que es común a todas las formas culturales de ejercerlo, es decir, que junto al variadísimo coeficiente histórico y geográfico de lo humano, tanto por parte de las comunidades como de los individuos, hay algo común que todos los humanos nacemos siendo —a eso apunta exactamente el sentido original de la palabra naturaleza—, a saber, animales racionales, y que entre todas las variadas versiones de lo humano cabe pensar que algunas son preferibles a otras porque se articulan y encajan mejor con esa naturaleza, con lo que todos los humanos somos. Esta percepción es fundamentalmente justa. Aunque sean muy distintas las formas de ejercerlo, lo ejercido en todas ellas es sustancialmente idéntico, la animalidad-racionalidad, que son los rasgos integrantes de la mejor definición —la más esencial— del ser humano.
En definitiva, entre todas las posibilidades operativas que al ser humano libre se le abren en su actuar, algunas se corresponden mejor con su humanidad y otras se ajustan peor, o incluso resultan completamente injustas con lo que a título de humanos todos los seres humanos somos.
El discurso de la ética clásica presupone, entonces, que esta se refiere no tanto a las singularidades culturales en las diversas formas de ejercer la humanidad, sino a qué significa ser humano, y se orienta a dilucidar si hay, dentro de una amplia gama posible, algunas formas preferibles de ejercer lo que somos, algunas versiones de lo humano que se corresponden mejor con la identidad reflejada en esa fórmula: animal-racional. Creo que es muy intuitivo que las hay, y que, por ejemplo, respetar la vida, la hacienda, el buen nombre de otra persona es mejor que su contrario; es decir, que se trata de conductas que confirman la humanidad de quienes así se conducen, en tanto que sus contrarias más bien desdicen de ella. Es la intuición que obra en la base del decálogo judeo-cristiano. La mayor parte de los diez mandamientos —casi todos los de la llamada “segunda tabla”— son preceptos negativos: prohíben matar, robar, difamar, codiciar los bienes o la mujer del vecino, y lo hacen de manera incondicional por tratarse de conductas intrínsecamente perversas; todos los humanos hemos de evitarlas en cualquier circunstancia, dado que son comportamientos esencialmente desorientados —eso es exactamente lo que significa que son perversos—, o sea, que no ayudan a encontrar el camino hacia sí mismo, a la propia humanidad, sino que más bien desvían de él. No tendría sentido que el quinto mandamiento impugnara el asesinato solo en ciertas condiciones, por ejemplo: no matarás a tus amigos, o a alguien de tu misma raza, religión o sexo. Tal como se ha entendido en la tradición judeo-cristiana, el significado obvio de esa prohibición no es deplorar el asesinato tan solo de las personas que a uno le caen bien, o que no le han hecho ningún daño, sino el de cualquier ser humano, sano o enfermo, adulto o niño, nacido o aún no nacido. Dicho a la inversa, la acción de exterminar a un ser humano, cuando la realiza otro ser humano, es siempre “inhumana”, i. e. una acción que de ningún modo puede contribuir a la realización de quien la hace o, lo que es lo mismo, no puede desarrollar su humanidad, o completarla en aquello de ella que es susceptible de desarrollo o complexión, que es mucho, y que depende no de lo que nacemos siendo sino de lo que nos hacemos ser con nuestro comportamiento libre.
La intuición de que hay imperativos morales universalmente válidos, y que son absolutos o incondicionales, no es tan solo un prejuicio religioso, o una percepción cultural adscrita a determinados contextos sociohistóricos; no es una manía de los occidentales. Indirectamente lo prueba el paradójico hecho de que sean percibidos como obligatorios en los más variados contextos sociohistóricos, y de que lo sean en forma tan masiva como igualmente resultan transgredidos en todos ellos. Adviértase que el hecho de que un mandato sea absoluto, categórico, no implica que su obediencia sea absolutamente necesaria; como ha visto con claridad toda la tradición ética en occidente, los imperativos prácticos no se imponen a una naturaleza ciega, sino que se proponen a una voluntad libre, y por eso su obediencia solo puede ser libre, no necesaria, lo mismo que su desobediencia. Precisamente por eso la conducta moral —libre— es meritoria, i. e. merece aprobación o desaprobación; si no fuera libre aprobarla o censurarla moralmente carecería de sentido.
Cualquiera que sea su respuesta moral, todo ser humano percibe de forma nítida, mediante una persuasión interna que llamamos conciencia, la exhortación a no matar a sus semejantes (excepto en el caso de legítima y proporcional defensa que se salde con la muerte del injusto agresor). Es cierto que en la cultura china tradicional no se conoce como “quinto mandamiento”, pero eso mismo, formulado de otra manera, está tanto en la conciencia de un chino como en la de un austríaco o un lapón. Unos y otros perciben de manera diáfana que matar, robar, mentir, traicionar a un amigo o insultar a la propia madre son conductas a evitar (vitandae) porque son malas, es decir, acciones que desvirtúan y descomponen la humanidad de quien las lleva a cabo. La tesis católica es que el Decálogo judeo-cristiano constituye el mejor resumen de la ley moral natural, i. e. aquella que está inscrita en la conciencia de todo individuo perteneciente a la especie humana —por tanto, que comparte la correspondiente naturaleza humana—, perceptible por cualquier “animal racional”, ya sea esquimal, alemán o mongol, o ya viva en el siglo iii, el vii, o el xxiii si llega a haberlo. Mientras la especie humana tenga continuidad —mientras siga habiendo seres humanos— para todos ellos la mejor forma de ejercer como lo que son excluirá el asesinato, la mentira y la deshonra de los padres, del mismo modo que incluirá amar a Dios sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, y después al prójimo tanto como a uno mismo1. Con independencia de que dicha percepción encuentre respaldo en una convicción religiosa sólida, o bien de que carezca completamente de semejante apoyo, la ley moral natural la puede descubrir, si ausculta con atención el fondo de su conciencia, cualquier ser humano, incluidos los ateos. Esta ley moral inscrita en el corazón de todo hombre —en lo más hondo de su ser—, que constituye el contenido y referencia básica de la ética natural de la que aquí estamos tratando, puede considerarse, valga decirlo así, como el “manual de uso” de la humanidad, como la forma de ejercerla y administrarla que para cada ser humano resulta más idónea de acuerdo con el diseño original con el que fue creado.
La ética versa sobre lo que el ser humano alcanza a ser como resultado de lo que se hace ser obrando. Pero hay algo de lo que los humanos somos que no nos lo hacemos ser: está hecho en nosotros no por nosotros. Decía Ortega y Gasset que la vida humana no es algo hecho sino por hacer; es un quehacer. Esa es una medio-verdad. Tiene parte de razón, pero también hay algo en nuestra vida que no lo hacemos ser nosotros, comenzando por el hecho mismo de “ser”: no nos hemos dado la existencia. Ninguno de nosotros somos como resultado de haber decidido ser. Estamos en la existencia en forma tal que nos encontramos siendo, pero nadie es por haberlo decidido él. Que yo sea no es un mérito de mi