De re impressoria - Aldo Manucio - E-Book

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Aldo Manucio

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Los libros tal como los conocemos no serían lo mismo sin Aldo Manucio. En el siglo xv, el impresor y humanista italiano fue el artífice de un magnífico proyecto editorial dirigido a un refinado círculo de estudiosos, pero también a los estudiantes. Manucio editó e imprimió hermosos ejemplares que por su tamaño y por la claridad de los textos pudieran llegar al mayor público posible. Para eso implementó con regularidad la numeración de las páginas y los índices, y utilizó elegantes caracteres tipográficos. Además, en la gran mayoría de los títulos que publicó, entre los que se cuentan obras de Aristóteles, Esopo y Virgilio, agregaba cartas dirigidas a sus lectores. Esta selección de esas cartas prologales de Manucio, que inaugura la colección Territorio Postal, puede ser leída como una única y larga epístola, y funciona como manifiesto estético sobre el quehacer editorial.

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Aldo ManucioDe re impressoriaCartas prologales del primer editor

Aldo ManucioDe re impressoriaCartas prologales del primer editor

SELECCIÓN, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE ANA MOSQUEDAINTRODUCCIÓN DE TIZIANA PLEBANI

Índice de contenido
Portada
Portadilla
Legales
Introducción Aldo Manucio y el pacto con los lectores
Prefacio Aldo, inventor de la profesión del editor moderno
Referencias bibliográficas
Notas de la editora sobre la traducción y edición de las cartas prologales
Breve cronología
Cartas prologales
Constantino Láscaris, Gramática griega
Museo, Hero y Leandro
Aristóteles, órganon
Teócrito, Hesíodo, Teognis, Obras selectas
Tratados de gramática griega: Tesoro, El cuerno de la abundancia de Amaltea, Los jardines de Adonis
Aristóteles y Teofrasto, Filosofía natural
Giovanni Crastone, Léxico griego-latino
Angelo Poliziano, Obras completas
Dioscórides, Acerca de la materia medicinal
Nicandro de Colofón, Remedios contra los venenos de los animales y Antídotos
Niccolò Perotti, Cornucopia
Escritores de astronomía griegos y latinos
Aldo Manucio, Rudimentos de gramática latina
Virgilio
Horacio
Juvenal, Persio
Constantino Láscaris, Las ocho partes de la oración
Catulo, Tibulo, Propercio
Esteban de Bizancio, Sobre las ciudades
Julio Pólux de Naucratis, Onomástico
Tucídides, Historias
Sófocles, Tragedias
Valerio Máximo, Hechos y dichos memorables
Aldo Manucio, “Advertencia a los tipógrafos de Lyon”
Basilio Besarión, Contra el calumniador de Platón
Gregorio Nacianceno, Poesía
Homero, Ilíada
Esopo, Fábulas y otros textos
Virgilio
Eurípides, Hécuba e Ifigenia en Aúlide, traducción de Erasmo de Róterdam
Horacio
Constantino Láscaris, Las ocho partes de la oración
Píndaro, Odas / Calímaco, Himnos / Dionisio Periegeta, Descripción del mundo / Licofrón, Alejandra (Casandra)
Platón, Obras completas
Julio César, Comentarios a la guerra de las Galias
Cicerón, Tratados de retórica
Jacopo Sannazaro, Arcadia
Virgilio
Lucrecio
Glosario de términos referidos a la edición y a la imprenta utilizados por Aldo Manucio

Ediciones Ampersand

Cavia 2985 (C1425CFF)

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

www.edicionesampersand.com

»    Manucio, Aldo

De Re Impressoria. Cartas prologales del primer editor / Aldo Manucio; Compilación de Ana Mosqueda; Prólogo de Tiziana Plebani. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ampersand, 2022.

Libro digital, EPUB - (Territorio Postal; 1)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-4161-78-9

1. Correspondencia. 2. Edición de Libros. I. Mosqueda, Ana, comp. II. Plebani, Tiziana, prolog. III. Título.

CDD 002

Colección Territorio Postal

Primera edición, Ampersand, 2021.

Primera edición en formato digital: marzo de 2022

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

Derechos exclusivos de la edición en español reservados para todo el mundo.

© 2021 de la presente edición en español, Esperluette SRL, para su sello editorial Ampersand

© 2021 Del prefacio, Ana Mosqueda

© 2021 De la introducción, Tiziana Plebani

Edición al cuidado de Diego Erlan

Corrección: Ana Mosqueda y Josefina Vaquero

Diseño de colección y maquetación: Colombo+Heinberg

Retoque de imágenes: Pablo Engel

ISBN 978-987-4161-78-9

Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante el alquiler o el préstamo públicos.

Introducción

Aldo Manucio y el pacto con los lectores(1)

Tiziana Plebani

...aunque parezca que te escribimos solamente a ti.

Aldo Manucio a Alberto Pío de Carpi, Lucrecio 1515(2)

La lenta aparición del prefacio

La conciencia de que al lector corresponde una parte fundamental en la historia del libro, no restringida al papel de comprador de una obra o a la responsabilidad de decretar su éxito u olvido, es bastante reciente, en comparación con la relevancia de los estudios sobre los autores, la suerte de los textos y sus formas de transmisión. Sin embargo, un nuevo y fructífero período de estudios ha puesto término a tanta negligencia, restituyendo al lector (aunque sería más apropiado hablar en plural y también distinguir el sexo) su capacidad de reescribir el texto, su protagonismo como coautor.(3)

Si esta conciencia pertenece al presente, ¿se pueden encontrar rastros de ella en el pasado?

Creo que en Aldo Manucio se puede captar un punto luminoso de este recorrido que ha hecho emerger el público de lectores. Si la crítica literaria contemporánea ha elaborado el concepto de “pacto narrativo” que el autor estipula con el lector,(4) podemos por extensión, pero creo que con legitimidad, atribuir a Aldo la conciencia de una especie de pacto que él hacía con el público de sus libros, tomando una responsabilidad mucho más amplia que la de sus autores, en su mayoría tan lejanos en el tiempo como para no permitir diálogo alguno.

Un pacto que quería defender al mismo tiempo los derechos de los lectores y los de los autores, tratando en la mayor medida posible de restaurar la integridad de los textos, limpiando errores y transmisiones incongruentes; su misión, declarada y hecha explícita en sus prefacios, era en realidad la de “liberar a los buenos libros de duras y horribles cárceles...” (Tucídides 1502, 112).(5)

Sin embargo, Aldo fue más allá del arduo trabajo en este campo, e hizo el mejor uso del poder que poseía al utilizar la imprenta para ayudar a su público lector y producir libros hermosos, pero también fáciles de leer. Todo esto es bien conocido y, por lo tanto, solo resumiré sus innovaciones o mejoras: produjo caracteres tipográficos nuevos y elegantes; cuidó el lenguaje para que fluyera limpio y agradable, por lo que se ocupó especialmente de la ortografía y de la puntuación; perfeccionó el índice; señaló con eficacia los errores; insertó la numeración continua de las páginas; para facilitar el aprendizaje del griego, pensó en ponerlo junto a la traducción latina en la página opuesta. Y, sobre todo, hizo que las obras fueran manejables: “[las Sátiras de Juvenal y de Persio] para que puedan ser más cómodamente sostenidas en las manos, y no solo ser leídas sino ser aprendidas de memoria por todos, las publicamos impresas en un formato pequeño” (Juvenal, Persio 1501, 99), de modo que “fueran cómodas compañeras para ustedes, aun en un largo viaje” (Virgilio 1505, 130).

Un eje central de este pacto con el lector fue, sin duda, el conjunto de prefacios y advertencias que Aldo insertó en la mayoría de las ediciones que salieron de su taller, especialmente en aquellas que caracterizaban su proyecto editorial; de este modo inventó una nueva y peculiar cercanía y conversación con los lectores.

Vale la pena detenerse en este aspecto que se conoce, pero que quizás aún no se ha explorado por completo, y que se inscribe de manera original en la historia del paratexto. Como ha ilustrado Gérard Genette, entre todos los dispositivos textuales o materiales, el prefacio nace de forma tardía y es esencialmente una invención de la imprenta.(6) ¿Cuáles son las razones de su ausencia, primero, y luego de su aparición? Para resumir, podemos decir que la cuestión se refiere a la extensión del área de uso del libro y a la atención al lector, pero puede ser útil volver sobre algunas etapas de la historia que se relacionan con estos aspectos para comprenderlos mejor en su desarrollo diacrónico.(7)

En la Antigüedad clásica, la recepción de una obra se vinculaba principalmente con métodos orales de lectura: si tomamos, por ejemplo, el texto de Homero y todos los géneros épicos o narrativos más antiguos, debemos insertarlos en un contexto de lectura-recitación regido por los aedos, los cuales sabían invocar en pocas palabras también al autor y los propósitos de su composición. Y, más generalmente, la “publicación” de un texto se traducía a menudo en la lectura por el autor mismo frente a un círculo de amigos o mecenas, a quienes presentaba su propia composición. En el mundo romano, especialmente de la era imperial, también eran frecuentes las lecturas públicas o recitationes en teatros, en el odeón o en otros espacios para auditorios más grandes. Eran sociedades moderadamente alfabetizadas, y los autores bastante conocidos, y no había necesidad de perder demasiado tiempo presentándolos o cargando los papiros con anotaciones.

En el mundo de la Alta Edad Media, la redefinición del libro en las formas materiales, en la producción, circulación y en los usos, como consecuencia de su prevaleciente, si no exclusiva, pertenencia al ambiente monástico, condicionó su lectura: esta se asimilaba a una práctica disciplinada y agotadora, a tal punto que los Padres de la Iglesia prepararon una serie de instrucciones que debían seguirse para controlar los sentidos y las posturas corporales mientras se leía.(8) Además, no se leía por placer, sino para alcanzar la virtud. El texto era una auctoritas, por lo tanto, no había igualdad entre el lector y el autor, sino una enorme distancia. De alguna manera, se puede decir que el lector estaba sometido al texto.

En general, las obras se iniciaban con el comienzo o con la expresión Incipit liber. La ausencia de un título real, de un prólogo o de una introducción se justificaba por la forma predominante de recepción, ubicada dentro de la relación maestro-discípulo típica de la escolástica y de la educación de este período. En este contexto, la obra no era autónoma, sino que se transmitía a través de métodos pedagógicos específicos que preveían un proceso y prácticas específicas de asimilación y de interpretación, puestas a disposición por el maestro o por una serie de glosas y comentarios. En un caso u otro, siempre se refería a un sentido oculto, alegórico y nunca evidente. El lector era conducido de la mano y no tenía que abandonar esos carriles.

A partir del siglo XI, con algunas anticipaciones previas, aparecieron los llamados accessus ad auctores, introducciones que proporcionaban al lector información sobre la obra que iba a leer y algunas notas acerca del autor y de su vida.(9) Eran premisas que también tenían la intención de orientar la valoración y de encauzar la recepción hacia los rumbos de la tradición exegética; por lo tanto, no son comparables a la idea que tenemos actualmente del prefacio. De todos modos, podemos pensar que este tipo de paratexto que aparece a esta altura cronológica es de alguna manera evidencia de una mayor circulación de libros, así como de una preocupación latente sobre el uso que podría derivarse de las lecturas; en ese momento, sin embargo, era muy difícil salir del camino codificado para apreciar completamente un texto y esta eventualidad no era esperada ni apreciada, por el contrario: se miraba con recelo la lectura de aquellos sujetos que, al no tener acceso a un proceso escolar codificado, como las mujeres o los individuos que pertenecían a las clases bajas, se arriesgaban a aventurarse en interpretaciones fuera de control.

Con el desarrollo de la cultura secular y en lenguas vulgares de fines de la Edad Media, se produjo un cambio radical en este campo que originó nuevos géneros literarios no relacionados con el estudio, sino más bien con la ficción, las noticias de la ciudad y la predicación generalizada, que involucraban a un grupo de lectores u oyentes más amplio, y también incluía a las mujeres. La producción del libro salía del aislamiento de los monasterios para llegar a los talleres laicos y convertirse en un oficio citadino. Sin embargo, se trataba todavía de una circulación restringida, y los libros seguían siendo escasos y dependientes del circuito de comitentes o de la autoproducción; la recepción siempre estuvo asegurada, especialmente para los textos narrativos, mediante prácticas orales, a menudo evocadas en el comienzo de obras que atraían la atención del público deliberadamente –piénsese en los versos iniciales del proemio del Canzoniere de Petrarca: “Vosotros que escucháis en rimas dispersas”–. Tal era la significación del vínculo establecido por la voz del lector, por la práctica de la lectura compartida, por las estrategias narrativas que atraían a la audiencia de oyentes, que no se sentía la necesidad de agregar un prefacio.

A fines de la Edad Media, la sensibilidad y el rigor del humanismo alentaron a deshacerse de todo el lastre de las glosas y comentarios de la tradición escolástica precedente para encontrar un diálogo directo con el autor y su obra, favoreciendo así una lectura más libre de las cárceles de la interpretación y de la exégesis católica; sin embargo, la invención de la imprenta de tipos móviles pronto obligó a repensar las formas de presentación de un texto, especialmente si se trataba de clásicos que se recuperaban. Ya no era posible referirse a un contenido y a un circuito conocido de lectores: los primeros incunables tuvieron una producción de 300 a 500 copias y pronto se superaron las mil, como informó el propio Aldo Manucio (“mil y más copias”, Eurípides 1503, Tatti Greek, 2016: 114-115).

Si en muchos aspectos hubo continuidad entre el manuscrito y el libro impreso, para los cuantitativos el punto de inflexión fue radical y, a pesar de los altos precios, era posible que pudieran acceder al nuevo formato incluso lectores menos experimentados o inesperados. Por lo tanto, el texto tenía una mayor necesidad tanto de identificación como de presentación, debía tener divisiones y diferenciaciones internas, para dejar bien en claro la autoría de la obra, para precisar el título tal como se había ido estableciendo con el tiempo, para atribuir los méritos al tipógrafo y al editor. Y, dada la notable oferta proporcionada por el circuito comercial, era oportuno brindar puntos de apoyo al lector, señalando reimpresiones, mejoras, inéditos, para que prefiriera un producto antes que otro. Como sabemos, los paratextos aparecieron pronto para satisfacer todas estas necesidades(10) y entre estos hizo su aparición también el prefacio, redactado por el autor, el curador o el editor: los primeros prefacios que conocemos son los de Giovanni Andrea Bussi, obispo de Aleria(11) y secretario de Nicolás de Cusa. Bussi colaboró desde 1468 con los prototipógrafos Konrad Sweynheym y Arnold Pannartz,(12) que habían instalado su taller en la planta baja del palacio conocido como “del Pórtico” del barrio romano de Parione, propiedad de los príncipes Pietro y Francesco Massimo. Podría resumirse que cuando nació la imprenta y llegó el prefacio a Italia, este se quedó allí y, por lo tanto, estamos tentados de concluir que era más necesario acompañar el texto que resaltar su título.

En esos mismos años, Aldo Manucio se encontraba en Roma y entre sus maestros en los cursos de La Sapienza estaba Domizio Calderini, quien se había convertido en uno de los visitantes más frecuentes del taller de Sweynheym y Pannartz. Pero no solo eso: sabemos que Calderini “solía ir a la imprenta con los estudiantes: seguía siendo la forma más segura de llegar a conocer las novedades editoriales y comentarlas de forma directa, con improvisados seminarios de estudio”.(13) No tenemos pruebas de que Aldo fuera uno de los beneficiarios de estas improvisadas sesiones universitarias, pero no es arriesgado pensar que Calderini, durante sus lecciones en La Sapienza, diera a conocer a sus alumnos la novedad constituida por los caracteres tipográficos y por el nuevo proceso de producción de textos y materiales de estudio. Y es probable que lo haya hecho con cierto entusiasmo, dada su participación directa.(14) Podemos imaginar a Manucio hojeando con admiración los papeles con aroma a tinta fresca, acercándose al taller de la imprenta, observando el trabajo frenético de componedores y operarios: cuán sorprendente debe haber sido para un joven de dieciocho años asistir en persona a los primeros pasos de la revolución de la imprenta, y ¡cuán grande debió ser la impresión que guardó en su mente!

Entre los diversos elementos novedosos, Aldo no podía dejar de admirar los prefacios de Bussi, ni la gran cantidad de información sobre el trabajo editorial, sobre colaboradores y amigos, sobre los problemas filológicos que estos textos contenían. En los prefacios, como en las cartas de dedicatoria, el obispo inauguraba un nuevo espacio de contacto con los lectores; Aldo debe haber estado, sin duda, impactado. Sin embargo, hubo un defecto que Bussi compartió con los otros primeros filólogos que se dedicaron a la imprenta: la polémica en torno al trabajo editorial con respecto a los textos que necesitaban reorganización y verificación, que incluía acusaciones cruzadas, envidia, posiciones contrarias. Los prefacios se convirtieron en campos de batallas filológicas, había en juego trayectorias con principios y enseñanzas universitarias, y fue tal la dureza del enfrentamiento que alguno llegó, como Niccolò Perotti, a lamentarse por el advenimiento de la imprenta a causa de la corrupción de los textos por parte de aquellos que presumían ser sus correctores.(15)

El pacto de Aldo con los lectores

Por lo tanto, se había abierto un espacio de diálogo, pero este espacio estaba abarrotado de controversias, acusaciones, venenos y, en realidad, no estaba dirigido a los lectores, sino al círculo restringido de los curadores editoriales. Aldo observó y tomó el modelo de Bussi, pero decidió forjar ese espacio a su modo, lo robusteció con demandas de civilidad y éticas, de razones biográficas, y lo convirtió en un espacio de amistad, de confianza, en una caja de resonancia de su diálogo con amigos y colaboradores. Abrió de par en par la puerta ya abierta por Bussi, pero no obstante alivió al lector de todas esas pesadas cargas y polémicas.(16)

Estableció entonces un pacto con los lectores,(17) que además, requería reciprocidad en una relación que conllevaba derechos y deberes, como recordaba a menudo desde el comienzo de su producción editorial, a partir de la Gramática griega de Láscaris: “Nobles jóvenes y estudiosos de la literatura, tienen lo que les prometí en el frontispicio del libro. Permanece ahí para que ustedes nos muestren mucha gratitud, la que consideraré muy abundante si compran nuestras obras sin demora” (Láscaris 1495, 62). Y en el prefacio de Hero y Leandro (Museo ca. 1495-1497, 63) instaba a respetar el acuerdo estipulado: “Por lo tanto toma este libro, que no obstante no es gratuito: dame el dinero, para que yo lo administre y para que pueda obtener para ti todos los mejores libros de los griegos. Si me lo das, lo haré, porque no puedo imprimir si no tengo mucho dinero”. Pero las solicitudes a los lectores no terminaban con el incentivo para comprar, sino que expresaban la sincera invitación a involucrarse con compromiso en el proyecto editorial dirigido al refinamiento cultural y moral: “Dedíquense, se los ruego, dedíquense al estudio de las bellas letras, cuando yo, si Jesucristo y Dios me ayudan, los provea en abundancia de todos los mejores libros” (Tratados de gramática griega 1496, 71).

Aldo hacía promesas a los lectores –“esperen después todos los mejores autores griegos”– y los llamaba a ejercer su rol: “Entretanto es su deber, estudiosos y amigos y patronos de nuestra profesión, si quieren que su Aldo los ayude más fácilmente por medio del dinero que se invierte en la impresión, a ustedes y al saber que decae, comprar con su dinero nuestros libros. Y no ahorren gastos, así pronto les daremos todo” (Crastone 1497, 80).

No solo involucraba a los lectores al contar extensamente en el prefacio acerca de su compromiso editorial, los trabajos, la búsqueda de buenos manuscritos, los ritmos frenéticos dentro de la imprenta, sino que a menudo pedía que los lectores intervinieran para corregir los errores que se le habían escapado, y atribuía así una parte activa y de colaboración a aquellos que tendrían los libros en sus manos: “[...] reuní los errores que me parecieron de alguna importancia, para que tú más fácilmente pudieras corregirlos en tu libro” (Perotti 1499, 90); “No vamos a negar que pasamos por alto muchas cosas que debían haber sido corregidas: pero aquellos que tienen más tiempo que nosotros pueden corregirlas en el curso de sus estudios. Pues yo solo no puedo hacer todo” (Aristóteles y Teofrasto 1503-1504, traducciones al latín de Teodoro Gaza, Tatti Greek, 2016: 130-131).

Sin duda, esto es una novedad en la historia del libro y de los géneros literarios porque, incluso si anteriormente había referencias a los lectores, se limitaban principalmente a invitaciones de uso general, que se asimilaban a la captatio benevolentiae, mientras que con Aldo los lectores realmente hicieron su entrada en la historia del libro, no como simples extras: por el contrario, el editor italiano les ofrecía un rol de protagonistas en el mundo editorial. Que quede bien claro: Aldo no tenía en mente lectores generalistas, consumidores de textos de amplia difusión, compradores de obritas de pocas hojas que contenían canciones, recetas, noticias de la ciudad, que se vendían a bajo precio sobre el puente del Rialto;(18) no obstante, se puede decir que él, precisamente por estas consideraciones y atenciones, era capaz de establecer el diálogo con la mayor comunidad de lectores. Y como un hombre que no proviene de entornos acomodados ni está dotado de dinero, pero con grandes aspiraciones y acostumbrado a las fatigas del trabajo, no estableció límites a la capacidad de nadie para perfeccionarse y conquistar el conocimiento.

En sus prefacios, en sus textos, ya fuesen simples advertencias, notas o consejos, los lectores emergen y lo hacen concretamente, no en abstracto: Aldo se dirigía a ellos para responder a necesidades específicas, para apoyarlos mientras leían y no para empujarlos hacia una interpretación particular del texto; tanto, que también publicó autores paganos, como Lucrecio, justificando la elección por la capacidad de los lectores de decidir y de evaluar por sí mismos. Por otra parte, Aldo se dirigía al lector de manera confidencial, casi como si estuviera dentro de una conversación en presencia del interlocutor, y lo trataba de “tú” (Fig. 1).

“Por favor toma nota: –escribía en el prefacio de las obras de gramática de Teodoro Gaza y Apolonio Díscolo (1495, Tatti Greek, 2016: 20-21)– obtuve una gran cantidad de copias, que curé e imprimí tan cuidadosamente como fue posible”; a menudo lo llamaba “queridísimo” o “amigo lector”, y siempre lo señalaba con la letra mayúscula inicial (Lector, Praefatio ad Lectorem). Animaba a los jóvenes a aprovechar el conocimiento que ponía a su disposición, siempre con ese tono cariñoso y directo propio de un maestro: “Depende de ustedes [jóvenes estudiantes] estudiar con esmero los eruditos hallazgos de tan gran hombre [...]” (Maioli 1497, Tatti Latin, 2017: 182-183).

Al revisar sus prefacios con una rápida mirada, podemos ser engañados fácilmente y quedar, por así decirlo, cautivados por los dedicatarios ilustres de sus ediciones y agotar nuestra atención simplemente en el análisis de su circuito intelectual y de mecenazgo. En cambio, para resaltar completamente este pacto con los lectores, es apropiado examinar la totalidad de los paratextos insertados en las ediciones aldinas, que también tienen algunos datos cuantitativos disponibles, razones que me llevaron a agrupar la información sobre la presencia y la tipología de los prefacios y advertencias de Aldo Manucio en una base de datos, de la cual trataré ahora de dar cuenta.

En primer lugar, es bueno resaltar que los textos preliminares están presentes en noventa ediciones, o sea en el 70 % de su producción, estimada en 130 ediciones. Esta cifra ya nos proporciona el punto de partida para una consideración importante: Aldo agregaba su prefacio a las obras que expresaban su proyecto cultural, es decir, aquellas con las que más se identificaba.(19)

Fig. 1. Teodoro Gaza y Apolonio Díscolo (1495), Biblioteca Nacional Marciana [BNM], Aldine 132.

Por el contrario, carecen de prefacio las obras impresas por encargo, como los diversos discursos de los cuales fueron autores los patricios venecianos, o las composiciones de pocas hojas y, por razones obvias, el Polífilo, o las reediciones. También faltan en las obras de Pietro Bembo (De Aetna, Gli Asolani) y en algunas editadas por él (Le terze rime, de Dante), en los textos de autores vivos, como Lorenzo Maioli –excepto sus antologías dialécticas, que formaban parte del programa manuciano–, y en los textos de Alessandro Benedetti y de Niccolò Leoniceno. En todos estos casos, Aldo dejó la palabra y la plena responsabilidad del diálogo con el lector al propio autor aún vivo.

Si ahora consideramos los noventa prefacios, excluyendo aquellos dirigidos a una persona en particular (muchos, como se sabe, a Alberto Pío de Carpi), nos encontraremos frente a otros destinatarios que nos hacen comprender mejor qué público tenía Aldo en mente y para quién tenía la intención de trabajar. Analicemos los datos recopilados, comenzando por los textos prologales:

1.a) Once están dirigidos a los estudiosos o doctos (en el latín de Aldo, studiosis): entre estos, el primer prefacio que Aldo compuso en apoyo de sus publicaciones, y que está en su primera edición, la Gramática griega de Láscaris de 1495 (Fig. 2);luego el Virgilio de 1505, Hécuba e Ifigenia en Áulide, obras traducidas y editadas por Erasmo, de 1507, y los Adagios del propio Erasmo, de 1508.

Incluyo en este número también a aquellos a los que Aldo se dirigía usando la especificación studiosis omnibus (‘a todos los estudiosos’) (Fig. 3), como en el prefacio de Tesoro, El cuerno de la abundancia de Amaltea o Los jardines de Adonis, de 1496, en el del Léxico griego-latino de Giovanni Crastone, de 1497, y en el de la primera edición de Virgilio, de 1501, con la que inauguraba el formato en octavo, pero sin enfatizar en tal innovación, mientras se tomaba el tiempo de explicar la exclusión de algunas composiciones del poeta, especificando “en este pequeño volumen”. Sobre el nuevo formato volvería a hablar más adelante.(20)

Tengo también la Poesía de Gregorio Nacianceno, que Aldo dirigía a omnibus una cum graecis literis sanctos etiam mores discere cupient