Del silencio como porvenir - Ivonne Bordelois - E-Book

Del silencio como porvenir E-Book

Ivonne Bordelois

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Beschreibung

"El silencio de todos los seres humanos, hombres y mujeres, ancianos y niños, debería ser más alabado, más protegido, mejor resguardado. No sólo el silencio, sino ese silencio activo que es la capacidad de escucha [...] que quisiéramos todos ver mejor distribuida entre los dones de este mundo". Una sucesión de diversas escenas presenta al lenguaje, en estas páginas, como protagonista e invitado permanente. La palabra cercada de silencio, la palabra enfrentada al poder; la palabra que juega en la narración oral y baila en la canción popular; la palabra celebrante, la palabra en la encrucijada de la poesía y de la ciencia, la palabra constituyente de nuestra cultura y nuestro destino: todos estos encuentros se registran en conversaciones provocadas e inspiradas por diferentes interlocutores y auditorios. Todos llevan la marca de un diálogo, con acentos a veces coloquiales, en un intento de profunda reflexión animada por la pasión del lenguaje.

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Ivonne Bordelois

Del silencio como porvenir

© 2022. Senda florida

España

ISBN 978-84-19596-21-5

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en España / Printed in Spain

Índice

Prólogo | 5

Del silencio como porvenir | 7

Ciencia y literatura: ¿un diálogo de sordos? | 17

Poesía en tiempos de crisis | 28

El fin de las incertidumbres | 39

Traducir, transportar, transmitir lenguas | 42

La canción en la infancia: un bosquejo de educación sentimental | 55

Cuentas y cuentos | 72

Amar las palabras | 85

El lenguaje entre la poesía y el poder | 88

Pido la palabra | 97

Prólogo

A partir de la publicación de La palabra amenazada (Bordelois, 2003), un diálogo pareció abrirse con quienes comparten conmigo la fascinación por la palabra y se afligen e indignan por las afrentas que sufre en nuestra sociedad y nuestro tiempo. En ese diálogo –que afortunadamente prosigue sin interrupciones–, intervienen docentes, escritores, músicos, traductores, médicos. En las muchas ocasiones en que se me invita a compartir reflexiones con estos diversos grupos, se establece algo así como un lenguaje común en el que la amistad y la lucidez predominan por sobre ideologías y prejuicios, y se instala una felicidad que parece desembocar en una cierta esperanza. El amor por la palabra es un puente de extraordinaria resistencia sobre las aguas turbulentas de una historia tan difícil como la nuestra. Comprobar esa resistencia, esa belleza con la que podemos identificarnos y fortalecernos, es una de las pocas puertas abiertas a la confianza en nosotros mismos y en nuestro destino como nación.

En este libro, que ha contado con el apoyo y las sugerencias de mi editor, Leopoldo Kulesz, he reunido diversas conferencias, ponencias, conversaciones o reflexiones que se dieron dentro de este encuadre. El hilo conductor es siempre la indagación por la palabra, la apuesta por su fuerza vital. No he querido despojar a estos textos de algunas de las referencias circunstanciales que respondían a las distintas audiencias que los evocaron, por gratitud a mis huéspedes y por lealtad a los ambientes que me brindaron su inspiración y acogida en esas ocasiones. No hay recompensa más alta para un escritor que la de sentirse parte de la conciencia profunda de su grupo y de su progreso, en un proceso de interpretación y encauzamiento que nos concierne y nos alimenta a todos. Vaya, por lo tanto, el agradecimiento a mis generosos huéspedes y a todos aquellos que, con su atención indeclinable, vuelven posible y manifiesto el resplandor de la palabra.

Del silencio como porvenir

Para comenzar, quisiera decir –y esto es un homenaje a Narcisa Hirsch, quien me ha convocado aquí1– que no deja de asombrarme, con un asombro feliz, que en esta Buenos Aires tan ensordecida, desmantelada y desfondada a la que asistimos actualmente, haya quien se anime a juntarnos para hablar, experimentar, disfrutar y celebrar al silencio, para meditarlo.

Max Picard, recopilador de un precioso libro llamado El mundo del silencio (1954), dice que cuando dos dialogan, si dialogan de verdad, hay siempre un tercero que escucha, y éste es el silencio. Y es verdad que de ciertos diálogos muy especiales que recordamos con particular ahínco, lo que más recordamos, a veces, es, justamente, la muy particular calidad de silencio que los subyacía, que los puntuaba. Así como “la luz es sólo luz en la memoria de la noche”, según decía con sabiduría Alejandra Pizarnik, la palabra sólo es palabra en el recuerdo del silencio. Mucho de la fatiga que a veces nos postra en los difíciles tiempos que nos ha tocado vivir viene de esa contaminación permanente del palabrerío con que los medios desacralizan y degradan no sólo las palabras, sino también toda posibilidad del silencio y, por ende, toda posibilidad de verdadero diálogo.

Los seres humanos diferimos en nuestros lenguajes y en nuestras estéticas, pero somos todos sensibles a ese acorde del silencio que nos reúne a todos en un significado que va más allá de los sentidos: el silencio es, en realidad, el único idioma verdaderamente universal.

Podemos empezar preguntándonos cuál es la estirpe, cuál es el prestigio del silencio entre nosotros, sobre cuál de sus aspectos cabe meditar en particular, para que pueda cumplirse esta suerte de curiosa ceremonia que consiste en reunirnos a su alrededor para hablar de él.

Se me ocurre como respuesta, para empezar, que lo que rodea al niño antes de nacer, y lo que la muerte teje alrededor de nosotros después de la partida, son regiones sustraídas a la palabra, a la palabra consciente. Es decir, aquello que precede y signa a nuestra vida (ese “no saber adónde vamos ni de dónde venimos” de Rubén Darío) es en realidad un blanco total, un silencio puro. Como me decía Miguel Mascialino mientras conversábamos sobre esto: es curioso que las experiencias que suelen narrar quienes han estado muy próximos a la muerte, pero que acaban por volver a la vida, coinciden en describir un túnel con una abertura luminosa al fondo, en donde se encuentra gente que nos espera. La identidad de esta imagen con la experiencia del recorrido del recién nacido en el parto a lo largo del útero, rumbo a la primera luz, es patente.

El silencio sería entonces, para nosotros, una manera de comunicarnos con lo previo a nuestro nacimiento y posterior a nuestra muerte, en la experiencia de cada uno de nosotros; la posibilidad de visitar ese lugar inexplicable que nos precede y nos continúa; el lugar prohibido donde nos prolongamos, misteriosamente, hacia el pasado y el futuro. Por eso, cuando el silencio aparece y detiene o cristaliza o exalta nuestra experiencia, o bien, despoja súbitamente de secuencia y coherencia a nuestra vida cotidiana o ciudadana, tan inmersa en la palabra, el sonido o el ruido, es como si ese antes y ese después misterioso se nos presentaran con toda su potencia, su magia y su ambivalencia, a veces como una canción de cuna en blanco o una mortaja apaciguadora; otras veces como puro, aterrador y amenazador no ser, una pregunta abierta, una apoteosis sorda del no-sentido.

Pienso, por ejemplo –para adentrarme en mi tema específico–, en aquello que caracteriza a la mejor poesía, en el sentido de aquella que se graba de forma indeleble en nosotros de modo que, la hayamos memorizado o no, la reconocemos siempre de inmediato; queda viva para siempre entre nosotros. Esa gran poesía se singulariza, precisamente, porque parece ir y venir de ese silencio prenatal y posmortal, retirando de él un agua inefable.

Aquella eterna fuente está escondida

que bien sé yo do tiene su manida

aunque es de noche.

Su origen no lo sé, pues no lo tiene

mas sé que todo origen de ella viene

aunque es de noche.

San Juan de la Cruz

Al iluminar nuestra existencia desde esos manantiales de silencio que la rodean, que la subyacen, esos poemas nos devuelven o nos empujan a un más allá de nuestros límites, a esos recuerdos que son premoniciones y a esas premoniciones que son recuerdos de otra existencia. Esos poemas saben de nuestras dimensiones desconocidas, tanto en lo temporal como en lo espacial y lo emocional, y nos reconducen suave y fuertemente a tomar contacto con ellas. De manera que esta poesía, que es restauradora, reparadora y terapéutica entre todas, va y viene del silencio y crea una suerte de intangible silencio alrededor de nosotros, dentro de nosotros; algo así como un precioso espacio absoluto donde simultáneamente todo es y todo vuelve a renacer (y, en particular, es el lenguaje quien renace; y nosotros con él). Esta paz que encierra el silencio es invocada desde las lenguas y literatura más remotas:

¿Adónde se ha ido mi alma? Vuelve a casa, vuelve a casa. Ha partido lejos hacia el sur, al sur de los pueblos que están al sur de nosotros. Vuelve a casa, vuelve a casa.

¿Adónde se ha ido mi alma? Vuelve a casa, vuelve a casa. Ha partido lejos hacia el este, al este de los pueblos que están al este de nosotros. Vuelve a casa, vuelve a casa.

¿Adónde se ha ido mi alma? Vuelve a casa, vuelve a casa. Ha partido lejos hacia el norte, al norte de los pueblos que están al norte de nosotros. Vuelve a casa, vuelve a casa.

¿Adónde se ha ido mi alma? Vuelve a casa, vuelve a casa. Ha partido lejos hacia el oeste, al oeste de los pueblos que están al oeste de nosotros. Vuelve a casa, vuelve a casa.

Canto esquimal, según RasmussenRecopilado por Max Picard (1954)

Este es un poema que parece querer conjurar la tentación de una fuga centrífuga y reclama una interioridad, un regreso al sí mismo: “Vuelve a casa, vuelve a casa”. De algún modo, por su disposición cardinal, me hace recordar la poderosa figura de esta instalación donde también, al estar expuestos a una dispersión infinita a través del viento planetario de la Patagonia, nos retrotraemos a un deseo de intimidad y nos vemos impulsados, por necesidad, a un contacto profundo con nuestro silencio central.

Otras voces que me resultan particularmente silenciosas en la poesía son las de dos escritores muy diferentes, pero que sin embargo convergen en ciertas zonas muy especiales y nocturnas de lo sensible y lo espiritual: Rainer Maria Rilke, el gran poeta checo, y nuestra memorable Alejandra Pizarnik. Del primero quiero recordarles este poema:

Quien ahora está llorando en el mundo

Sin motivo está llorando en el mundo

Llora por mí.

Quien ahora está riendo en el mundo

Sin motivo está riendo en el mundo

Ríe por mí.

Quien ahora camina en el mundo

Sin motivo camina en el mundo

Camina hacia mí.

Quien ahora está muriendo en el mundo

Sin motivo muere en el mundo

Me está mirando.

Hora Grave

Y de la segunda:

No

Las palabras no hacen el amor

Hacen la ausencia

Si digo agua, ¿beberé?

Si digo pan, ¿comeré?

En esta noche en este mundo

Extraordinario silencio el de esta noche

Lo que pasa con el alma es que no se ve

Lo que pasa con la mente es que no se ve

Lo que pasa con el espíritu es que no se ve.

¿De dónde viene esta conspiración de invisibilidades?

En esta noche, en este mundo

En el primer poema sentimos la conexión poderosísima con el mundo de los vivos y los muertos, y sentimos que todo el poema está escrito desde el silencio cósmico que ese contacto implica; el segundo es un poema metafísico, donde Pizarnik retoma un tema de Hegel, en el sentido de que las palabras no designan las cosas, sino que las remplazan. La noche de las palabras crea ese extraordinario silencio, esa soledad despiadada donde el poeta avanza sin cosas ni certezas en una conspiración de invisibilidades, de ausencia total de sentido. Noche oscura del alma, según San Juan de la Cruz, y también del cuerpo.

En este sentido, es interesante encontrar ciertas correspondencias en todas las poéticas del universo con respecto a las imágenes más frecuentes para reflejar, para traducir el silencio. En todas las lenguas y las tradiciones que conozco, el silencio se relaciona con la noche –que es, en cierto modo, el momento en que los colores y las formas callan–, mientras que la palabra se asocia con la luz. Pero también hay que reconocer que todas las místicas del silencio señalan no tanto la amortiguación de la expresión o de los sonidos, sino el respeto por la verdad irreductible de lo indecible, la veneración por ese espacio anterior que preludia la libertad de todo lo posible, el amor de todo lo deseable e inefable:

Quedéme y olvidéme

el rostro recliné sobre el Amado

cesó todo y dejéme

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

Noche oscura del almaSan Juan de la Cruz

Este es un poema absolutamente silencioso. Un hermoso texto de Gelman dice que prefiere como poeta a San Juan de la Cruz porque “además de decir lo que dice, dice lo que calla”. Las palabras no se escuchan, sino que se beben de un solo trago y nos dejan azorados, calmos, iluminados por dentro.

Cuando se escribe desde el silencio, las palabras desaparecen, y esto es lo que pasa aquí. Todo ocurre en el misterio; misteriosamente se sabe, desde el comienzo, que un reino de luz nos está aguardando, no se sabe desde quién o desde dónde; en todo caso, desde antes que empezara el poema mismo, en el silencio. El abrirse y cerrarse de este poema es absoluto; viene y va al silencio y produce silencio a su alrededor, un silencio de asombro maravillado.

Pero no sólo en el mundo de la poesía mística encontramos este acorde, esa música callada de la que nos hablan los poetas españoles. He recogido otros momentos que me parecen particularmente silenciosos en la gran poesía universal para compartirlos con ustedes. Un poeta japonés, Oshima Ryota, en un perfecto haiku, nos dice:

No hablan palabra

el anfitrión, el huésped

y el crisantemo.

Neruda, por su parte, canta:

Y su vestido suena, callado como un árbol.

Y el primer Borges, el tan mal leído Borges de Luna de enfrente, susurra:

Suave como un sauzal está la noche.

Y Baudelaire murmura:

Entend, ma chère, entend

la douce nuit qui marche.

(Oye, mi querida, oyela dulce noche que camina.)

Estos versos, creo que para todos nosotros, evocan la magia de esa irrupción suave y solemne del silencio.

Un gran poeta se reconoce porque nunca ocupa con su voz el espacio total del poema, sino que deja siempre lugares silenciosos alrededor de él y dentro de él; grietas por las cuales el poema escapa y puede hablarnos con otra voz, acaso con nuestra propia voz. Así sucede con estos poemas orientales:

Blancas nubes viajan por el cielo.

Altas laderas de los montes

Nos separan, y todo debe yacer.

Hondos valles se abren entre nosotros.

El camino es áspero y lejano.

Yo te ruego que no mueras.

Poema chino

Fiesta de flores.

Acompañando a su madre

Un niño ciego.

Bashô

Y este hermoso poema de la gran poeta rusa Marina Tsvetaeva, que quisiera transcribir primero en francés, idioma en que lo leí, para después traducirlo:

La vie n’est pas bruit ni orage.

Elle est ainsi: il neige,

la maison est éclairée.

Quelqu’un s’approche.

Lentement, la sonnerie étincelle.

Il entre. Lève les yeux.

Pas un bruit.

Les icones flambent.

(La vida no es ruido, ni tormenta.

Ella es así: nieva,

la casa está iluminada.

Alguien se acerca.

Lentamente titila la llamada.

Entra. Levanta los ojos.

Ningún ruido.

Los iconos llamean.)

Este es un poema donde el silencio llega a una suerte de absoluto que vuelve invisible todo lo que ocurre, salvo una suerte de misteriosa luz que recorre la nieve. Pero hay que ser un gran poeta para lograr esta suerte de desapariciones mágicas.

El silencio que se evoca aquí no es ausencia de sonido, sino conciencia de lo indecible. El poema, al igual que el descubrimiento científico, es el contacto con esa frontera de lo nunca dicho hasta entonces, de lo insospechado. Al retroceder esa frontera, paradójicamente, el mundo de lo no dicho no se reduce, sino que va creciendo. Esto es así porque la sabiduría humana es una aventura de la perforación de las tinieblas que produce más y más luz y paralelamente, más y más tinieblas, más y más adivinación de la dimensión indetenible de las tinieblas. Tinieblas que se van ensanchando alrededor de ese haz de luz que avanza infatigable. Un poema que toque la frontera pura del silencio, el hilo mismísimo, frágil y delgado de lo indecible –los hay muy pocos de ese calibre– se reconoce porque se graba instantáneamente en la memoria, como la pequeña bandera que flamea en el polo para anunciar la presencia de los descubridores.