Victoria - Ivonne Bordelois - E-Book

Victoria E-Book

Ivonne Bordelois

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Beschreibung

"Soy una escritora que se leerá de aquí a cincuenta años para saber qué pasaba en el corazón de los argentinos de mi época". Por estas páginas, sabremos de Victoria Ocampo, una mujer única en su especie y en su género, protagonista de una historia imprevisible, fundadora de una revista excepcional, Sur, que ella empujó, según sus palabras, como una mula solitaria. Pero también dueña de una originalidad de estilo que hizo decir a Camus: "He pensado que sus mémoires constituirían una especie de monumento que testimoniaría sobre todo lo que hubo de grande en nuestro tiempo, y esto es una cosa excepcional. Y pensé al mismo tiempo que usted es una novelista o que lo sería admirablemente si solo se lo propusiera". No es esta una novela, sino una galería de retratos inolvidables, desplegados como un filme en el que algunos de los personajes más decisivos del siglo XX se aproximan a nosotros para marcarnos con su cuerpo, su voz y su presencia extraordinaria, extraordinariamente retratados por una pluma ajena a toda moda u obsecuencia. Recuperar de la marea del olvido las ráfagas de su vitalidad genial, de su olfato portentoso, de su instinto memorable —"en realidad yo estaba sola, fabulosamente sola"— es tarea impostergable para una generación que se niega a seguir traicionándola. A pesar de ser aristocrática, bella e inteligente, fue, como dijo Gabriela Mistral, una escritora de intemperie y, acaso por eso mismo, acribillada desde la derecha hasta la izquierda en el paredón de la ingratitud. "Pero yo no soy una escritora. Soy simplemente un ser humano en busca de expresión. Escribo porque no puedo impedírmelo, porque siento necesidad de ello y porque es mi única manera de comunicarme con algunos seres, conmigo misma. Mi única manera".

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Ivonne Bordelois

VictoriaParedón y después

Bordelois, Ivonne

Victoria / Ivonne Bordelois. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal ; Buenos Aires : Edhasa, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-929-9

1. Ensayo Literario Argentino. I. Título.

CDD 801

Diseño de tapa: Osvaldo Gallese

© Libros del Zorzal, 2021

© de la presente edición Edhasa, 2021

Córdoba 744 2º C, Buenos Aires

[email protected]

http://www.edhasa.com.ar

Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona

E-mail: [email protected]

http://www.edhasa.es

ISBN 978-987-599-929-9

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Hecho el depósito que marca la ley 11723

Índice

Prólogo | 6

I. Victoria, esa desconocida | 10

El arte de injuriar | 10

La otra Victoria: luz, cámara y acción | 13

Los caminos de la admiración | 16

Victoria y Francia | 21

Los negacionistas | 26

Crítica y estilo | 32

II. La gran galería* | 39

Gabriela Mistral | 39

Anna de Noailles | 46

Jean Cocteau | 50

Jacques Lacan | 54

Rabindranath Tagore | 56

Paul Valéry | 58

Hermann Keyserling | 62

José Ortega y Gasset | 69

Julián Martínez | 72

Waldo Frank | 79

Roger Caillois | 83

III. Victoria y Virginia: lo que pueden decirse una mula y una cabra | 90

Primeros encuentros: deslumbramiento y choques | 92

Mariposas y malentendidos | 99

Gisèle Freund | 108

Manía o epifanía | 112

El regalo de Virginia: espaldarazo a Victoria | 116

¿Colonialismo o inspiración? | 122

Conclusión | 126

Reconocimientos | 134

Prólogo

Audaz, distinta, polémica, Victoria Ocampo irrumpe en el siglo xx como una tromba desconcertante. Nacida en la jaula de oro de una aristocracia patriarcal, se hará camino como autodidacta, feminista, viajera, cronista del mundo entero, mecenas y escritora. Mujer de alto vuelo y de ímpetu incontestable, seducirá y será seducida, arriesgará fortunas y será estafada, dialogará con Oriente y Occidente, con Europa y Estados Unidos, con la música y la arquitectura de su tiempo y del porvenir. Convocará a construir y construirá una imagen de nuestra cultura que, discutible o no, marcará una época. Más desdichada que feliz, será admirada y adulada, será criticada y calumniada. Tenaz en su pregunta acerca del porvenir del espíritu, pocas veces encontrará en su camino interlocutores de su mismo fervor. Una infatigable energía la acompañará hasta el fin. Y su legado será controversial: al lado de idealizaciones parciales, la crítica se ensañará a menudo con ella, reprochándole el no haber adoptado opciones ideológicas inviables en sus circunstancias. Pero lo que sobresale en la cuantiosa y creciente bibliografía que la rodea es la falta de percepción de su rica complejidad y de la soledad en la que fue dando su batalla. Contradictoria, apasionada, mística y terrenal, su estilo de pensamiento y escritura se aproxima al de nuestros días por lo fragmentario, coloquial y muchas veces inusitado: tampoco en ese aspecto sobran los reconocimientos.

En este libro, intento rescatar uno de sus dones menos apreciados: su talento de retratista, su brillo de metteuse en scène, que coloca bajo el foco potente de sus intuiciones y adivinaciones a los personajes del vasto y rico escenario cultural del siglo xx con quienes llegó a dialogar. En la primera parte, trazo un retrato de Victoria en cuanto a su personalidad y sus preferencias. En la segunda, transcribo los retratos de las presuntas celebridades que dejaron huella en sus escritos. La tercera parte retrata no solo a una persona, sino también una situación muy especial: la de su vínculo con Virginia Woolf, rico en ambivalencias y consecuencias que, a mi modo de ver, no acaban de ser plenamente dilucidadas en toda su profundidad en la bibliografía circundante.

En todas estas instancias, han surgido voces muy negativas que ignoran la originalidad y el valor de los juicios críticos de Victoria. La propensión a la dicotomía que nos aflige arrastró frecuentemente su imagen a falsas oposiciones: esnobismo-auténtica admiración, colonialismo-identidad nacional, espiritualidad-compromiso, etc. La verdad es que, muchas veces arbitraria en sus opciones y gustos, Victoria también descubrió talentos escondidos y se adelantó, en muchos aspectos, a las figuras del porvenir. Un país como el nuestro, que se caracteriza dramáticamente por los niveles de autodestrucción que a veces lo animan, merece una imagen más cierta y generosa de Victoria Ocampo, en comparación con aquella que la confina al paredón del olvido donde se pretende arrinconarla como creadora y escritora. Vayan estas líneas a lograr ese rescate, en la certeza de restituir, en su merecida proporción, a aquella de quien dijo Octavio Paz: “Victoria Ocampo es un pilar pero no es una criatura mitológica: tiene brazos y manos, voluntad e imaginación, cólera y generosidad. Y con todo eso ha hecho lo que nadie antes había hecho en América”.

En realidad yo estaba sola, fabulosamente sola.

Victoria Ocampo

IVictoria, esa desconocida

El arte de injuriar

Un cierto revival de Victoria Ocampo parece emerger en los últimos tiempos, luego de que su hermana Silvina mereciera considerable atención cultural en años recientes.

No es casual que Victoria reaparezca en épocas en que el feminismo —en el que ella activamente participó— se afirma con fuerza en lo político y en lo cultural. Pero es preciso recordar que, en el momento en el que ella instaló su obra y su persona en el mundo literario, se escogían para la mujer los roles secundarios, y antes los nutricios que los creativos. Las mujeres preparaban el terreno en que los escritores creaban, mientras no amenazaran con ser una de ellos o sustituirlos: este es el mandato que Victoria escucha imperiosamente a su alrededor. La autoafirmación de Victoria Ocampo se realiza y se cumple en una cultura y una sociedad firmemente opuestas a la irradiación de todo mensaje proveniente de mujeres empeñadas en dar a conocer su propia perspectiva. Vista desde este ángulo, la perspectiva reduccionista de su persona y de su obra se prolonga hasta hace muy poco entre los —y las— intelectuales al parecer más progresistas de nuestro medio.

En particular, se ha practicado con Victoria Ocampo algo semejante a lo que Borges describía como el arte de injuriar. Es decir, se la ha elogiado por sus talentos laterales y se le han ignorado los dones de pasión y de visión que le eran propios. En esta versión, Victoria es memorable ante todo por sus dotes como organizadora y mecenas: “Capataza cultural rioplatense”, la llama Beatriz Sarlo.1

Victoria gorila, Victoria mandona, Victoria tilinga, Victoria anfitriona a veces afortunada pero en el fondo prescindible intelectualmente: estos son los clichés habituales que rodean a la mujer de la que Waldo Frank dijo que había venido al mundo con tres maldiciones: la riqueza, la hermosura y —peor que todas— el talento.

Se la ve también como Victoria regia, como Victoria triunfante; mucho más difícil es descubrir a la Victoria combatida, embaucada, traicionada, estafada, derrotada. Una excepción es Juan José Sebreli, quien se atreve a titular un estudio que le dedica, tan discutible como interesante: “Victoria Ocampo, una mujer desdichada”.

Dice Sebreli apuntando a la capacidad de ruptura de Ocampo:

Victoria Ocampo era por cierto una oligarca, pero no todos los oligarcas fueron Victoria Ocampo. Las damas de la alta sociedad, como se decía entonces, no empleaban su dinero y su tiempo en la difusión de las letras, ni abrazaban la causa del feminismo, ni transgredían las costumbres establecidas, ni se animaban a proclamar su agnosticismo: en alguna oportunidad, la Iglesia llegó a censurarla, y su clase sólo la toleró, no por su obra cultural, que ignoraron, sino por ser rica, exitosa y pertenecer a una familia de abolengo.2

Estereotipada como musa o empresaria, como traductora o mecenas, como entrevistadora o escuchante privilegiada, como amante de alto vuelo o amiga solícita para todo accidente doméstico que perturbara a sus ilustres amigos, desde el alojamiento digno de Rabindranath Tagore hasta los zapatos de Paul Valéry, Victoria no deja de escribir. Escribe como viajera curiosa, como autora y actriz, como observadora perseverante de la naturaleza y de los insectos humanos que tantas veces la fastidian e interceptan su paso. Como dice Ezequiel Martínez Estrada,3 atraviesa con una rama dorada la selva donde habitan las panteras y los leopardos.

Escribe no solo artículos y libros, sino también, además de sus Testimonios y Memorias, infinita cantidad de cartas, que en volumen superan todo el resto de su obra; no en modalidad de discurso, sino ante todo en clave de citas, monólogo y diálogo. Sin excesiva ambición publicitaria pero con una notable tenacidad, Ocampo escribe rodeada de silencio. Y a pesar de su propensión a las admiraciones generosas, no deja de clavar un estilete agudísimo en las grietas de los gloriosos. Son memorables sus despiadadas instantáneas acerca de los genios y candidatos a genio que la rodean: “Lacan me pareció un pequeño Napoleón”; “Ravel parecía ignorar a Ravel”; “Borges no se merece el talento que tiene”; “Noailles era una mezcla de cisne y de serpiente”; “Simone de Beauvoir, que me dictaba clase sobre el feminismo de Virginia Woolf, no conocía Tres Guineas”; “Cocteau es, intelectualmente, espiritualmente, sentimentalmente, igual a su aspecto físico: exquisito, pero estrechísimo”. Y sobre Charles de Gaulle, este aforismo temible: “El poder corrompe hasta al lucero del alba”.

Si estas memorables definiciones nunca fueron atendidas, es porque se reduce a Victoria Ocampo al rol de la admirante perpetua, de la consoladora inigualable, de la amiga abnegada e incondicional. El hecho de que todas estas virtudes, que en ocasiones encarnó, no empañaran su capacidad crítica, que se expresaba en ocasiones de un modo tan lúcido como fulminante, desarregla y desmiente la imagen consabida de una Ocampo amistosa o entusiasta hasta la ingenuidad. El reduccionismo que sigue inspirando a la crítica se empeña en ignorar los dones críticos de una mujer que sabía mucho más de literatura que de teorías literarias y superaba su formación autodidacta a golpes de audacia y de una energía intuitiva inagotable.

La otra Victoria: luz, cámara y acción

El propósito de estas líneas es reconstruir la figura de Victoria Ocampo en dimensiones más justas y en proporciones más verdaderas. Algo hay de cierto en la mirada que la esculpe como admiradora prototípica y cazadora de talentos internacionales. Es verdad que la admiración —y la admiración de la gloria y de los gloriosos— fue una de las grandes pasiones que motorizaron la vida y la pluma de Ocampo, pero lo que se olvida es que en esa cacería ella demostró un singular talento para apresar en instantáneas memorables los rostros y los perfiles de sus héroes y heroínas indiscutibles.

Con audacia de autodidacta, con fogonazos intempestivos, con torpezas inevitables, Victoria alza una galería sorprendente ilustrada por algunos de los protagonistas de ese gran Siglo de Oro mundial que fue la primera mitad del siglo xx. Así desfilan poetas, actores, modistas, músicos, personalidades de todo origen y especie. Desde Tita Merello hasta Isadora Duncan pasando por Lily Pons, desde Ricardo Güiraldes hasta Paul Valéry pasando por Gabriela Mistral, desde Igor Stravinsky hasta los Beatles pasando por Ansermet, puede asistirse a un extraordinario vaivén cultural donde se encienden luces inesperadas y aparecen ángulos que solo un gran director de escena llegaría a discernir y desplegar. Se alza el telón y una mujer distinta va presentando e interpretando a los personajes más llamativos de su tiempo.

Beatriz Sarlo señala que Victoria “tenía una visión aristocrática del arte, que le permitía en parte colmar sus anhelos histriónicos, en un protagonismo mundano, que asumía como embajadora de la cultura argentina y americana en Europa, o a la inversa como anfitriona de los eruditos y artistas extranjeros del momento, en Argentina” .4

Pero como bien dice Sylvia Molloy,5 es en su escritura (en mi opinión, antes que en sus triunfos mundanos) que Victoria rescata aquella indeclinable pasión por el teatro que su padre se apresuraría a descartar como destino posible de su primogénita.

Y en verdad, hay en la escritura autobiográfica de Victoria una actitud compensatoria frente a la pérdida de esa pasión prohibida, el teatro, tal como la expresaba su carta a Delfina Bunge: “Nací para actuar. Llevo el teatro en la sangre. Soy una gran actriz y sin el teatro no tengo alegría ni paz. Es mi vocación”.6

Por esa visión que implica también una perspectiva escenográfica de sus encuentros, lo visual tiene un rol fundamental en su perspectiva. Como dice Marta Gallo, “se ha propuesto dar una visión fotográfica de todo lo que pasa en una conciencia, la suya, con respecto a los movimientos en el espacio de su mundo”. Y Sylvia Molloy destaca su “capacidad de describir caras —la de Virginia Woolf, la de Paul Valéry son, entre muchos, ejemplos sobresalientes”.7

Amalia Pereira nota que en el primer encuentro con Julián Martínez descripto por Victoria son los datos visuales los que predominan, y las palabras sobran: “Miré esa mirada y esa mirada miraba mi boca, como si mi boca fuese mis ojos”. Afirma Pereira: “La transformación sugerida aquí —bocas en ojos— indica el silenciamiento que acompaña el movimiento de lo visual a lo sensual, el dominio del cuerpo. Mientras la relación avanza, se desprende cada vez más del lenguaje hacia experiencias que no resultan decibles en palabras”.

Y agrega: “Notable es la cuidadosa atención dedicada a los detalles faciales, y la comparación de la hermosa composición del rostro de Julián con el de Virginia Woolf. La belleza física era de gran interés y atracción para Ocampo, manifestada a través de sus escritos, en los que a menudo las palabras se representan como inferiores a la comunicación”. “Pero el mismo lenguaje del texto lleva a concientizar la tensión latente y permanente entre lo que las palabras pueden y no pueden decir”.8

Por haber resaltado tan poderosamente esa zona fronteriza entre texto y piel, entre palabras y miradas, entre lo indecible de los cuerpos y el lenguaje de las almas, Ocampo se presenta como campeona de lo audiovisual avant la lettre: por momentos, su galería nada tiene que envidiarles a los mejores espectáculos del siglo xx. Sabe reírse e indagar con su cámara, explotando lo cómico o adivinando lo trágico de los personajes de su tiempo, con curiosidad de mujer y soltura impertinente de quien avanza con libertad por entre salones aristocráticos y arquitecturas escandalosas, guiada hasta el fin de sus días por su instinto voraz y una independencia indeclinable.

Los caminos de la admiración

Hay un texto muy notable referido a su infancia, en la Autobiografíaiv de Victoria,9 que de algún modo vaticina el eje secreto de su vida futura. Se refiere ella a lo indivisible que le resultaban las emociones del amor y de la gloria, y cuando habla de la gloria, apunta a la admiración como su sustento natural. Amar es amar lo admirable, lo glorificable, a la manera de los héroes de Corneille, que son héroes enamorados, pero en los cuales el amor es impulso indistinguible del afán de gloria.

Pero Victoria Ocampo añade algo más:

Tenía yo, sobre todo, deseo de admirar, un deseo delirante de culto al héroe al que se agregaba el deseo obstinado de probarme a mí misma que el ídolo merecía la idolatría. No es que tuviera miedo de ser engañada; ese miedo plebeyo no me obsesionaba. Pero sabía que mi amor, mi admiración, mi idolatría pasarían sobre la cosa o el ser elegido con el efecto de una aplanadora; que aplastaría todo lo que en esas cosas o esos seres era aplastable o hueco. Durante mucho tiempo guardé cerca de mi cama una frase de Ruskin: “Abraza tan fuerte todo lo que ama, que lo rompe si es hueco”.

Fiel a su lema, Victoria Ocampo destronó y destrozó a más de un ídolo prematuro. Es decir que, para ella, la admiración es algo así como un sentido táctil que tantea con temor y temblor lo hueco, lo engañoso de una aureola deslumbrante, y que con mayor frecuencia que la deseable encuentra esa carencia y la experimenta en su propia piel. Pero no es el afán de una denuncia escandalosa o espectacular lo que ha motivado esta exploración, este cerciorarse de las fallas de un espíritu admirado, a fin de construir un juicio crítico de superioridad en contra del escritor o la escritora célebre. Victoria Ocampo, que ha pasado a la posteridad como una maestra en el arte de admirar, no se detiene, sino que se desliza sutilmente —glissez, n’appuyez pas— a través de estas fallas geológicas en la empalizada del narcisismo y la vanidad muchas veces inagotables de sus entrevistados o sus protegidos. Pero no deja de anotar su desengaño.

Atención, sin embargo. La misma Victoria advertía las trampas a las que la conducía su permanente disponibilidad para la admiración. Por eso su autocrítica al culto de los héroes que la caracterizaba, que se fue deshojando con el tiempo. “Había perdido mi ‘estado de gracia’. Los ídolos de mi juventud […] ya no eran dioses inaccesibles. Ya no eran dioses”. Y también estas líneas de su correspondencia con María de Maeztu, del 4 de julio de 1929:

Nietzsche dice, no sé dónde: “He salido siempre de la casa de los sabios pegando un portazo” (es algo por el estilo, pero como sentido nada cambio).

Yo también he salido siempre de casa de los sabios, de los filósofos, de los artistas y de los filántropos pegando un portazo.

¿A quién busco?

En casa de Dios espero que no podrán pegarse portazos porque no habrá puertas. Cómo me gustaría entrar en casa de Dios. Lo malo es que creo haber entrado sin saberlo. Y por averiguar en casa de quién estoy, me lo paso averiguando en casa de quién viven los demás.

¡Con qué infinidad de ídolos que se derrumban y de heroworship que no dura me veo obligada a remplazar a Dios!10

La pregunta de Victoria Ocampo parece ajena al esnobismo que suele achacársele: ella quería ávidamente presenciar las fuentes de donde manaba el pensamiento o la creatividad de un autor determinado —saber hasta qué punto estas fuentes estaban escondidas, desfiguradas o, por el contrario, manaban de un manantial todavía más vasto que el que la obra evidenciaba—, y en ese sentido el autor podía ser aún más que su obra, encarnarla de un modo todavía más persuasivo y viviente. (Algo de esto se trasluce en su extraordinario retrato de Cocteau.)

Para ella, según Horacio Armani,11 no basta la letra escrita, porque en la relación directa habita ese estremecimiento de la verdad que se transmite en una mirada, una sonrisa, una voz en las que pueden vibrar conocimientos a los que no llegan las palabras.

Enrique Pezzoni la cita en este sentido: “No soy de los que creen que vale más no conocer personalmente a los escritores admirados, porque lo mejor de ellos está en sus libros y no en sus personas. No lo creo, porque no creo que sea saludable negarse a la realidad. La presencia real de los seres enseña sobre ellos lo que los libros no pueden transmitirnos, si bien es verdad, en cambio, que los libros nos enseñan sobre ellos lo que no está a flor de mirada o a flor de palabra”.12

Si nos detenemos a investigar cómo fueron retratados los móviles —conscientes o inconscientes— de quien fue considerada una coleccionista de celebridades, encontramos, en primer lugar, la interpretación religiosa: la pérdida temprana de la fe habría impulsado a Victoria a buscar el destello divino en la obra de los gigantes literarios del momento. Así lo argumenta Judith Podlubne: “La admiración funciona en el interior del espacio autobiográfico como el relevo inmediato de la confianza perdida en la divinidad religiosa, patente en su encuentro con Tagore”.13 Y Victoria Ocampo respalda esta afirmación con la cita de Virginia Woolf: “Como Orlando no creía en las divinidades ordinarias, había consagrado a los grandes hombres su parte de credulidad”. “Cierto es que por haber perdido mi fe en otras divinidades había transferido a los grandes escritores mi parte de credulidad”, reconoce. Comenta Victoria Liendo: “Cierta megalomanía que encendían sus sueños de niña y de la que conservará siempre un resabio encuentra, por otro lado, un lugar en este nuevo credo. El culto a la personalidad de los demás hacía posible, por transitividad, la construcción de la suya propia, devota espectadora pero también par —amiga, colega, conocida o espíritu afín— de aquellas otras”.14

Aparece entonces la interpretación psicoanalítica, el fantasma paterno que la guía a idealizar a los grandes maestros y buscar una aprobación que Blas Matamoro califica como “ansiedad insaciable”.15 Más generosamente, Domínguez y Rodríguez Pérsico argumentan que quizás el impulso coleccionista haya obedecido más “a una sed insaciable de conocimientos” y a la íntima inseguridad de un intelecto autodidacta que busca su lugar entre pares: encontrar el “cuarto propio”. “Y Victoria Ocampo, que ha de recorrer un arduo camino para llegar a él, sale al mundo con un bagaje y una motivación psicológicos afincados en sus circunstancias familiares y su raigambre oligárquica, pero con una firme voluntad de elevarse por encima de ellas y llegar a ser Victoria Ocampo”.16