La palabra amenazada - Ivonne Bordelois - E-Book

La palabra amenazada E-Book

Ivonne Bordelois

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Beschreibung

"El lenguaje es un amenazante peligro para la civilización mercantilista, por su estructura única e indestructible, que ningún mercado puede poner en jaque. Por eso, para los sectores del poder es perentorio, dada la resistencia del lenguaje, volverlo invisible e inaudible, cortarnos de esa fuente inconsciente y solidaria de placer que brilla en el habla popular." Ivonne Bordelois explora en este libro la dimensión subversiva del lenguaje desde una mirada original donde confluyen la visión etimológica, la veta poética, la comparación entre las lenguas y los milagros creadores del habla cotidiana. Reflexionando sobre los mitos relativos a la palabra y el silenciamiento, su texto dialoga con el pensamiento de quienes han interrogado al lenguaje, desde Nietzsche hasta Platón pasando por Juan de Patmos, Borges, Steiner y Merleau-Ponty, y explora asimismo las relaciones del lenguaje con el humor y con la infancia. El rescate de la palabra no es ya un problema de crítica filológica o de talento literario, sino el requerimiento de una nueva conciencia ecológica, una alerta contra el embate de las fuerzas que impiden nuestro contacto con ese lenguaje del que surgen la crítica, el júbilo, la creatividad y el contacto más profundo con los otros y con nosotros mismos.

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Ivonne Bordelois

La palabra amenazada

Bordelois, Ivonne

Palabra amenazada. Edición actualizada, La. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012. - (Mirada atenta; 0)

E-Book.

ISBN 978-987-599-296-2

1. Ensayo Argentino. I. Título

CDD A864

© 2016. Libros del Zorzal

© Primera edición: Libros del Zorzal, 2003

ISBN 978-987-599-296-2

Buenos Aires, Argentina

<www.delzorzal.com>

Comentarios y sugerencias: <[email protected]>

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11723

Índice

Hacia un nuevo diálogo | 7

Violencia y lenguaje | 12

Eurídice: la no escuchada | 18

El verbo y las tinieblas | 25

El conflicto entre lengua y cultura | 31

Una riqueza inagotable | 36

Una estrategia ecológica | 40

Babel y nosotros: el aljibe etimológico | 42

El diálogo de las lenguas | 57

La otra cuesta de la ladera | 81

Poesía y lenguaje | 98

Lenguaje y esperanza | 113

Del silencio como porvenir | 121

Poesía en tiempos de crisis | 131

Ciencia y literatura: ¿un diálogo de sordos? | 142

El lenguaje entre la poesía y el poder | 154

Traducir, transportar, transmitir lenguas | 164

La canción en la infancia: un bosquejo de educación sentimental | 171

Cuentas y cuentos | 188

Amar las palabras | 201

Pido la palabra | 204

Referencias | 208

Bibliografía | 210

Agradecimientos | 213

Hacia un nuevo diálogo

A más de diez años de la primera edición, mi editor, Leopoldo Kulesz, me propone volver a publicar La palabra amenazada. A través de su invitación llego a comprender hasta qué punto ocurre con los libros lo mismo que con los hijos: proceden de un arrebato de pasión irrenunciable y luego crecen por su cuenta, reciben halagos e improperios, van por el mundo a su propio aire, se nos vuelven distintos, imprevisibles. A veces nos sorprenden; discutimos a menudo con ellos; nos rejuvenecen y avejentan al mismo tiempo.

En realidad, después de cerca detreinta años de vagabundeos fuera del país sentí, a través de Lapalabra amenazada, que había llegado a reincorporarme a mi grupo de origen mediante una reflexión cosechada en esos años y que, a pesar de esos vagabundeos, nos retrataba a todos en ese momento. Y aquí está el carozo de la cuestión: en el momento en que aparece La palabra amenazada, en 2003, la enorme crisis que afligía al país había puesto de relieve la necesidad de limpiar y revitalizar nuestros canales de comunicación. Porque las catástrofes tienen la ventaja de hacer emerger lo necesario: cuando se nos ha despojado de todo, se vuelve importante comprobar si algo nos queda, y en esto precisamente se funda el libro: en la conciencia de la naturaleza inalienable –y al mismo tiempo preciosa– del lenguaje, que sí sabemos que es imposible perder.

Fue así que al quiebre de las seguridades institucionales básicas respondieron espontáneamente, y de modo admirable, las asambleas de barrio, los clubes de trueque, los muchos espacios en los que no sólo los líderes políticos o los personajes de la farándula monopolizaban la palabra, sino que desde el llano se elevaban y se escuchaban las voces de los hasta entonces ignorados. Así calaba hondo el mensaje fuerte del libro, al mostrar la palabra como un bien enfrentado a los bienes de consumo porque, a la inversa de ellos, es gratuita, solidaria e inagotable, y al señalar que precisamente por esas razones, y por ser la conciencia de la palabra el pilar fundamental de la razón crítica hacia la sociedad y la historia, se la persigue y menoscaba incesantemente.

Mucha agua pasó bajo los puentes desde entonces. El país se fue reconstruyendo desde los escombros. Discursos y relatos –innovadores, polémicos, provocadores– fueron poblando la atmósfera cotidiana. Ciertas palabras comenzaron a batallar buscando preponderancia, tanto en el mundo de la política como en el del deporte y el espectáculo. Algunos adjetivos se volvieron condenas; algunas palabras se volvieron tabú. La oratoria se reveló como gran herramienta de construcción de identidades y lealtades. Los medios instalaron sus luchas de poder en la televisión, la radio y la prensa. Los diarios más conservadores bajaron sus defensas incluyendo vocablos antes irreproducibles. La propaganda comercial multiplicó sus artillerías. El mundo digital desplegó sus redes y conquistó al público joven para nuevas tácticas de comunicación que exaltan la velocidad, la imagen y el minimalismo expresivo. Los caminos actuales –Facebook, Twitter, WhatsApp– reducen o relativizan el impacto ideológico de la prensa y los medios convencionales, creando nuevas fuentes de información y discusión insoslayables –si bien no es posible discernir todavía con claridad el lenguaje que pueda emerger de estas nuevas trincheras–. Al mismo tiempo, la literatura se ha ido acercando a menudo a los modismos de la oralidad, y el mundo del espectáculo y de la música acentúa los ademanes más populares de lo coloquial.

A pesar de estas transformaciones, nos encontramos ante el paisaje de una sociedad que se pretende democrática pero que extrema la brecha de la desigualdad, intensificada por una escuela en la que el lenguaje ha dejado de ser una prioridad indispensable en el camino de la identidad comunitaria. Un alarmante proceso de analfabetización desemboca en demasiados jóvenes que llegan a la universidad sin haber leído un libro o sin poder redactar una carta.

No tendría sentido, sin embargo, refugiarnos en la queja permanente o en la denuncia apocalíptica. La palabra está siempre en crisis, porque en ella repercute necesariamente la crisis de nuestro mundo, no sólo la de nuestro país. Y la crisis actual es muy diferente a la de 2003, porque las circunstancias van cambiando y evocan nuevas estrategias y distintos matices para resguardar la fortaleza del lenguaje.

Además de seguir excavando en el tema –siempre vigente– del deterioro de la palabra, hoy siento que es tambiénnecesario hablarde una disputa de discursos que se trenzan en la arena de las plazas del mundo, para reclamar cada uno para sí la atención exclusiva y unánime del público al que están dirigidos. Ellos representan no la palabra amenazada, sino la palabra amenazante: altavoces de la política, de la publicidad comercial, del fútbol invasor, del espectáculo sensacionalista que cotidianamente nos aturde, nos persigue, nos enajena y va estrechando el territorio cada vez más reducido del entendimiento grupal espontáneo, la conversación íntima, la palabra unida a la reflexión y al juego, libre de lastre utilitario. No se trata tantode una intención deliberada de aniquilar toda palabra, sino de la pretensión de acentuar palabras dominantes o de entronizardiscursos excluyentes. Ciertos encuentros televisivos alcanzan las notas discordantes de un reñidero, antes que representar ocasiones propicias para aclarar o denunciar hechos concernientes a los densos conflictos que nos amenazan. ¿Quiénes son los que toman la palabra y no la sueltan? ¿Quiénes son los que ambicionan ser los únicos escuchados y escuchables? ¿Quiénes disponen los temas, los tonos y los climas que nos van arrinconando? ¿Quiénes deciden el color y el humor de nuestros pensamientos cotidianos desde el amanecer hasta la noche? ¿Quiénes se apoderan de los palcos de la ciudad y desalojan o ignoran a las voces diferentes? ¿Y quiénes somos los que aceptamos ser llevados por la manada de los discursos imperantes sin intentar valorar ni comprender siquiera el territorio que se disputa, la injusta proporción de aire y de libertad de la que somos despojados? Propongo aquí reflexiones antes que respuestas acerca de estos interrogantes.

Mantengo, por cierto, con fuerte convicción, la filosofía que esbocé en la primera edición, así como también una estructura fundamental del texto inicial como díptico, cuya primera hoja despliega las razones y maneras por las cuales el presente sistema intenta aniquilar la conciencia lingüística en un tiempo diseñado para la enajenación laboral, informática y consumista. La segunda hoja bosqueja algunos caminos de rescate, caminos de creación y recuperación de la palabra: la aventura etimológica, el diálogo de las lenguas, la atención a lo coloquial, el lenguaje del humor y de la infancia, la apelación a la poesía –tanto la de los poetas como la de los involuntarios y anónimos creadores del lenguaje–, la poesía que es fuente que sigue y siempre seguirá manando “aunque es de noche”. Finalmente, incorporé meditaciones surgidas más tarde, en el contacto permanente con un público que comparte conmigo el fervor por la palabra.

Pero al reeditar este libro quise evitar una mera repetición y decidí entrar en diálogo con él, agregando reflexiones que relativizan, matizan o transforman algunos de mis dichos de entonces a la luz de las actuales experiencias. De esta manera espero mantener actualizadas aquellas reflexiones, tanto para mí misma como para quienes se arriesgan a leerme. Ojalá este diálogo se siga multiplicando entre mis lectores y en el aire de las plazas del mundo.

Violencia y lenguaje

En estos días, se habla mucho de violencia; acaso demasiado. El mismo hablar contra la violencia parece generar violencia. Profetas que aúllan, pacificadores que abruman, políticos y periodistas que ensordecen, rockeros que deliran: de este estruendo parece surgir en nosotros sólo un vehemente deseo de fuga a un lugar de silencio y de paz. Acaso ese lugar es mucho más accesible que lo que nos imaginamos. Y estas líneas, que intentan una suerte de ecología del lenguaje, se proponen imaginar ese lugar; porque uno de los aterradores poderes de la violencia es que está destinada, precisamente, a la tarea de destruir la imaginación, tarea en la que es muy eficaz.

Una primera y muy extendida forma de violencia que sufre la lengua, en la que todos prácticamente participamos, es el prejuicio que de manera exclusiva la define como un medio de comunicación. No es un azar el que un filósofo como Walter Benjamin, al hablar de la caída, digaque la primera caída consiste en considerar la palabra como un medio o un instrumento. Si se la considera así –como lo hace nuestra sociedad–, se la violenta en el sentido de que se olvida que el lenguaje –en particular, el lenguaje poético– no es sólo el medio, sino también el fin de la comunicación. Cuando se mediatiza el lenguaje, cuando se lo considera sólo una mediación para otra mediación –porque la comunicación se pone al servicio del marketing, el marketing, del dinero, y así sucesiva e infinitamente– nos olvidamos de que el lenguaje es ante todo un placer, un placer sagrado; una forma, acaso la más elevada, de amor y de conocimiento.

En el logro de cada acto de lenguaje, hay una pulsión de vida que se satisface: una onda sonora emitida vocalmente encuentra su acogida en nuestra capacidad biológica de escucha, de un modo que cabe comparar con la plenitud del acto sexual: relación misteriosa y fecunda. El lenguaje pone de manifiesto nuestra capacidad innata de investir nuestra energía en palabras, que nos relacionan a su vez con los otros y con nosotros mismos. Y las relaciones existentes entre las palabras son a la vez espejo y modelo de nuestras propias relaciones con el universo.

A través de la comunicación, el lenguaje se va recreando, y con él se recrea el grupo que lo comparte. No sólo el placer sino incluso la identidad misma del grupo hablante entran en juego en cada acto verbal. Palabras como nación, proletariado, democracia, pacifismo, discriminación, derechos humanos nos han ido definiendo a través de los tiempos, y en verdad no podríamos reconocernos históricamente sin ellas, a pesar de las múltiples y conflictivas interpretaciones que de ellas podemos dar.

Si es verdad que la pulsión de vida, el Eros, es la que vincula al deseo y su objeto, y el placer es la señal certera de su realización, el lenguaje es una de las manifestaciones más evidentes y universales del principio de placer. En cada comunicación verbal que se logra, se da una relación misteriosa y fecunda. La libido hace de las palabras su objeto y habitación: entre la lengua parlante y la oreja escuchante, hay una relación análoga a la que existe entre el falo (que en sánscrito se llama lingam) y la vulva.

Este carácter peculiar del lenguaje es lo que garantiza su poder, un poder que prevalece sobre todas las operaciones intelectuales. En este sentido, es necesario recordar a Martí: “La lengua no es el caballo del pensamiento, sino su jinete”. Es decir, en la lengua hay algo anterior y superior, en cierto modo, al pensamiento mismo1.

No es una coincidencia el hecho de que Martí fuera poeta, ya que son los poetas –junto con los niños– los que primero advierten las posibilidades más abiertas y secretas del lenguaje y juegan o se dejan jugar con ellas. Los etimólogos son también conscientes de estos despliegues, corroborados en los documentos que establecen los orígenes de una palabra. Si nos enteramos, por ejemplo, de que pasión y paciencia provienen de la misma raíz, así como amar y amamantar también tienen un parentesco común, algo en nosotros descubre esa fuente que es la sabiduría inmanente del lenguaje y se inclina a escucharla.

Y si pensamos en el lenguaje como un órgano de conocimiento anterior al pensamiento, la pregunta normal ya no es “¿cuántas lenguas habla usted?”, sino “¿cuántas lenguas escucha usted?”. Hablamos aquí de un don más íntimo, tan desconocido como necesario en nuestros días: el don de escuchar lenguas, y en particular, el don de dar lugar en nosotros a la escucha de nuestra propia lengua, que tan desatenta y desatentadamente hablamos y a la que tan poco lugar y tiempo de reflexión concedemos. Entre el uso de la palabra y la escucha de la palabra, media una distancia semejante a la que separa al amor de la prostitución.

Cuando nos acercamos a alguien sólo sexualmente, sin amor, como ocurre con la prostitución, estamos usando nuestros cuerpos sin reparar en nuestras personas o en nuestra intimidad. Cuando hablamos con el solo propósito comunicativo, despojamos a las palabras y al mensaje verbal de su belleza singular, de su dignidad, de su gracia. En ambos casos, hay uso y abuso de la energía de luz y crecimiento mutuopropia del ser humano. En realidad, en cualquier intercambio verbal son tres los participantes: quien habla, quien escucha y aquel que hace posible el intercambio, esto es, el lenguaje mismo. Y acaso él sea el interlocutor más poderoso, porque es el único realmente necesario. Por eso la relevancia de escucharlo. La calidad de nuestras relaciones se define a través del tono y la calidad de nuestras conversaciones.

Piénsese en la ridícula paradoja que encierra la común expresión “dominar una lengua”. Las lenguas son ellas mismas dominios inmensos de tradiciones, vastos léxicos que se nos escapan, reglas gramaticales subterráneas de las que apenas alcanzamos a atisbar los mecanismos, métricas tan espontáneas como misteriosas,poéticasrealizadasyotrasmaravillosas por cumplirse. Con todo, no hay que imaginar que las lenguas se despliegan como grandesmonumentos plásticos típicos del gran arte patriarcaly occidental, como el Miguel Ángel de la Capilla Sixtina. Las lenguas se parecen en su textura a los collages infantiles, a los quilts de las mujeres nórdicas, a los tapices maravillosos de Chichicastenango. Colores entretejidos, cintas caprichosas que se pierden, arabescos entrelazándose: así son las lenguas, mezclas poderosas de capricho y sabiduría, de misterio y arquitectura. De nada de todo esto corresponde ni es posible apropiarse: sólo una contemplación admirada, un humilde y tenaz estudio que arranque de la certeza de la inaccesibilidad total de su objeto último caben aquí.

Hay culturas que son generosas con su lenguaje y están atentas a él, como la de España en el Siglo de Oro o la de Inglaterra en la época de Shakespeare, y lo transmiten y lo llevan a un fulgor extraordinario. Dice Steiner que en el inglés de ciertos períodos hay un sentimiento de descubrimiento, de adquisición exuberante que nunca se ha vuelto a reconquistar íntegramente. “Marlowe, Bacon, Shakespeare usan las palabras como si fueran nuevas, como si ningún roce previo hubiera enturbiado su esplendor o atenuado su resonancia. Así es como los siglos xvi y xvii parecían contemplar el lenguaje mismo. Tenían ante sí el gran tesoro, cuyas puertas se habían abierto de improviso y las saqueaban con la sensación de que era infinito.” Notemos, con todo, la imagen típica de la visión dominadora de la lengua en Steiner. Shakespeare no saqueaba la lengua: la escuchaba en su ámbito más profundo; por eso es Shakespeare. Y el inglés, como toda lengua natural, aun la más pobre lexicalmente, sigue siendo infinito en sus posibilidades, pese a las desvirtuaciones que puede sufrir en nuestros tiempos. Hablamos de épocas excepcionales, en las que el lenguaje es sentido no exclusivamente como un medio de comunicación, una moneda de intercambio circulante y corriente, sino como un camino de conocimiento y de celebración. En esas épocas afortunadas, el lenguaje no es sólo usado, sino que es escuchado por los grandes poetas, y de esta escucha y de esta reinterpretación surgen los poemas más memorables de nuestra historia; no digo ya de la historia de las literaturas particulares, sino de la historia de la especie.

Eurídice: la no escuchada

El de Orfeo es el mito trágico que pone en escena, entre otras fisuras, el abismo entre los no escuchantes y los hablantes. Es la variante brasileña del mito, el hermoso Orfeo Negro de Marcel Camus –realizado en los años cincuenta e inspirado en una obra de teatro de Vinicius de Moraes–, la que revela más claramente esta interpretación, que parece estar implícita, sin embargo, en el tejido mismo del relato. Orfeo desciende a los infiernos a salvar a Eurídice; la condición de su rescate (condición impuesta por una ley infernal invocada por Pluto, no por azar) establece que, hasta la salida del Hades, Orfeo, que precede a Eurídice, no dará vuelta la cabeza para mirarla2. Pero Orfeo no puede resistir la tentación y pierde definitivamente a Eurídice.

En la versión brasileña, Eurídice dice: “Si pudieras escucharme en vez de verme”. El regreso al infierno se cierne como amenaza para la pareja ante la imposibilidad de que el varón escuche a la mujer, que es para él presencia visible, física o sexual, antes que palabra portadora de sentido. Orfeo, mitad dios y mitad hombre, es el creador de la música, el supremamente escuchable, nunca el escuchante. La condición impuesta a Orfeo, en realidad, consiste en superar esta situación de ensordecimiento, y así responder al deseo más profundo de Eurídice: ser oída. Una Eurídice invisible, que sólo puede ser escuchada, representa para Orfeo el infierno, porque trastorna todos sus poderes.

En la versión griega del mito, las Ménades, que representan las furias femeninas, descuartizan a Orfeo, el músico que carecía de espacio y tiempo para escuchar a otros y que, por no escuchar tampoco a Eurídice, perdió la visión de ella, quedando así parcialmente ciego. Las ménades descuartizan a Orfeo y el infierno de Eurídice se sella para siempre. El infierno devora la inaudible música de Eurídice, es decir, el infierno de Eurídice consiste precisamente en ser sacrificada al imperio exclusivo de la música órfica, que entraña la imposibilidad de ser escuchada en su propia palabra, en su propia música3.

Varios detalles confirman lo plausible de esta hipótesis. La voz de Orfeo no sólo excluye la de Eurídice a la salida del infierno, sino que incluso en un episodio anterior, en su viaje con los argonautas, el canto de Orfeo ha desplazado al de las sirenas para impedir que sus compañeros las escuchen. Ellas, despechadas, acaban suicidándose: otra instancia fatal de la supresión de la voz de las mujeres. Orfeo es también considerado sacerdote, el primero en haber escrito los dogmas y rituales de una religión hermética que excluía a las mujeres. Está vinculado asimismo con la sacralización de las relaciones homosexuales entre varones y es protegido de Apolo, que ama a mujeres y a varones. Las ménades que lo destrozan son oriundas de Ciconia, de donde también era Eurídice. Es notable que los restos de Orfeo descuartizado vayan a desembocar a Lesbos, patria de la poesía lírica y territorio de Safo. Según Ovidio, las ménades, para matarlo, utilizan un arado, hecho que acaso represente la venganza matriarcal por el pasaje de la agricultura de la mano de las mujeres a la de los varones. Curiosamente, mientras el nombre de Orfeo significa “la gran voz”, el nombre de Eurídice puede analizarse en griego como eurys, “amplio”, y dike, “la justicia que concierne”, particularmente en caso de abuso, a personas implicadas en relaciones íntimas. Podría significar, por lo tanto, una mirada más amplia –y profunda– en lo que concierne a los vínculos de la pareja. No se olvide que Eurídice es también el nombre de la mujer de Creón, quien se ahorcará cuando este arrastre al suicidio al hijo de ambos, Hemón, el enamorado de Antígona (otro caso de mujer no escuchada).

Parece entonces que el mito encierra una pluralidad de mensajes, uno de los cuales, acaso el más prominente, es el enfrentamiento de culturas matriarcales y patriarcales. Orfeo es hijo de Calíope, una de las musas –origen de la música–, y su apoteosis final se ve refrendada cuando Zeus transporta su lira a la constelación de su nombre. Parece claro que su figura encarna la rivalidad con la voz femenina, evidenciada ya en el episodio de las sirenas. Pero lo que nos interesa aquí es que Orfeo –que pasó a la posteridad patriarcal como el héroe–, víctima y músico supremo, venerado por poetas y músicos como Rilke y Gluck, que se identificaban sin duda con su fascinante voz todopoderosa, es en verdad quien provoca la tragedia. En efecto, esta se desencadena por su incapacidad de escuchar al otro, que va pareja con su necesidad exasperada y exasperante de escucharse narcisísticamente sólo a sí mismo, y de ser escuchado a costa del silenciamiento ajeno. El mito órfico es, entonces, también la representación de un monólogo delirante que, pretextando amor, desplaza al interlocutor y lo reduce a la nada de un silencio infernal. A la violencia que representa su negación de la palabra-música de Eurídice, contesta la violencia vengativa de su descuartizamiento por las ménades. La cólera de las ménades, inspiradas por Dionisio, el dios rival de Apolo, representa la ira femenina por el rechazo de un espacio de amor y atención para la voz de la mujer4.

La palabra requiere dos subjetividades al encuentro una de otra; la mirada es recurso individual que no necesitas reciprocidad para instalarse –se puede espiar con los ojos, no con las palabras–. El varón instala su poder en el ojo, en la mirada que atrapa al objeto: captar (de la misma raíz etimológica que percibir) es “capturar”, “hacer presa”, “cautivar al objeto para su cacería”. Aunque es cierto que tanto la mirada como la palabra pueden conmover, mientras el ojo penetra para controlar y descubrir en un radio de ciento ochenta grados, la voz se allega a la intimidad desde un horizonte total: podemos escucharnos, pero no vernos de espalda.

La incapacidad de escuchar de Orfeo se ve acompañada por su necesidad improrrogable de mirar, de echar esa mirada posesiva y dominante sobre el objeto de su deseo. Ciertos clichés culturales afirman que los ojos no mienten: pueden revelar lo que ocultan las palabras. Acaso se disculparía así a Orfeo por esa mirada fatal de amor inefable. Pero no podemos olvidar que es a través de la mirada masculina que la mujer occidental se convierte en objeto, fetiche, desnudo expuesto al placer masculino colectivo, o bien se desdobla en la belleza mística inaccesible de las vírgenes medievales y renacentistas. La mujer verdadera parece quedar borrada y olvidada entre estos ideales contradictorios que niegan su realidad central. El hombre que mira, desviste y retrata eróticamente a la mujer se expone menos: no hay majos desnudos.

Más allá de la disputa entre los sexos, sin embargo, lo que parece sugerir el mito, desde el fondo de los tiempos, es la trágica circunstancia que hace que los más dotados para la música y la palabra –y los poderes que de estos dones se derivan– sean con frecuencia también los menos dotados para la atención y la escucha. Ciertos discursos políticos de estremecedora retórica e innegable resonancia se acompañan a veces de una incurable sordera con respecto a las posibles grietas que tales discursos entrañan para espectadores advertidos.

Una figura posible del mito, aquella que estamos explorando en este texto, representa la incapacidad de los seres humanos de escucharnos unos a otros, así como la contumacia de nuestra inconsciente negativa a escuchar aquello que precisamente nos permite hablarnos: nuestro lenguaje. Así, reducimos a nuestros interlocutores y a nuestro lenguaje a la nada del sinsentido y el olvido.

Cuando se habla de competitividad en el mundo contemporáneo se piensa en general en la capacidad de imponer masivamente pautas y productos culturales e industriales, así como ideas y formas de poder a lo largo y a lo ancho de todo el planeta. Pero lo que subyace a este alud de imposiciones y hace posible su efectividad es un lenguaje monotemático que busca sólo afirmarse y escucharse a sí mismo y desatiende de manera implacable la escucha y la necesidad del otro. La palabra fetiche de la propaganda comercial y política desaloja así, con fiereza, a la palabra profunda de la tradición y al léxico del nuevo conocimiento. El jingle reemplaza a la canción de cuna; el cliché político, a la reflexión original; el autismo mediático, a las humildes e inspiradas formas de la estética popular o de las voces marginales. Es así como Eurídice también puede significar las virtualidades del lenguaje, que suele ser hablado, usado y mirado de un modo superficial, pero más difícilmente llega a ser escuchado en la profundidad que su naturaleza requiere.

Con razón dice Margaret Fuller que la literatura –y lo mismo vale para la cultura– no consiste en una colección de libros magníficos, sino en un ensayo de interpretación mutua. La cultura global es, en gran medida, un remedo de diálogo en el que poderosos Orfeos, embebidos narcisísticamente en su propia música, sumergen en el silenciamiento total a los que se supone deben ser rescatados. El cine contemporáneo, con sus megaproducciones, hazañas virtuales y falsos estrellatos, la industria musical de nuestros días, campo de batalla de los intereses del rock, llevan las señales claras –o, más bien, exhiben las garras– de una empresa que aspira a imponer pautas de dominio unilateral y conducirnos al infierno del sinsentido –o al nirvana de los zombis– antes que proponer un diálogo abierto en el que despunte lo verdaderamente nuevo, lo no dicho, aquello que necesariamente conforma el porvenir. Y así se prolonga y consolida el infierno de Eurídice.

El verbo y las tinieblas