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"Aquí estoy, todavía", subraya Alejandra Pizarnik en la última carta que le dirigió a Ivonne Bordelois en julio de 1972. Y aquí están, ambas, en esta correspondencia que podría denominarse inédita por el gesto que implica su publicación: el de restituir la conversación entre dos poetas pero, sobre todo, entre dos mujeres que supieron construir una amistad sostenida de la poesía, sin más agregados que el de las palabras que se dirigieron una a la otra durante 11 años. Aquí está, también, una faceta de Pizarnik que suele quedar ensombrecida detrás del mito de la poeta suicida: su ternura y su luminosidad, su gracia y su humor, su generosidad y su enorme capacidad de trabajo con el lenguaje. Quizás el género epistolar sea uno de los lugares privilegiados para revelar que no existe la correspondencia entre los seres humanos, y quizás por esa misma imposibilidad se insiste. Bordelois y Pizarnik se acercan y se alejan, tropiezan con silencios y con malentendidos, comparten los pormenores y las alegrías de la escritura, ofrecen un mapa fervoroso de la época –político, social, literario–, se encuentran y desencuentran en París, Buenos Aires y Nueva York. Pero en cada una de las cartas, lo que insiste, con amor y fidelidad, es ese aquí estoy, todavía. Ese es el gesto que hoy se renueva con este libro y nos estremece con la fuerza de su vigencia: hay conversaciones que duran toda la vida e, incluso, más allá de la muerte.
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Seitenzahl: 147
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Bordelois, Ivonne
Aquí estoy, todavía. Correspondencia Ivonne Bordelois - Alejandra Pizarnik / Ivonne Bordelois; editado por María Magdalena y Nicolás Cerruti. 1a edición. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Las Furias, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-631-90587-2-7
1. Correspondencia. 2. Literatura. 3. Poesía. I. Nicolás Cerruti, ed. II. María Magdalena, ed. III. Título.
CDD A860
EDICIÓN María Magdalena / Nicolás Cerruti
DISEÑO Romina Luppino
FOTOGRAFÍAS Julieta Bugacoff (fotografía del material y retrato de solapa)
Edición en formato digital: diciembre de 2024
ISBN 978-631-90587-2-7
Conversión a formato digital: Numerikes
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia y otro método, sin el permiso del editor.
La mejor literatura no es sino la sombra de una buena conversación, solía decir Borges citando a Stevenson. Y qué son las cartas sino conversaciones, en las que el espacio entre una y otra permite la reflexión, la incertidumbre, el espejo lejano que nos ofrece el otro.
Entre la intimidad de los diarios y la profusión de la obra editada, los epistolarios constituyen ese eslabón reencontrado que une la vida personal del autor con su creación: puente efectivo que nos deja vislumbrar su día a día, sus vacilaciones y aflicciones, sus lecturas, amistades y amores.
Mientras el diario de Alejandra Pizarnik muestra a veces descensos abruptos en la más profunda melancolía, y los poemas, por otra parte, son revelaciones, relámpagos oscuros de una mente singularmente lúcida y atormentada, las cartas retratan a Pizarnik en diálogo con el mundo, en su esfuerzo de construir con otros y a través de otros un lenguaje de señales y sobreentendidos que la resguarden de las intemperies del tiempo, de la temida locura, de la soledad.
*
Desde la primera edición, en 1998, de este epistolario —el único que que incluye las cartas que intercambiamos Alejandra Pizarnik y yo durante el período 1963-1972— mucha agua ha corrido bajo los puentes, o quizá fuera mejor decir que océanos de tinta se han prodigado en la tarea de discurrir acerca de esta figura central y a la vez controversial de nuestras letras. El indudable núcleo de esta proliferación lo constituye el carácter complejo y en cierto modo profético, tanto de la obra como de la personalidad de Alejandra. A medida que pasa el tiempo, van acumulándose documentos y miradas que despliegan nuevos aspectos de su trayectoria, zonas de densidad a veces difíciles de discernir, interrogantes que no acaban de cerrarse. En algunas de sus cartas recientemente descubiertas viajan algunos destellos todavía desconocidos de su escritura y de su vida.
Quien se aproxima a estos materiales debe sortear el riesgo de las simplificaciones irrespetuosas o las mitificaciones incondicionales; también cabe evitar el exceso de sofisticación que a veces exhiben estudios destinados a deslumbrar incautos antes que a rescatar la zona de misterio casi impenetrable que aún permanece bajo los textos de múltiples alcances y derivaciones de la obra de Alejandra que, aunque relativamente breve, parece dispararse en dimensiones de inesperada diversidad y magnitud.
En mi caso personal, la tarea se complica porque a través de muchos años —más de sesenta a partir de nuestras primeras cartas— la memoria se va cargando de una perspectiva donde conviven el cariño amistoso, el respeto —que siempre tuve— por un talento excepcional, y a la vez una suerte de pudor o impulso de protección y amparo a una figura que, aun anunciando desde entonces proyecciones trascendentes, no dejaba de mostrar ya señales de una vulnerabilidad que invitaba a su resguardo.
Recuerdo la ocasión en que la conocí en París, allá por los sesenta, en un modesto restaurante de la rue Saint Michel, cerca del Luxemburgo. Me sorprendió, en un momento que tan importante se reveló luego en mi vida, esa muchacha vestida con exagerado y afectado desaliño, que hablaba en el lunfardo más feroz, salpicando su conversación con obscenidades truculentas o deliberadas palabrotas. Como toda la gente realmente interesante, Alejandra podía ser seductora en ocasiones y, en otras, rechazante. Aquella vez parecía ocurrir lo último.
Y sin embargo, despuntaba en mí la certeza —mezclada con una suerte de sorpresa aliviada y de maravillamiento— de que esa mujer más joven que yo, que me divertía y a la vez me irritaba con su voluntad de escandalizarme, era alguien que sabía más que yo; alguien que, por fin, «sabía» de verdad. Algo en mi corazón me dijo que detrás de esa adolescencia mal liquidada que se expandía en obscenidades y palabrotas, había algo así como un pájaro cautivo de belleza muy especial. El futuro no me desmintió.
La de Alejandra Pizarnik fue para mí una de las amistades más privilegiadas de mi vida, tanto del punto de vista personal como del poético. Durante doce años tuve así el privilegio de asistir a la aventura de un pensamiento poético inflexible, que avanzaba apostando cada vez más alto, mostrándose cada vez más distinto y solitario.
A mi regreso de París, en 1963, Alejandra comenzó a escribirme a Buenos Aires, adonde volvería en 1965; más tarde, al irme yo a Boston en 1968, continuamos escribiéndonos hasta una fecha muy cercana a su desaparición.
La primera parte de la correspondencia, en líneas generales, recupera no sólo el mundo individual de Pizarnik en su relación con amigos y colegas, sino también su conexión con el mundo literario circundante, que supera ampliamente los límites habituales de la literatura argentina de la época. Desde París, donde conoce a Beauvoir y a Pieyre de Mandiargues y traba amistad con Cortázar y Paz —sobre los cuales escribirá muy originales artículos críticos— Alejandra se interna en el conocimiento de Bonnefoy, de Schulz, de Pasternak, de Bataille y de Dienesen; colabora en publicaciones argentinas, francesas, venezolanas, colombianas y belgas; viaja, sugiere, invita, experimenta. En nuestra relación, la confianza se establece inmediatamente: ya en su segunda carta Alejandra me confía aspectos de su diario que implican toda una teoría poética de su invención.
El miedo, la resistencia al regreso a Buenos Aires configuran el leitmotiv del final de la primera parte de la correspondencia, y coincide con su deslumbramiento por el mundo que va construyendo en París. En la segunda parte, las cartas desde Buenos Aires a Estados Unidos subrayan, en cambio, la conmoción tenebrosa que le ha provocado el encuentro con New York y el desencanto de un París que comienza a marchitar sus encantos bajo la presión de una americanización indetenible y devastadora.
Puede decirse que a través de nuestra correspondencia se despliega un rasgo específico que la diferencia de otras, en el sentido de la presencia explícita de tres grandes ciudades —París, Buenos Aires, New York— y el impacto que nos causaban anímícamente, además del influjo que ejercían sobre nuestras escrituras. Las dos nos sentíamos en primera instancia desafiadas por lo desconocido en París y en los USA; las dos compartíamos una mirada irónica acerca del provincianismo porteño y el terruñismo hispánico, si bien matizaban nuestra perspectiva las brillantes novedades que asomaban en el mundo hispanoamericano de la época.
«El único período de mi vida en que conocí la dicha y la plenitud fue en esos 4 años de París» dice Alejandra en una de sus cartas. Pero sabemos que conoció, también en París, momentos abismales; y a su regreso, en 1969, la decepción inocultable: «encontré en París algo que me horrorizó: una suerte de americanización —traducida al francés, desde luego— que no me hizo daño pero me dolió que en el Flore, par ex., allí donde veía a Bataille, a Ernst, a Claude Mauriac, a Jean Arp, etc, etc, no vi sino jovenzuelos de rostros desiertos con pantalones de gamuza y el uniforme erótico-perverso del hippie de luxe». Por mi parte, la imagen de mi regreso a París en 1970 no puede dejar de contrastarse con mi experiencia bostoniana: «Te escribo desde Paris recuperado, con castaños y gorriones que me curan del vértigo incesante de Cambridge. Después de los States, París me parece una placentera villégiature provinciale, antigua y pálida y muy querida y a la que también resulta imposible volver —como si fuera una imagen de nuestra infancia». Pero apunta mi desconfianza: «París ha empezado a ponerse máscaras que me aterraron, es cierto, como si desde una montaña se contemplara el paso de un animal hermosísimo hacia un precipicio y nada pudiera hacerse para detenerlo». Desde distinas vertientes, las dos experimentamos la imposibilidad de volver, como lo expresa Alejandra: «… mil pensamientos de cariño entrañable que te proyecté apenas leí tu preciosa y bastante terrible misiva parisina. Decís algo tan justo que S. Weil te hubiera envidiado cuando te referís a la imposibilidad de volver a París “como si fuera una imagen de nuestra infancia”. ¡Oh ya lo creo!».
En cuanto a Buenos Aires, la ciudad cae bajo las garras de Alejandra en una condena ilevantable: «Me pasa algo extraño: no deseo partir ni viajar ni moverme de mi casa. A la vez quiero ir a París pero para siempre. Pero como esto no es posible, pienso que hay que viajar aunque sólo sea para aguzar la pensadora, la cual se herrumbra un poquito en esta maldita y entrañable ciudad de merdre». Mi visión aquí es mucho más benévola —también en este caso contrastada con la violencia inusitada que se vivía en Boston en la época de la guerra del Vietnam: «Todo eso en la dulzura, porque la Argentina es un país sumamente dulce a pesar (o a causa) de su desgracia, y los colectivos paran en todas las esquinas los días de lluvia. (Así ocurría en aquellos tiempos.) Todavía existe a la dichosa bonhomía de la familiaridad confianzuda, los gestos vagamente hermanos que te acompañan al pasar».
Con respecto a New York, y a los USA en general, nuestras miradas convergen. Dice Alejandra: «Empiezo con New York. De su ferocidad intolerable no necesito enseñarte nada. Vos habrás sentido como yo que allí el poema debe pedir perdón por su mera existencia. El poema, la religión, el amor, la comunión, todo lo que sea belleza sin finalidad y sin provechos visibles. Estos comentarios parecen generales pero son muy subjetivos. Es una ciudad feroz y muerta a la vez y yo supe —por “la hija de la voz”— que si me quedaba un poquito más me vería obligada a reaprender mi nombre». Mi actitud no es más favorable: «Mi vida flota y se bambolea peligrosamente en este país tan vertiginosamente vacío, que ataca misteriosa y directamente la sustancia del alma, como un insecto invisible, omnipotente y aterrador. Muy difícil contarte así, sin manos, sin ojos y sobre todo sin las palabras que acuden cuando se está contigo, este extraño pasaje de París a Boston, donde pude percibir en un luminoso precipitado esta arista tan trágica de la vida que puede encerrarse en lo que llamamos engañosamente “complementos” de tiempo y de lugar, y esta lucha desesperada por salvar tiempos y lugares queridos en lugares y tiempos fundamentalmente enemigos. Supongo que adivinas con tus tiernas anténulas que a pesar de todo no es la melancolía la que me arrastra sino una angustia buscadora de un espacio de rescate o de centro. Esto es lo que borra las ciudades y los días de los márgenes de mis cartas, la ciudad y el día perdido por el que se ruega camino del encuentro».
Releyendo ahora nuestras cartas, me parece que también difieren notablemente de otras por un tono de camaradería jovial y sostenida, donde abundaba el humor, la mirada cómplica y crítica a un grupo que nos contenía y al mismo tiempo de algún modo nos distanciaba.
Entre las muchas ruinas causadas por el nefasto tiempo de la dictadura militar, no es una de las menores cierto desdibujamiento de una Buenos Aires literaria, la de los años sesenta, en que la polémica, la conversación, los debates y encuentros culturales, y sobre todo la trayectoria de múltiples revistas de distintos enfoques daban cuenta de una movilidad y energía socioliteraria y crítica muy peculiar. Los sesenta fueron un período bisagra en el que comenzaban a verse los signos de una nueva literatura; el boom estallaba en su plenitud, pero subterráneamente asomaban los brotes de otras aventuras que no se avenían totalmente con los deslumbramientos de esa fama avasalladora, y buscaban caminos todavía más removedores. Aun sintiéndose siempre existencialmente exiliada, Alejandra no dejó de ejercer una extraordinaria apertura crítica a las corrientes más subterráneas y relevantes de su tiempo. Ese saber que la informaba necesitaba ser compartido para comprobarse, afianzarse y confirmarse para consolidar vínculos y cercanías imprescindibles.
En estas cartas resulta claro y evidente el mayor dinamismo y oficio de Alejandra en proyectos y contactos literarios, de los que me distanciaba mi formación científica. Pero lo que resuena sin cesar en la escritura de Alejandra es su visión y su inflexión única. Las referencias a Proust, a Kafka, a Djuna Barnes y a tantos otros muestran un horizonte de nombres y lecturas muy lejos del confinamiento local. Cosmopolita y sola, la escritura epistolar de Pizarnik ilumina desde un ángulo inesperado la literatura mundial de los años sesenta, sus preferencias generacionales tanto con respecto al pasado como al presente, y también adivina los deslindes y filtros del futuro.
Notable es la prolijidad clásica del formato de las cartas de Alejandra —líneas muy regulares realizadas con su letra infantil y aplicada, que Enrique Molina describía como el hilo tenue que conduce fuera del laberinto— o bien las misivas tecleadas a máquina, donde exhibe una rara perfección. Aquí resulta curioso el contraste entre la forma y el contenido a veces inesperado, calcinante o perturbador, que en ocasiones encierran estas cartas. Mientras que el diario —sobre todo en las últimas etapas— es desolador, y avanzamos por sus páginas casi por obligación, con un sentimiento sombrío que invita a compadecerla incluso contra nosotros mismos, en sus cartas se respira en ocasiones un aire alto y refrescante, pero con esa frescura que viene del abismo y nos conforta.
Aun desde el punto de vista personal, lado a lado de los delirios verbales y de las zambullidas en lo obsceno, aparece frecuentemente en nuestras cartas una Alejandra insospechada e insospechable para muchos, que desafía todas las simplificaciones. Aquí asoma la que propone imágenes deliciosas pero también proyectos generosos y concretos de trabajo en común. La que junto a los nombres de los más famosos sabe anunciar la luz de los desconocidos que serán nombres futuros. La humorista que juega con lenguas, dialectos y clichés culturales; la que no sólo invita a escribir sino que recuerda un poema en especial, con una suerte de clarividente ternura. La que a medianoche deja de teclear y se pone a escribir —con su letra pequeña y redonda de niña aplicada— para no irritar a los vecinos que duermen. También la que descalifica y desprecia a los advenedizos que según ella estropean esa casa del ser que es el lenguaje. La que reconoce haber habitado las zonas más oscuras «de las cuales se puede salir sólo mediante permisiones muy altas» y que se recupera sin embargo, con esa mixtura de levedad y de energía, de ser y dejarse ser que era uno de sus secretos más hondos.
De todas estas Alejandras reales e inolvidables soy testigo y estas cartas son parte de mi testimonio. Lo que estas cartas señalan es que había en Alejandra una intuición central que daba en el corazón de cada cosa —textos, situaciones o personas circundantes—, ya que nada ni nadie podía escapar a su particular perspicacia: era el suyo un poderío difícil de conjurar. Pero se matizaba con una extrema sutileza, lirismo y comicidad en todos sus giros, donde lo obsceno y lo delicado alternaban de forma sorprendente. Cautivaba el clima que comunicaba, tanto en sus conversaciones como en sus escritos: las citas exactas, el humor negro, las lecturas e interpretaciones inesperadas que proponía, su manera de dar vuelta la literatura con una sola frase. Su voluntad de descifrar y poner a prueba, con palabras precisas, «el corazón de las tinieblas», era excepcionalmente rigurosa, e imponía una suerte de reverencia entre quienes la presenciábamos.
Paradójicamente, a pesar de las trágicas circunstancias que rodearon su desaparición, el mensaje de Alejandra Pizarnik ha sido un muy potente mensaje de vida. Pero se trata de un mensaje de «la otra vida», la que Rimbaud evocaba cuando decía: «La vraie vie est ailleurs» (La vida verdadera está en otra parte). Algo en este lenguaje, en el tono de este lenguaje, representa algo así como un contrapelo absoluto frente a lo que se da en llamar poesía en nuestro tiempo. Recordemos su afirmación profética: «Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos». Reconocer que estamos heridos es un tabú fundamental en un mundo donde el hedonismo es ley. Es en vano decir que este lenguaje de Pizarnik suena a romanticismo trasnochado, a metafísica, a religión. Lo que ocurre es que este lenguaje suena a cierto, con una certidumbre que nos lastima y en la que no podemos dejar de reconocernos.
Y es raro en nuestros tiempos encontrar una conciencia como la suya, tan persuadida del contacto de la belleza con lo tenebroso, no como una moda literaria sino como una propiedad de la vida misma. Acaso ésta es la realidad que subyace bajo la pluralidad de «sus voces». Porque hay motivos para creer que en verdad ella construyó, a través de su poética, una personalidad que, bajo la apariencia de continuidad de una voz torturada, en realidad estaba constituida por muchas voces. Al lado de los «chistezuelos» obscenos, de las extrañas muñecas de curiosos nombres, de los lujosos cuadernos codiciados, afloran frases que emergen del abismo:
«… me fui demasiado lejos en la zona de la soledad mortal (no hago literatura! por favor!) y creo que no existe el regreso».
«“Ridículamente te has adornado para este mundo” (sic Franz Kafka). Hace meses me suena esta frase como si en mí la dijera un coro de niñas que me pide cuentas».
Y en su última carta:
«He sido expuesta algunas pruebas algo excesivas (pero si no hay peso ni medida!) y ahora sé un poquito más (por eso ya no me siento a la mesa y rumio horas y horas un adjetivo de algún poema). Sé un poquitito más, comprendo algo más; y sí, es tan terrible y viviente y vibrante esto que alienta en esto que ahora soy. No sé en qué me he convertido. Pero mi mayor defecto lo sabés: la fidelidad».