Derecho antidiscriminatorio - Fernando Rey Martínez - E-Book

Derecho antidiscriminatorio E-Book

Fernando Rey Martínez

0,0
45,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El Derecho antidiscriminatorio es una rama emergente del Derecho, pero hasta ahora no había sido sistematizada en nuestro ordenamiento jurídico. El derecho de la igualdad es una de las principales fuentes de transformación de nuestras sociedades, que son sociedades de grupos y no sólo de individuos. El ideal de justicia social no se satisface exclusivamente con una mejor redistribución económica, sino también con el reconocimiento de la diversidad cultural en el seno de una sociedad y con la participación activa en la toma de decisiones de los tradicionalmente excluidos. Por eso, el Derecho antidiscriminatorio está en el centro de la cláusula constitucional del Estado social y democrático de Derecho. Sin igualdad real y efectiva no hay ni libertad ni democracia. Esta materia es de una enorme complejidad y dinamismo. Requiere una mirada más allá de nuestras fronteras. Es fluida y controvertida. El libro ofrece todo un modelo ecosistémico de interpretación de la cláusula constitucional de igualdad y no discriminación. Pero, sin duda, lo más importante de él no son las respuestas, sino las preguntas que se formula y el orden en que se hace.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 867

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



DERECHO ANTIDISCRIMINATORIO

Fernando Rey Martínez

DERECHO ANTIDISCRIMINATORIO

Segunda edición, 2023

Incluye soporte electrónico

El editor no se hace responsable de las opiniones recogidas, comentarios y manifestaciones vertidas por los autores. La presente obra recoge exclusivamente la opinión de su autor como manifestación de su derecho de libertad de expresión.

La Editorial se opone expresamente a que cualquiera de las páginas de esta obra o partes de ella sean utilizadas para la realización de resúmenes de prensa.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Por tanto, este libro no podrá ser reproducido total o parcialmente, ni transmitirse por procedimientos electrónicos, mecánicos, magnéticos o por sistemas de almacenamiento y recuperación informáticos o cualquier otro medio, quedando prohibidos su préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión de uso del ejemplar, sin el permiso previo, por escrito, del titular o titulares del copyright.

© 2023 [Editorial Aranzadi, S.A.U. / Fernando Rey Martínez]

© Portada: Editorial Aranzadi, S.A.U.

Editorial Aranzadi, S.A.U.

Camino de Galar, 15

31190 Cizur Menor (Navarra)

ISBN: 978-84-1163-768-8

DL NA 1257-2023

Printed in Spain. Impreso en España

Fotocomposición: Editorial Aranzadi, S.A.U.

Impresión: Rodona Industria Gráfica, SL

Polígono Agustinos, Calle A, Nave D-11

31013 - Pamplona

Agradecimientos

Me resulta imposible, por su extensión, nombrar a todas las personas de las que he aprendido y que me han inspirado para escribir este libro, cuyas carencias y errores, obviamente, son de mi exclusiva responsabilidad. Sería injusto, sin embargo, no mencionar en particular a José Miguel Vidal Zapatero, jurista lúcido y sagaz como pocos, que ha contrastado paciente y críticamente todo mi trabajo, y a Juan María Bilbao Ubillos, admirado constitucionalista y amigo incondicional, de cuya nobleza y sabiduría aprendo todos los días. Por supuesto, mi agradecimiento se extiende a todos los compañeros del área de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid y de Burgos: Juan Durán, Paloma Biglino, Edmundo Matia, Alfredo Allué, Javier Matia, Camino Vidal, Luis Delgado, Óscar Sánchez, Carlos Ortega, Ana Redondo, Andrés Domínguez, Alberto Macho, Mariano Gredilla, Laura Seseña, Karin Castro, Jesús Pizarro y Eugenia Hernández. Un recuerdo especial merecen las profesoras Arancha Moretón y Lily Muguerza, con quienes comparto no sólo la pasión por aprender más cada día, sino también afectos, viajes italianos y gratitud.

La lucha contra la discriminación se debe hacer en el escritorio y la tarima, pero también en la calle. Por ello quiero agradecer a la Fundación Secretariado Gitano, sobre todo a Pedro Puente, Isidro Rodríguez y Sara Giménez, que me aceptaran como patrono y me enseñaran el auténtico significado de la justicia social.

Prefacio

Con este libro honro una deuda que me obligaba con su objeto: el misterioso y fascinante mundo de la igualdad y la prohibición de discriminar. En 1994, habiendo yo leído la tesis el año antes (sobre el derecho de propiedad privada: ¡también otra manera de enfocar, en realidad y quizá de modo aún más radical, la igualdad o desigualdad entre las personas!) y en el trance de elegir tema para concurrir a una plaza de profesor titular de mi amada Facultad de Derecho de Valladolid, tuve la intuición de estudiar la prohibición de discriminación por razón de sexo o género. No había a la sazón ninguna monografía ni artículo jurídicos en España sobre ello; de hecho, el libro en el que se convirtió mi lección de titularidad, El derecho fundamental a no ser discriminado por razón de sexo (editorial McGraw Hill, Madrid, 1995), fue, hasta donde se me alcanza, el primero sobre la igualdad jurídico-constitucional de género en nuestro país. Más tarde, hubo un auténtico alud de estudios; probablemente, sea uno de los temas más examinados de nuestra disciplina, e incluso de otras. Pero en 1994 parecía hasta cierto punto exótico preguntarse por el sentido y alcance jurídicos de la igualdad entre mujeres y hombres. Recuerdo, en este sentido, cómo mi director de tesis, el profesor Manuel Aragón Reyes, al preguntarle qué le parecía este tema para ir a la titularidad, me dijo que, a su juicio, había poco asunto que estudiar ya que la igualdad de género se había reconocido en la Constitución y ese precepto se aplicaba pacíficamente. No obstante, con su proverbial sagacidad, me invitó a explorar la cuestión por si no fuera así del todo. Resultó que, en efecto, la cosa no era así del todo.

La elaboración de ese texto fue inolvidable porque lo escribí en pocos meses, menos de seis, compartiéndolo con muchas clases (aquellos años terribles de la masificación de nuestras Facultades de Derecho) y durante mucho tiempo sin tener claro qué decir, ya que casi no había normas, sentencias ni tampoco literatura, al menos entre nosotros. En un momento determinado, a escasas fechas de la oposición y con cero folios escritos, sufrí cierto atasco psicológico, del que me propuse salir recluyéndome en la residencia universitaria de Sedano (Burgos) que, en ese momento, dependía de la Universidad de Valladolid y donde en los alegres comienzos de verano nos reunimos desde hace más de 30 años la escuela de constitucionalistas liderada por el siempre recordado profesor Rubio Llorente y ahora por el mentado profesor Aragón. Pero yo me fui a Sedano en un noviembre de espesas nieblas y solo; la residencia era, en ese contexto, muy parecida al hotel de Oregón donde Kubrick filmó «El resplandor» y, por cierto, los ruidos del edificio durante las noches eran idénticos. Eso sí, por no haber, no había nadie, ni siquiera fantasmas: ¡tal es la dimensión del problema de la despoblación en Castilla! Solo estuve unos días porque recuerdo perfectamente que la inspiración del esquema central de aquel libro para mapear conceptualmente las ideas de «igualdad» y de «prohibición de discriminar» me vino al segundo día de estancia mientras, medio desesperado, estaba lanzando unos tiros a canasta (en el mismo lugar donde, por cierto, pocos meses antes, habíamos conversado y jugado un rato a baloncesto Paco Rubio, Juanma Bilbao y yo). Las dificultades en la elaboración del texto no se detuvieron ahí. El día antes de presentarme a la oposición, yo había impreso la última versión de la lección, pero introduje algunos cambios menores. Aún no sé por qué, se borró el prehistórico programa de textos que en esa época teníamos (llamado, con excesiva petulancia, «wordstar»), así que tuve que recoger de la papelera el texto que había roto en cien pedazos y recomponerlo con celo... y celofán. La tarde antes. Jamás se me olvidará cómo mis compañeros del área me ayudaron. No sé si soy un profesor de constitucional solvente; me aplico los famosos versos de Leonard Cohen sobre (ella sí) su prestigiosa carrera musical: «tan poco que decir,/tan urgente decirlo». Pero sí sé que soy lo que soy profesionalmente en mi mejor versión gracias a mis maestros y compañeros. Con los años, se diluyen y confunden ambas etiquetas en una suerte de fraternidad docente.

La publicación de ese libro de 1995 cambió mi devenir personal y académico porque el tema de la igualdad constitucional se quedó ya a vivir conmigo. Durante los 24 años posteriores, he escrito todo tipo de textos analizando diversos aspectos del tema que, sin lugar a dudas, y parafraseando a Ortega, es uno de «los temas de nuestro tiempo» por su novedad, por su importancia social y política, por la dificultad teórica de su abordaje, por su extensión, por la profusión, difusión y en no pocas ocasiones confusión de normas, sentencias y doctrina, por su súbito desarrollo y las profundas transformaciones que ha ocasionado y no sólo en el ámbito del Derecho público (piénsese, por ejemplo, en los cambios radicales del Derecho de familia), por la apertura que ha supuesto al Derecho internacional y por tantas otras razones. He tenido la fortuna, además, de aplicar todas estas ideas al mundo real de diversas formas: colaborando en la redacción de textos normativos y de planes, formando parte del patronato de la Fundación Secretariado Gitano y de UNICEF (¡no olvidemos la discriminación por edad!), participando en organismos públicos de igualdad (durante unos años presidí el órgano español de lucha contra la discriminación étnica) e incluso en un periodo cercano en el que entrego este libro a la imprenta y he sido el consejero de Educación del gobierno de Castilla y León, he trabajado por mejorar la educación de la igualdad de género y de la orientación sexual en el sistema educativo autonómico, así como por respetar más finamente la igualdad religiosa (bajo mi mandato se han implantado clases de religión islámica en mi comunidad), la igualdad de los escolares transexuales (con un protocolo específico) y la lucha contra la segregación educativa étnica (el caso de los colegios con una alta densidad de minorías étnicas). También en este efervescente y creativo periodo como político, he incluido la historia de la comunidad gitana española y su cultura en el currículo educativo de manera pionera en nuestro país.

En resumen, la igualdad y la prohibición de discriminar son para mí algo más que un tema «formal» y «académico». Forman parte inescindible de mi biografía y de mi credo personal. Soy consciente, y cada día que pasa más, de la riqueza que aporta la diversidad social y personal, pero también y sobre todo, aunque no podemos permitirnos tener una mirada demasiado ingenua, de la necesidad de mejorar la convivencia de todos en un mundo crecientemente multiético y multiétnico, de lo decisivo que resulta no dejar a nadie atrás, de no permitir ciudadanos de segunda clase y de no tolerar una sociedad indecente, de defender todos los derechos de todas las personas todo el tiempo, pero también de hacer cumplir sus deberes, límites y responsabilidades, en definitiva, de tomar en serio la dignidad de cada persona y su condición de ciudadanos, lo que supone un balance equilibrado entre lo que el individuo aporta a la sociedad y lo que recibe de ella (los clásicos llamaban a eso «justicia distributiva»).

Alguien ha dicho que un fanático es una persona que, por desgracia, no puede cambiar de ideas y, peor aún, que es incapaz de cambiar de tema de conversación. Yo confieso ser un fanático del tema de la igualdad, pero no por ello es menos sugerente y acuciante, creo, la idea de que el Derecho antidiscriminatorio debiera llegar a estudiarse más y mejor en nuestras Facultades de Derecho, en grado (como se hace en el orbe anglosajón, por ejemplo) y postgrado, y en la formación continua porque es un hecho que los operadores jurídicos, a pesar de los ímprobos esfuerzos de numerosas personas y entidades, siguen, por lo general, sin conocer los rudimentos básicos de esta materia. En España, el caudaloso desarrollo de la igualdad de género no ha tenido apenas correlato en el resto de los rasgos que producen las discriminaciones. Y tampoco sobra, precisamente, el análisis de las categorías comunes a todos ellos. De modo que, en cierta medida, carecemos de una visión sistemática del Derecho antidiscriminatorio. Esta es, justamente, la finalidad del presente libro.

Su esquema fundamental es sencillo: se compone de dos partes, la general, dedicada al examen de las categorías comunes a todos los tipos concretos de discriminación, y la parte especial, que aborda dichos tipos, o, al menos, los más importantes. La obra no tiene una pretensión de exhaustividad; no se propone analizar por completo una materia que, de suyo, es vasta y además dinámica. No es un tratado. Cada epígrafe podría suscitar varias monografías específicas. De hecho, falta mucho aún por estudiar en profundidad. El lector hallará en el texto, sin duda, un desequilibrio entre unas partes y otras, motivado por las preferencias de quien esto escribe. Por supuesto, su objeto principal es el sector de normas que componen el Derecho antidiscriminatorio en el ordenamiento jurídico español, lo cual supone, obviamente, tener en cuenta el Derecho internacional de los derechos humanos y de la Unión Europea aplicables, pero también las decisiones y opiniones de tribunales de otras latitudes. Disipada ya la niebla de Sedano, espero ofrecer un cuadro lo suficientemente amplio, actualizado y sistemático para que el lector se asome a esta nueva rama del ordenamiento jurídico que es el Derecho antidiscriminatorio y que, al hacerlo, la lectura de este libro le resulte útil o, al menos, interesante.

Parte General

I Introducción: del concepto clásico de igualdad al nuevo Derecho antidiscriminatorio

La igualdad es una de las palabras mágicas del constitucionalismo de los dos últimos siglos. Por lo que se refiere a España, en los más de cuarenta años de vigencia constitucional, han coincidido el sentido clásico o tradicional de la igualdad (que, por lo demás, tiene mayor valor simbólico y de principio que densidad jurídica) con la emergencia de todo un conjunto de normas, jurisprudencia y doctrina acerca de la prohibición de cierto tipo de discriminaciones, que, por su importancia cuantitativa y cualitativa, puede llegar a ser considerado, a mi juicio, una rama específica del ordenamiento jurídico cual es el Derecho antidiscriminatorio.

Pocos derechos fundamentales de nuestra Constitución han experimentado en los últimos años un desarrollo semejante. De hecho, hasta hace poco era común considerar, a partir de la primera jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo, que la igualdad no tenía, como derecho, contenido sustancial propio, sino que su contenido tenía sólo un carácter relacional, es decir, que la igualdad se aplicaba sólo en conexión con el resto de derechos: todos debemos ser iguales en el ejercicio de la libertad de expresión, de religión, de educación, etc. Esto explica por qué la igualdad se sitúa en el catálogo de derechos fundamentales de la Constitución en el artículo 14, antes y fuera de los catálogos concretos de derechos de las secciones primera y segunda del capítulo segundo de ese mismo Título I. Este enfoque inicial expresaba una idea de igualdad «vacía» o superflua, en el sentido observado por Peter Westen (1982, 540) porque si la igualdad fuera sólo tratar igualmente lo semejante (treating likes alike), no hay nada en la fórmula que indique cuándo dos personas son semejantes de modo relevante ni, si lo son, qué tratamiento debiera dispensárseles.

Desde esa tímida configuración conceptual inicial, el Derecho de la igualdad se ha convertido, sin duda, en unos de los temas constitucionales centrales de nuestra época. La «explosión» del Derecho antidiscriminatorio es sintomática de la evolución social y política. Desde una idea abstracta y universal de igualdad entre todos los ciudadanos, de una sociedad de individuos en general, que comparten el rasgo de la ciudadanía común, el nuevo enfoque del Derecho Antidiscriminatorio centra su atención, primordialmente, en la situación de ciertos grupos sociales sobre los que recaen hondos y arraigados prejuicios y que se hallan en algún tipo de desventaja social. La igualdad jacobina del primer constitucionalismo, de inequívoco bouquet francés, se ha enriquecido con esta nueva idea de la igualdad entre grupos, de impronta norteamericana. E. Denninger (1994, 69) ha observado «una nueva sensibilidad no por la igualdad, sino por la desigualdad, es decir, por las diferencias entre los hombres» como uno de los nuevos fenómenos que expresan la síntesis post-moderna del Derecho Constitucional. A diferencia del periodo revolucionario liberal, con sus ideales universales, el nuevo ciudadano no se contenta con ser considerado igual a todos, dotado de los mismos derechos. Más bien, reclama el reconocimiento de su igualdad a través del reconocimiento de su diversidad respecto de los otros (y, a menudo, desde ahí, para exigir toda suerte de compensaciones).

Obsérvese que el nuevo Derecho Antidiscriminatorio, más concreto y más intenso que el clásico derecho de igualdad, ofrece una enorme capacidad de penetración y transformación de la sociedad porque el derecho clásico de igualdad juega frente al Estado mientras que el Derecho antidiscriminatorio lo hace también, y quizá, sobre todo, frente a otros particulares. De ahí también, a diferencia de lo que ocurre con la evolución de la mayoría del resto de derechos fundamentales, el elevado ámbito de discrepancia política y jurídica que suscita. El Derecho antidiscriminatorio no es un fenómeno aislado de nuestro ordenamiento, sino que, como ocurre habitualmente en esta fase histórica del constitucionalismo, avanza rápidamente a lomos del Derecho internacional de los derechos humanos, del Derecho de la Unión Europea y del Derecho comparado. Los nuevos derechos, y entre ellos sobre todo el del nuevo concepto de igualdad, se hallan especialmente globalizados: es uno de sus rasgos definitorios.

A partir de los años sesenta del siglo XX, ha ido emergiendo, en efecto, una nueva rama del Derecho, en el ámbito de los derechos fundamentales, a la que denominaremos, importando el nombre anglosajón (de donde procede), no excesivamente eufónico, por cierto, como Derecho antidiscriminatorio. Es verdad que también podríamos utilizar otras expresiones, como, por ejemplo, «Derecho de la Igualdad», pero ello dejaría en la penumbra las evidentes particularidades del preciso concepto «discriminación» respecto del más general y clásico de «igualdad». En este libro intentaré mostrar las relaciones de semejanza, pero también de diferencia, entre ambos conceptos. La materia que aquí se trata ha brotado tan recientemente que ni siquiera la palabra «antidiscriminatorio/a» se halla recogida en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Esto no es, sin embargo, óbice para su uso; si sólo pudiéramos utilizar las palabras que constan en el Diccionario, seguiríamos hablando el español de 1780, fecha de su primera edición. El límite del mundo lingüístico es, por fortuna, más ancho que el límite del lenguaje oficial. Las realidades nuevas requieren nombres nuevos.

En mi opinión, con permiso de la Executive Order 10925 del presidente Kennedy de 6 de marzo de 1961, que acuña el concepto de affirmative action, el acta de nacimiento del Derecho Antidiscriminatorio se debe expedir el 2 de julio de 1964, en el preciso momento en el que el Presidente norteamericano Lyndon B. Johnson promulga la Civil Rights Act, en presencia de diversas autoridades y líderes, entre los que se encontraba Martin Luther King. Se trata de una de las leyes más importantes de la historia por el cambio social que provocó, por su influencia posterior y por su contexto histórico. Propuesta por el Presidente John F. Kennedy, prohibía cualquier discriminación racial, sexual, religiosa o por origen nacional en los ámbitos electoral, laboral, escolar, de los servicios prestados al público (hoteles, restaurantes, etc.), habilitando a las autoridades federales a garantizar la igual protección jurídica que establece para todos los ciudadanos la Decimocuarta Enmienda de la Constitución Federal en todo el territorial nacional, también en los Estados del Sur. Recuérdese que, de todos los diputados y senadores sureños, tanto del Partido Republicano como del Demócrata, tan sólo un senador de Texas votó a favor de la Ley.

La Ley fue impugnada por invadir competencias de los Estados, pero el Tribunal Supremo federal falló a favor de su constitucionalidad considerando que el poder de comercio del Congreso federal abarca la regulación de los medios y las personas del comercio entre los Estados en Norteamérica En Estados Unidos, la competencia sobre el comercio dentro de los límites estatales le corresponde a cada Estado, pero la regulación del comercio interestatal y de los pueblos originarios le compete a la Federación. En virtud de esta cláusula, el Tribunal Supremo Federal ha ido ampliando los poderes de la Federación, como ocurre, precisamente, en materia de prohibición de discriminación.

En efecto, en Heart of Atlanta Motel, Inc. v. United States (1964) el Tribunal argumentó que la discriminación racial dificultaba, y en ocasiones impedía, encontrar alojamiento a algunos viajeros. Y ello, aunque los moteles tuvieran un carácter puramente local, ya que, si recibían viajeros, entonces podía regularse por el Congreso para proteger el comercio interestatal de la discriminación racial. De igual modo, en Katzenbach v. McClung (1964), el Tribunal sostuvo la legitimidad de la aplicación de la Ley de Derechos Civiles a cualquier restaurante que sirviera comida a viajeros de otros Estados o, incluso, si una porción significativa de ella provenía del comercio interestatal (lo que estimó, precisamente, en el caso: el 46% de los alimentos habían sido suministrados desde otro Estado).

El Derecho antidiscriminatorio se fue desarrollando en los Estados Unidos y, en general, en el mundo anglosajón, durante los años setenta y ochenta y desde ahí se ha ido irradiando a todo el orbe, a menudo a partir del Derecho internacional de los Derechos Humanos. Por su parte, el Derecho de la Unión Europea ha ido incorporando las categorías norteamericanas y las ha generalizado entre los Estados miembros. ¿Por qué el Derecho Antidiscriminatorio surge precisamente en los Estados Unidos? Porque mientras la idea de igualdad en Europa es, a lo largo del siglo XIX y bien entrado el siglo XX, una idea fundamentalmente política que se refiere sobre todo a la pugna entre obreros y burgueses, en Estados Unidos, una sociedad más homogénea desde ese punto de vista, una sociedad de propietarios, la idea de igualdad es, más bien, de corte jurídico y se refiere, sobre todo, a aquellos que eran allí «los otros»: la población afrodescendiente que había sido esclavizada desde que en agosto de 1619 un barco apareciera en el horizonte cerca de Point Comfort en Virginia con 20 esclavos africanos. La cuestión de la igualdad racial se convierte de este modo en los Estados Unidos en uno de los temas centrales de su construcción como Nación, lo que puede comprobarse en su importancia decisiva en dos momentos críticos: como espoleta de su Guerra de Secesión (el Presidente A. Lincoln declara la libertad de todos los esclavos de la Confederación mediante una Orden Ejecutiva de 22 de septiembre de 1862 y más tarde se prohíbe la esclavitud en todo el país por la Enmienda Decimotercera, de 18 de diciembre de 1865), y como tema central del movimiento por los derechos civiles (1955-1968), que, conseguida ya 90 años antes la igualdad formal entre blancos y negros, reivindicó la igualdad real y la prohibición de segregación en lugares públicos.

Es el movimiento mundialmente famoso liderado por el pastor baptista Martin Luther King y su lucha no violenta contra la segregación racial y a favor de la igualdad. Este movimiento se inició cuando una joven de Montgomery (Alabama), Rosa Parks, se negó el 1 de diciembre de 1955 a dejar su sitio a otro pasajero en la zona reservada para blancos de un autobús público. Homer Plessy había hecho un gesto similar en un tren en 1896, pero el Tribunal Supremo federal había fallado en su contra, estableciendo la conocida y horrenda doctrina «separados pero iguales» (Plessy v. Ferguson, 1896). Rosa Parks fue condenada por infringir la ley local de segregación, lo que provocó un boicot de 381 días a los transportes públicos en el que Luther King jugó un papel destacado. Al reverendo King le dieron el Premio Nobel de la Paz en 1964 y fue asesinado el 14 de abril de 1968 en Memphis. El histórico discurso con el que concluyó frente al Capitolio de Washington la Marcha por el Trabajo y la Libertad, el 28 de agosto de 1963, titulado «Hoy tengo un sueño» debería ser de lectura obligatoria en todas las Facultades de Derecho del mundo.

A partir de su impronta norteamericana y antirracista en origen, el Derecho antidiscriminatorio se ha ido generalizando en todo el mundo; constituciones, leyes, sentencias y opiniones doctrinales han ido incorporando en su acervo común las categorías centrales: igualdad de trato, de oportunidades, discriminaciones directas, indirectas, rasgos protegidos, acciones afirmativas, discriminaciones múltiples, acosos, etc. Ampliando, además, los rasgos especialmente protegidos desde el factor racial al de género (en la Unión Europea el camino ha sido el inverso: primero el género y después la etnia) y, desde ahí, a otros.

Lo cierto es que el concepto norteamericano de igualdad es diferente en origen del europeo, pero, paradójicamente, el modelo europeo se ha ido americanizando y el norteamericano se ha ido europeizando.

En Europa, la idea tradicional de igualdad es una idea sobre todo política y no jurídica (y por ello no ha servido hasta hace poco para sostener y ganar demandas judiciales). En el siglo XIX la utilizó la burguesía primero para igualarse en derechos con la aristocracia (un derecho igual para todos) y, más tarde, para defender la tesis de que obrero y amo eran totalmente iguales en orden a contratar libremente lo que quisieran, legitimando de este modo el abuso y la explotación laboral depredadora del capitalismo manchesteriano. A finales del XIX y en el siglo XX, la idea de igualdad la utilizó el movimiento obrero para defender la igualdad real o de oportunidades y así se fue creando el Estado social con los derechos aparejados. La idea de igualdad en la tradición europea es, por tanto, una idea central, pero fundamentalmente de tipo político, no jurídico. Una idea que aparece en los panfletos y documentos políticos y que, a lo sumo, se transforma en políticas públicas sociales, pero no en resoluciones judiciales; es una idea que se ha ido concretando jurídicamente no hace tanto (tras la Segunda Guerra Mundial en la cláusula del Estado social y la igualdad de oportunidades, esto es, en la declaración de la validez de los tratos jurídicos diferentes y favorables a todos aquellos que se encontraran en alguna situación de desventaja fáctica).

El modelo norteamericano de la igualdad se construye no a partir de la división fundamental europea entre obreros y patronos, dado que aquella es una sociedad homogénea de burgueses o de personas que aspiran a serlo. Esta igualdad es la que observó con asombro y admiración Tocqueville en su viaje por Norteamérica. No, en Estados Unidos la lucha social radical ha sido siempre la racial, como ya he indicado. El «otro» no ha sido el obrero, sino el afrodescendiente.

El Derecho antidiscriminatorio se fue desarrollando en los Estados Unidos y, en general, en el mundo anglosajón, durante los años setenta y ochenta y desde ahí se ha ido irradiando a todo el orbe, a menudo a partir del Derecho internacional de los Derechos Humanos (ya desde el derecho de Naciones Unidas). En definitiva, el modelo norteamericano de igualdad es un modelo sobre todo jurídico y, por tanto, judicial y es un modelo no tanto de igualdad de oportunidades cuanto de igualdad de trato por razones concretas: raciales, sobre todo, pero más tarde se fueron agregando otras: género, orientación y discriminación de género, edad o discapacidad.

¿Cómo termina recalando el modelo norteamericano en el Derecho de la Unión Europea y de los estados miembros, entre ellos España? La puerta de entrada del modelo norteamericano en España fue la recepción que de dicho modelo hacen británicos e irlandeses desde los años setenta. Es un modelo con organismos independientes encargados específicamente de hacer cumplir la normativa contra la discriminación de rasgos concretos: sexo, raza, etc. La Autoridad Independiente para la Igualdad de Trato y la No Discriminación (AI, en adelante) de la Ley 15/2022, de 12 de julio, integral para la igualdad de trato y la no discriminación responde puntualmente a ese modelo.

Nuestro modelo europeo (y español) actual se inspira, pues, en el modelo norteamericano, que pone más el énfasis en la igualdad (jurídica) de trato que en la igualdad (política) de oportunidades. Si miramos la Ley estatal 15/2022, encontramos muy claramente ambos modelos: por un lado, el norteamericano: se definen las categorías en el Título I, se establecen garantías de protección (las europeas de las directivas) en el capítulo 1.º del Título II, y sobre todo en el Título III, dedicado a la Autoridad independiente para la igualdad de trato y la no discriminación (un nombre que suena horrible en castellano, por cierto, y que es poco preciso desde el punto de vista jurídico: el adjetivo independiente sobra porque según la normativa europea tiene que serlo sí o sí; la igualdad de trato y la no discriminación son expresiones idénticas: prefiero la de la igualdad de trato). Esta Autoridad es, sin duda, la mayor novedad del texto legal. El Preámbulo señala también, en este caso con acierto, que «esta ley no es una ley más de derechos sociales, sino, sobre todo de derecho antidiscriminatorio específico». Y también: «es una Ley de garantías» porque «no pretende tanto reconocer nuevos derechos como garantizar los que ya existen».

Pero la Ley tiene también el alma de ley de igualdad de oportunidades y eso se refleja en la supuesta mejora que pretende de la igualdad real en diversos ámbitos en el Capítulo II del Título I y luego (con una técnica legislativa harto dudosa que puede explicarse por no tener claros los modelos de referencia de los que estamos hablando) también en el capítulo 2.ª del Título II bajo el nomen iuris de «promoción del derecho a la igualdad de trato y no discriminación y medidas de acción positiva». Es evidente que el redactor de la Ley no ha entendido del todo bien los conceptos que él mismo define en el Capítulo 1.º del Título 1. En otras palabras: hubiera sido técnicamente mejor agrupar la parte de la Ley de la igualdad de trato por un lado y la parte de la igualdad de oportunidades por otro. Hay que observar que, además, es difícil hacer una ley «integral» de igualdad porque afecta a muchos sectores sociales y porque, además, cada uno de ellos tiene en parte un recorrido normativo y judicial propio (no es lo mismo la discriminación por género o discapacidad, etc.) La Ley es general en cuanto a la materia y básica respecto de su aplicación territorial.

Así pues, se ha americanizado el modelo europeo (aunque con dudas conceptuales persistentes), pero también el modelo norteamericano se ha ido europeizando. ¿En qué sentido? La cultura jurídica estadounidense es claramente liberal, meritocrática e individualista pero no ha tenido más remedio que irse abriendo (aún con límites y reservas) a la lógica de grupos sistemáticamente discriminados del Derecho antidiscriminatorio. En mi opinión, el influyente enfoque de Owen Fiss de la igualdad como anti-subordinación (del que se dará cuenta más adelante), supone el punto de inflexión superador de todos los intentos de identificar «igualdad» con «identidad» (de modo que blancos y afrodescendientes debieran ser tratados exactamente igual y de ahí que se pretendiera válida la doctrina separados pero iguales e inválidas las discriminaciones positivas) y, en definitiva, de construir un derecho de igualdad indiferente al factor racial (race-blind), o de género, etc. Es imposible entender el Derecho de igualdad sin tener en cuenta, junto con los aspectos individuales, los grupales de ciertos colectivos que sufren un arraigado historial de subordinación. Este punto de vista acerca la posición norteamericana a la idea europea de los derechos sociales.

I. El concepto jurídico de igualdad

¿Qué concepción de la igualdad se expresa en la Constitución española? Naturalmente, la propia de un Estado que se autodefine como «social y democrático de Derecho» (artículo 1.1 CE). La igualdad constitucional, en su triple condición de valor superior del ordenamiento jurídico (artículo 1.1 CE), de principio («Los españoles son iguales ante la ley» —artículo 14a CE—), cuya realidad y efectividad corresponde promover a los poderes públicos (artículo 9.2 CE), y de derecho fundamental («sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social» —artículo 14b CE—), explicita, al mismo tiempo, tres dimensiones: de libertad, democrática y social.

En su dimensión liberal, propia del Estado de Derecho, la idea de igualdad conlleva la prohibición de arbitrio, tanto en el momento de creación de la norma que introduce la diferencia, cuanto en el de su aplicación. La igualdad, desde la perspectiva del principio democrático, excluye que ciertas minorías o grupos sociales en desventaja, como el de las mujeres o las minorías étnicas, puedan quedarse «aislados y sin voz» en la arena política. Desde el punto de vista del Estado social, la idea jurídica de igualdad legitima un trato desigual a fin de garantizar a individuos y grupos vulnerables o en desventaja socio-económica la igualdad de oportunidades. Todas estas dimensiones descansan en el reconocimiento de la dignidad humana como fundamento del orden político y de la paz social (artículo 10.1 CE), de lo que se deriva la igual dignidad social de todos los ciudadanos: hay que rechazar toda creación o aplicación del Derecho que trate a algunos miembros de la comunidad como ciudadanos de segunda clase.

La Constitución establece la cláusula de igualdad general en el art. 14a: «Los españoles son iguales ante la ley». Es una declaración lapidaria y elegante. Pero es, a mi juicio, una afirmación incoherente con la propia idea constitucional de igualdad ya que, al circunscribir la igualdad a la nacionalidad española, ignora tácitamente el derecho a la igualdad de trato y de oportunidades que también tienen los extranjeros que se hallen en nuestro país, incluidos lo que no lo hagan de modo administrativo regular, como ha reconocido la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional. Por supuesto, el derecho internacional y europeo de los derechos humanos y, por tanto, también la igualdad, rige para cualquier persona que se encuentre bajo jurisdicción española. En consecuencia, en la primera reforma de nuestra Constitución que se produzca, si es que en algún momento somos capaces de alcanzarla, habría que cambiar la redacción actual por una que dijera algo parecido a esto: «Todas las personas son iguales ante la ley».

La igualdad, en términos jurídicos precisos, no puede entenderse ni como una obligación de que todos los individuos sean tratados exactamente de la misma manera (igualdad no es identidad —a pesar de la general confusión en este sentido—), ni tampoco, por el contrario, que se permita toda diferenciación de trato (en cuyo caso se disolvería la misma idea de igualdad). El legislador (en sentido amplio), al regular cualquier asunto, traza, normalmente, diversas diferencias de trato entre los destinatarios, en función de determinadas circunstancias. De hecho, lo normal en el Derecho es, como en la naturaleza, la desigualdad de trato, no la igualdad. La igualdad es por ello una técnica de control: es un criterio que mide el grado de desigualdad jurídicamente admisible. Igualdad es razonabilidad de la diferencia jurídica de trato (J. I. Martínez, 1991, 531 ss.) Cuando hablamos de «igualdad» en derecho estamos, en realidad, hablando de cuánta «desigualdad» es tolerable al regular un asunto.

Ciertamente, no será difícil encontrar casi siempre algún fundamento razonable de la diferencia de trato. Esto significa que quien establece la diferencia suele tener una amplia libertad de configuración y que, correlativamente, el juez finalmente llamado a controlar si esa diferencia es discriminatoria o no tiene un limitado margen de actuación (prácticamente coincidente con la prohibición para los poderes públicos de actuar arbitrariamente del artículo 9.3 CE). Este esquema es, en principio, respetuoso con el principio de separación de poderes, ya que el poder judicial no debe suplantar con sus propias valoraciones las que adopten las instituciones elegidas democráticamente. Por eso, los operadores jurídicos saben perfectamente que es muy difícil sostener una demanda apoyándose sólo en el derecho general de igualdad (artículo 14a CE). La idea de «razonabilidad» es, en sí misma, como argumento «práctico», lábil, débil e imprecisa.

Por ello no son infrecuentes las dudas. Un ejemplo real, el resuelto por la STC 41/2013, de 14 de febrero. El Tribunal examina una cuestión de inconstitucionalidad planteada contra una disposición adicional de la Ley 40/2007, que, excepcionalmente y de modo retroactivo, extendía el derecho a la pensión de viudedad a los supérstites de parejas de hecho siempre que contaran con varios requisitos, entre ellos, el de tener hijos en común. El juez de lo social que presentó la cuestión alegaba que este requisito discriminaba a las parejas de hecho homosexuales porque, obviamente, en esa época (anterior a la equiparación del matrimonio homosexual con el heterosexual) no podían tener hijos en común. La mayoría del Tribunal falla que esa diferencia de trato (entre las parejas de hecho con y sin hijos en común en relación con el acceso a una pensión del viudo o viuda tras la muerte de su pareja) lesiona, en efecto, el derecho general de igualdad (artículo 14a CE) porque no sería razonable (en palabras del Tribunal: carecería de «justificación objetiva y razonable») El Tribunal observa que el requisito de los hijos en común es de imposible cumplimiento para las parejas homosexuales, pero también para las parejas heterosexuales que no pudieron tener hijos por infertilidad. Y desestima que fueran razonables los argumentos que el Voto particular discrepante (firmado por cuatro magistrados) sí encuentra, por el contrario, razonables. En efecto, el Voto discrepante considera que el requisito de los hijos en común es razonable por dos motivos: porque, «atendidos los limitados recursos económicos del sistema de la seguridad social», haber tenido hijos en común implica la existencia de mayores cargas familiares, lo que incide sobre la capacidad económica del superviviente, y porque es un indicio probatorio concluyente de la existencia de la pareja de hecho. Como se puede comprobar, las dos tesis, la de la mayoría y la del voto particular, aunque antagónicas, son hasta cierto punto razonables.

Otro ejemplo real, que ha provocado numerosas Sentencias del Constitucional (la última: STC 101/2022) sobre si la concesión de becas universitarias por parte de la Consejería valenciana de Educación sólo al alumnado de las universidades públicas y no al de las privadas viola o no la igualdad constitucional, es decir, si tiene o no «una justificación objetiva y razonable». Según la mayoría del Tribunal, no la tiene porque todas las universidades y no sólo las públicas realizan un servicio público de educación superior y porque la legislación universitaria no distingue entre tipos de alumnos en orden a conseguir una beca. Sin embargo, en su voto discrepante, varios magistrados sí opinan que la diferencia es razonable porque promover las universidades públicas, utilizando para ello las becas, sería «una opción constitucional legítima».

II. Igualdad «en» (el contenido) de la ley e igualdad «ante» (o en la aplicación) de la ley

Por el momento, hemos venido refiriéndonos a la igualdad en el contenido de la norma (a veces se utiliza la palabra «ley» en sentido amplio como equivalente a «norma jurídica»). Es decir, el objeto de análisis ha sido cómo determinar la validez del contenido de una norma que establece diferencias de trato entre dos o más situaciones semejantes. Pero cabe preguntarse qué ocurre con la igualdad no en el momento de crear la diferencia de trato, sino en el momento de aplicar la diferencia ya establecida por la norma (seguimos en este punto las tesis de M. Rodríguez-Piñero y M.ª F. Fernández, 1998 y de A. Ollero, 2016, 10 ss.) La tradición jurídica occidental, desde las revoluciones liberales (y su reivindicación de la igual capacidad jurídica de todos los ciudadanos, con la consiguiente abolición de los privilegios de nacimiento), viene entendiendo como especialmente odiosas, y, por tanto, de interpretación estricta, las desigualdades de trato en el momento de la aplicación judicial y administrativa de la norma. Las leyes deben ser aplicadas sin mirar a las personas. La igualdad ante la ley o en la aplicación (judicial y administrativa) del Derecho tiende, por ello, hacia la garantía de la identidad (o de la menor desigualdad posible) jurídica de trato. Precisamente, una de las funciones esenciales del Tribunal Supremo, como «órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes», salvo en materia de «garantías constitucionales» (artículo 123.1 CE), es la de garantizar la igualdad en la aplicación judicial de la ley. Esto lo hace, sobre todo, a través del denominado recurso de casación para unificación de doctrina. Uno de los requisitos de acceso a la casación civil (artículo 477.3 Ley de Enjuiciamiento Civil) es, en efecto, que la sentencia impugnada haya interpretado y aplicado la ley de manera contraria a cómo lo han hecho antes las Audiencias Provinciales o la propia jurisprudencia del Tribunal Supremo.

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional (ver, por todas, la STC 11/2013) exige, para apreciar la vulneración de la igualdad en la aplicación judicial de la ley, requisitos muy estrictos que, dirigidos a proteger, sobre todo, otro principio fundamental, la independencia judicial, hacen muy difícil superar el estándar judicial:

a) La acreditación de un tertium comparationis, puesto que el juicio de igualdad sólo puede realizarse sobre la comparación entre la Sentencia impugnada y las precedentes resoluciones del mismo órgano judicial, que en casos sustancialmente iguales hayan sido resueltos de forma contradictoria.b) La identidad de órgano judicial. Ello permite valorar si la divergencia de criterio expresada por el juzgador es fruto de la libertad de apreciación del órgano jurisdiccional en el ejercicio de su función juzgadora (artículo 117.3 CE) y consecuencia de una diferente apreciación jurídica de los supuestos sometidos a su decisión, o, por el contrario, un cambio de valoración del caso puramente arbitrario, carente de fundamentación suficiente y razonable. El carácter restrictivo del derecho de igualdad judicial ante la ley se muestra, incluso, en que el Tribunal Constitucional llega a considerar a las diferentes secciones de un mismo tribunal como órganos judiciales diferentes (STC 104/1996).c) La ausencia de toda motivación que justifique en términos generalizables el cambio de criterio. La razón de esta exigencia estriba en que el derecho a la igualdad en la aplicación de la ley, en conexión con el principio de interdicción de la arbitrariedad (artículo 9.3 CE), obliga a que un mismo órgano jurisdiccional no pueda cambiar caprichosamente el sentido de sus decisiones adoptadas con anterioridad en casos sustancialmente iguales sin una argumentación razonada de dicha separación que justifique que la solución dada al caso responde a una interpretación abstracta y general de la norma aplicable y no a una respuesta ad personam, singularizada. Lo que negativamente significa que no podrá apreciarse la lesión de este derecho fundamental cuando el cambio de criterio responda a una vocación de generalidad, ya sea porque en la resolución se explicitan las razones que lo motivan o porque así se deduzca de otros elementos de juicio externos, como pueden ser significativamente posteriores pronunciamientos coincidentes con la línea abierta en la Sentencia impugnada, que permitan apreciar dicho cambio como solución genérica aplicable en casos futuros y no como fruto de un mero voluntarismo selectivo frente a casos anteriores resueltos de modo diverso. Así pues, el cambio de criterio podrá ser explícito o, incluso, implícito. Y se permite que este cambio de criterio conviva con líneas interpretativas alternativas (STC 201/1991).d) No es posible beneficiarse de una «igualdad fuera de la ley» (Ollero, 2016, 11) cuando «el recurrente, comparándose con quienes actuaron como él sin verse sancionados, reclama trato similar» (STC 62/1987).e) Se requiere «alteridad», de modo que el principio de igualdad no es aplicable cuando un mismo órgano judicial trate desigualmente casos idénticos pero relativos a un mismo titular. En esta situación, el Tribunal no aplica la igualdad del art. 14 CE, sino la prohibición de arbitrariedad judicial del art. 24.1 CE. Curiosa (y un tanto discutiblemente), el Tribunal emplea el art. 24 CE y no el 14 CE para resolver casos evidentes de desigualdad en la aplicación judicial de la ley como el resuelto por la STC 150/2001: dos sentencias de una misma sección del Supremo deliberadas en la misma fecha, pero publicadas en dos días sucesivos que resuelven de modo diferente casos idénticos (ver: Ollero, 2016, 12).

En definitiva, la igualdad en la aplicación judicial de la ley sólo se aplica a decisiones de un mismo órgano judicial, no de otros, y no requiere que el mismo juez o tribunal fallen de modo idéntico casos sustancialmente idénticos, sino, tan sólo, que, si cambian de criterio, argumenten por qué o se pueda deducir implícitamente de su doctrina. La igualdad ante la ley o en la aplicación de la norma equivale, pues, a razonabilidad de la diferencia de argumentación y fallo judiciales, un criterio de control bastante débil, semejante al de la igualdad en (el contenido) de la ley, lo que explica que sólo en contadas ocasiones y muy «flagrantes» el Tribunal Constitucional haya encontrado infracción (ver, entre otras, las SSTC 2/2007 o la 113/2014).

En la STC 326/2006, por ejemplo, el Tribunal aprecia lesión de la igualdad en la aplicación judicial de la ley porque la sección quinta de la Audiencia Provincial de Pontevedra cambia el criterio, utilizado en una sentencia anterior, sobre la eventual responsabilidad de la conductora de un vehículo asegurado por la compañía de seguros recurrente en amparo, a pesar de partirse en ambas sentencias de los mismos hechos probados y sin ofrecer justificación alguna, explícita o implícita, de dicho cambio. En la primera sentencia, estimó que el atropello por la conductora del vehículo del motorista que invadió la calzada (y del que resultó muerto), se debió a la culpa exclusiva de la víctima, el motorista. En la segunda, que la conductora tuvo responsabilidad porque iba a una velocidad excesiva.

Bien es cierto que el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional no es una suerte de «casación universal» (STC 134/1991), de modo que la unificación de doctrina es, más bien, tarea ordinaria del Tribunal Supremo precisamente a través del recurso de casación.

III. Igualdad «formal» o «jurídica» e igualdad «real» o «de oportunidades». Igualdad y equidad

Se suele oponer la igualdad «formal» o «jurídica» a la igualdad «real» o de «oportunidades». Esta contraposición proviene del pensamiento clásico de izquierdas del siglo XIX que, en el contexto de las luchas obreras de la época, criticaba la idea de igualdad estrictamente formal de los códigos civiles entre empleadores y trabajadores, que no captaba la enorme desigualdad de hecho existente entre ellos y el abuso y la explotación de los primeros sobre los segundos. Con el concepto de igualdad real, propuesto como aspiración ideal, se intentaba evocar una situación en la que empleadores y trabajadores mantuvieran una relación más equilibrada y, en general, un orden social en el que, por la decisiva intervención del Estado, los trabajadores tuviesen acceso a los derechos sociales básicos (trabajo, seguros sociales, vivienda, educación, protección de la salud, etc.) La Constitución española vigente, influida en este punto por la italiana, refleja esta diversidad conceptual, recogiendo en el artículo 9.2 CE la igualdad «real y efectiva» de individuos y grupos, y la igualdad general en el artículo 14 CE.

¿Cómo se relacionan actualmente la igualdad «real» o de «oportunidades» del artículo 9.2 CE con la igualdad «formal» del artículo 14 CE? Ya no estamos en el marco del Estado liberal decimonónico, sino en un Estado social y democrático de Derecho (artículo 1.1 CE). De momento, la cláusula de igualdad formal del artículo 14 CE alberga al mismo tiempo una prohibición de discriminación que tiene un efecto intensamente protector de las personas que pertenecen a diversos grupos sociales, lo que casa mal con una idea de igualdad «formal». Si se enfoca la cuestión en términos políticos y no jurídicos, es correcto contraponer la idea de una igualdad «jurídica», la que se reconoce en la Constitución y en otros textos normativos, frente a la igualdad «real» entre los ciudadanos, que mediría, fáctica o empíricamente, el distinto acceso y disfrute de unos y de otros de los derechos fundamentales y, por tanto, permitiría comprobar el grado de sinceridad o aplicación práctica de aquellos textos jurídicos. De hecho, en las últimas décadas ha aumentado la brecha de desigualdad entre los ciudadanos en todo el mundo. Pierre Rosanvallon (2012, 11) sostiene que los ciudadanos participan cada vez más en política «a la par que retrocede la ciudadanía social... esa fractura de la democracia es el hecho más importante de nuestro tiempo, portador de las más terribles amenazas. El aumento de las desigualdades es a la vez indicador y motor de esa fractura». Aún de modo más expresivo, sostendrá (2012, 19): «La idea de igualdad se ha convertido en una divinidad lejana, cuyo culto rutinario ya no alimenta ninguna fe viva». Coincido con él en que «lo más urgente es refundar esta idea de igualdad» (real); ahora bien, el demonio está en los detalles, la cuestión crucial no es hoy ya si hay que asegurar o no la igualdad real, cuestión que se da por descontada, sino cómo hacerlo de un modo sólido y sostenible (o, en otras palabras, no populista).

El Informe de la Fundación La Caixa, de enero de 2022, titulado: «Radiografía de medio siglo de desigualdad en España», revela que uno de los problemas sociales y económicos más importante de España es el alto nivel de desigualdad en la distribución de ingresos, sensiblemente mayor que en la mayoría de los países europeos. Es una desigualdad que persiste en el tiempo y hace que nuestro país sea más vulnerable ante posibles shocks económicos. Cuando la economía está en recesión, la desigualdad crece rápidamente y cuando se expande se reduce poco. Cuando la economía se desacelera y crece el desempleo, el impacto sobre los hogares con rentas bajas es muy negativo. Tras la crisis de 2008, aún no revertida del todo, la pobreza en España, que históricamente se caracterizaba por ser recurrente pero transitoria, corre el riesgo de cronificarse. Las causas son la estructura productiva (con un menor peso de las ramas de alta tecnología que en los países europeos de mayor renta), el alto nivel de desempleo, la notable incidencia del trabajo de bajos salarios; el reducido tamaño del sistema de impuestos y prestaciones monetarias; el reducido nivel de competitividad en los mercados globales. España es, además, uno de los países europeos con un sistema de impuestos y prestaciones sociales con menor capacidad redistributiva.

También ha crecido la desigualdad en la mayoría de países desarrollados en las últimas décadas. Algunas causas: los trabajadores menos cualificados han visto caer sus remuneraciones al aumentar el peso económico de las importaciones de países con salarios más bajos (globalización); intensificación del cambio tecnológico, que ha ido desplazando la demanda laboral a trabajadores más cualificados; la desregulación de los mercados de trabajo ha reducido el efecto de algunos elementos institucionales que contenían el aumento de la desigualdad: salarios mínimos, costes de despido o extensión de la negociación colectiva, por ejemplo; también ha aumentado la desigualdad de las rentas de capital. Todos estos cambios no han podido ser compensados por el efecto redistributivo del sistema de impuestos y prestaciones sociales, sobre todo por la reducción generalizada de tipos impositivos y la contribución decreciente de las prestaciones monetarias.

Desde un punto de vista jurídico preciso, aunque igualdad real e igualdad formal son conceptos diferentes, ubicados en preceptos constitucionales diversos, a mi juicio, no cabe ya contraponerlos: la igualdad real (artículo 9.2 CE en relación con los principios rectores del Capítulo Tercero del Título I de la Constitución) implica el establecimiento «favorable» de diversas diferencias de trato jurídico en favor de ciertos colectivos sociales (indicados por el texto constitucional, como la infancia, la juventud, la tercera edad, los discapacitados físicos y psíquicos, los consumidores, los desempleados, las familias, etc.), en función de criterios de desigualdad no sólo jurídicamente razonables y válidos (que enervan cualquier posible discusión sobre la validez de esa diferencia de trato jurídico —si bien puede subsistir la disputa no sobre el «qué», pero sí por el «cómo» y el «cuánto»—), sino, vale decir, especialmente legítimos en cuanto expresamente queridos por el constituyente. Es decir, la igualdad real, en el Estado social, se ubica dentro del esquema conceptual de la igualdad formal: la igualdad «real» es la misma igualdad «formal» cuando entra en juego algún criterio de diferenciación de trato jurídico en favor de grupos sociales en desventaja querido por el constituyente o el legislador. Concurriendo criterios de desigualdad de trato como la infancia, la juventud, la vejez, la carencia de empleo, etc., el juicio de igualdad, esto es, de razonabilidad de las diferencias, se torna más fácil: cuentan a su favor con una presunción constitucional iuris tantum de validez. Un trato jurídico diferente y mejor a quien se encuentre, de hecho, en desventaja, no sólo no lesiona la igualdad ni es, por tanto, inconstitucional, sino, justamente, todo lo contrario: es querido o pretendido por el constituyente. En el Estado social, la igualdad «real» es una especie del género igualdad «formal» porque ésta es, en realidad, una igualdad «substantiva»; no es la igualdad decimonónica.

Dado que estas ideas no se entienden por lo general de modo correcto, se ha ido abriendo paso con fuerza en varios países la palabra «equidad» como superación de la simple «igualdad formal» y equivalente de la «igualdad real o de oportunidades». Equidad significa nivelación de las condiciones de vida de los socialmente desventajados, significa asimetría jurídica, trato jurídico diferente y favorable, un juicio de valor que toma partido no por tratar a todos igual, sino mejor a los que están peor; no invoca la típica simetría de la idea formal de igualdad. La noción de «equidad» no suele encontrarse en los textos jurídicos, tampoco en las constituciones, que siguen refiriéndose a la igualdad, aunque sí en algunas sentencias, sobre todo en las que aprecian, de una u otra manera, una idea substantiva de igualdad en los términos aquí expuestos. En líneas generales, el uso de la palabra «equidad» es, pues, hasta ahora, más político que jurídico. No hay disponible una definición jurídica de «equidad» en este sentido. La noción jurídica tradicional de «equidad» es otra cosa; hace referencia a una atemperación de la aplicación de la norma a un caso concreto por razones de justicia. Ambos sentidos coinciden en la apelación a lo justo, pero poco más. En definitiva, la idea de equidad en el ámbito del derecho de la igualdad equivale, desde mi punto de vista, a la noción de igualdad real o de oportunidades. Y, por tanto, no es algo distinto de la misma idea de igualdad porque esta no colapsa su sentido en el desvencijado concepto decimonónico de igualdad formal. Equidad es igualdad substantiva y también, por ello, objetivo central del Derecho antidiscriminatorio.

IV. La igualdad en las relaciones entre particulares

La igualdad y la prohibición de discriminación constitucionales no juegan del mismo modo frente al poder público que respecto de los particulares. En el primer caso, frente al poder, es aplicable de modo absoluto e inmediatamente a partir del texto constitucional. En relación con otros particulares, la cuestión no es tan sencilla porque es de aplicación otro principio fundamental como es el de la autonomía de la voluntad, que es como se concreta en Derecho privado la libertad constitucional (arts. 1.1 y 10.1 CE, entre otros). Como observa J. M. Bilbao (2006, 149), «la libertad individual (en su vertiente negocial o asociativa) incluye necesariamente un margen de arbitrio y no puede limitarse injustificadamente». Citando a Henkin, esgrimirá la libertad del individuo (incluso) «para ser irracional». Los individuos son libres de «discriminar» a las personas con las que tratan, algo que les está vedado al Estado. Pueden «seleccionar a las personas con las que van a relacionarse (pueden invitar a su casa o a una fiesta a quien crean conveniente, asociarse con quienes deseen y negarse a entrar en un determinado establecimiento, por los motivos que sean), libres de regular esas relaciones (determinando el contenido de los contratos, de los estatutos sociales o de las disposiciones testamentarias)» (150). Recuerda J. M. Bilbao (150) el ATC 1069/1987 donde el Tribunal sostuvo que «un acreedor puede ser enérgico frente a un deudor y no serlo frente a otro, o reclamar prontamente la deuda a uno y condonarla total o parcialmente a otro», lo que supone, obviamente, que un inquilino no puede denunciar a su arrendador sólo porque trate mejor a otro inquilino.

En consecuencia, el principio constitucional de igualdad (art. 14a CE) no opera directamente como límite de la autonomía de la voluntad en el Derecho privado, sino que requiere la mediación legislativa, como sucede, por ejemplo, con el Derecho laboral, el derecho de asociaciones u otros ámbitos (150).

Cuestión distinta es el derecho fundamental a no sufrir discriminación por las causas previstas en el art. 14b CE, que sí juega directamente, a partir de su enunciado constitucional, en las relaciones entre particulares y que, por tanto, deberá ponderarse necesariamente con otros bienes y derechos constitucionales, como es el de la autonomía de la voluntad. En el fundamento jurídico primero de la STC 108/1989, el maestro Rubio Llorente, ponente del caso, afirma con claridad: «el respeto de la igualdad ante la Ley se impone a los órganos del poder público, pero no a los sujetos privados, cuya autonomía está limitada solo por la prohibición de incurrir en discriminaciones contrarias al orden público constitucional, como son, entre otras, las que expresamente se indican en el art. 14 CE».

Obviamente, la distinción en este punto entre eficacia mediata o inmediata de los derechos fundamentales en las relaciones inter privatos es puramente académica porque, aunque de la Constitución se infiera una eficacia inmediata, se requerirá normalmente la colaboración legislativa para ser realmente ejercitable. Así, por ejemplo, como veremos, de la Constitución se puede deducir el derecho de las personas homosexuales a contraer matrimonio entre ellas, pero, evidentemente, sin la previa modificación legislativa del Código Civil, este derecho no podría ser realmente ejercitado.

En la ponderación de la prohibición de discriminación respecto de la autonomía de la voluntad, tres son, a juicio de J. M. Bilbao (2006, 155) los factores que deben ser tenidos en cuenta: la repercusión social de la discriminación (no es lo mismo un acto aislado que un patrón generalizado de conducta), la posición dominante de la entidad discriminadora en el mercado y el grado de afectación a la dignidad y la integridad moral de la víctima en el caso concreto. Recordemos también cómo las Directivas europeas sobre igualdad disponen su aplicación en «el acceso a bienes y servicios disponibles para el público y la oferta de los mismos». Y no olvidemos que incluso el Código Penal sanciona determinadas conductas discriminatorias que proceden no del Estado, sino de otros particulares: los delitos de odio (sobre todo en el art. 510), la denegación discriminatoria de prestación a la que se tenga derecho en el ámbito de los servicios públicos (art. 511) o de la actividad profesional o empresarial (art. 512), y la tipificación de asociación ilícita de aquellas que promuevan la discriminación (art. 515.5), entre otras.

En su análisis, J. Díaz Revorio (2015) propone un marco teórico de abordaje de este problema y examina numerosos ejemplos. También son interesantes en este punto las lecturas de Ariadna Aguilera (2013), Susana Navas (2012) y M.ª Paz García Rubio. La igualdad en las relaciones laborales, un asunto sobre el que se podrían escribir varias monografías; la igualdad en el ámbito de la contratación; o en el del derecho de asociación, por citar sólo algunos ejemplos. No obstante, las dudas siempre subsisten. Por ejemplo, está claro que el Club Liceo de Barcelona estaba obligado constitucionalmente a admitir mujeres como socias, cosa que finalmente hizo voluntariamente en 2001, rompiendo una tradición de 150 años, lo que permitió la entrada, como es notorio de la soprano Montserrat Caballé entre sus miembros. Y no hay duda porque el argumento de la tradición no puede erigirse como un muro infranqueable contra los derechos (en este caso de igualdad de género) y porque el Liceo de Barcelona sólo hay uno en importancia y valor, no sólo en Barcelona, sino en toda España. Tampoco habría duda en calificar una prohibición de membresía de un club por motivos racistas como claramente inconstitucional. Pero, ¿qué ocurre con los clubes privados masculinos que no admiten mujeres entre sus socios? ¿o al revés? ¿o con las sociedades gastronómicas vascas?, por ejemplo. En estos casos, a mi juicio, resultaría, en principio, excesivo constreñir la libertad de los particulares obligándoles a emplear una parte de su ocio con quienes en realidad no desean. Y, por tanto, dado que no tendría mayor repercusión social, ni habría posición de dominio ni se afectaría especialmente la dignidad de nadie, debería permitirse sin problemas.

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional muestra no pocos casos de discriminación en las relaciones entre particulares, como tendremos oportunidad de comprobar. Por ejemplo, en relación con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español de la discriminación por género, el caso de la STC 126/1997 que va a declarar válida la regla de la preferencia de los varones sobre sus hermanas en orden a heredar títulos nobiliarios. El Tribunal funda su decisión (de modo discutible, como analizaré en su momento) en que el art. 14 CE no es aplicable porque se trata de una cuestión estrictamente privada que afecta en exclusiva a particulares. En mi opinión, ni el asunto era sólo privado, porque tenía diversos puntos de conexión con el derecho público, ni aunque fuera sólo privado la cuestión se podía resolver apodícticamente de manera tan sencilla obviando la igualdad constitucional de género.

El Derecho antidiscriminatorio ha ido transformando profundamente el Derecho privado. Su impacto ha sido extraordinario. Pensemos, por ejemplo, en los cambios del Derecho de familia (donde en tres décadas se han modificado tradiciones jurídicas milenarias) o del Derecho laboral, limitando el poder empresarial. A mi juicio, cuando estemos en presencia de una discriminación de género, étnica, por edad, discapacidad, por orientación o identidad sexual, en cualquier ámbito del derecho privado, se generaría una posición preferente de este derecho fundamental frente a cualquier otro, de modo que, aunque pudiera ser derrotable, debiera serlo únicamente si se lograran aportar argumentos extraordinariamente persuasivos en contra. El acceso a establecimientos abiertos al público es un buen escenario de pruebas. El dueño del local, en uso de su derecho de admisión, puede prohibir la entrada, en principio, por las razones que desee. Puede impedir que alguien entre a su local si no lleva corbata o chaqueta, por ejemplo. Pero lo que no puede hacer de ningún modo es impedir la entrada a alguien de un grupo étnico minoritario sólo por este motivo. La normativa autonómica del derecho de admisión prohíbe la restricción del acceso por motivos discriminatorios.

Pondré otros tres ejemplos para comprender la especial dificultad de este tipo de situaciones, que deben resolverse caso por caso.