Derecho: Conceptos Fundamentales - Cristóbal Orrego - E-Book

Derecho: Conceptos Fundamentales E-Book

Cristóbal Orrego

0,0
12,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Este libro es una introducción a los principios e ideas básicas de todo orden jurídico. La obra intenta ayudar a los ciudadanos activos y, especialmente, a los estudiantes de primer año de la carrera de Derecho a adquirir el germen de la mentalidad jurídica. En un lenguaje accesible, el autor sitúa el fenómeno jurídico en el marco de la filosofía política, moral y jurídica; repasa los principales significados del derecho y sus comprensiones filosóficas; explica las fuentes del derecho—en particular, la ley, la jurisprudencia y la costumbre, con sus mutuas relaciones—; delinea el ordenamiento jurídico con sus principales ramas y el orden normativo escalonado (hoy en crisis), y, finalmente, introduce al lector en los rudimentos de la interpretación del derecho—la hermenéutica jurídica—y en la cuestión de sus conexiones con el orden ético y con la justicia, es decir, con los criterios que permiten criticar el derecho vigente y reformarlo a la luz de criterios supralegales. Derecho: Conceptos Fundamentales se basa en la larga experiencia del autor en la formación integral de estudiantes universitarios de Derecho, quienes han aprendido en sus cátedras los conceptos jurídicos fundamentales, así como también a abordar de manera crítica los problemas de las principales ramas del derecho público y privado, en diálogo con las corrientes del pensamiento jurídico clásico y contemporáneo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 458

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

Derecho: Conceptos Fundamentales

Cristóbal Orrego Sánchez

© Inscripción Nº 2023-A-7292

Derechos reservados

Julio 2023

ISBN Nº 978-956-14-3152-2

ISBN digital Nº 978-956-14-3153-9

Diseño:

Francisca Galilea R.

CIP - Pontificia Universidad Católica de Chile

Orrego Sánchez, Cristóbal, autor.

Derecho: conceptos fundamentales: iniciación crítica a la mentalidad jurídica / Cristóbal Orrego Sánchez. - Incluye notas bibliográficas

1. Teoría del derecho

2. Derecho

I. t.

2023340.1 + DDC22RDA

La reproducción total o parcial de esta obra está prohibida por ley. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y respetar el derecho de autor.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

A mi padre, Fernando Orrego Vicuña,

a mi madre, María Cristina Sánchez Edwards de Orrego,

y a mis hermanos Mariana y Matías.

In memoriam.

A mi hermana María Cristina,

con fraterna admiración y afecto.

ÍNDICE

PRÓLOGO

1. PERSONA, POLÍTICA Y DERECHO

1.1 La persona humana, la sociedad y el derecho

1.2 Derecho, ética y filosofía política

2. LOS SIGNIFICADOS DE «DERECHO»

2.1 El derecho como «lo justo» o «lo suyo de cada uno»

2.2 El derecho como norma o ley

2.3 El derecho como facultad de obrar (derecho subjetivo)

2.4 El derecho como ciencia o arte de lo justo

3. EL CONCEPTO FILOSÓFICO DE DERECHO

3.1 Tomás de Aquino y el iusnaturalismo clásico

3.2 Hans Kelsen y el iuspositivismo normativista

3.3 El realismo jurídico empirista: americano y escandinavo

3.4 Las ideologías jurídicas postilustradas

3.5 Ronald Dworkin y Herbert Hart

4. CONCEPTOS JURÍDICOS FUNDAMENTALES

4.1 Sujeto de derecho o persona en sentido jurídico

4.2 La relación jurídica

4.3 Los derechos subjetivos

4.4 El deber u obligación

4.5 La potestad: derecho-deber sobre otras personas

4.6 La sanción

4.7 La responsabilidad jurídica

5. LAS FUENTES DEL DERECHO I

5.1 Las fuentes del derecho en general: concepto y tipos

5.2 La ley escrita y normas análogas

5.3 La costumbre jurídica o ley no escrita

6. LAS FUENTES DEL DERECHO II

6.1 La jurisprudencia de los tribunales de justicia

6.2 La doctrina jurídica

6.3 Los principios generales del derecho y la equidad natural

7. EL SISTEMA U ORDENAMIENTO JURÍDICO

7.1 El derecho como sistema u ordenamiento normativo

7.2 ¿Un orden jurídico escalonado?

7.3 Ramas del derecho y disciplinas jurídicas

8. GEOGRAFÍA JURÍDICA

8.1 Derecho público y derecho privado

8.2 Derecho constitucional

8.3 Derecho administrativo

8.4 Derecho penal

8.5 Derecho procesal

8.6 Derecho civil

8.7 Derecho comercial

8.8 Derecho internacional público

8.9 Derecho internacional privado

8.10 Derecho canónico

9. HERMENÉUTICA JURÍDICA

9.1 Tres etapas históricas de la hermenéutica jurídica

9.2 Interpretar, aplicar e integrar el derecho

10. JUSTICIA: LA CRÍTICA DEL DERECHO

10.1 La tripartición «derecho, moral y usos sociales»

10.2 La relación entre la ley y la justicia

10.3 Argumentar a partir de lo razonable y lo justo

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

PRÓLOGO

En tus manos tienes, querido lector, un libro que se propone sembrar los rudimentos de la mentalidad jurídica en mentes bien dispuestas, deseosas también de confrontar críticamente el derecho con la justicia. Se dirige a estudiantes del primer semestre de la carrera de Derecho y a cualquier ciudadano, juicioso y crítico, con interés en esta área de la vida que tan inadvertida nos pasa cuando hace el bien cotidianamente —subir a un taxi es celebrar un contrato— y que tanto nos irrita cuando muestra, en nuestro mundo imperfecto y a veces ruin, la faz del conflicto o del egoísmo o de la iniquidad.

Primero tratamos sobre el marco general del fenómeno jurídico: el hombre y la sociedad, la ética y la filosofía política (c. 1). Después repasamos las acepciones principales de la palabra «derecho» (c. 2) y las líneas fundamentales de los intentos de elucidar el concepto filosófico de derecho (c. 3). Enseguida exponemos unos cuantos conceptos jurídicos fundamentales, utilizados en todas las áreas del derecho: sujeto de derecho o persona, relación jurídica, derecho subjetivo, deber u obligación, potestad, sanción y responsabilidad (c. 4).

Más tarde nos introducimos en el concepto moderno de fuentes del derecho y explicamos las más importantes: la ley, la costumbre jurídica, la jurisprudencia de los tribunales, la doctrina jurídica y los principios generales del derecho (caps. 5 y 6). Dedicamos un capítulo al ordenamiento jurídico en general (c. 7) y otro a un mapa de las principales ramas del derecho o geografía jurídica (c. 8).

Este capítulo 8 ofrece solamente la definición y algún otro rasgo elemental de las principales áreas del orden jurídico nacional o interno, primero del derecho público (derecho constitucional, administrativo, penal y procesal) y luego del derecho privado (civil y comercial), y, al final, de tres áreas del derecho con componentes supranacionales o internacionales: el derecho internacional público, el derecho internacional privado y el derecho canónico. En este capítulo seguimos sustancialmente —en una síntesis casi con las mismas palabras— nuestro libro Derecho: temas y problemas (Santiago de Chile: ECS, 2.ª ed., 2020), citado siempre como DTP. No usamos comillas porque creemos que basta con advertir aquí, de manera global, que es una copia, y porque nos parece que así resulta mejor y más fácil para la lectura; pero confesamos el autoplagio y, a la vez, nos perdonamos tan horrorosa culpa (cf. DTP, Prólogo).

Los dos últimos capítulos abordan la hermenéutica jurídica (c. 9) y las relaciones entre el derecho y la moral o la perspectiva de la justicia como punto de apoyo para la crítica racional del derecho (c. 10).

En ocasiones acudimos a los diccionarios más reputados, que están disponibles en línea y son de fácil consulta. Me refiero al Diccionario de la lengua española (DLE), al Oxford English Dictionary (OED) y al Black’s Law Dictionary (BLD), citados por sus abreviaturas. No obstante mi declarada admiración por los diccionarios, en esta obra no sigo todas las normas de la Real Academia Española de la Lengua, aunque sí las que suprimen algunas tildes diacríticas como en «solo» o en «este».

Este libro no es una clásica Introducción al Derecho, de las que hay algunas muy buenas, como la de Jorge Iván Hübner y la de Agustín Squella. Es algo más modesto. Se basa en las clases del curso Teoría y Fuentes del Derecho, que he impartido desde el año 2015 en la Facultad de Derecho de la Pontifica Universidad Católica de Chile. En la preparación de esas clases y en la selección de sus lecturas complementarias, me he apoyado en una gran variedad de obras, que he procurado citar con frecuencia. Sin embargo, muchas de las ideas más elementales se repiten de generación en generación; yo las he enseñado tomando de aquí y de allá y también de las palabras que flotan en los aires… No soy capaz de trazar el origen de cada una. Le tengo pánico a plagiar inconscientemente o con dolo eventual (cf. DTP, c. 3.4), sobre todo por lo incómodo que sería que alguien pensara que soy original cuando lo he copiado todo, con distintos énfasis y ocasionales toques y retoques personales. Ya aquí declaro, entonces, que he enseñado lo que he aprendido de mis predecesores; que, como se verá en las notas, el más plagiado es el más admirado: Jorge Iván Hübner; y que, en todo lo demás, me ha resultado imposible trazar el origen exacto de cuanto he dicho y escrito. Con el fin de no cometer un plagio culpable —del autoplagio puedo absolverme a mí mismo— y también para sugerir bibliografía complementaria para los estudiantes, he añadido las oportunas referencias, aun sabiendo que no son todas las que han alimentado mi estudio del derecho durante los últimos treinta y cinco años de actividad universitaria.

¿Y de dónde viene todo aquello?

Eugenio D’Ors, el padre de Álvaro D’Ors y cuál de los dos más erudito y genial, escribió en uno de sus aforismos: «Todo lo que no es tradición es plagio». Quisiera dejar expresa constancia de mi agradecimiento especial a quienes seguramente más he plagiado: a todos los profesores en quienes me he apoyado, consciente o inconscientemente, porque me han influido con su docencia o con sus escritos sobre todas las áreas del Derecho. Se me vienen a la cabeza, con particular afecto y nostalgia, las voces de los maestros que tuve en primer año de Derecho en la Pontificia Universidad Católica de Chile, cuando yo estaba donde mis estudiantes están ahora: en el comienzo de los sueños, que se han hecho realidad (en un cincuenta por ciento); en la ilusión por la justicia, que no ha decaído; en la apertura a nuevas amistades, que todavía duran; en la dificultad penosa de dar el salto a unos estudios exigentes y rigurosos; en el incipiente amor a la academia y al derecho, en todas sus formas. Esos profesores fueron José Luis Cea Egaña, Hernán Larraín Fernández, Arturo Yrarrázaval Covarrubias, Sergio Gaete Rojas con Maximiano Errázuriz Eguiguren, Fernando Silva Vargas y Vicente Cordero Barrera.

Todos ellos, sumados a los que vinieron después, lograron lo que yo querría para quienes ahora se asoman a esos ideales y a estos códigos y leyes y sentencias y memorizaciones y alegatos: el gusto genuino por la ciencia jurídica, en todos sus rincones; el amor apasionado por el derecho y por la justicia; un interés maduro por cultivar la mentalidad jurídica, que es como la columna vertebral donde se engarzan y se incrustan todos los conocimientos de una persona apasionada del derecho y de las leyes, incluidos esos artículos e incisos ya olvidados, es decir, casi todos.

A los maestros de entonces, simplemente: ¡gracias, gracias, mil gracias!

Sin menoscabo de su carácter propedéutico, este libro —como la docencia de donde emerge— se ha alimentado de mi investigación a lo largo de los años, de la cual se advierten rastros cuando no me ha quedado más remedio que citarme a mí mismo. Agradezco la ayuda a la investigación y a las publicaciones académicas que he recibido de múltiples proyectos Fondecyt desde 1998. Esta publicación, más suelta y más libre, se inscribe entre los objetivos de difusión científica promovidos por Conicyt. Todo el trabajo de preparación ha sido parte de la ejecución del Proyecto Fondecyt 1181573.

Los alumnos de los cursos 2015, 2016, 2017, 2018 y 2019 también contribuyeron a este proceso con su interés, con su participación en las clases, con una amabilidad extremada, con preguntas siempre relevantes, a veces ingeniosas, nunca aburridas, y hasta con la detección de erratas en una versión precedente. Les quedo reconocido por todo eso. Por mi parte, si en algo les he servido me doy por bien pagado. Espero que los estudiantes del futuro estén a la altura del pasado. Así lo pido a Dios, en cuyas manos vivimos y de quien esperamos una verdad más completa, que incluye los desengaños.

Termino con un reconocimiento especial a los ayudantes que han colaborado con la búsqueda de citas y con la ordenación o corrección de los textos, así como con observaciones y sugerencias de fondo. Todos ellos son o han sido estudiantes de la Universidad Católica: René Tapia Herrera, Álvaro Cordovez Muñoz, Tomás Valenzuela Zañartu, Benjamín Sáenz López, Felipe González Martin, Eugenio Voticky Sousa y Gonzalo Carrasco Astudillo.

Santiago de Chile, 28 de marzo de 2023.

1. Persona, política y derecho

1. PERSONA, POLÍTICA Y DERECHO

En este capítulo nos proponemos situar el derecho en el marco de los conocimientos más próximos que le dan su sentido: la antropología filosófica (1.1) y la filosofía práctica, que comprende la ética y la política (1.2).

1.1 La persona humana, la sociedad y el derecho

La antropología filosófica o filosofía del hombre ayuda a centrar el estudio del derecho y a darle el marco teórico que mejor sirve para comprenderlo. Esta disciplina filosófica pregunta ¿qué es el hombre?, y, cuando ya ha descubierto una parte de la respuesta, transforma la cuestión en un ¿quién es el hombre? En prácticamente todos los idiomas se introduce esta distinción entre el qué y el quién; entre lo que es meramente cosa, objeto de dominación, y el que es un sujeto por encima de las cosas, que puede servirse de ellas, el hombre1. «El hombre es el centro de la actividad social y jurídica; sin él, no puede existir la sociedad ni el Derecho»2. Sin una profunda reflexión sobre el hombre y sobre lo humano, el jurista no puede comprender su propia ciencia, que versa sobre las relaciones humanas y su más justa y adecuada ordenación. Tampoco puede mejorar la realidad social, mediante un derecho justo, si desconoce a quien es el fin de toda institución y norma jurídica3.

Algunos de los hallazgos de la antropología filosófica, que sirven de sustento para una buena comprensión del derecho, son los siguientes:

1.º El hombre es el animal racional. Los minerales no tienen capacidad de conocer; no poseen vida interna. Los vegetales tampoco conocen, pero manifiestan interioridad vital: nacen, se alimentan, crecen, se reproducen. Los animales brutos se caracterizan por cierta potencia cognitiva, aunque sea solamente el tacto, y su grado de vida interna les permite moverse o desplazarse. Mas hay un solo animal que posee una capacidad cognitiva superior a todos los sentidos: la inteligencia. Tal es el ser humano. Aristóteles acuña esta definición para situar al hombre en su género próximo, animal, con su diferencia específica, racional. De la racionalidad del hombre derivan todas las demás características que lo diferencian respecto del resto del universo material.

2.º La segunda gran cualidad diferenciadora del hombre es su libertad, es decir, la capacidad de autodeterminarse respecto de los bienes conocidos por la inteligencia. Sin inteligencia, no hay libertad. El animal bruto actúa siguiendo sus tendencias, y según la tendencia que predomina en cada momento. Si tiene más ganas de dormir que de comer, duerme; si tiene más ganas de comer que de dormir, come. Algunos de nosotros, en el verano, nos hemos sentido como auténticos animales brutos; en cambio, cuando asumimos la responsabilidad libre y racional del estudio y del trabajo, aunque tenemos más ganas de dormir que de estudiar, nos levantamos para asistir a las clases. ¿Por qué? Porque hay una tendencia hacia un bien sensible, que compartimos con el perro que está durmiendo ahí, al lado de la casa o al lado de la cama; pero tenemos otra tendencia hacia un bien inteligible, que no se puede captar por los sentidos, como es arribar algún día —poco a poco— a comprender el derecho y a ser abogados. Esto no se puede sentir: solo se puede pensar. Poseemos la capacidad interior de inclinarnos hacia algo que no sentimos, pero que sabemos que es bueno. La aspiración racional a aprender y a sacar adelante una carrera profesional —un sueño de largo plazo— nos motiva a dejar atrás inclinaciones sensibles de atractivo más inmediato. Esta capacidad de tender al bien superior, inteligible, es lo que llamamos voluntad. Esa característica de la voluntad y de la inteligencia combinadas, que nos permite autodeterminarnos respecto de los bienes sin ser coaccionados por fuerzas exteriores a la voluntad misma, se llama libertad de la voluntad o libre albedrío.

Respecto de este gran tema, el misterio del libre albedrío, hay muchas posiciones filosóficas contradictorias. Aunque hay corrientes que niegan la misma existencia de la libertad, para la comprensión del derecho —pues no es este un libro de filosofía— hemos de tomar como una premisa que existe un libre albedrío fundamental, por regla general. Si no podemos autodeterminarnos, tampoco podemos organizar la sociedad de una forma o de otra, ni recibir órdenes que vayan más allá de un condicionamiento psicobiológico. Yo puedo entrenar a mi perro con premios y castigos, hasta que sepa qué puede hacer o no hacer dentro de la casa. Es verdad que muchos seres humanos viven condicionados de esa manera. También es verdad, sin embargo, que los hombres podemos ser dirigidos de otra forma, no mediante adiestramiento meramente animal, sino simplemente con la indicación de cuál es la conducta que se espera en determinadas circunstancias, por exigencias de la convivencia y del bien común, dejando el castigo como una amenaza secundaria para los recalcitrantes. Y esta realidad implica una capacidad de respuesta que va más allá de la aversión al castigo: la libertad fundada en la comprensión de la orden racional y del bien inteligible que subyace a esa orden, como el bien común de la patria o de la familia.

3.º El hombre —también lo define así Aristóteles— es el animal político o, en la traducción medieval, el animal social. Otros animales también son sociales o políticos en un sentido análogo, como dice Aristóteles en su Política4, y nosotros los llamamos animales gregarios. Son muy interesantes, porque una manada de lobos, por ejemplo, o un cardumen de peces, o un rebaño de ovejas, o una piara de cerdos, se mueven y coordinan grupalmente, y, por el solo hecho de actuar en un grupo, uno puede advertir ciertas regularidades de comportamiento que hasta podríamos llamar reglas de conducta… instintivas. El macho más fuerte domina a todo el resto de la manada; no solo a las hembras, sino también a los otros machos más jóvenes y más débiles. Hasta que uno de estos se hace más fuerte, lo desafía, luchan los dos, lo destrona…, y el rey destronado se va a morir a su rincón, y así sigue la manada a cargo del más poderoso. Entonces hay un orden social —maravilloso, porque la naturaleza funciona muy bien— para la preservación de una especie o de otra, como los lobos, por ejemplo, o los leones. Hay otras especies en las que el instinto está puesto no en el dominio de un macho sobre toda la manada, sino en las relaciones de pareja; por ejemplo, algunas aves son monógamas porque su instinto responde a lo más conveniente para que saquen adelante su especie.

En la naturaleza subhumana, por tanto, hay modos regulares de conducta, que están como grabados en el instinto animal, que se ordenan a la subsistencia de los individuos y a la perpetuación de la especie. Sin embargo, no son propiamente animales políticos, porque no están inclinados a crear sociedades, y mucho menos las sociedades estables que conocemos como ciudades. Es en esto último que piensa Aristóteles cuando habla del hombre como zoon politikón (animal político). «La razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra»5. No vivir en sociedades, por primitivas que puedan parecernos, es menos que humano o más que humano (cuasi divino): «De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre»6. Hay animales que crean madrigueras; las abejas, colmenas; las hormigas, hormigueros. Desde que existen, no obstante, las abejas han creado las colmenas siempre igual, es decir, han tenido un instinto y han ejecutado lo que está predeterminado en su naturaleza biológica. En cambio, los humanos crean comunidades que pueden ser de muy distintos tipos, y de muy diferentes tamaños, y de muy diversas organizaciones. Aunque hay algunos rasgos de la vida social humana que están definidos por naturaleza, hay muchísimas variaciones que son un invento, una creación, según las circunstancias del tiempo y del lugar en que vive esta comunidad política. Las dos características que hemos mencionado antes, la racionalidad y la libertad, se hacen presentes en el modo como los hombres organizan su vida común.

¿Qué se quiere decir cuando se dice, por ejemplo, que los regímenes totalitarios tenían a sus ciudadanos viviendo como en una colmena? Que hay un orden contrario a la libertad, en el que no hay ningún espacio para esa racionalidad y esa libertad individuales, aunque el régimen consiga la finalidad de su ser colectivo. Entonces esa dominación de todo aspecto de la vida de una persona, en que se logra solamente la finalidad colectiva, se asemeja más a una colmena que a una comunidad política, que es una comunidad donde hay autoridad y también libertad; en la que hay orden y también espontaneidad. Y para eso estamos hechos: como la abeja está hecha para la colmena, el ser humano está hecho para vivir en libertad, para una vida social y política que satisfaga sus necesidades, que mejore su vida, y que, al mismo tiempo, deje abiertas mil posibilidades a la espontaneidad y a la libre iniciativa de las personas y de los grupos sociales. De ahí la importancia, para comprender el derecho y para crearlo con justicia, de una adecuada filosofía política (cf. infra c. 2).

4.º El hombre es el animal espiritual, trascendente y religioso. Aunque somos seres físicos, tenemos una parte de nosotros que trasciende la materia, es decir, que es espiritual. En la tradición filosófica, se la llama alma intelectiva. Nuestra inteligencia, al profundizar en esta realidad de lo espiritual, se descubre como trascendente. Advierte que su ser va más allá de este mundo visible. La espiritualidad del hombre implica la subsistencia después de la muerte: la inmortalidad del alma. De esta conciencia fundamental de un destino trascendente surge la búsqueda de su origen y sustento, que suscita el hecho religioso, el intento humano de relacionarse con Dios, o, en las antiguas culturas politeístas, con los dioses.

La convicción sobre la trascendencia y, con ella, el hecho religioso están tan grabados en la naturaleza humana, que ha fracasado el intento histórico más poderoso por erradicarlos mediante la violencia. Me refiero a los regímenes comunistas, especialmente en la revolución popular de Mao Zedong en China, la de los Jemeres Rojos (Khmer Rouge) en Camboya, la de Cuba en su época más opresiva; pero, sobre todo, la de los países de la extinta Unión Soviética (U.R.S.S.). El experimento soviético duró 70 años aproximadamente y consiguió algo: masas de personas ateas… Sin embargo, la religión subsistió. Rebotó al ser arrojada contra el suelo; renació una y otra vez, porque esta inclinación a reconocer la espiritualidad del alma y a esperar la vida después de esta vida está grabada en la naturaleza inmutable del ser humano. Por eso, los antropólogos culturales admiten como signo de haber hallado restos de algo humano la presencia de tumbas con señales de una creencia en el espíritu y en la inmortalidad. Si no se dan esas señales, se afirma, por el contrario, que se trata de seres prehomínidos o de otra naturaleza. Es maravilloso observar que en el mundo animal, por instinto, hay fenómenos análogos de enterramientos, de cómo un especie biológica trata con la muerte. El misterio de los cementerios de elefantes es el más famoso; pero también se ve a las hormigas, por ejemplo, levantando hormigas muertas y llevándolas a otra parte. Todo tiene un sentido dentro de esa vida animal, que no es trascendente: un sentido higiénico, un orden instintivo para lidiar con la muerte. Ese mismo sentido lo sigue teniendo para la persona que no tiene la creencia en ninguna espiritualidad, en ninguna vida después de la nuestra. Al menos advierte que se debe tratar con respeto lo que queda de quien fue un ser querido, y que se debe disponer de manera higiénica de sus restos: enterrándolos o incinerándolos. Con todo, el rasgo más generalizado, en todas las culturas, es el de realizar los ritos de enterramiento, no por una cuestión meramente higiénica, o por un instinto atávico, sino por una verdadera convicción de que se le está dando alguna forma de trato debido al difunto. Tal creencia sería absolutamente irracional si el difunto ya no existiera de ninguna forma. Bastaría con disponer de sus restos como nos deshacemos de cualquier otro desecho biológico: sin luto, sin trascendencia, sin alusiones al más allá, sin homenajes (¿a quién?). En cambio, si el difunto conserva algún tipo de existencia, tratar de una cierta manera su cadáver —lo que queda visiblemente de su persona— es tratar también con él post mortem. Después vienen los homenajes y las distintas formas de sobrellevar el luto, y, especialmente en el ámbito religioso, la oración por los difuntos o la invocación a los difuntos y la esperanza de la vida eterna. Todo esto es parte de lo que pasa por la mente humana por naturaleza, y no es propio de animales irracionales.

5.º El ser humano es el animal lingüístico, es decir, el animal que habla. Los animales irracionales, que tienen voz, emiten sonidos que son señales de sus sentimientos y afectos interiores. Por eso también nosotros podemos interpretar estos sonidos, a pesar de que no nos estén hablando en sentido estricto. El aullido de un perro manifiesta tristeza o miedo, y difiere de un ladrido como saludo o como amenaza o como ira. En ese tipo de comunicación entre animales —incluyendo la que se da entre un bruto y un hombre— hay una señal concreta que remite a una realidad sensible, una pasión, un sentimiento o una situación objetiva singular.

Un ejemplo famoso de comunicación animal por señales es el de las abejas. En varios experimentos en el siglo XX sobre las abejas exploradoras, se descubrió que, en el enjambre de abejas, había algunas, las abejas exploradoras, que salían y donde encontraban algo dulce volvían y les decían a las otras abejas dónde estaba. Se comunicaban mediante complejas señales, mediante sus posiciones y movimientos durante la danza en el aire. Después iban las otras abejas al lugar exacto indicado. Sin embargo, la comunicación no pasa por un sistema de signos abstractos, sino por un sistema de señales concretas. Son señales tan precisas como un GPS, que suponen en las abejas exploradoras una serie de potencias sensitivas propias de los animales irracionales y también del ser humano, como la memoria; pero son señales concretas, que apuntan a un lugar individual. No existe una comunicación abstracta como el lenguaje propiamente dicho, aunque por analogía se hable del lenguaje animal. Los experimentos con abejas se han multiplicado desde que el premio Nobel Karl von Frisch propuso la hipótesis del lenguaje de la danza, pero todos coinciden en mostrar un lenguaje de señas concretas y no de términos convencionales abstractos7.

Así se han hecho muchos otros experimentos para constatar que los animales sí se comunican entre sí. En la medida en que algunos signos delatan un tipo de relación que es común a otros animales, también pueden comunicarse con animales de otras especies. Un gato puede captar la agresividad en el ladrido de un perro. No obstante, siempre se trata de comunicar cosas concretas: tristeza, rabia, temor o, como hemos visto, la posición concreta de una fuente de alimento. Esa manera de comunicación animal puede llegar a ser muy perfecta. El ser humano también comunica cosas concretas, sensibles, como las comunica un animal irracional. A alguien lo golpean y grita, y expresa así dolor y quizás rabia. Sin embargo, por encima de eso, el ser humano aprende signos de realidades espirituales o de conceptos abstractos. Esos signos concretos representan conceptos abstractos y no son los mismos para todos los miembros de la especie. Un panal de abejas en China es igual que en Chile; e incluso cuando las señales varían de especie en especie (v.gr., hay ligeras variaciones entre abejas asiáticas y europeas), siguen siendo señales concretas con referentes concretos, sin pasar por la abstracción. En cambio, el chino y el castellano son idiomas muy distintos.

Por naturaleza, porque somos animales lingüísticos, tenemos lenguaje abstracto que se concreta en multitud de idiomas; pero por convención fijamos las características propias y los signos propios de cada idioma. Eso es tener lenguaje: una capacidad de comunicación abstracta, que solamente se da en los humanos. Existe una intervención de nuestra libertad, porque el idioma se configura mediante convenciones. Además, no se tiene el lenguaje por instinto, sino que hay que aprenderlo. A la inversa, sí emitimos sonidos concretos que instintivamente expresan estados interiores de tristeza, dolor, alegría… Mas una cosa es gritar y llorar y otra distinta afirmar «me duele la cabeza» o «me muero de tristeza». De hecho, podemos interpretar muchas señales y sonidos animales, que expresan realidades sensibles y sentimientos o pasiones irracionales, porque también en nosotros hallamos esos sonidos y gestos naturales; pero, si no sabemos nada de japonés, nada podemos intuir del dolor de un japonés que nos dice en su idioma «me duele una muela», y no trasunta dolor, y además acompaña su declaración con una sonrisa.

6.º Una última característica que diferencia esencialmente a los hombres de los brutos es que nosotros somos animales creadores, artísticos, culturales. Más allá de lo que hacemos de una manera instintiva, como cualquier irracional (buscar agua y alimento, defendernos de un peligro, etc.), nosotros somos capaces de crear —con elementos preexistentes, por supuesto: crear en un sentido derivado, no ex nihilo— realidades que van más allá de lo natural en sentido físico y biológico: objetos culturales, utensilios técnicos como medios para ser más eficientes en el dominio del mundo y objetos artísticos cuya finalidad preponderante es expresar y gozar la belleza, aparte de la utilidad posible del objeto. Los antropólogos culturales también reconocen así indicios de que hay un asentamiento humano: encuentran una herramienta, por ejemplo, o una piedra que parece haber adquirido una forma con un filo especial por un lado, es decir, modificada para cortar. También está implicada la libertad en este descubrir y crear objetos culturales, que modifican el mundo, crean un mundo humano8.

Uno de estos objetos de creación cultural muy importante es todo el orden jurídico, que se apoya, por supuesto, en que somos racionales, libres, sociales, espirituales y lingüísticos. Este objeto cultural existe como un conjunto de reglas, instituciones, roles sociales, libros, etc., que funcionan para conseguir la finalidad propia del derecho. El derecho como objeto cultural, junto con todos los conocimientos relacionados con el mundo jurídico, se sitúa en el marco de una visión del hombre, que es el objeto de estudio propio de la antropología filosófica.

De esta breve síntesis de verdades fundamentales sobre el ser humano podemos extraer dos conclusiones.

La primera es que se puede demostrar, como hace una sana antropología filosófica, que el hombre está por encima del resto del universo material. El hombre es un microcosmos, que compendia en sí mismo todos los niveles del ser material y es el primer escalón del ser espiritual. Es un ser que, siendo material, está por encima de todo el cosmos material. Este estar por encima es lo que se significa con la palabra dignidad. Muchas veces oímos hablar de la «dignidad» de la persona humana. Es una palabra muy manoseada, que actualmente se ocupa para cualquier cosa, también para defender situaciones y actuaciones indignas y degradantes. La dignidad posee, no obstante, un significado legítimo, que es este: una cierta excelencia, una cierta eminencia de alguien por sobre otras cosas o incluso por sobre otras personas, que conlleva un merecimiento mayor. El ser humano tiene una dignidad superior a la de todo el resto del mundo físico. La filosofía acuñó la palabra persona para referirse primero a las dignidades del orden social, donde una persona es superior o más digna que otra (v.gr., un senador es más que un diputado), y después a la dignidad del hombre en cuanto tal, es decir, en cuanto especie superior al mundo material. A esta última dignidad se refiere Javier Hervada: «Dignidad tiene una serie de sinónimos de los que pueden mencionarse algunos: excelencia, eminencia, grandeza y superioridad. Por todos ellos puede verse que la dignidad de la persona supone que el ser humano posee una excelencia o eminencia ontológicas —que el hombre tiene un ser excelente y eminente— y una superioridad en el ser»9.

La segunda conclusión se resume en el adagio clásico: «ubi homo, ibi societas; ubi societas, ibi ius»: «donde está el hombre, ahí hay sociedad, y donde hay sociedad, ahí hay derecho». Cuando un hombre está solo en una isla desierta, como un náufrago, no hay una sociedad en ese momento. Tampoco hay reglas que lo relacionen con otros, ni cosas que haya que dividir como tuyas o mías. Todas las cosas son, en cierto sentido, suyas; pero, en realidad, da igual si son o no suyas, porque lo suyo de cada uno solo tiene sentido en relación con otra persona. Apenas aparece otro ser humano, los bienes comienzan a repartirse. Y esta atribución de cosas a cada uno va generando lo que a la postre, en el mundo romano, se llamó ius: lo suyo de cada uno. Entonces surgen reglas, aunque sean solo convencionales, para vivir de una manera en la que cada uno vea respetado lo que es suyo, se definan los distintos roles en la sociedad y haya una autoridad que permita mantener un orden en la convivencia. El derecho, en sus diversas dimensiones, surge por la convivencia de seres racionales en una sociedad. Antes de eso, entre animales brutos, hay relaciones instintivas que implican ciertas regularidades —los modos de comportarse de las abejas en el panal o de los perros en la jauría—; pero no hay un orden racional, lingüísticamente construido, de la convivencia entre seres libres10.

1.2 Derecho, ética y filosofía política

La antropología filosófica reflexiona sobre los supuestos básicos del derecho. Su continuación natural se halla en la ética y la filosofía política, es decir, en la filosofía práctica, que sirve de marco para comprender el derecho y para justificar sus principios fundamentales.

La filosofía política y la ética fueron llamadas por Aristóteles filosofía de los asuntos humanos. Al finalizar su Ética a Nicómaco, el filósofo expresa su propósito de pasar al estudio de la política, como de hecho hará en la obra así titulada: «como nuestros antecesores han dejado sin investigar lo referente a la legislación, quizá será mejor que lo consideremos nosotros y, por tanto, estudiemos en general lo relativo a la constitución política a fin de completar, en la medida de lo posible, la filosofía de las cosas humanas»11. También se la denomina actualmente filosofía práctica. Incluye la ética y la política, que, íntimamente unidas, son la continuación natural de la antropología filosófica. En estos ámbitos del saber se estudia cómo el ser humano actúa y también cómo debe actuar. Porque el animal racional es también libre, puede descubrir muchas maneras distintas de alcanzar sus fines y debe elegir entre ellas. Algunas se demostrarán mejores y otras peores. Así surge lo que más adelante se llamará ética o filosofía moral. Esta sabiduría práctica existe en todas las comunidades humanas, como un hecho social-cultural: los hombres, por primitivos que sean, reflexionan acerca de cómo deben obrar para elegir el bien y evitar el mal. Sin embargo, comenzó a ser estudiada rigurosamente, como disciplina filosófica, en Occidente, a partir de los primeros filósofos griegos, sobre todo desde Sócrates12.

La ética fundamenta, a su vez, la política, porque el hombre está teleológicamente ordenado a una plenitud, a una perfección, según su naturaleza, que se experimenta —en la medida en que se alcanza— como la felicidad de una vida lograda, que de acuerdo con nuestra especie no puede alcanzarse sin la convivencia y las ayudas recíprocas en las comunidades humanas, a partir de la familia.

Aunque el logro de esa plenitud puede fallar —nunca se alcanza del todo en esta vida—, la felicidad de la perfección no deja de ser, por nuestros fallos, la finalidad a la cual se inclina la naturaleza. O dicho de una manera más sencilla: todas las personas quieren ser felices; esto es parte de la naturaleza; no lo podemos evitar. Tal es nuestro fin natural, aunque es verdad que, en muchos casos, erramos al elegir los medios o las formas de vida que nos parecen conducentes a esa plenitud objetiva y a la felicidad. Hay individuos de la especie que, por distintas circunstancias —la mayor parte de las veces, por sus propias opciones libres—, frustran la posibilidad de acercarse a la plenitud humana.

Obtiene así la ética su punto de partida: la perfección y la felicidad consiguiente como fin último natural. Los demás elementos de la ética son derivaciones: el estudio de los actos libres, mediante los cuales nos acercamos o alejamos de la perfección; o la teoría de las virtudes, es decir, de las excelencias humanas que son como constitutivas de esa felicidad y, a la vez, principios de la praxis que causa la felicidad; o la teoría de las reglas morales: los mandatos, prohibiciones y permisiones racionales, que disciernen en general los actos buenos de los malos y así nos dicen cómo practicar esas virtudes, cómo adquirir esas excelencias humanas; o el análisis de la conciencia moral, que juzga los actos libres en concreto, a la luz de los principios y reglas morales, para dictaminar el bien que se debe hacer y el mal que se debe evitar hic et nunc. La ética es mucho más que todo esto, naturalmente, pero estos temas constituyen su base. Y de todo aquello se origina, concomitantemente, la política, que es una extensión de la ética al orden de la convivencia social: la sabiduría práctica que nos ordena a la felicidad común, a la vida lograda de todos y cada uno de los miembros de una comunidad13.

El hombre es animal racional por naturaleza; pero es un animal indigente, muy necesitado, dependiente de otros. Por eso, es un animal político, y un individuo que viviera completamente aislado sería, como dice Aristóteles, o menos que un hombre o más que un hombre: un dios. «Así pues, es evidente que la ciudad es por naturaleza y es anterior al individuo; porque si cada uno por separado no se basta a sí mismo, se encontrará de manera semejante a las demás partes en relación con el todo. Y el que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios»14. Las formas de vida aisladas serán ya superiores a la vida humana corriente —cuasi divinas, por no necesitar del contacto con otros, debido a la propia suficiencia— ya inferiores, formas de degradación, de pérdida de bienes humanos fundamentales, por la incapacidad de vivir con otros. De todas maneras, una persona que nunca ha vivido en sociedad no desarrolla sus capacidades humanas elementales. No se puede plantear la cuestión de si vivir solo o no. El hombre aislado busca a otras personas y no puede existir como especie sin formar la sociedad. Por eso, como se ve en la narración del libro del Génesis, Dios crea al hombre originariamente en sociedad: como varón y mujer. Cuando Dios crea a la mujer, se la presenta al varón, y solo en ese momento está constituida la especie humana. «Entonces [el varón] exclamó: “Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada”. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Génesis 2, 23-24). Este sencillo relato, donde Adán, el primer varón, dice «aquí hay alguien que es igual a mí», a la vez que reconoce a Eva como una ayuda adecuada, es decir, no idéntica sino complementaria, recoge la constitución básica de la sociedad, que se forma por la unión complementaria entre varón y mujer, junto al reconocimiento de la igualdad de naturaleza y de la diversidad de roles entre los miembros de la sociedad15.

Aristóteles dice, en la Política, que para comprender la polis debemos analizarla descomponiéndola en sus elementos. «Porque como en los demás objetos es necesario dividir lo compuesto hasta sus elementos simples (pues estos son las partes mínimas del todo), así también, considerando de qué elementos está formada la ciudad, veremos mejor en qué difieren entre sí las cosas dichas, y si cabe obtener algún resultado científico»16; es decir, vamos a comprender el todo comenzando por sus partes.

El primer elemento de la comunidad política es la familia, la casa. En griego se usa la misma palabra para casa y familia: oikos. El primer componente necesario, a su vez, para que exista la casa, es la unión de macho y hembra. «En primer lugar, es necesario que se emparejen los que no pueden existir uno sin el otro, como la hembra y el macho con vistas a la generación»17. Sin este componente, no se da la siguiente sociedad, que es la sociedad paterno-filial, que constituye la totalidad de la casa. En una familia en condiciones óptimas, también hay, en la época de Aristóteles, esclavos.

De manera que en esos tres elementos descompone Aristóteles la realidad de la familia: matrimonio, hijos, servidumbre. «Las partes primeras y mínimas de la casa son el amo y el esclavo, el marido y la esposa, el padre y los hijos, de estas tres relaciones será necesario investigar qué es y cómo debe ser cada una»18.

Esta primera aproximación a la política muestra que la vida humana se estructura en base a relaciones con otras personas. Se establecen sociedades, como puede ser un matrimonio, una familia, o una familia más extendida; y luego, como dice Aristóteles, en el mismo lugar crece toda una aldea, formada ya por distintas familias. Y así sucesivamente hasta constituir una ciudad, un país, una comunidad política formada como unión de familias. «La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad [polis], que tiene ya, por así decirlo, el nivel más alto de autosuficiencia, que nació a causa de las necesidades de la vida, pero subsiste para el vivir bien»19. En efecto, los hombres se reúnen, primero, para vivir, y luego para vivir bien. Una familia sola es capaz de afrontar las necesidades ordinarias de la vida: el techo, la alimentación, las formas fundamentales de la educación, la defensa contra peligros externos corrientes…, y muy poco más.

En cambio, en una aldea con varias familias ya se pueden conseguir bienes mayores. Surge de manera natural —i.e., por su razonabilidad y conveniencia— la especialización del trabajo, cuyo germen está ya presente en la diferenciación de roles al interior de la familia. Se pueden intercambiar bienes distintos, producidos por diferentes familias. Nace así lo básico de una economía política, es decir, la que va más allá de la administración doméstica: la producción e intercambio de bienes para satisfacer las necesidades de las familias. La administración doméstica es una economía mínima de la familia, en su interior; pero en la aldea ya hay algo más: hay quien se ocupa, por ejemplo, de confeccionar vestido, y otra familia fabrica zapatos, y otra cultiva la tierra.

Y, finalmente, muchas aldeas, es decir, muchas comunidades de familias, van creciendo, se van uniendo, y así se constituye una ciudad. Aquí se da la máxima complejidad y, por ende, las máximas posibilidades de vivir bien, de seguir añadiendo bienes a la forma de vida humana, racional, política.

Cuando Aristóteles escribe, la polis griega ya estaba dejando de ser la comunidad política más amplia y perfecta, porque había relaciones muy intensas entre las distintas ciudades en Grecia y en otras partes del mundo. Había habido ya reinos que comprendían varias ciudades. Estaba a punto de surgir el imperio de Alejandro Magno, quien fuera discípulo de Aristóteles, como nos cuenta Plutarco en sus Vidas paralelas20. Sin embargo, las observaciones del Estagirita son válidas, mutatis mutandis, para cualquier comunidad política relativamente autogobernada: la comunidad política completa, sea esta una polis, un reino, un imperio o un Estado nacional moderno. En una sola ciudad o en un reino pequeño, compuesto de varias ciudades, puede observarse lo que sucede en las relaciones entre las personas y cómo de esas relaciones surge el derecho. En efecto, es necesario que cada uno tenga sus bienes, sus tareas, sus funciones y una posición en el orden social. Esto exige que la convivencia se ordene conforme a unas reglas, que normalmente son, al inicio, derecho consuetudinario, es decir, las costumbres que esas familias practican con el acuerdo tácito de que eso es lo que se debe hacer (cf. infra, c. 5).

Después, en algún momento del desarrollo de la humanidad, comienzan a surgir las leyes escritas, como el famoso Código de Hammurabi. «Históricamente, la existencia de normas jurídicas escritas es bastante antigua. Los cuerpos legislativos encontrados en Mesopotamia, como el celebérrimo Código de Hammurabi, datan del segundo milenio a. C., una época formativa en que algunas de las ciudades de la región han establecido imperios que abarcan extensas zonas agrícolas»21. En la antigua Grecia, donde escriben los primeros filósofos, ya había leyes escritas. La costumbre fija una forma de conducta y también fija sanciones para los que no cumplen esa norma de conducta. Así ocurre hasta en la tribu nómada más primitiva. La invención de la escritura amplía, de manera muy poderosa, la fijación de las normas, como, por lo demás, la fijación y la transmisión de la cultura en general. Un cuento transmitido de generación en generación está fijado por la costumbre; pero bastaría que una generación dejara de contarlo para perderlo irremediablemente. En cambio, la escritura puede hacer que un cuento, recogido por escrito, aunque sea tradicional, ya sea conocido no solo por los miembros de la misma cultura en su tradición oral, sino por todo el país y por todo el mundo, como sucede con los famosos cuentos de los hermanos Grimm22. Además, la escritura fija el contenido de un cuento o de otra creación cultural de un modo más permanente, pues en su forma consuetudinaria se transmite con variaciones.

De manera que las reglas de convivencia —sobre la base de posiciones, roles, relaciones interpersonales— surgen de manera espontánea para ordenar la vida común. Ubi societas, ibi ius: donde hay sociedad, hay derecho (ius). La palabra ius es lo que nosotros traducimos hoy como derecho. En algunos contextos, en el latín medieval, significa norma o ley. Ya antes significaba la posición justa de una persona en esa comunidad, una posición que está fijada por todo lo que a esa persona le pertenece, lo que le está atribuido, y que, por eso, puede exigir como lo suyo o lo que se le debe. Esa posición justa puede consistir, incluso, en la exigencia de sobrellevar o asumir una carga o un castigo merecido, que también son lo suyo. También por eso el ius se entiende como lo suyo de cada uno. Esta realidad del derecho como ius, como la posición justa de una persona en la comunidad, como aquello que le es atribuido a una persona, da origen a una necesidad de la convivencia pacífica, que se ve en cualquier familia: que los demás reconozcan eso que es suyo del otro, que lo respeten; y, en el caso en que el titular no tenga lo suyo, que se le restituya; y, si alguien daña lo que es de otro, que lo repare, o, incluso, si lo daña de una forma especialmente seria y además perturbadora del orden social, que reciba un castigo como justa compensación de su malicia o de su negligencia grave.

En definitiva, de la sociedad y de la diversidad de posiciones y de posesiones en ella, de las interacciones propias de toda convivencia, nace la necesidad de la justicia, entendida según la definición clásica de Ulpiano: «Es justicia la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno su derecho»23.

Donde hay justicia hay orden, tranquilidad, paz. Concuerda, con Aristóteles y con el derecho romano, la Biblia: «et erit opus iustitiae pax et cultus iustitiae silentium et securitas usque in sempiternum» (Isaías 32, 17)24; es decir: la obra, el fruto natural de la justicia, es la paz; y del culto de la justicia lo son la tranquilidad y la seguridad perpetuas. No puede haber verdadera paz si no hay justicia. Naturalmente, el cumplimiento de esta sabia sentencia admite grados. La falta de paz que hay, por ejemplo, en el mal llamado Estado Islámico (Isis), donde se dan injusticias gravísimas, está muy lejos de la falta de paz que, en otro nivel, hay en la sociedad nuestra, donde también hay injusticia, aunque no sea tan grave como en el Estado Islámico. Siempre que hay injusticia, su fruto natural es la falta de paz: la discordia, las agresiones recíprocas, los intentos de hacerse justicia cada uno a su manera.

San Agustín definía la paz como la tranquilidad del orden (tranquilitas ordinis). Así dice el santo obispo y doctor de la Iglesia:

«La paz de la ciudad [es] la ordenada concordia que tienen los ciudadanos y vecinos en ordenar y obedecer. La paz de la ciudad celestial es la ordenadísima, conformísima sociedad establecida para gozar de Dios, y unos de otros en Dios. La paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden; y el orden no es otra cosa que una disposición de cosas iguales y desiguales, que da a cada una su propio lugar»25.

Para mantener esa paz es imprescindible que se respeten los derechos de todos y también cuanto demanda el bien común, que es una parte de la justicia. No se pueden conculcar los derechos de las personas so pretexto de promover el bien común, porque eso desata la justa ira y podría alimentar incluso el odio de los así atropellados. Pero tampoco es lícito negarse a contribuir al bien común —al ordenado bien de todos y cada uno de los miembros de la sociedad—, con el propio esfuerzo y los bienes particulares necesarios, so pretexto de defender unos derechos individuales concebidos de manera egoísta e individualista, porque esta actitud también destruye el orden social que posibilita la convivencia armónica y la tranquilidad en ese orden, que es la paz social26.

Enseguida se ve, pues, que las exigencias de justicia, derivadas inmediatamente de la vida en sociedad, suponen una comunidad organizada, en la que haya gobierno, autoridad. Sin ese gobierno y esa autoridad, los ciudadanos no se pueden coordinar adecuadamente, ni será posible hacer respetar lo justo a quienes lo conculquen por malicia. Esa autoridad ha de tener no solo ascendiente moral sobre los ciudadanos, sino también fuerza física, porque, aunque muchos obedecerán espontáneamente, debe haber un castigo, una amenaza, un medio coactivo para que obedezcan también los que no quieran hacerlo espontáneamente, porque nuestra capacidad de comprensión y nuestra fuerza de voluntad son limitadas27.

También es necesario lidiar con nuestro altruismo limitado, como dice Hart, por el cual no siempre cumplimos espontáneamente nuestros deberes. De modo particular se ha de controlar la agresividad: «En la realidad, el altruismo humano es limitado en extensión e intermitente, y las tendencias a la agresión son lo bastante frecuentes como para ser fatales para la vida social si no se las controla»28.

Así se advierte fácilmente que esa misma convivencia humana corriente, que origina las relaciones de justicia, exige la actividad política. La política se ocupa de organizar toda la comunidad y de ordenarla de continuo hacia su mayor bien posible, entendido como su bien común. La organización más básica de una comunidad política se llama, desde tiempos remotos —antes de Aristóteles—, su Constitución. En este contexto, por organización más básica no nos referimos a la comunidad más elemental, que es la familia, sino a la forma, el esquema o estructura fundamental de una comunidad política completa.

La Constitución es la regla más básica del orden social porque establece la forma de gobierno, la organización del Estado, la manera en que se transmite la autoridad y cómo se ordena su ejercicio respecto de los ciudadanos, a la vez que refleja o recoge los rasgos y valores fundamentales de la cultura de esa comunidad política completa. En los Estados modernos, los valores fundamentales se expresan mediante declaraciones de principios constitucionales vinculantes (v.gr., dignidad de la persona, bien común, igualdad, subsidiariedad, etc.) y mediante listas de derechos esenciales garantizados. Estos derechos fundamentales son una forma actual, relativamente nueva en la historia de la humanidad, de expresar algunas exigencias básicas de la justicia.

En esta configuración fundamental de la sociedad, ya desde la época de Aristóteles, se distingue entre (i) una autoridad ejecutiva, normalmente unipersonal, como un rey, que gobierna mediante decretos y administra la comunidad en las circunstancias ordinarias; (ii) una asamblea legislativa o incluso un legislador unipersonal, cuya misión es dar reglas generales para la convivencia: las leyes; y (iii) los jueces, ya sea un juez o un tribunal colegiado e incluso una asamblea judicial —como la que condenó a Sócrates—, que dictamina si se ha de dar la razón a una parte o a otra en un conflicto, o si alguna ley ha sido transgredida y se ha de imponer un castigo, y cosas semejantes. Por lo tanto, ya en la Constitución de cualquier sociedad antigua aparecen los elementos básicos de un orden jurídico: las autoridades administrativas, que gobiernan mediante decretos, dando órdenes directas, sometidas a las leyes (si son regímenes justos); alguna forma de generar reglas generales de conducta, como las costumbres, o una autoridad legislativa, que explícitamente promulga leyes, incluso por escrito; y la judicatura, es decir, las autoridades que determinan por acto de juicio qué es lo suyo de cada uno, especialmente cuando juzgan entre partes en conflicto o a los transgresores de las leyes. No se trata de una separación de poderes rígida, mecánica, sino de una distinción de funciones, que pueden depender a veces de una misma autoridad, como cuando los jueces dependían en mayor o menor medida de los reyes, pues impartían justicia en nombre del rey; o cuando el legislador está compuesto tanto por el rey como por los representantes de sus súbditos (v.gr., en el Parlamento o en los Estados Generales).

De modo que el derecho existe concomitantemente con la sociedad organizada. Donde haya una comunidad política autónoma, habrá un orden jurídico distinto. Por eso, una adecuada filosofía jurídica reflexiona también sobre el contexto más amplio en el cual surge y funciona el derecho: la comunidad política completa, con su organización, funcionamiento, relaciones entre sus componentes y asuntos semejantes. Una filosofía jurídica adecuada está conectada con la filosofía política, así como una filosofía política completa incluye un tratamiento del derecho como un aspecto del orden político.

En el marco de la antropología filosófica (1.1) y de la filosofía política y la ética (1.2), aparece el derecho como algo que es natural para el ser humano, no porque sea natural en el sentido de las cosas físicas o de la biología, sino en cuanto lo es para la naturaleza racional. Así como es propio de nuestra naturaleza crear el lenguaje y los distintos idiomas, que son convencionales, también es propio de nuestra naturaleza crear normas jurídicas vinculantes, que ordenan la sociedad. Estas normas están más o menos fundadas en las exigencias de la naturaleza racional, es decir, en los requerimientos de nuestra plenitud y de nuestra felicidad personal y social. En este sentido se dice que el derecho, como la sociedad, existe por naturaleza, y que las reglas más básicas sobre lo justo y lo injusto y sobre el orden social son naturales.

Sin embargo, debido a la racionalidad y a la libertad del hombre, el derecho y las normas de cada pueblo poseen también un componente creativo. Desde este punto de vista, son convencionales: dependen de un acto de voluntad, ya sea de un organismo legislador pluripersonal (v.gr., un congreso, parlamento o asamblea), ya de una sola persona con potestad de legislar. En cualquier caso, esa voluntad legisladora ha de ser aceptada —aun a regañadientes— por los destinatarios, para poder llegar a estar vigente. Es algo análogo a lo que sucede con cada idioma concreto, que es convencional: depende de reglas consensuadas tácitamente; pero a la vez es natural, porque es propio de los humanos tener un lenguaje y porque todos los idiomas poseen una lógica interna, racional, que responde a la naturaleza humana: a los rasgos universales sobre cómo conocemos, pensamos y nos comunicamos, a la par que muestran otros rasgos más concretos, propios de ese idioma o de una familia lingüística.

De manera análoga, todos los seres humanos necesitan esas reglas sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, para convivir en paz y progresar hacia la vida buena y mejor. A pesar de las variaciones creativas, convencionales, entre las culturas, tales normas y sus rasgos más básicos van a existir en todas partes donde haya seres humanos, de la misma manera que en todas partes el lenguaje se concreta en un idioma particular.

H. L. A. Hart denominó «contenido mínimo de derecho natural»29 a esas reglas y principios que necesariamente se hallan en todo orden jurídico-social. «Tales principios de conducta universalmente reconocidos, que tienen una base en verdades elementales referentes a los seres humanos, a su circunstancia natural, y a sus propósitos, pueden ser considerados como el contenido mínimo del Derecho Natural, en contraste con las construcciones más grandilocuentes y más controvertibles que a menudo han sido enunciadas bajo ese nombre»30.