Derrumbes ajenos - Víctor Alejandro Mojica - E-Book

Derrumbes ajenos E-Book

Víctor Alejandro Mojica

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Beschreibung

Doce perfiles biográficos, escritos en Panamá, Honduras y Guatemala entre los años 2009 y 2021, dan cuenta de la dictadura en Panamá y su herencia, el narcotráfico, las resistencias populares, las naciones indígenas.

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© LOM ediciones Primera edición, abril 2023 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560016829 ISBN Digital: 9789560017116 RPI: 2023-a-784 Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

Para las ídolas A. y S.Para Paula y Pepe, con quienes bailo por las noches.Me interesa la gente, pero sólo cuando está malo se encuentra perturbada.E.M. Cioran

Prólogo

Historia de unos edificios

Antes de mudarme a Chile, yo vivía en el área bancaria de la ciudad de Panamá. El edificio, a diferencia de los más de doscientos rascacielos que se construyeron en la capital del país en los últimos años, se alejaba de las nubes. Era de cuatro pisos de altura y contaba con cuatro apartamentos en cada una de las plantas. Además, tenía balcones por donde llegaba la brisa y la lluvia, y se podía observar el sol despidiéndose detrás de las vecinas torres de cristal llenas de aire acondicionado muy frío.

El área bancaria es el hogar de los bancos, de los rascacielos, de la bolsa, de los bufetes de abogados, de las navieras, de las agencias de publicidad, de las embajadas, de los hoteleros, de las inmobiliarias, de las hidroeléctricas y de las mineras, de las empresas familiares, de los contables y de los financistas, de los políticos ricos, de los profesionales de corbata que manejan autos grandes o deportivos con música estridente. El edificio donde yo vivía pasaba desapercibido entre la opulencia porque pertenecía al pasado. Sin embargo, no era el único de su clase que había sobrevivido al desarrollo inmobiliario. Existían algunos restaurantes, bares, tiendas, aceras, pequeños edificios, y casas con tejados y jardines que mostraban el barrio previo a los rascacielos. Panamá, después de la caída del muro de Berlín, era una ciudad que todavía se podía mirar sin tener que subir la cabeza.

Las torres gigantes aparecieron, con mayor intensidad, después de la entrada en vigencia del Tratado del Canal Panamá, el 31 de diciembre de 1999. Ese día el país recuperó su principal recurso económico y alcanzó su última independencia. La vía que une al océano Pacífico con el océano Atlántico, el atajo para barcos, construido a inicios del siglo XX, que ahorra tiempo y dinero a las grandes fortunas del planeta, aporta miles de millones a las arcas de Panamá. Se estima que ha transferido, en las últimas dos décadas, más de 16 mil millones de dólares. El Canal de Panamá conecta 180 rutas marítimas, 1.920 puertos en 170 países. El año pasado, de guerra y pandemia, transitó, entre sus esclusas, cerca del 3 % del comercio marítimo mundial.

El Canal, cuando no teníamos rascacielos, era de los gringos. Le pertenecía desde hace un siglo, en 1903, cuando Panamá logró su soberanía –separándose de Colombia– con el apoyo de los estadounidenses. Desde entonces éramos el país del continente más dependiente de la mayor potencia mundial. Los gringos construyeron el peaje –que reduce las horas de tráfico marítimo– y controlaban, a perpetuidad, la seguridad, la economía y la administración del Canal de Panamá. Además, tutelaban, con gran injerencia, la política. Estados Unidos poseía una colonia, más grande que la ciudad de Nueva York, en el centro del país que nos dividía en dos, conocida como la Zona del Canal, que promovía la segregación y el racismo hacia los panameños. En 1977, el dictador Omar Torrijos firmó un acuerdo con el presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, que lograba, el último día de 1999, el retiro de las tropas estadounidenses y la recuperación del territorio ocupado y de la vía interoceánica.

Muchas cosas cambiaron a partir del año 2000. Los rascacielos se construyen rápido y pronto teníamos una ciudad repleta de nuevos edificios. Era un momento de progreso económico por encima de los dos dígitos que coincidía con la construcción de una nueva esclusa para aumentar el tránsito de los barcos más grandes posibles, con la migración de venezolanos ricos que huían de Hugo Chávez y con la llegada de nuevos residentes, gringos jubilados, que compraban hogares de retiro en un país más barato y moderno. Un edificio tenía la forma de un tornillo, otro parecía un velero –era propiedad del ex-Presidente de Estados Unidos Donald Trump–, y otro se asemejaba a una hoja de papel arrugado que lanzas al basurero, y había sido diseñado por el Premio Pritzker, Frank Gehry, en la entrada del océano Pacífico del Canal de Panamá.

El mayor problema con los rascacielos es que nos muestran progreso permanentemente. Como ocupan nuestra atención todo el día, son grandes formadores de ideología. El rascacielo es la gran autoridad política irrefutable que nos enseña que sólo hay una meta en la vida: seguir creciendo. El rascacielo, como el oligopolio y sus propietarios, se moviliza desde el egoísmo y la destrucción. La torre te roba las aceras, la casa de tus abuelos, el barrio donde creciste, la plaza, los árboles, la vista al mar, el viento, los pájaros, la memoria y los atardeceres.

Cuando los grandes edificios se tomaron la ciudad capital, y Panamá tenía los índices de desempleo más bajos del hemisferio, entre el año 2009 y el 2021, publiqué los doce perfiles que contiene este libro. Los problemas de racismo, violencia, pobreza y despojo aumentaban. Dos empresarios, Ricardo Martinelli y Juan Carlos Varela, se hicieron presidentes y enemigos y terminarían investigados por corrupción. Uno de ellos, a Martinelli –admirador de Silvio Berlusconi–, lo veríamos en la cárcel. Esta década fue una época de derrumbes. El título de este libro pertenece al deterioro que vivieron los panameños cuando el país era muy próspero. La policía mataba a protestantes, disparaba a sus ojos y violaba a indígenas detenidas que se oponían a la construcción de hidroeléctricas. Una mañana, en una plaza popular, unos manifestantes alzaron una pancarta gigante que traducía el momento. Decía: «Martinelli asesino». Un día, con mis hijas pequeñas, despedimos, desde una cárcel de migración, a un amigo que expulsaban del país, con su pareja, por reportar los crímenes de Martinelli. Se construían líneas de trenes y se censuraba la memoria sobre las relaciones con Estados Unidos en los colegios. Con Varela, un Opus Dei, se hicieron apartamentos para familias pobres –que antes de recibir sus hogares fueron enviadas a vivir a depósitos repletos de cucarachas.

Los doce textos de esta antología se publicaron en distintos medios de comunicación. En la revista Soho, en Colombia; en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, en España; en la revista El Guayacán, en Panamá; en el blog Otramérica, en la revista Concolón; en el periódico La Estrella de Panamá, y en el libro ¿A dónde me llevan? de Editorial Descarriada. He aprovechado la posibilidad de su reencuentro para actualizarlos de las versiones originales y organizarlos en seis discusiones: Nuestra dictadura y su herencia. Los artistas y sus transformaciones. La violencia centroamericana –narco y postguerra–. Las resistencias culturales populares. Las naciones indígenas en Bocas del Toro. El abandono.

Estos trabajos retratan el anverso del paraíso fiscal y fugazmente a dos países vecinos de Centroamérica. Está la historia de una abogada negra y pobre que venció al Pentágono en un tribunal internacional, defendiendo a las víctimas de la invasión a Panamá –una masacre que realizó Estados Unidos la madrugada del 20 de diciembre de 1989 para derrocar al dictador Manuel Antonio Noriega–. Está un amigo, un gran músico pacifista, que no puede regañar a sus hijos. Están las casas del dictador más popular que tuvimos, Omar Torrijos. Está una madre que tiene dos hijos desaparecidos en Honduras, que sueña con contratar a unos soldados que ve en la televisión para que rescaten a sus familiares, está un papá, en Guatemala, que se lo comen unos perros. Está un precursor del reguetón que ya no le gusta su música. Están unos ancianos que hacen botines de boxeo para las grandes estrellas del deporte. Está un joven jardinero que muere en una rebelión contra Martinelli. Está un diputado, asesino de tortugas, que busca su reelección. Está un payaso de un circo rural que tiene a su público molesto. Está una víctima de una invasión que no quiere hacer justicia; y está un vecino que tuve en el área bancaria de Panamá que dormía en un estacionamiento. Este trabajo, el último de la antología, el de mi vecino, fue el último perfil que escribí en Panamá. Luego de enviarlo al periódico, tomé un avión con Paula y Pepe y viajamos a Santiago de Chile, a otro edificio de pocas plantas, donde escribo estas palabras.

V.

6 de enero de 2023

Gilma Camargo

Diez mil doscientos veinte días después de haber presentado una denuncia contra Estados Unidos por los crímenes ocurridos durante la invasión a Panamá en 1989, Gilma Camargo y unas sobrevivientes del ataque se abrazarían y llorarían en la casa de la abogada porque le habían ganado al imperio. La defensora de los derechos humanos, que jamás llora en público, lloró frente a ellas. Hacer justicia para otros sería el acto más bello que puede experimentar una mujer que se dedica a restaurar escombros humanos.

Del otro lado del teléfono una enfermera angustiada repetía: «hay demasiados muertos aquí». El terror se escuchaba muy próximo a más de siete mil kilómetros de distancia. Antes llamó a su abuela, que le dijo, tirada en el piso de su casa, que escuchaba a los aviones y a las tanquetas atacando a sus vecinos. También llamó a una tía que vivía en la ciudad de Colón, pero estaba desaparecida. Panamá ya era cenizas. Estados Unidos los había atacado con miles de soldados y con el armamento más sofisticado y brutal que tenían para capturar a un dictador de su confianza que dirigía uno de los ejércitos más pequeños del hemisferio. Gilma Camargo estudiaba en la Escuela de Derecho de la Universidad de la ciudad de Nueva York y era reportera en WBAI, una radio comunitaria de esta capital. Indignada preparó un reporte sobre la masacre para la radio y marchó a la universidad porque tenía clases. Apenas salía el sol.

Algunas fosas comunes desaparecen con el tiempo. Gilma Camargo, José Luis Morín, un abogado puertorriqueño que presentó el 10 de mayo de 1990, en la Organización de los Estados Americanos (OEA), la denuncia contra Estados Unidos por la invasión a Panamá, y un ex colaborador del general Manuel Antonio Noriega, un contador de las extintas Fuerzas de Defensa, buscan una tumba que sigue oculta en un cementerio en Pacora, una comunidad ubicada a unos cincuenta kilómetros de la Ciudad de Panamá que habitan sobrevivientes de la masacre. Los muertos los escondieron en fosas clandestinas que desconocemos, otros –se piensa– fueron arrojados al mar, otros tantos fueron ubicados en necrópolis, apiñados en agujeros, en bolsas, unos encima de otros. En 1995 unos forenses argentinos visitaron este cementerio para dejar constancia de la brutalidad del ejército norteamericano, pero no fue posible excavar porque las autoridades panameñas retrasaron la búsqueda y cayó una lluvia muy fuerte. El cementerio se ha expandido con el incremento natural de muertos, lo que dificulta precisar el lugar de la fosa común. El colaborador de Noriega señala distintos lugares; Gilma Camargo piensa que están cerca de un árbol, en una esquina del cementerio. «Por el tamaño del hueco –dice– en esta fosa muy bien caben unos cien cuerpos».

La activista es hija de una generación de panameños que creció entre golpes de Estado y asesinatos estudiantiles. En 1964 acompañó a su madre, Lucila Camargo, al aeropuerto porque se iría a trabajar a Estados Unidos por una crisis política. La abogada –que también tiene una licenciatura en Estudios Internacionales de la Universidad Friends World College– tenía seis años y jamás olvidó ese adiós forzado. «Yo estaba llorando mucho y me dijo que me iba a traer cosas muy bonitas». Ese año, un 9 de enero, las tropas de Estados Unidos mataron a veintidós estudiantes panameños que intentaron izar la bandera del país en la «Zona del Canal», un enclave cedido a perpetuidad en 1903 a los norteamericanos, que era más grande que la ciudad de Los Ángeles, que la ciudad de Nueva York, que la ciudad de Barcelona y que rodeaba el peaje para barcos que construyó Estados Unidos a inicios del siglo XX en Panamá. Desde ese momento, su abuela, Gilma Gladys Woolnough, una negra de ascendencia africana que trabajó de lavandera para los americanos, se convirtió en su guía. Su abuela le enseñó a defender su color de piel, a defender su nacionalidad y a trabajar para otros. Fue con ella que presenció el racismo de la época y el ascenso de Omar Torrijos un 11 de octubre de 1968 a través de un golpe de Estado. «Estaba en casa. Mi abuelo estaba trabajando en la Zona del Canal y no pudo regresar por un día. La finca estaba tomada por militares y había gente corriendo, tratando de salvar sus vidas».

Las grandes denuncias se hacen por escrito. Un boletín del Gremio Nacional de Abogados, una organización en Nueva York que desde 1936 se involucra en temas como el racismo y la defensa de los derechos humanos, se publicó en marzo de 1990. Es tal vez el documento más crítico que existe sobre la invasión que los panameños no han leído. No tiene ni veinticinco hojas. Dentro de él hay un reporte sobre la invasión que se titula: «No hubo causa justa para Panamá». Allí se denuncia que el número de muertos podría superar las dos mil personas, que la Iglesia Católica elaboró un listado de seiscientos sesenta y cinco muertos, que la invasión se extendió por varios días, que bombardearon barrios como El Chorrillo, que los panameños tuvieron que cremar los cuerpos putrefactos de sus hermanos, que unas dieciocho mil personas quedaron sin hogar, que hay campos de concentración para refugiados donde no hay leche para niños, que los traumas mentales son inevitables, que las bombas y los misiles atravesaron hogares, ventanas, cráneos, cuerpos, que los medios de comunicación fueron controlados por los Estados Unidos, que la oposición política panameña que asumió el poder con la invasión no tenía un gran apoyo de la población y que son representantes de la élite económica panameña, que los americanos tienen un gobierno paralelo que les da órdenes, que el país está ocupado, que el ejército de Estados Unidos ha repartido entre la población panameña camisetas, gorras, calcomanías que dicen que la invasión es una causa justa, que algunos panameños están contentos con la acción militar y celebran en las calles la caída del régimen y el retorno de la democracia tras veintiún años de autoritarismo, que se violaron leyes internacionales, que los hospitales están saturados, que el ataque fue lanzado contra las comunidades sin avisarles, por lo que no pudieron evacuar la zona; que las mujeres embarazadas perdieron a sus hijos. El reporte fue preparado por una delegación de cinco personas que visitó Panamá unos días después de la invasión, en enero de 1990, y recorrió hospitales, barrios, morgues y conversó con dirigentes, militares y víctimas. En la página cinco del boletín, en un pequeño recuadro, se pueden leer los nombres de los redactores: tres abogadas del Gremio Nacional de Abogados, José Luis Morín, jurista del Centro de Derecho Constitucional, y la estudiante de derecho Gilma Camargo. Camargo había conseguido –y esto no lo dice el documento–, con el apoyo de sus profesores universitarios, que esta delegación viajara a Panamá.