Una inventora de palabras escribe una constitución - Víctor Alejandro Mojica - E-Book

Una inventora de palabras escribe una constitución E-Book

Víctor Alejandro Mojica

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Beschreibung

El libro es un retrato de la lingüista mapuche que se convirtió en la primera presidenta de la Convención Constitucional de Chile. Se reconstruye un perfil de la vida se Elisa, sus luchas, sus esfuerzos por revivir una lengua antiquísima.

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© LOM ediciones Primera edición, noviembre de 2022Impreso en 1.000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560016522 ISBN Digital: 9789560016652 RPI N°: 2022-A-9604 Imagen de portada: Elisa Loncon, 2 de noviembre 2022. Fotografías de Paulo Slachevsky@pauloslachevsky Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago. Teléfono: (56-2) 2860 68 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de Gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

A Paula, la primavera.A las gemelas fantásticas, Alejandra y Samantha, que pronto abrazaré.

¿Qué es más difícil: ser mapucheo cambiar un país?

1

Un mediodía de verano, en la entrada principal del ex Congreso Nacional de Chile, Elisa del Carmen Loncon Antileo me enseñaría cómo inventó una de las palabras que más le gustan en la vida. «El sufijo fe –me dijo– sirve para especificar un adjetivo o un oficio».

La palabra la había creado para un proyecto universitario con una de las herramientas históricas de los inventores de términos. Los sufijos son capaces de cambiar un mundo o dotarlo de significado. Los mapuche construyeron con este método el término inexistente rukafe para referirse al albañil que te hace la casa o la ruka. Algo parecido hizo aquel día en la Universidad de Santiago de Chile, donde enseña mapuzugun, para crear –mapuzugufe– una palabra nueva que se desconocía para nombrar al hablante de la lengua mapuche desde que existen los registros escritos del sacerdote español Luis de Valdivia, que creó su primer vocabulario en el siglo XVII.

Elisa Loncon disfruta los nacimientos de vocablos. El día que inventó mapuzugufe dijo que «me volé con la palabra»1. La nueva palabra era bella y asombrosa como una flor inesperada una mañana (La lingüista escribió una canción con ella, luego la cantó, la grabó y se la enseñó a sus alumnos). Además, gozaba de una enorme utilidad. Explicaba con precisión la mayor necesidad de la lengua mapuche para su resistencia futura: que existan hablantes.

«Una persona cuando usa su lengua está desafiada intelectivamente a aplicar todos los recursos que tiene su idioma para hablar el mundo real», me dijo la indígena. Después marchó por uno de los senderos de tierra del jardín de palmas, estatuas y fuentes decimonónicas del antiguo palacio, con sus zapatos de tacones altos y gruesos. Para esos días, Chile escribía el libro más importante de su historia reciente y la lingüista era una de las constituyentes elegidas para el trabajo.

El viernes 18 de octubre de 2019, el día que inició el estallido social, era un día de primavera soleado y con nubes, época del año en que los jardines recuperan sus flores y los árboles sus hojas verdes. También era el quinto día consecutivo de protestas estudiantiles contra un aumento de treinta pesos –unos tres centavos de dólar– en el precio del pasaje del Metro de Santiago, vigente desde el 6 de octubre. Los estudiantes, durante la semana, saltaron los torniquetes de ingreso para no pagar el pasaje. Protestaron en las principales estaciones de la red de trenes y se enfrentaron a los Carabineros de Chile. Pasado el mediodía del viernes las protestas se multiplicaron hasta que los trenes dejaron de funcionar. Caída la tarde, sucedían cientos de manifestaciones. En la noche, bancos, empresas, buses, estaciones y trenes eran fogatas. A medida que pasaban las horas, su presidente, Sebastián Piñera, declaraba una guerra y aparecían muertos en bodegas, con disparos de bala, consumidos por las llamas. Jóvenes acabaron sin ojos. A un ex militar se le escapó un tiro de su arma de fuego, defendiendo un supermercado de los manifestantes, y asesinó a su yerno, un profesor polaco. Un comerciante asesinó a un saqueador. Otro empresario murió apuñalado por saqueadores. Otros manifestantes perdieron la vida por disparos de la policía, y un camión de la infantería de marina atropelló a un joven hasta matarlo. Otros fallecían de golpes o por asfixia en las protestas. Se contaban por cientos los heridos y miles de chilenas y chilenos se sumaron a la revuelta, que una semana más tarde era una bola de nieve de millones de personas. El estallido social llegó hasta Rapa Nui, una isla de Chile ubicada a más de tres mil kilómetros de distancia en lo profundo del Océano Pacífico, según documentó el periodista y escritor Patricio Fernández2.

Elisa Loncon estaba muy cerca de las protestas, en la Universidad de Santiago de Chile. «Suspendimos la clase y nos fuimos a la movilización», me dijo una mañana que le pregunté por su participación en la revuelta. Estábamos en el ex Congreso Nacional de Chile y su seguridad personal le recordaba que tenía reuniones dentro del edificio neoclásico que hace más de un siglo albergó a quienes construyeron el país que ahora se intenta reconstruir. La lingüista requería protección porque recibía amenazas de muerte. La promoción en la Convención Constitucional de palabras nuevas, como plurinacionalidad, o casi en desuso, como ternura y solidaridad, o frases como la hermosa morenidad, o mostrar preocupación por la vida de los ríos, era riesgoso.

Tiempo después, cuando recorría el país buscando votos para aprobar la nueva constitución que escribió con ciento cincuenta y tres personas –y medio centenar de personal administrativo–, le pregunté nuevamente por ese día. No olvidaba la universidad cerrada ni la ciudad sin transporte. «De la USACH –Universidad de Santiago de Chile– salíamos y nos íbamos a la Plaza de la Dignidad. Siempre hacíamos lo mismo».

En una foto de las masivas protestas, del fotógrafo Paulo Slachevsky, está la académica con ropa mapuche. Todavía no sabía que escribiría una nueva constitución; menos pensaba que sería elegida constituyente para participar en su redacción, y también desconocía que se convertiría en una de las mujeres más influyentes del mundo. La inventora de palabras sale sonriendo en la imagen, porque en aquellos días de desgracia, confusión y desesperación también surgió una gigantesca esperanza que anhelaba detener la ferocidad de su país.

Llegué a Chile la madrugada fría del 1 de agosto del 2020. Los árboles estaban sin hojas y una brisa casi congelada se colaba por la cordillera hasta mis huesos. Habían pasado diez meses del gran enojo. Hice una cuarentena por la pandemia en un hotel, y una vez que tuve permiso para salir caminé por las calles que había visto por internet con millones de personas cantando: «Únanse al baile / de los que sobran», una canción de su legendaria banda de rock, Los Prisioneros.

Tomé la avenida Providencia, paralela al río Mapocho, río donde lanzaban cadáveres cuando inició su dictadura militar en 1973. En paredes, edificios, en basureros y monumentos, en sus locales comerciales y en sus bancos quedaban algunos de los textos que escribieron miles de indignados durante el estallido social. «Venceremos y será hermoso» tenía escrito una parada de autobuses. Seguí hasta la Plaza Italia, renombrada como Plaza Dignidad, el corazón de las protestas. Todavía estaba la estatua del general Baquedano sobre el caballo. Subí por la vía la Alameda hasta el Centro Cultural Gabriela Mistral, donde había más recuerdos de la ira. Cuando llegué a Chile, el gobierno del multimillonario Sebastián Piñera intentaba eliminar el libro de denuncias y de utopías que escribieron los protestantes sobre la ciudad. Muchas paredes tenían colores blancos o cremas. Sin embargo, había una frase en un obelisco altísimo que el gobierno del empresario no había logrado borrar. En su cúspide tenía escrito: «En Chile se tortura».

Elisa Loncon hizo un recorrido parecido durante los días posteriores a la revuelta. El país se preparaba para elegir a las personas que escribirían la nueva constitución. Caminó también por Providencia y por los alrededores de la Plaza Dignidad. A diferencia de lo que yo leía, la profesora tomaba fotos y analizaba los textos que estaban escritos en mapuzugun. Reclamos antiguos, muy vigentes, que comprobaban que los mapuche eran parte importante del estallido social y que la recuperación de su lengua estaba latiendo.

«Cerca de la Casa Central de la Universidad Católica –escribió Loncon– nos cautivó el grafiti Newen kimelfes (“fuerza profesores”). Siempre hemos necesitado newen para restituir el uso de un idioma minorizado, discriminado, y para enseñarlo con la belleza que requiere su valoración. Seguimos avanzando y nos encontramos con Amulepetayiñ weichan (“que siga nuestra lucha”), Wewaiñ (“venceremos”), Marichiwew (“diez veces venceremos”), Marichiwew pu peñi (“diez veces venceremos, hermanos hombres”), Yanakona wigka trewa (“Chilenos ladrones, perros traidores”) y Pu kutriñuke mari chaw (“Conchas de su madre con diez padres”). Incluso, en el monumento de la mismísima Plaza de la Dignidad encontramos Petu weichatuiñ chew püle mülepaiñ, junto con su traducción (“seguimos siempre luchando donde quiera que estés”3)».

Días después del recorrido pensó una idea revolucionaria, un gran acto de rebeldía política. Consistía en hablar, en la mayor tribuna pública que tendría el país, como su abuela, María Elisa Huaquimil Queupu, en una lengua indígena milenaria que los republicanos chilenos intentaron exterminar sin éxito durante siglos y que comprende casi doscientas mil personas de los 19 millones de habitantes de Chile.

Fueron sus compañeros de la Red por los Derechos Educativos y Lingüísticos de los Pueblos Indígenas de Chile los conspiradores iniciales. La red se fundó el año 2007 con el apoyo de Elisa Loncon. Ese año la académica regresó a Chile de un viaje de varios años por México. «Acá en Chile –escribió Loncon–, lo que más me impresionó de Santiago fue el racismo». Volvía a su país con una hija que iniciaba su adolescencia, con una formación lingüística en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y con más experiencia profesional. Había participado en investigaciones con Enrique Hamel, un sociolingüista que admiraba. Sus trabajos pasados con la educación intercultural de los mapuche fueron valorados en México, país que renovaba sus discusiones indígenas como consecuencia de la revolución zapatista de 1994.

La Red por los Derechos Educativos y Lingüísticos de los Pueblos Indígenas de Chile –plataforma que la ayudará a convertirse en constituyente dos décadas más tarde– en 2014 presentó a la Cámara de Diputadas y Diputados de Chile un proyecto de ley sobre derechos lingüísticos que reunió los resultados de dos congresos internacionales que realizaron en 2010 y en 2011. En países como Nicaragua, Guatemala, Panamá, Bolivia, Ecuador, México, Paraguay, Venezuela, funcionan leyes, algunas desde la década del noventa del siglo pasado. «En el período de la reforma educativa, 2010-2014 en adelante, ningún ministerio –escribió la académica en un ensayo sobre el tema– se hizo cargo del proyecto de ley de Derechos Indígenas que presentaron los Pueblos Indígenas, porque no había tiempo ni espacio en la agenda legislativa».4 Un informe sobre la revitalización de las lenguas indígenas del 2020 del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe (FILAC), calificó la situación de Chile como «un proyecto de ley empantanado».5 El país tenía al menos cuatro legislaciones que reconocían la lengua, pero que restringían su aprendizaje. «El racismo habita en el aula»,6 escribió Loncon.

A partir del estallido social, los lingüistas se reunieron para buscar formas de introducir en el debate constitucional que surgía un nuevo estatuto político para las lenguas indígenas. Un día le dijeron a Elisa Loncon que sería una buena candidata para participar de la Convención Constitucional. La institución se había creado con urgencia, a través de un acuerdo por la paz que firmaron la mayoría de los partidos políticos, para abolir la Constitución del dictador Augusto Pinochet, tranquilizar al país y escribir el Chile del mañana. «¿Te gustaría ser uno de los constituyentes?», preguntó una de las personas que estaban con ella. «Puede ser –dijo–. Pero, ¿sabe?, si yo me instalo, va a ser para instalar el mapuzugun en público, y voy a hablar solo en lengua mapuche».7

La académica aceptó la candidatura, y con los lingüistas indígenas, dirigentes sociales, mujeres y profesores creó un movimiento para apoyar su candidatura. Indígenas mapuche que viven en comunidades rurales, como los mapuche de la ciudad de Santiago –conocidos como «mapurbes»–, apoyaron su trabajo. El invento político se llamó «Vocería plurinacional» y tenía un solo objetivo inmediato: alcanzar uno de los escaños reservados que se habían asignado para los pueblos indígenas. «No conocíamos mucho cómo funcionaban estas instituciones. Nos remiramos y revaloramos y así nos dimos cuenta que estábamos capacitados para enfrentar el desafío político».8

La idea de un nuevo orden lingüístico surgió hace más de cuatro décadas en la vida de Elisa Loncon, cuando a la activista indígena no le gustaba ser mapuche. Era adolescente y estudiaba en el Liceo de Traiguén de la IX Región de la Araucanía y no podía hablar en mapuzugun porque su lengua era negada. Hablar como sus abuelas o sus padres era una ofensa. Esos días los recordó con pesar en un pequeño relato autobiográfico. «Me preguntaba por qué había tenido que ocultar tantas cosas, por qué no hablé mi lengua en la enseñanza media, por qué no jugué con ella»9. De niña, ya había sufrido castigos por el mismo motivo, pero en una escuela comunitaria. «El profesor de la escuela usaba una varilla suficientemente larga para corregir a quien lo hiciera desde su posición, hasta el estudiante sentado en el último banco trasero de la sala de clases»10.

El Liceo de Traiguén sigue en el mismo lugar de antes. Es un colegio rectangular, de techo horizontal, que ocupa una esquina frente al principal parque del pueblo. Un día lo visité. Lucía inocente desde la banca donde lo miraba. Un padre y una niña caminaban por su puerta principal, una familia mestiza. Ella llevaba en una de sus manos una varita mágica de hadas. Ese lugar, que para Elisa Loncon era la represión, para esta familia parecía acogedor. La escena me hizo pensar en que el color de piel determina hasta los golpes que recibirás en la vida. Por desdicha, los golpes no sólo son físicos y hasta predecibles: los golpes silenciosos son peores. En el colegio la insultaban sus compañeros y sus docentes, que la llamaban «india».

Elisa Loncon era la única estudiante indígena del aula de clases; era diferente que sus compañeras. Era mapuche. «Mi mundo no era el de ellas: hablaban de cosas donde yo no entraba a la conversación, porque yo no encajaba, no vivía como ellas». La académica era la hija de una vendedora de verduras y de un ebanista muy pobre, que si no vendía una mesa sus hijos no comían. «Tenía cierta rabia con mi papá», escribió. «¿Por qué no tenía un salario? ¿Por qué pasamos tanta pobreza?», se preguntaba la joven, que terminó odiando lo que hoy defiende con orgullo. «Me hubiera gustado no haber nacido mapuche», decía entonces.

El relato autobiográfico está incluido en el libro Zomo Newen. Se titula: «La lucha por la palabra de la tierra». Allí se presenta como una adolescente solitaria, víctima del racismo, refugiada en los estudios. «Siempre me pareció terrible que nos consideraran como pueblo casi sin condición humana. ¿Por qué? ¿Por qué se dijeron tantas cosas sobre nosotros que no tenían que ver con la realidad? ¿Por qué teníamos que sufrir tanta pobreza si nosotros veníamos de un pueblo que siempre fue dueño de esas tierras? ¿Por qué teníamos que sufrir tanto si en el fondo teníamos la capacidad intelectiva súper instalada? Nosotros hemos sido objeto de todas las injusticias».

El 16 de agosto de 2014 subió a su cuenta de la red social Facebook, una foto de cuando estudiaba en el Liceo de Traiguén. Son veinticinco adolescentes que posan frente a un mural en homenaje a la poeta Gabriela Mistral. Unas están de pie, otras sentadas en sillas, otras en el piso. Visten medias hasta las rodillas, un traje entero oscuro y una camisa blanca. La foto es en blanco y negro y la lingüista aparece entre el grupo sentada con los pies cruzados en el piso. En un comentario que agregó a la imagen dijo: «Yo estoy sentadita como buena niña; me producía con rulos en el pelo». La joven de la foto se parece mucho a las otras jóvenes sonrientes. Es tan difícil distinguir quién es, que uno podría pensar que no sólo escondía su lengua.

Esa adolescente que sufrió el racismo chileno es hija de una guerra de la independencia. A finales del siglo XIX, Traiguén vivió una de las más recordadas batallas entre los mapuche y el ejército chileno. Los indígenas no pudieron evitar el avance de un cuerpo armado más equipado –y orgulloso de sus recientes victorias en Perú y Bolivia– que continuaba su expansión colonizando la frontera sur. El territorio llamado ancestralmente –y actualmente– como Wallmapu se extendía desde el océano Pacífico hasta el océano Atlántico, a través de una cordillera y de dos países, Chile y Argentina. Los indígenas lo ocupaban desde hace quinientos o tal vez seiscientos años después de Cristo.

Millones de hectáreas que defendieron de los incas y de la conquista española, tres siglos más tarde pasaron a los republicanos chilenos. El ejército decapitó, colgó en estacas y masacró, entonces, a los indígenas con fusiles Comblain, una popular escopeta para cacería, de origen belga, que usaron ejércitos de dos continentes hasta la Primera Guerra Mundial. Con estos fusiles se mató en Perú, en Grecia, en Bélgica y en Chile a los mapuche que resistían el avance del Estado Nación Chileno.

Varios levantamientos indígenas precedieron a la ocupación, como la batalla de Traiguén, que se extendió por casi todo el 1881. Durante ese año, los indígenas, con caballos y lanzas, intentaron recuperar las tierras ocupadas, destruyendo los fuertes militares que habían construido los chilenos a medida que avanzaba su expansión en la Araucanía. Mataron a cientos de soldados; sin embargo, muchos indígenas se habían rendido, otros visualizaban un suicidio colectivo y conspiraban con el ejército chileno, que finalmente ocupó el territorio. Reemplazaron el mapuzugun por el castellano, los despojaron de sus animales, quemaron sus casas y convirtieron a comunidades como Traiguén en un gran granero y después en zonas forestales. «La derrota –escribió el historiador, José Bengoa11– transformó a los mapuche en campesinos mini-fundistas y pobres del campo, los más pobres de Chile quizás. Esta fue la represalia: quitarles sus tierras».