Desafío al jeque - Kristi Gold - E-Book
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Desafío al jeque E-Book

Kristi Gold

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Beschreibung

Cuanto más apasionados eran sus encuentros, más perdía él la razón y más deseaba rendirse a ella... La bella Raina Kahlil estaba contenta hasta que su ausente prometido, el jeque Dharr Halim, decidió llevársela a su reino para visitar a su familia y no para casarse. Debía resistirse a la atracción que su prometido le inspiraba, a pesar de que se había estado reservando para él. Dharr se había preparado para casarse algún día con Raina a pesar de que no la amaba. Pero ella parecía empeñada en llegar hasta su fortificado corazón...

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Seitenzahl: 180

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Kristi Goldberg. Todos los derechos reservados.

DESAFÍO AL JEQUE, Nº 1427 - mayo 2012

Título original: Daring the Dynamic Sheikh

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0101-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

Durante su carrera universitaria, el jeque Dharr ibn Halim había aprendido todos los vericuetos de la economía, pero también había dominado el arte de la seducción. Sabía cómo llevar a una amante más allá del límite, cómo emplear el cobijo de la noche para revelar las pasiones secretas de una mujer y la luz del día para potenciar el placer. No obstante, durante el año anterior, había aprendido más de lo que le habría gustado acerca de la devastación que puede provocar el amor, una amarga lección que tendría presente el resto de su vida.

Dharr apenas era consciente de las actividades que se iniciaban en el exterior del apartamento que había compartido con dos compañeros durante sus años en Harvard. No estaba de humor para celebrar sus logros, ya que con la licenciatura se acababa su tiempo en los Estados Unidos y comenzaba la responsabilidad con su país. Al día siguiente dejaría todo atrás, incluidos sus amigos, el príncipe Marcel DeLoria, segundo hijo de un rey europeo, y Mitchell Warner, hijo de un senador de los Estados Unidos que conocía muy bien lo que era la carga de la notoriedad. El tiempo juntos había sido una oportunidad para revelaciones.

No pensaba divulgar nada durante la reunión de despedida. Elegía retener el secreto que anidaba en lo más profundo de su alma, para no revelárselo jamás a nadie. Eran esos secretos los que mantenían esa noche su mente ocupada, igual que en incontables noches del pasado reciente. Se había enamorado de una mujer que no lo amaba.

Sentado en su sillón favorito, centró su atención en sus amigos. Como siempre, Mitch se había acomodado en el suelo del apartamento compartido como si sintiera aversión por los muebles. Marc había reclamado el lugar habitual que ocupaba en el sofá.

Pasado un rato, Mitch recogió una botella de champán de la mesa y rellenó todas las copas.

–Ya hemos brindado por nuestro éxito –dijo–. Ahora propongo un brindis por una prolongada soltería.

Dharr adelantó el torso y levantó la copa en señal de acuerdo.

–Desde luego que brindaré por eso.

Con el champán en la mano, Marc hizo una pausa antes de ofrecer:

–Yo preferiría proponer una apuesta.

Los otros dos intercambiaron unas miradas suspicaces.

–¿Qué clase de apuesta, DeLoria? –inquirió Mitch.

–Bueno, como todos acordamos que no estamos preparados para el matrimonio en el futuro inmediato, sugiero que respetemos esos términos apostando que los tres estaremos solteros en nuestra décima reunión.

Dharr sabía que le esperaba una batalla para demostrarle a su padre la lógica, y la necesidad, de aguardar diez años para casarse. Se esforzaría en aguantar como mínimo ese tiempo, si es que alguna vez decidía casarse.

–¿Y si no es así?

–Nos veremos obligados a entregar nuestra posesión más preciada.

Mitch hizo una mueca.

–¿Dar mi caballo? Eso sería duro.

Dharr sólo consideraría una cosa, el cuadro que colgaba sobre la cabeza de Mitch en la pared. Esa valiosa pieza era su posesión más preciada… una vez que la otra lo había dejado.

–Supongo que la mía sería el Modigliani, y he de reconocer que entregar el desnudo me causaría un gran sufrimiento.

–Ésa es la cuestión, caballeros –indicó Marc–. La apuesta carecería de valor si las posesiones fueran insignificantes.

–Muy bien, DeLoria, ¿qué será para ti? –quiso saber Marc.

–El Corvette.

–¿Darías el coche del amor?

El tono de Mitch resonó con el asombro que experimentó Dharr al oír el ofrecimiento. Marc deseaba ese bendito coche tanto como deseaba a las mujeres.

–Claro que no –contradijo Marc–. No perderé.

–Ni yo –afirmó Dharr–. Diez años serán apropiados antes de que me vea obligado a tener un heredero –y esperaba que suficientes para sanar sus heridas, de modo que si tenía que casarse, lo hiciera con honor, aunque fuera sin amor.

–Para mí no hay problema –indicó Mitch–. Voy a evitar el matrimonio a toda costa.

Dharr volvió a alzar su copa.

–Entonces, ¿todos de acuerdo?

–De acuerdo –convino Mitch, brindando.

Marc los imitó.

–Que empiece la apuesta.

Aunque Dharr echaría mucho de menos la compañía de sus amigos, el destino dictaba que aceptara su legado y estuviera a la altura de sus responsabilidades. Si las circunstancias exigían que respetara el acuerdo matrimonial pactado años atrás, al menos tendría la pequeña satisfacción de saber que la joven que le habían elegido había nacido en su cultura. Comprendería su deber, su rango y lo que conllevaría ser la reina cuando llegara el momento de que asumiera el gobierno de su país, Azzril.

Si ése fuera el caso, y si no pudiera tener a la mujer que amaba, entonces se quedaría con Raina Khalil, simplemente porque era igual que él.

Capítulo Uno

Diez años después

No se parecía en nada a lo que recordaba.

Cubriéndose los ojos para protegerlos del sol de la tarde de abril, Dharr Halim comprendió la extensión de la transformación de Raina Khalil de muchacha a mujer mientras la observaba con disimulo desde la terraza de su cabaña californiana en primera línea de playa. Habían pasado varios años desde aquellos tiempos en que había tenido unas extremidades larguiruchas y llevado el pelo trenzado. En ese momento era diferente, al menos desde un punto de vista físico.

Mientras caminaba por el borde de la playa, Raina se movía con una gracilidad y fluidez como las olas del océano, sus piernas largas y ágiles. El cabello castaño dorado caía como un manto sobre sus hombros hasta cubrirle toda la espalda.

Pero no le ocultaba del todo la piel dorada revelada por un biquini que dejaba poco a la imaginación.

Ella aún no había detectado su presencia, la mirada centrada en una caracola que examinaba mientras caminaba en su dirección. La distracción le brindaba a Dharr más tiempo para evaluar la inesperada transformación.

Lucía tres aros de plata en el lóbulo de cada oreja y un collar de abalorios de turquesa del color de su bañador. El atuendo limitado mostraba la elevación de sus pechos plenos y el torso desnudo, donde Dharr recorrió un sendero por su vientre hasta el ombligo, exhibía una media luna plateada. Por debajo, la curva de sus caderas y muslos potenciaba la percepción que tenía de los cambios drásticos experimentados por ella.

Pero la última vez que había estado con su proyectada prometida, ella apenas había sido una adolescente enfrascada en un combate cuerpo a cuerpo con un joven que se había atrevido a desafiarla.

Se preguntó si intentaría la misma táctica al descubrir que había ido a escoltarla de vuelta a Azzril.

Teniendo en cuenta la seguridad que irradiaba su porte, Dharr sospechó que esa actitud había cambiado poco. Cuando le dedicó una mirada que habría podido intimidar a un hombre inferior, comprendió que no se había equivocado. Había estado preparado para su renuencia, pero no para el modo en que el cuerpo reaccionó al considerar que su actitud fogosa podía trasladarse debajo de unas sábanas de satén. Era una fantasía que debía resistir.

Hacía poco había decidido que no tenía intención de respaldar el contrato de matrimonio, decisión cimentada en el conocimiento de que ella había rechazado su cultura. Por respeto a ella y a su padre, mantendría la distancia, a pesar de que admitía para sus adentros que podría sentirse fuertemente tentado a lo contrario.

Sin detener su avance, Raina subió los escalones que conducían a la terraza, evaluándolo tanto como él la evaluaba a ella, aunque no pareció contenta por la presencia inesperada. Algo sorprendida, sí, pero en absoluto complacida.

Se detuvo ante él y apoyó las manos en las caderas.

–Pero si es el apuesto Dharr Halim. ¿Has venido a atormentarme como solías hacerlo?

Su voz había perdido toda semblanza de acento árabe, reemplazado por un nítido acento estadounidense, con un sarcasmo que decidió soslayar. Pero lo que no pudo fue desterrar su proximidad o su cuerpo.

–Me alegro de volver a verte, Raina.

–Contesta a mi pregunta. ¿Por qué estás aquí?

–¿Necesito una causa para visitarte?

–De hecho, sí, la necesitas. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos? ¿Quince años?

–Doce, para ser exactos. Yo iba a Harvard entonces y fui a pasar el verano a casa antes de que tú te marcharas de Azzril con tu madre. Tu padre te llevó a palacio de visita. Te peleabas con el hijo del cocinero.

–Y tú interviniste, como de costumbre –insinuó una sonrisa que no tardó en desaparecer–. Eso fue hace mucho, por lo tanto, ¿no crees que tengo derecho a mostrarme un poco suspicaz por tu súbita aparición?

–Te prometo que mis intenciones son honorables –aunque sus pensamientos no lo fueran en ese momento. Un hombre tenía que ser ciego, o eunuco, para no reaccionar ante esa indumentaria y las suaves líneas de la figura de Raina, que ofrecerían un contacto exquisito a las palmas de sus manos.

Ella se frotó los brazos.

–Continuemos dentro. Empieza a hacer fresco aquí fuera.

Dharr no necesitó que le diera esa información cuando posó la vista en sus pechos. Por otro lado, él se sentía extremadamente caldeado.

Se apartó a un lado y con gesto caballeroso le indicó la entrada.

–Después de ti.

–Menos mal que no has dicho «las damas primero ». No te habría dejado pasar.

Tal como había sospechado, no había cambiado en lo referente a su espíritu independiente, pero al menos lo había dicho con una sonrisa.

–No cometería semejante error, Raina.

–Bien –miró en dirección a la entrada de vehículos, donde él había aparcado el sedán blanco–. ¿Sin limusina? ¿Ni guardias armados?

–Es un coche alquilado. Los guardias no son necesarios en este momento –sonrió–. A menos que tengas la intención de echarme.

–Eso depende del motivo de tu visita –pasó a su lado, dejando una estela de olor a mar, sol y cítricos. Una vez dentro, indicó un taburete alto ante una barra que separaba la pequeña cocina de la zona de estar–. Siéntate. No es mucho, pero es mi hogar.

Dharr retiró el taburete y se sentó, esperando que Raina ocupara el de al lado. Pero sólo dijo:

–Voy a cambiarme y, mientras tanto, puedes contarme por qué has venido.

Se dirigió hacia un cuarto de baño en diagonal con la barra y situado en su campo de visión; no obstante, dejó la puerta abierta, sin protección o intimidad ante ojos curiosos… los suyos, en ese caso.

Podía ver la parte frontal del torso de Raina en el espejo del tocador. Aunque pensó que lo mejor sería apartar los ojos, no dio la impresión de poder desviar la vista de ese cuerpo, fascinado porque pudiera mostrarse tan desinhibida.

Cuando alzó las manos hacia las tiras que se unían en su cuello, ocultas debajo del pelo, Dharr preguntó:

–¿No tienes un dormitorio? –su voz sonó con un deje claramente tenso, reflejando la sacudida sexual que había recibido al pensar que podría llegar a ver más de ella que lo que debería.

Una vez suelto el sujetador del biquini, lo ancló con el antebrazo sobre los pechos.

–Lo estás mirando.

Sí, así era, y le gustó lo que vio cuando ella bajó la parte superior… unos pechos en forma de lágrima coronados con unos pezones casi rojizos que encajarían perfectamente en sus manos y en su boca. Sin embargo, la casa no le interesaba nada. Deslizó el taburete debajo del mostrador para ocultar la reacción que le provocaba.

–Y ahora cuéntame a qué debo esta visita –pidió mientras se quitaba la parte inferior del biquini.

Dharr sólo pudo percibir leves detalles de los glúteos bien formados debido a que el tocador ocultaba el reflejo de cintura para arriba, mientras el pelo le cubría casi toda la espalda. Sin embargo, bastó para dejarle la mente en casi total bancarrota.

Carraspeó.

–Si hubieras leído mis cartas, entonces sabrías por qué he venido.

–¿Qué cartas?

Se pasó un top de color turquesa por la cabeza y Dharr observó la caída de la tela e imaginó que su propia mano hacía lo mismo sobre su cabello y su espalda. Pero él seguiría bajando…

–Dharr, ¿qué cartas? –repitió al separarse el cabello del top y ponerse unas braguitas de escueto encaje.

Negro, con tela apenas suficiente para ser considerada una prenda de vestir.

Volvió a moverse en el taburete.

–Hace poco te envié dos cartas. ¿No las recibiste?

Al final ella se puso unos pantalones holgados, dio media vuelta y regresó al cuarto.

–No recibí ninguna carta. ¿Las mandaste aquí?

–Hice que las enviara mi asistente. Quizá fueron a la dirección equivocada.

Se recogió el pelo y se lo aseguró en lo alto de la cabeza con una cinta elástica negra.

–Acabo de mudarme de la casa de mi madre. Quizá las tenga ella.

–Quizá.

Se apoyó en el mostrador y lo escrutó con unos ojos dorados tan claros como una joya fina.

–Podría llamarla para preguntárselo, pero ya que estás aquí, ¿por qué no me lo dices tú con tus propias palabras?

La noticia que tenía que transmitirle no sería agradable. Se levantó del taburete y cruzó la zona de estar para contemplar un óleo que reposaba sobre un caballete cerca del gran ventanal que daba a la entrada. El cuadro era de una joven de perfil, erguida en medio de un desierto que contemplaba un terreno montañoso. Parecía perdida y pequeña en esa extensión de arena.

Miró a Raina, en ese momento apoyada en la encimera.

–¿Lo has hecho tú?

–Sí. Es un recuerdo que tenía de Azzril de pequeña. Recuerdo sentirme muy insignificante en todo ese espacio abierto.

–Es muy bueno –regresó al mostrador y se quedó frente a ella–. ¿Te mantienes con tu arte?

Ella cruzó los brazos y los apoyó sobre la superficie de la encimera.

–No. Enseño en una pequeña universidad privada. Tengo un máster en Historia del Arte. Y aún no has contestado mi pregunta. ¿Qué decían tus cartas y qué haces aquí?

–Estoy aquí por petición de tu padre.

Ella entrecerró unos ojos súbitamente coléricos.

–Más vale que no tenga nada que ver con ese arcaico acuerdo matrimonial.

–Te aseguro que no. Por lo que a mí respecta, ya no existe.

Ella puso los ojos en blanco.

–Intenta decírselo a mi padre.

–Tendrás que exponérselo en persona cuando lo veas los próximos días.

Se puso rígida.

–¿Papá va a venir?

–No. Tu padre desea que vayas a Azzril de inmediato. Me ha enviado a escoltarte.

Ella suspiró.

–Dharr, soy una adulta, no una niña. No hago las maletas y me marcho cuando lo dice mi padre, así que no me importa lo que él desee.

–¿Y si se trata de su último deseo?

–No entiendo –sonó insegura y pareció casi tan desamparada como la niña del cuadro.

Dharr había odiado la idea de decir algo que no creía que fuera precisamente la verdad, pero Idris Khalil le había insistido en que presentara una situación severa para convencer a Raina de ir a Azzril. Era cierto que el anterior sultán tenía una enfermedad grave, pero sugerir que se hallaba a las puertas de la muerte era una exageración.

–Es muy posible que tu padre esté enfermo del corazón, Raina. Se le ha ordenado guardar reposo.

El rostro de ella mostró incredulidad.

–Vino a verme hace dos meses.

La revelación sorprendió a Dharr. Por lo que él sabía, el sultán no había estado en contacto con su hija, aparte de llamadas telefónicas.

–¿Ha estado aquí?

–Sí. Todos los años, a veces dos veces por año, desde que me marché de Azzril. La última vez que lo vi, parecía en perfecto estado.

–No es un hombre joven, Raina.

–Pero es fuerte. No puedo creer…

Creyó detectar lágrimas antes de que bajara los ojos. Le tomó la mano para consolarla, y le sorprendió que no se la apartara. Los dedos largos y delicados parecían frágiles en su palma y sintió el impulso de protegerla, tal como había hecho muchos años atrás.

–Eres su única hija, Raina. Su única familia. Te necesita a su lado durante la recuperación.

Lo miró, y el optimismo había reemplazado la angustia en el rostro hermoso.

–Entonces, ¿se va a recuperar?

«Desde luego», pensó. El sultán no era un hombre que dejara que la enfermedad lo frenara durante mucho tiempo.

–Los médicos no están seguros de la extensión de su dolencia en este momento, pero no se encuentra en peligro inminente. Se muestran cautelosos y lo vigilan. Ha estado en reposo desde su alta del hospital.

Raina se soltó y Dharr se sintió extrañamente despojado.

–¿No está en el hospital?

–Lo estuvo. Durante un día sufrió dolores en el pecho. Aunque no se lo aconsejaron, él insistió en que quería marcharse.

–Es tan condenadamente terco –musitó ella.

–Sí, y ayudaría mucho si pudieras convencerlo de descansar.

Ella rió sin alegría.

–Como no lo encadene a la cama, dudo de que pueda mantenerlo en ella si no quiere cooperar.

–Cuento con que logres convencerlo.

–La universidad no acaba hasta el mes próximo.

He de encontrar a alguien que se ocupe de mis clases.

–¿Es posible?

–Sí. Y tendré que hacer las maletas. Probablemente, tenga que llamar a mi madre, pero eso puedo hacerlo cuando llegue a Azzril. De lo contrario, podría tratar de convencerme de no ir.

–Entonces, ¿doy por hecho que has decidido venir conmigo?

Lo miró ceñuda.

–¿Qué elección tengo? Si mi padre me necesita, entonces he de estar con él.

Dharr se sintió complacido y sorprendido de que no hubiera presentado ninguna resistencia real.

–Podemos marcharnos por la mañana. Mi jet privado aguarda instrucciones para el regreso.

–Quiero salir esta noche.

Otra revelación inesperada.

–¿No sería mejor un buen descanso antes?

–Es un vuelo de veinticuatro horas. Puedo dormir en el avión.

–Si es lo que deseas.

–Lo es –se apartó del mostrador–. Me daré una ducha rápida y luego llamaré al director de la universidad. Si quieres algo para beber, lo encontrarás en la nevera.

Tuvo ganas de unirse a ella, pero lo descartó como otra mala idea. Ella fue al cuarto de baño y en esa ocasión, sí cerró la puerta, dejándolo solo. Después de arreglar que el avión despegara esa noche, tuvo la oportunidad de echar un vistazo mientras Raina se preparaba para el viaje. Había otros óleos expuestos aparte del de la niña, pero el cuadro del rincón sobre un caballete atrajo su atención. Aunque no estaba acabado, no le costó discernir que se trataba de una mujer parcialmente desnuda con pelo largo y claro mirando al mar, con un hombre de pie a su lado, el rostro girado hacia su sien, un brazo sobre su espalda con la mano reposando sobre los glúteos en una exhibición de posesión.

Aunque no albergaba planes para que Raina Khalil fuera su esposa, aún podía imaginar cómo sería tenerla en su cama.

Y esas fantasías deberían permanecer como tales… sólo fantasías. Sin embargo, iba a embarcar en un vuelo de veinticuatro horas con una mujer que innegablemente capturaba su interés. Una prueba real para su fortaleza. No sucumbiría a impulsos bajos, aunque una parte precisa de su anatomía pudiera decirle otra cosa.

Era enorme.

Raina había esperado un avión privado más pequeño, no una mole voladora de metal con un siete en su número de identificación. Pero no sabía por qué se sorprendía. Dharr Halim no se conformaría con nada intermedio en su modo de volar ni en cualquier otra cosa que eligiera.

No obstante, odiaba volar. De hecho, no había volado desde la noche que había dejado Azzril hacia América. De no haber sido por la enfermedad de su padre, no habría vuelto a subir a un avión. Pero lo hizo, y de inmediato la recibió un auxiliar de vuelo vestido de esmoquin.

–Bienvenidos, señorita Khalil y jeque Halim. Me tendrán a su disposición para ocuparme de sus necesidades.

Raina, que no estaba de humor para mostrarse excesivamente cortés, le dedicó una sonrisa.

–Gracias –dijo.

–Lo llamaremos cuando estemos listos para cenar –indicó Dharr detrás de ella.

Mientras ella avanzaba por el pasillo del avión, él la seguía a una distancia mínima, poniéndola más nerviosa con cada paso que daban. Siempre la había puesto nerviosa, incluso de niña… le provocaba la clase de incomodidad que surgía de estar en presencia de un hombre demasiado magnético, con un cuerpo que haría que una mujer cayera a sus pies y le besara los zapatos caros con los que caminaba. Y en parte porque desde niña había sabido que lo habían elegido para ella.

Pero no podía permitir ninguna distracción con él. Eran demasiado, demasiado diferentes. Los padres de ella jamás habían logrado superar esas diferencias y su separación casi la había destruido. Los quería a los dos en exceso, pero había crecido siendo un peón en la guerra de voluntades que libraban… Aunque ya no lo era. En ese momento era una mujer independiente y tomaría sus propias decisiones. En ellas no se incluía ceder a la insistencia de su padre de casarse con Dharr Halim, de acuerdo con la tradición. No tenía deseo alguno de hacer nada con Dharr Halim.

Sabía que eso no era exactamente cierto. En cuanto lo descubrió de pie en el porche, imponente y arrebatador como la última vez que lo había visto, se había imaginado haciendo algunas cosas con él entre las que no figuraba el matrimonio.

Pero sí la consumación.

Dos hombres con trajes oscuros se pusieron de pie cuando pasó por una zona que parecía un salón con ocho sillones blancos, formando dos grupos de cuatro a derecha e izquierda, con televisores suspendidos sobre cada grupo de asientos.