Desafíos globales para la democracia en la nueva Constitución. - Claudio Enrique Nash Rojas - E-Book

Desafíos globales para la democracia en la nueva Constitución. E-Book

Claudio Enrique Nash Rojas

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Beschreibung

La protesta social constituye un ejercicio de derechos. El Estado tiene la obligación de respetar y garantizarlos en igualdad. Las políticas represivas y la falta de controles eficaces ponen en riesgo el estado democrático de derechos en la región.

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© LOM Ediciones / Proyecto Internacionalización - U. De chile Primera edición, mayo 2022Impreso en 1.000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560015266 ISBN Digital: 9789560015266 Las publicaciones del área de Derecho en democracia de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago. Teléfono: (56–2) 2860 [email protected] | www.lom.cl Diseño de Colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina Registro N°: 205.022 Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

Presentación

El fomento de la investigación ha sido uno de los grandes hilos o guías que consideraba debían orientar mi labor como decano. Los otros hilos eran, en un principio: un decidido trabajo por un ambiente de paz en la Facultad, avanzar en temas de género, mejorar su infraestructura; a los cuales se sumaron a poco andar otros dos: adaptarse a la realidad de la pandemia y contribuir al proceso constituyente del país. Algunos de estos hilos se pueden cruzar, haciendo más firme el tejido, como es instalar una política de investigación con modalidades que faciliten la participación de las mujeres; o bien, propiciar investigaciones que, como es el caso del presente libro, ayuden a la comprensión y análisis o sirvan de insumo en la elaboración de un nuevo texto constitucional.

Entonces, desde que inicié mi mandato, me propuse dar cumplimiento al Reglamento de Investigación de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile (D.U. de Rectoría N° 42904 de 25 de noviembre de 2016), el que por largo tiempo se encontraba vigente, pero no se habían puesto en marcha las medidas para hacerlo cumplir.

De esta manera, aprobamos la Política General de Apoyo a la Investigación para el año 2020-2021, que supuso la implementación de la Resolución N°004 de 13 de enero de 2020, la que establece diversas modalidades de incentivos a la investigación; se nombró a los integrantes de la Comisión de Investigación, que ha funcionado regularmente desde 2020 en adelante; se procedió a la ratificación de las líneas de investigación vigentes y a la priorización de algunas de las líneas ratificadas.

En cuanto al último punto, las líneas de investigación, como ejes ordenadores de la actividad de investigación, permiten la integración y continuidad de los esfuerzos de personas y equipos de trabajo intra e interdisciplinarios, que contribuyen a la satisfacción de las necesidades materiales y espirituales del país, conforme a la misión de la Universidad.  La priorización de líneas está ligada, en el reglamento, a la realización de actividades como seminarios, reuniones y eventos que permitan generar la integración de nuestra comunidad académica en las líneas priorizadas, junto con la publicación de un libro que entregue a la discusión pública y difunda dichos debates.

En concreto, en el Consejo de Facultad de 10 de junio del 2020, a propuesta de la Comisión de Investigación, se establecieron como líneas prioritarias de investigación para el período 2020-2021 las siguientes: i) desafíos globales para la democracia; ii) cambio climático, Antártica, energía y medio ambiente; y iii) derechos humanos.

Así, durante ese mismo año, para dar cumplimiento a las exigencias reglamentarias, se estableció un ciclo de debates en materia de derechos humanos y medio ambiente. El primero de estos debates se tradujo en el libro: Desafíos globales para la democracia en la nueva constitución. La protesta social en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, que presentamos a continuación.

En definitiva, esta publicación da cuenta del cierre del primer ejercicio planificado (los que se realizarán periódicamente) por nuestro reglamento de investigación, y que nos llevó debatir por más de un año la problemática de los derechos humanos y su impacto constitucional. Agradezco el esfuerzo de los académicos y académicas que participaron en este libro, y les invito a participar activamente en los sucesivos esfuerzos que implementaremos para hacer de la investigación una actividad más presente en la vida cotidiana de nuestra facultad.

Pablo Ruiz-Tagle Decano Facultad de DerechoUniversidad de Chile18 de enero de 2022

Estudio introductorioCrisis, protesta social, regresión autoritariaen las Américas

Claudio Nash (Ph.D.)

«Desafíos Globales para la Democracia» es un proyecto académico que busca abordar en forma multidimensional temas claves en la agenda pública de la región. Una de las materias ineludibles en el debate latinoamericano es el estado actual de la democracia en países que han vivido y/o siguen viviendo complejos procesos de conflicto político y social. Es en estos contextos de crisis donde las respuestas institucionales marcan no solo el presente de los pueblos, sino que configuran su devenir. Por ello, asumimos el desafío de convocar a académicos y estudiantes de programas de doctorado en Brasil, Colombia y Chile para discutir sobre estos temas.

En medio de la pandemia nos propusimos juntarnos telemáticamente –una vez al mes– para generar un diálogo honesto y profundo sobre los temas que giran en torno a la protesta social, mecanismos de protección de derechos humanos, la regresión autoritaria y las salidas institucionales a la crisis. Este libro da cuenta de estas discusiones.

El objetivo de este estudio introductorio es describir un panorama general sobre los procesos de protesta social en la región, la respuesta represiva de los Estados y la forma en que reaccionaron las instituciones propias de un estado de derecho, la peligrosa regresión autoritaria que se va consolidando en el continente y analizar las salidas institucionales ante estos hechos que permitan que el lector de este libro pueda contextualizar los distintos debates que constituyen el cuerpo de este estudio construido colectivamente.

La hipótesis que sostengo es que un enfoque de derechos humanos, acorde a los estándares internacionales, nos permite contextualizar la protesta social como un ejercicio de derechos, evaluar la respuesta represiva estatal y el rol jugado por las instituciones llamadas a poner límites al poder; develar la regresión autoritaria profunda tras la represión de las protestas ciudadanas, y guiar las salidas al conflicto entre protesta y orden público a través del fortalecimiento de las institucionalidad democrática.

A fin de fundar esta hipótesis se describe el actual contexto institucional en la región; se reseñan los estándares sobre protesta social y respuesta estatal acorde con la normativa internacional; se analiza la respuesta estatal que combina represión con judicialización de la protesta; se pone especial atención en el uso del instrumento penal para criminalizar la protesta; se evalúa la efectividad de la protección nacional e internacionales; se dan algunos elementos de juicio sobre la regresión autoritaria que se esconde tras las política contra la protesta social; y, finalmente, se entregan algunas vías de salida institucional a la crisis.

1. El contexto: tiempos de crisis sociopolítica y degradación institucional

Desde la perspectiva de una democracia regida constitucionalmente la evaluación central que nos debe preocupar es la salud de una tríada fundamental: la democracia, el estado de derecho y la garantía de los derechos humanos.1 A continuación pasamos a reseñar algunos estándares básicos para contrastarlos con la situación reciente en Latinoamérica.

El ideal democrático tiene profundas bases en la discusión sobre teoría constitucional que deben tenerse presentes al momento de evaluar las medidas que los poderes del Estado van adoptando y que implican una afectación a dicho ideal democrático.2 En definitiva, sea cual sea el ideal de democracia al que adhiramos (procedimental, deliberativo o sustantivo), no hay duda de que el sistema democrático se basa en ciertos mínimos que no pueden ser alterados sin que se distorsionen los fundamentos de dicho ideal común. Para poder sustentar la idea de que vivimos en democracia deben concurrir ciertos elementos: elecciones periódicas donde se expresen las mayorías; respeto por las instituciones que sustentan las decisiones colectivas; respeto por los derechos fundamentales que permiten el debate político y que legitiman los poderes de los órganos del Estado. Sin estos mínimos, es imposible hablar de democracia. Es legítimo discutir sobre otros elementos o sobre su profundidad, pero podemos estar de acuerdo en que esos mínimos son la base de cualquier estructura de poder democrático legítimo o, como afirma la Corte Interamericana: «la interdependencia entre democracia, estado de derecho y protección de los derechos humanos es la base de todo el sistema del que la Convención forma parte».3

En relación con el estado de derecho, desde mediados de los años ochenta, con los procesos de democratización del Cono Sur y de pacificación en Centroamérica, la idea de democracia en Latinoamérica no solo se limita a un tipo de gobierno basado en la elección periódica de autoridades, sino también en la construcción de un estado constitucional y democrático de derecho con base de un rol normativo de la Constitución, controles interinstitucionales efectivos, una concepción robusta de los derechos fundamentales y un destacado rol de la justicia constitucional en su protección, una cada vez mayor interacción entre la protección nacional e internacional y formas de participación ciudadania cada vez más amplias y profundas (Ferrajoli, 2008; Landa, 2011; Nash, 2013: 27-53).

Por último, la protección de derechos humanos se ha ido fortaleciendo a través de un sólido corpus normativo, una relación cada vez más estrecha entre la protección nacional e internacional y un rol protagónico de los mecanismos de supervisión internacional. La región ha venido ampliando los parámetros de control internacional desde fines de los años ochenta, en algunos momentos con tensiones, pero hasta ahora sin retrocesos evidentes. En suma, las discusiones en la región han estado enfocadas en cómo ampliar y profundizar la protección de los derechos humanos.4

En definitiva, tener en consideración la relación sustantiva entre el sistema democrático, el estado de derecho y la garantía de los derechos humanos es fundamental para evaluar los riesgos que vive la región frente a una tendencia de regresión autoritaria en varios de nuestros países y que se enmarca en una oleada autoritaria de amplio alcance a nivel mundial y, particularmente, en las Américas.5 Las medidas que se toman en un Estado y que tienen como efecto minar las bases institucionales del acuerdo político democrático debemos tomarlas muy en serio. Así, durante décadas la discusión estuvo centraba en la velocidad, efectividad y profundidad de los avances para hacer realidad el ideal democrático; si bien la represión nunca había cesado y las democracias convivían con expresiones de violencia estatal relevantes,6 es durante la última década, y particularmente el último quinquenio, cuando la preocupación se centra en los retrocesos democráticos y las amenazas de una nueva oleada autoritaria en la regresión. Algo ha cambiado en el continente y no para bien.

Es, precisamente, este compromiso ético y político con el ideal democrático, con el estado de derecho y con la centralidad de los derechos humanos el que se ha venido degradando en las últimas décadas.7 Desde el retorno a la democracia luego de las dictaduras y guerras civiles que azotaron la región en las décadas de los sesenta y setenta, en los años ochenta, una oleada democrática inundó la región (Mainwaring y Pérez-Liñán, 2019: 135-139); así, un lento pero persistente avance de la democracia en la región daba esperanzas de iniciar un ciclo de profundización democrática inédito en Latinoamérica (Sikkink, 2017). Las noveles democracias tenían desafíos complejos; entre otros, las profundas e históricas desigualdades socioeconómicas, instituciones democráticas inexistentes o débiles, una profunda falta de cultura democrática, y, además, debían lidiar con un legado de graves, masivas y sistemáticas violaciones de derechos humanos. Ese ha sido parte del panorama regional. Nada de simple; empero había esperanzas (Zalaquett, 2004).

Los debates regionales giraban, entonces, en las cuestiones relativas a la profundización de la democracia y la institucionalidad que le daba sustento y proyección. Procesos de reformas constitucionales en toda la región apuntaban a poner los derechos humanos en el centro del diseño institucional; reformas legislativas abarcaban los principales nudos críticos de los sistemas de justicia en la región (penales, familia, civiles); se reorganizaban los poderes institucionales; surgían cortes constitucionales destinadas a controlar los poderes del Estado y que en la práctica asumían el liderazgo en la protección de derechos fundamentales; la sociedad civil se abría al uso del sistema de protección internacional para ampliar la protección de derechos y obtener vía la jurisdicción internacional cambios profundos cuando los acuerdos políticos internos no eran suficientes (Nash, 2010; Rodríguez-Garavito, et al. 2011).8 En este contexto se instala una mirada optimista de la realidad latinoamericana que era correcta, pero también incompleta.

En efecto, las profundas desigualdades seguían vigentes en la región, las causas de los conflictos sociales de las décadas pasadas persistían, con nuevas formas y actores, pero estaban presentes las discriminaciones históricas de amplios sectores sociales; la violencia contra las mujeres; la situación en las cárceles; la exclusión y marginación de los pueblos indígenas; los abusos contra niños, niñas y adolescentes; el racismo y la racialización; la pobreza extendida en la región.9 A ello, se sumaban nuevos desafíos como el crimen organizado, la trata de personas, el narcotráfico y la corrupción estructural que aqueja a la región.10 La violencia policial como respuesta ante la protesta social pasaba a ser una constante en todo el continente.11 Por otra parte, la instauración durante la década de los noventa, en democracia, de modelos neoliberales debilitó aún más la protección social en la región (Ruiz, 2019: 100-136). De esta forma, las desigualdades no solo no se erradicaban en democracia, sino que se profundizaban, lo que constituía una muy mala noticia para la democracia y para la adhesión ciudadana al modelo democrático.12 Este escenario es lo que algunos autores han caracterizado como una persistente inestabilidad institucional latinoamericana (Brinks, Levitsky y Murillo, 2020).

En este contexto, la región inicia una oleada de gobiernos de izquierda, de distinto cuño, que ofrecían una alternativa al modelo neoliberal impuesto en los noventa. Esto generó esperanzas de cambio en la región, pero también tensiones para las débiles democracias construidas durante la última década.13

Es así como el derrumbe del sistema financiero en 2008 alentó protestas en todo el mundo, y en Latinoamérica los gobiernos de izquierda tuvieron la posibilidad de avanzar en sus proyectos transformadores;14 empero, los últimos años (desde 2013) marcan un fuerte retroceso en los gobiernos progresistas en la región que dio paso, en términos de García Linera, a una nueva «oleada» de gobiernos de derecha en el continente.15 Lo particular de este periodo es que la que ha llegado al poder ha sido una derecha mucho más extrema que la de los años noventa, que ya no guarda las formas y se presenta abiertamente como una derecha más autoritaria,16 siendo Bolsonaro en Brasil, Duque en Colombia, Macri en Argentina y Piñera en Chile buenos ejemplos de este maridaje entre la visión neoliberal y neofascista que ha imperado en la región al alero del reimpulso autoritario que significó el triunfo de Trump en Estados Unidos en 2016.17

2. La protesta social como un ejercicio de derechos humanos

En una democracia sana, la participación popular es esencial para el ejercicio de la ciudadanía y, por lo tanto, cualquier medida de restricción que adopte la autoridad debe ser objeto de un alto escrutinio público ya que su implementación puede derivar en graves violaciones de derechos humanos y situaciones de violencia que son perfectamente previsibles y evitables por parte de la autoridad.18 Este es un estándar aplicable no solo en momentos de «normalidad», sino que especialmente en tiempos de crisis política y social.

La protesta social puede ser definida como «una forma de acción individual o colectiva dirigida a expresar ideas, visiones o valores de disenso, oposición, denuncia o reivindicación».19 La protesta se caracteriza por el ejercicio del derecho a participar en los asuntos públicos a través de expresiones políticas y/o reivindicaciones sectoriales y ha tenido expresiones variadas que van desde la expresión pública de ideas a actos de desobediencia civil y manifestaciones violentas.20 El derecho a la protesta implica su ejercicio sin autorización previa, a elegir el contenido y el mensaje de la protesta, a escoger el tiempo y el lugar de las manifestaciones y a elegir el modo de la protesta.21

Desde una perspectiva de derechos humanos, la protesta social es un fenómeno que implica el ejercicio de una serie de derechos, tales como expresión, reunión, asociación, derechos políticos, libertad sindical y derecho a huelga, entre otros.22

Empero, no estamos ante un derecho absoluto, sino que uno que admite límites legítimos. En efecto, en tanto la protesta es un ejercicio de derechos que puede entrar en conflicto con intereses del Estado (orden público, seguridad interna, salud pública) o derechos de otros (libre tránsito, seguridad personal, propiedad), es legítimo que el Estado regule su ejercicio y establezca ciertos límites, siempre que estos límites satisfagan estrictamente los principios de: a) legalidad, b) objeto y fin legítimo compatible con las obligaciones internacionales del Estado, c) proporcionalidad (medidas necesarias en una sociedad democrática).23 Estos límites en ningún caso pueden implicar que, en la práctica, se haga imposible el derecho a la protesta, esto es, los límites a los derechos humanos también tienen límites.

En este sentido, es muy importante tener en consideración que la protesta puede implicar molestias y problemas para el normal funcionamiento de las ciudades o espacio público, pero esta situación debe ser ponderada por la autoridad y, en dicho ejercicio de valoración, considerar la importancia que tiene el ejercicio de la protesta como parte fundamental de una sociedad democrática.24 En consecuencia, cualquier limitación debe regirse por un estricto principio de proporcionalidad, esto es, que los límites a la protesta deben ser justificados sobre la base de «fines imperiosos» que no pueden ser logrados sino a través de la limitación del ejercicio de la protesta25 y, por ello, de existir alternativas para satisfacer otros intereses o derechos, se deben preferir aquellas medidas y no la restricción del derecho a la manifestación pública.26 Un buen ejemplo son manifestaciones racistas, xenófobas o que inciten al odio, en estos casos se pueden establecer restricciones acordes a los postulados de una sociedad democrática.

Asimismo, en caso de que en el marco de la protesta social se produzcan actos de violencia, es obligación de las autoridades proteger a los manifestantes y limitar los derechos de quienes incurren en las acciones de violencia.27Al respecto, es necesario recordar que las acciones de violencia en el marco de manifestaciones pacíficas no deslegitima el derecho de las personas a manifestarse28 y, en consecuencia, las acciones de violencia no pueden ser usadas por las autoridades para criminalizar a los manifestantes ni a sus dirigentes.29

Por último, es relevante tener presente que el derecho a la protesta social no es solo un ejercicio de derechos individuales, sino que tiene una dimensión social en tanto su ejercicio está íntimamente vinculado con la salud del sistema democrático. Así, el reciente informe de la CIDH (2019), sobre «Protesta Social y Derechos Humanos», concluye que:

El derecho a la libre manifestación y a la protesta pacífica son elementos esenciales del funcionamiento y la existencia misma del sistema democrático, así como un canal que permite a las personas y a distintos grupos de la sociedad expresar sus demandas, disentir y reclamar respecto al gobierno, a su situación particular, así como por el acceso y cumplimiento a los derechos políticos y los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (CIDH, 2019a: párr. 330).

En consecuencia, las obligaciones de las autoridades estatales frente a la protesta social son las propias de todos los derechos humanos, esto es, respetar su ejercicio y garantizarlo sin discriminación a través de la organización de todo el aparato de poder público para permitir el libre y pleno ejercicio de los derechos que configuran la protesta social.30 De esta forma, es deber de todas las autoridades tomar medidas preventivas para permitir el ejercicio de las manifestaciones, proteger a quienes ejercen el derecho y, castigar adecuadamente, a quienes lo impiden. De igual forma, el derecho a la protesta debe poder ser ejercido en condiciones de igualdad y no discriminación, lo que implica que «los Estados no pueden limitar la protesta social en base a los prejuicios e intolerancia que los gobiernos o las sociedades tengan frente a una persona o grupo» (CIDH, 2019a: párr. 46).

Para enfrentar posibles actos de violencia en el marco del ejercicio del derecho a la protesta el Estado debe tomar medidas que regulen el uso de la fuerza por parte de las policías. Conforme lo que ha establecido la Corte Interamericana:

[...] el uso de la fuerza acarrea obligaciones específicas a los Estados para: (i) regular adecuadamente su aplicación, mediante un marco normativo claro y efectivo; (ii) capacitar y entrenar a sus cuerpos de seguridad sobre los principios y normas de protección de los derechos humanos, los límites y las condiciones a los que debe estar sometido toda circunstancia de uso de la fuerza, y (iii) establecer mecanismos adecuados de control y verificación de la legitimidad del uso de la fuerza.31

De igual manera, se deben adoptar medidas para prevenir y/o corregir prácticas que impliquen violaciones de derechos humanos. Actos de violencia como son detenciones ilegales y/o arbitrarias, torturas y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, violencia sexual, mutilaciones, entre otros, son prácticas prohibidas que deben ser prevenidas y, en caso de que estas ocurran, deben ser sancionadas.32

De esta forma, una perspectiva de la protesta social como un ejercicio de derechos humanos, es una cuestión especialmente relevante en diversas sociedades latinoamericanas, donde no existe una cultura de respeto al ejercicio del derecho a la protesta social y esta se confunde, intencionadamente por las autoridades y medios de comunicación social masivos, con actos ilícitos.33

En conclusión, estamos ante un ejercicio de derechos humanos, respecto del cual la autoridad tiene la obligación de garantizar el derecho de las personas a manifestarse políticamente y respetar los límites infranqueables que imponen sus obligaciones en materia de derechos humanos. En caso de producirse actos de violencia (saqueos, incendios, agresiones a las personas), estos deben ser controlados, aislando a quienes incurren en estos actos y no reprimiendo a quienes se manifiestan pacíficamente. De la misma forma, en caso de producirse actos de violencia estatal, estos deben ser investigados y sus responsables (directos e indirectos) deben ser juzgados conforme a un debido proceso y sancionados proporcionalmente.

3. Represión y judicialización: la fórmula antiprotesta

Cuando hablamos de represión política, siguiendo a Carrasco y Seguel (2020), hacemos referencia a «la violencia estatal o amenaza de uso de la misma, ejercida por los cuerpos policiales y de seguridad por orden de los gobernantes con el objetivo de disuadir, reducir o eliminar a un adversario político que amenaza la integridad estatal o la estabilidad y poder de los gobernantes».34

En el último quinquenio (2017-2021), las primeras situaciones donde se dio una práctica masiva de represión política fueron en Venezuela (2017) y Nicaragua (2018). En estos casos, manifestaciones públicas de opositores a los gobiernos de estos países fueron objeto de una dura represión. Así, respecto de las manifestaciones en Venezuela (01 de abril al 31 de julio de 2017) la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (OACDH, 2017) denunció 124 muertes en contexto de las manifestaciones, detenciones de 5.051 (410 niños y niñas), múltiples casos de tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes, civiles sometidos a la justicia militar (600 civiles), actuación de civiles en contra de manifestantes (se investigaban 27 muertes presuntamente responsabilidad de estos grupos).35

Por su parte, en relación con Nicaragua, la misma OACDH (2018) respecto de las manifestaciones del 2018 (18 de abril al 18 de agosto de 2018) reportó cerca de 300 muertes, persecución penal de más de 300 personas con motivación política, casos de desaparición forzada (entre 60 y 120 denuncias), cientos de detenidos en el marco de las manifestaciones (denuncias entre 620 y 1900), un número no determinado de casos de tortura, violaciones al debido proceso, a la libertad de expresión y, al igual que en Venezuela, se denuncia la actuación de privados en actividades de represión de la manifestación público de la oposición.36

En el caso de Ecuador, en 2019, frente a las movilizaciones populares en contra de medidas de carácter económico tomadas por la administración de Lenin Moreno se desplegó una dura represión que está sintetizada en un informe de la Comisión Interamericana (CIDH, 2020), donde se deja constancia de 9 personas muertas en el marco de las manifestaciones (incluidos líderes indígenas), casos de violación al derecho a la libertad de expresión, 1.340 casos de personas heridas (458 policías) en el contexto de protestas, afectaciones a la integridad física por violencia policial, 19 casos de trauma ocular, ataques al personal de salud que atendía a manifestantes heridos en las manifestaciones. Asimismo, se denuncian detenciones masivas (1.228 denuncias), criminalización a través del uso del sistema penal y estigmatización de manifestantes en el contexto de las protestas sociales, asociándola con grupos ilegales.37

En el caso chileno, las cifras sobre las violaciones de derechos humanos, y las características que estas fueron adquiriendo en la práctica, fueron generando una situación de graves, generalizadas y sistemáticas violaciones de derechos humanos (asesinatos, tortura, mutilaciones oculares; vejámenes sexuales, arrestos indiscriminados, golpizas, etc.). Los números son categóricos: si uno cruza la información entregada a marzo de 2019 y se suman las violaciones constatadas al 31 de julio de 2020 por el Instituto Nacional de Derechos Humanos, se constata: 5 querellas por homicidio en manos de agentes del Estado y 51 querellas por homicidio frustrado; 3.838 personas heridas por acción de agentes estatales; 2.316 querellas por torturas y otros tratos crueles, y 416 querellas por tortura con violencia sexual; 1.580 niños, niñas y adolescentes (NNA) detenidos, y lo que más ha impactado en Chile y el mundo, es que a la fecha, más de 460 casos de personas que han sufrido trauma ocular provocado por disparos por parte de Carabineros.38Las personas privadas de libertad, conforme la información entregada por el INDH, ascendían de 11.389 constatados por el personal de dicha institución39y el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos reporta 27.432 detenidos.40 Por su parte, el Ministerio Público a un año del 18-O informó de 8.827 víctimas de la violencia institucional y, de estas, 6.626 son denuncias contra carabineros.41

En el caso de Colombia, particularmente, en las manifestaciones de 2020 se desató una política muy dura de represión en contra de manifestantes que reclamaban en contra de medidas tributarias adoptadas por el gobierno de Iván Duque. En el informe de la Comisión Interamericana sobre la situación de derechos humanos en el marco de las protestas públicas (CIDH, 2021), se deja constancia de que en las manifestaciones del paro del 2 al 19 de mayo de 2021 la principal organización de registro de violencia estatal (ONG Tambores) denunció 4.687 casos de violencia policial, 73 personas fallecidas en el contexto de las manifestaciones, 1.617 víctimas de violencia física y 82 casos de personas con trauma ocular, 2.005 detenciones arbitrarias, 25 casos de violencia sexual por parte de la fuerza pública y serias denuncias de desaparición forzada. Llama la atención la alta ocurrencia de actos de discriminación étnico-racial en el marco de la protesta, dirigidos contra pueblos indígenas, personas afrodescendientes y comunidades tribales. Asimismo, se denunciaron actos de violencia contra periodistas y misiones médicas. También hay denuncias de actuación de privados en la violencia contra los manifestantes.42

En definitiva, la respuesta con la que nos hemos encontrado en la región frente al ejercicio del derecho a la protesta social, ha sido una práctica estatal común de violencia estatal para enfrentar el descontento ciudadano que dio cuenta de un patrón de conducta consistente en el tiempo y extendido territorialmente. Son elementos comunes las detenciones masivas y arbitrarias de manifestantes; golpizas indiscriminadas; uso de la fuerza no letal en forma indiscriminada y desproporcionada; violencia sexual contra las personas detenidas (incluidos niñas, niños y adolescentes); tortura física y psicológica; ejecuciones extrajudiciales. A ello se suman, en el caso de Chile, Ecuador y Colombia, numerosos casos de mutilaciones oculares en una magnitud y persistencia en el tiempo, inéditas en la experiencia comparada. El uso ilegítimo de la fuerza se ha transformado en una constante en Latinoamérica con graves consecuencias para los derechos humanos.

Es evidente que estas prácticas, en ninguna de las experiencias nacionales, fueron aisladas ni aleatorias, sino que correspondían a un patrón de conducta que requería organización, capacidad operativa, respaldo institucional y político que permitiera mantenerse durante todo el periodo de las manifestaciones ciudadanas y con una forma de ejecución coordinada.43

Además, es posible observar que la violencia represiva para enfrentar la protesta social no distingue ideologías. Nos encontramos con políticas represivas similares en gobiernos autodenominados de izquierda y en gobiernos de derecha. En ambos casos, se ha configurado un complejo escenario en materia de protección de derechos humanos, donde convive una situación de violaciones propias de una dictadura (violaciones graves, masivas y sistemáticas), pero en el marco formal de gobiernos elegidos a través de elecciones. Este es un escenario nuevo en la región, que se separa de las formas tradicionales de autoritarismo basado en quiebres institucionales. Volvemos sobre este punto más adelante.

4. Uso del derecho penal para la criminalización de la protesta social

En una democracia regida por un estado de derecho, el orden público y la seguridad de las personas es una obligación del Estado. A fin de garantizar la seguridad de los individuos, el monopolio de la fuerza legítima se concentra en el aparato de poder estatal44, pero este no puede actuar de forma discrecional, sino que debe adecuar su actuación a parámetros que respeten y garanticen, sin discriminación, los derechos humanos.45

En consecuencia, la legitimidad de la actuación estatal en una democracia está vinculada con el cumplimiento de los fines para los cuales está establecida la organización social y política y que sus actuaciones se den en el marco de las atribuciones dadas y no más allá de lo permitido. Es en ese contexto que, en el marco de una crisis social y política como la descrita, es importante preguntarse –críticamente– sobre la legitimidad de la actuación represiva del Estado, esto es, si el uso de los instrumentos punitivos se ha dado en el marco constitucional y con respeto de los compromisos nacionales e internacionales en materia de derechos humanos. Aquí es pertinente distinguir entre coerción como una actuación legítima del Estado a través de las autoridades y la violencia, como una expresión ilegítima de la actividad estatal.46 Para ello, un indicador fundamental es cómo ha sido utilizado el instrumento penal.

Para que la aplicación del Derecho Penal no pierda legitimidad, su uso debe estar sujeto a ciertas condiciones estrictas en cuanto a su procedencia y, una vez que se decide utilizar dicho instrumento por las autoridades, este debe ejercerse estrictamente bajo las condiciones predefinidas.47 La legitimidad, en consecuencia, está asociada a la satisfacción de principios básicos en una democracia, como son, la excepcionalidad, legalidad y la proporcionalidad.48 El principio de excepcionalidad supone que el instrumento penal solo se usará cuando no existan otros mecanismos eficaces para responder ante conductas dañinas de los individuos; así, el instrumento penal siempre debe ser la última medida que se utilice por la severidad del ius puniendi como respuesta ante actos lesivos de los intereses sociales que sea imperioso proteger.49 De la misma forma, la respuesta penal debe guiarse por el principio de legalidad que obliga a que la respuesta penal debe traducirse en una norma que establezca con precisión y claridad cuál es la conducta prohibida, ya que las conductas prohibidas deben servir para que las personas puedan guiar sus actuaciones y saber cuándo un acto será sancionado penalmente.50 Finalmente, la respuesta penal debe ser proporcional, esto es, afectar de la menor forma posible los derechos de las personas a fin de conseguir el objetivo perseguido y, por ello, el uso del derecho penal implica establecer sanciones concordantes con la gravedad del daño ocasionado por la actuación ilícita.51

En el ámbito de la protesta social, que es el tema que nos interesa, el derecho penal cumple un doble rol. Por una parte, es un instrumento útil para establecer sanciones respecto de quienes violen los derechos de los manifestantes.52 Así, la normativa penal debe sancionar violaciones al derecho a la vida, la integridad y la libertad personales de quienes hacen uso legítimo de su derecho a manifestarse.53 En caso de que dicha violencia provenga de las autoridades encargadas de garantizar la seguridad de los manifestantes, es una conducta agravada, que configura una violación de derechos humanos y que, en consecuencia, debe ser sancionada a través de mecanismos que den garantía de transparencia a la ciudadanía.54

Por otra parte, la sanción penal será legítima cuando alguna persona o un grupo de personas cometan delitos en el marco o con ocasión de las manifestaciones. Actos de violencia contra las personas, vandalismo, la quema de inmuebles o los robos de locales comerciales o a las personas y sus viviendas, son conductas que deben ser sancionadas55 ya que el ejercicio del derecho a la protesta social no es excusa para dañar a las personas o dañar gravemente sus bienes.56 En todo caso, debemos recordar que lo sancionable son actos de violencia debidamente acreditados y no las meras sospechas por parte de las autoridades.57

Ahora bien, el uso del instrumento penal por parte de las autoridades debe ser especialmente cuidadoso en el marco de procesos sociales complejos, como lo son los contextos de protesta social. En este sentido, la ampliación de los tipos penales y el establecimiento de penas desproporcionadas frente a actos ilícitos con connotaciones políticas son medidas que usualmente usan los gobiernos para enviar mensajes simbólicos, para amenazar a quienes protestan y así poder controlar procesos políticos que les permitan a los sectores sociales más aventajados mantener sus privilegios y posiciones de poder.58 De ahí que el control que deben realizar los órganos del Estado es fundamental para evitar que dichas políticas de criminalización de la protesta se concreten. En una democracia sana, el poder legislativo y el judicial debieran servir de barrera para evitar que el ejecutivo use el instrumento penal con fines distintos a los que lo legitiman en una sociedad regida por el estado de derecho.

El problema que se vive en la región es, precisamente, el de una desviación en el uso del instrumento penal que no es usado para sancionar conductas ilícitas, sino que se utiliza como un instrumento político para castigar y controlar la disidencia. De esta forma, la respuesta represiva se complejiza. Ya no solo estamos ante la clásica represión política en forma directa contra los manifestantes, sino que ante un intento por despolitizar la protesta y transformarla en un problema de orden penal. Esto permite deslegitimar la protesta, castigar a sus partícipes y enviar un mensaje a la sociedad para que no se sume a las manifestaciones.59

Tal como hemos visto, esta respuesta punitiva para criminalizar la protesta se basa en un resurgimiento de las ideas de la doctrina de la seguridad nacional a nuestra región. Por ejemplo, la búsqueda del «enemigo poderoso», que ha obsesionado al presidente chileno, Sebastián Piñera, desde el 18-O tuvo un rostro preciso: la ciudadanía movilizada y, particularmente, la que se enfrentó a la autoridad (la «primera línea»60). La configuración imaginaria del «enemigo» y la adopción de medidas para poder enfrentarlo manteniendo las formas de la legalidad, pero ocultando las intenciones represivas han sido una constante en tiempos recientes. Declaraciones y actuaciones similares las encontramos en los discursos y medidas de los gobiernos de Maduro (Venezuela), Bolsonaro (Brasil), Ortega (Nicaragua) y Duque (Colombia).

Los Estados autoritarios saben que para que la aplicación de la represión legalizada sea efectiva es necesario generar condiciones de impunidad.61 Las violaciones graves de derechos humanos requieren asegurar la impunidad que les permita a sus ejecutores actuar con seguridad y, por ello, el establecimiento de exenciones de responsabilidad, aumentar el nivel de percepción de gravedad de los delitos y las formas de ejecución son un antecedente fundamental para justificar acciones represivas que, en otro contexto, serían inaplicables. Además, la impunidad tiende a contar con el beneplácito de los poderes judiciales, sea voluntariamente, por su captura o mediante la cooptación de sus instituciones.62

Los diversos intentos por criminalizar la protesta y mejorar la respuesta represiva son un buen ejemplo del uso del derecho penal con fines políticos. De esta forma, el derecho penal se utiliza para frenar los cambios sociales, desvirtuando lo que son sus fines propio en un sistema democrático (control de conductas ilícitas definidas democráticamente). Así, es frecuente que Estados autoritarios usen mayorías parlamentarias (obtenidas en las urnas o mediante actos de captura o cooptación) para imponer estas legislaciones represivas intentando darles un cariz democrático. Para lograr este objetivo y justificarlo socialmente se hace necesario construir un enemigo acorde a las medidas. Por ello, a través de sus declaraciones y con el apoyo de los medios de comunicación, las autoridades construyen una idea de que quien se manifiesta políticamente contra los gobiernos, sólo tiene por objeto destruir y robar, y que, por lo tanto, no pueden ser tratados como cualquier persona, sino que como un enemigo que debía ser castigado y puesto al margen de la sociedad a través de su encarcelamiento. Además, este discurso punitivista permite un segundo objetivo, cual es, aislar la manifestación pública de la ciudadanía y generar la sensación. –con el permanente respaldo de los medios de comunicación– de que la manifestación es sinónimo de violencia y, por tanto, que la protesta social es ilegítima.

Un buen resumen de esta aproximación al uso del sistema judicial y particularmente del penal para despolitizar la protesta lo hace Carlos de Cabo, quien en una reciente publicación (de Cabo, 2021) ha señalado que el conflicto actual, con base en la desigualdad generada por el modelo capitalista financiero vigente, ha generado un conflicto que «excede de los cauces de la Democracia representativa y sus instituciones, incluidas las que son sus vehículos habituales, como los Partidos políticos» (p.109). De ahí que la protesta ya no solo es enfrentada por la represión directa, sino que también por una represión indirecta que busca «contenerla o eludirla mediante su ‘reconducción’ a través de la legalidad. Se despolitiza y, por el contrario, se judicializa la protesta. Se la somete al juicio crítico de la legalidad» (p.111). De ahí el rol que pasa a jugar el Poder judicial, ya no como un poder destinado a la defensa de los derechos y las libertades, sino convertido en ‘guardián del sistema’ y, por consiguiente pasa a «desempeñar una función determinante en el mantenimiento de la dominación que ahora ejerce el capital financiero» (p.113). Finalmente de Cabo nos llama la atención que esto implica subvertir el sentido del estado de derecho, restándole su «carácter dinámico, de impulsor y fuente legitimadora de nuevos derechos. Con la señalada instrumentalización se transforma en un mecanismo restrictivo, en un claro fraude de ese estado de derecho, incluso en una forma de ‘alienación’ del mismo tema en cuanto se utiliza para un fin ajeno y aún contrario a su propia naturaleza» (p.115).

En este contexto, se hace particularmente difícil la protección de derechos humanos a través de los mecanismos propios de un estado de derecho y, en muchos casos, han sido insuficientes e incluso ineficaces para proteger los derechos de las personas. A continuación, realizaremos una evaluación crítica de la experiencia de protección interinstitucional e internacional de derechos humanos en momentos de crisis política en la región.

5. Protección nacional e internacional

Los derechos humanos no solo deben ser reconocidos en textos positivos (constituciones, tratados internacionales), sino que deben ser eficazmente garantizados por medio de mecanismos de protección (órganos y procedimientos adecuados). Los mecanismos de garantía de derechos humanos deben cautelar las diversas funciones que estos cumplen en una sociedad democrática, las que no pueden quedar desligadas de su efectiva realización y, en consecuencia, deben ser parte esencial de la concepción de derechos fundamentales propia de un estado de derecho regulado constitucionalmente.Esta es una cuestión especialmente relevante en momentos de crisis como los que se han vivido en distintos países de la región.

A continuación, vamos a realizar una breve evaluación de los mecanismos nacionales e internacionales de protección de derechos humanos en el contexto de protesta social.

Nuestra premisa de análisis es que el Estado debe organizar el aparato de poder público para evitar los ataques del Estado a la esfera de existencia individual y, asimismo, para guiar una actividad positiva del aparato estatal que permita a las personas hacer uso de su libertad en condiciones de igualdad.63