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Las culturas ancestrales encontraban en la naturaleza la fuente de enseñanza espiritual que respondía sus preguntas y asistía su toma de decisiones. Dentro de este marco, ciertos animales cumplían el rol de inspiradores, maestros, guias y mensajeros. Tradicionalmente, se utiliza el termino "animales de poder" para referirse a ellos, ya que a través de diversas prácticas, los antiguos se nutrían de cualidades que representaban dichos animales para fortalecerse o sanar el alma. En la actualidad, estamos recuperando las pautas espirituales del mundo antiguo, porque sentimos que nos completan, que nos ayudan a integrarnos con nuestro ser auténtico, en armonía con los demás y entregando un servicio significativo a nuestra tribu. La práctica del sagrado arte de los "animales de poder" constituye una parte fundamental de la recuperación de aquellas pautas, porque cumple el doble propósito de asistir nuestro desarrollo espiritual y a la vez genera una mayor conciencia de la necesidad de proteger al mundo animal. En este libro te ofrezco conceptos y ejercicios para el trabajo interno con los animales de poder, adaptados a la vida cotidiana pero guiados por el mismo amor, admiración y respeto por ellos que nos legaron nuestros ancestros.
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Seitenzahl: 243
Veröffentlichungsjahr: 2013
Carrión, Flavia Inés Descubre la sabiduría de los animales de poder. – 1a ed. – Don Torcuato : Autores de Argentina, 2013.
ISBN 978-987-711-038-8
1. Autoayuda. I. Título CDD 158.1
Editorial Autores de Argentina www.autoresdeargentina.com Mail: [email protected]
© 2013 Flavia Inés Carrión Imagen de portada: Natalia Ailin Padilla
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723. Impreso en Argentina – Printed in Argentina
“ Este libro está dedicado a todos los alumnos que desde el año 2002 transitaron mi Taller de Chamanismo Integral ydieron vida a las pautas que aquí comparto. Vaya para ellos mi agradecimiento y mi cariño incondicional.”
Era una tibia y luminosa mañana de domingo en el barrio donde nací. Yo tenía tres años y jugaba en la vereda bajo la atenta mirada de mi padre, un hombre cuyo concepto de una buena crianza se basaba –afortunadamente para mí- en el principio de la exploración en libertad.
Teniendo esto en cuenta, se entiende que mi experiencia de la niñez haya sido un continuo tocar y probar todo, trepar, correr y meter palitos en agujeros de los que podía salir literalmente cualquier cosa.
Trepando, precisamente, me encontraba esa mañana. Escalando la cortina metálica del almacén de la cuadra. Sin preocuparme por mi vestidito azul ni por las medias blancas, porque para mi padre lo más importante era que yo descubriera el mundo por mis propios medios, siempre bajo su presencia cercana, que habilitaba una reacción vertiginosa si un resbalón me provocaba una caída.
Me estaba empeñando en subir. Con esfuerzo, claro. Intentaba descubrir cómo se veía el mundo desde un poco más arriba.
No había avanzado mucho cuando sentí que algo extraño me rozaba la pierna derecha a la altura de la pantorrilla, por encima del borde de la media blanca.
Miré con curiosidad y quedé petrificada. Una desconocida criatura, con 8 gruesas y peludas patas subía tranquilamente por mi pierna como si ella también quisiera saber cómo se veía el mundo desde “un poco más arriba”.
Emití un sonido, entre sorpresa y llamado primal. Mi padre estuvo rápidamente junto a mí, y entonces hizo algo que marcó para siempre mi visión de los animales y –por ende- mi relación con ellos.
En lugar de gritar escandalosamente o pisotear al animalito, mi padre tomo a la araña lo mas delicadamente que pudo con una hoja, abrió su mano izquierda y colocó a la araña allí, sobre la palma, instándome a acercarme y observar. Me explicó entonces que ese asombroso ser tenía una función muy importante en el mundo, y que dicha función era protegernos de las moscas y mosquitos que transmiten enfermedades. Me contó que ese animalito fabricaba maravillosas obras de arte con una sustancia que salía de su propio cuerpo y que aunque parecía frágil, resistía muchas tempestades aferrándose firmemente con sus delicadas patitas. Me dijo, finalmente, que nunca debía lastimar a las arañas, porque ellas “no estaban diseñadas para hacernos daño” y que si algunas especies habían tenido encuentros desagradables con los seres humanos, nunca eran ellas las que los iniciaban, eran accidentes, que de ninguna manera justificaba matarlas.
Mientras transcurría esta exposición, la araña, como si supiera que era protagonista de un momento histórico para la pequeña nenita que tenía enfrente, se mantuvo erguida y quieta sobre la palma de la mano de mi padre. Se diría que estaba orgullosa de ser quien era y de estar allí.
Yo amé inmediatamente a ese animalito diminuto pero tan fuerte, de aspecto insólito y hasta algo atemorizante, pero tan bello en su elegancia y fino equilibrio. Sentí que a pesar de su fragilidad, podía enseñarme a mantenerme de pie y crear más allá de los desafíos.
Pero además, en ese bendito instante se despertó en mí un reconocimiento ancestral, atávico. Una solidaridad natural hacia todos los animales: la certeza de que formamos parte de una comunidad de seres -diferentes pero equivalentes-, y de que nuestra responsabilidad humana consiste en el cuidado y protección de todos.
Esto es lo que llamamos en espiritualidad natural “un momento maestro”, un instante en donde la experiencia, el evento, rescata por si sólo un conocimiento natural, pre existente, y lo integra en forma armónica a nuestra personalidad y nuestra historia individual.
Gran parte de mi trabajo actual se explica a partir de esta anécdota de mis tres años de vida, ya que mucho de lo que hago está vinculado con la orientación de otras personas en descubrir la maestría que nos regalan los animales.
Este libro es el resultado de ese trabajo y de los numerosos momentos maestros que se han sucedido a lo largo de mi vida, los encuentros con animales en los diversos planos de la realidad, convertidos en herramientas prácticas para que cada lector pueda orientar su propio camino de autoconocimiento y transformación con la energía espiritual de los animales.
Va mi agradecimiento para todos ellos y para las personas que me guiaron en la comprensión de una verdad que todos conservamos en la sutil memoria del alma colectiva: que los animales son nuestros maestros, nuestros compañeros de evolución, y sobre todo, los guardianes de aquello que nunca deberíamos perder: nuestra conexión con lo sagrado en nosotros mismos.
A partir de estas páginas te invito a abrir las puertas de tu vida a un “encuentro maestro” con la sabiduría animal.
Abre tu vida a la llegada de una energía espiritual que puede brindarte asistencia en momentos de necesidad emocional, alivio al dolor, fuerza para tus proyectos y creatividad para tus sueños. Re encuéntrate con ese conocimiento antiguo, que llevamos en la sangre, que nos conecta con todas las criaturas terrestres, sin distinción de especies, bajo la mirada atenta de un Gran Espíritu que nos guía y nutre.
Nuestros ancestros, seres humanos que vivieron en tiempos remotos y atravesaron las más duras pruebas de supervivencia, pudieron ver con claridad que nuestros hermanos animales son mucho más que criaturas vivientes que caminan, vuelan, nadan y reptan. Sabían que cada uno de ellos es portador de mensajes, conocimiento, inspiración y sanación. Lo experimentaron a cada momento de sus vidas. Lo dejaron grabado en sus rituales, en sus leyendas, en sus prácticas de curación.
Hoy es momento de recuperar esa sabiduría, para atravesar la más dura prueba que nos ha tocado enfrentar como Humanidad: el peligro cierto de nuestra propia autodestrucción.
Necesitamos reconciliarnos con los animales, volver a considerar su alma, más allá de su servicio como proveedores de alimento, compañía o trabajo especializado.
Necesitamos salir de los prejuicios o miedos infundados y –con la inocencia niños o poetas- reunirnos todos, sin excepción, en la ceremonia de la existencia.
Permítete descubrir qué hay más allá de las patas peludas, las garras afiladas y los ruidos que te causan escalofríos.
Permíteme hacer ahora lo que hizo mi padre aquella mañana inolvidable de domingo: abrir mi mano ante ti para que puedas explorar el poder, la belleza y la trascendencia que se esconde dentro de cada ser escamoso, viscoso, chiquito, grandote, escurridizo o acorazado, y que te cuente como convertir sus mensajes y energía en un camino de regreso a lo sagrado en ti mismo.
Puedo asegurarte que la sabiduría animal posee el poder de transformar tu vida para siempre, porque contiene un mensaje espiritual, especialmente diseñado para ti.
Flavia Carrión, setiembre de 2012
La anécdota del comienzo es una experiencia muy poco usual en nuestra cultura. Se nos entrena a considerar a los animales como criaturas sin conciencia, sin alma, seres que están en la naturaleza para proveernos de recursos y hacer el trabajo duro, pero que jamás podrían ser tenidos en cuenta como miembros equivalentes en el concilio del mundo. Para poder conectar con ellos de esta manera equilibrada deberíamos haber sido criados dentro del marco de la filosofía ancestral, la que desarrollaron las poblaciones de la antigüedad y que ha llegado a nosotros a través de los comunicadores y maestros de las culturas originarias.
Espiritualidad Natural es un término de elegí hace unos años (el libro “Chamanes y Poetas” que publiqué en 2008 fue l primero en describir este marco conceptual) para referirme a una filosofía de vida que se inspira en el conocimiento antiguo y se aplica a nuestras necesidades actuales, con una perspectiva planetaria. Dicho entramado de ideas surge de una observación personal, repetida por muchos de quienes se han acercado a la espiritualidad de los pueblos originarios de todo el mundo, y es la de que más allá de las diferencias culturales, dichos pueblos compartían una serie de principios básicos que marcaron su vida espiritual, los cuales resuenan a la vez en el corazón de cada persona que se acerca a ellos y los practica.
Es como si en el centro de cada ser, independientemente de su origen cultural, su entrenamiento o aprendizaje, o incluso la época histórica en la que ha nacido, existiera ese conocimiento en forma natural: la aceptación espontánea de que en la Naturaleza se encuentra el principio trascendente, unificador y sanador, que puede transformar nuestra vida en una experiencia de felicidad mas allá de las circunstancias.
Vemos en la Naturaleza el reflejo de nuestras emociones, encontramos medicinas tan simples y profundas como el sonido del mar, redescubrimos nuestro niño interior al observar el juego tierno de las nutrias en el estanque, alcanzamos el éxtasis de la conciencia en un amanecer de otoño.
Estas impresiones constituyen una experiencia universal y por lo tanto configuran, en mi opinión, el núcleo sólido de una espiritualidad planetaria, un común denominador humano mas allá de toda diferencia o separación aparente.
¿No sería maravilloso que los seres concientes de la Tierra pudiéramos celebrar nuestras ceremonias todos juntos, unidos en nombre del mismo Propósito: proteger el hogar donde todos vivimos, el que dejaremos a nuestros descendientes?
Una utopía que es -en vista de las circunstancias- el único camino para evitar la extinción.
El concepto central en la Espiritualidad Natural es “Todo en la existencia es sagrado”.
Esta idea implica muchas cosas. Fundamentalmente, la consideración de todo lo que existe es equivalente en su valoración, sin que ninguno sea calificado como superior a otro. A la manera de un círculo: cada punto se encuentra a la misma distancia del centro, aun cuando ocupen posiciones diferentes dentro de ese círculo.
Arboles, plantas, animales y humanos son en este marco expresiones sagradas por el mero hecho de formar parte de la Creación y -por lo tanto- todos ellos comparten el mismo derecho a la existencia y la plenitud. Este principio es básicamente el fundamento espiritual de una visión ecológica del mundo.
Si vamos un poco más allá, encontraremos que este concepto implica consecuencias muy significativas para nuestra vida social. Al reflejar el intento de mantener una relación equivalente entre todos los miembros de una tribu (sea esta del tamaño de una aldea o del planeta entero), implica construir una organización grupal que esté basada en los talentos naturales de cada miembro y no en el dominio de unos sobre otros, disolviéndose de esa manera las justificaciones que hemos sostenido a lo largo de la historia para destruirnos mutuamente.
Pero además, a esta idea de que todo es sagrado subyace una promesa esencial para nuestro equilibrio mental y emocional, que ocurre a nivel individual. Afirma que toda circunstancia también forma parte de un circulo sagrado y , por lo tanto, subyace a ella un propósito beneficioso para nuestra evolución, algo que dará sentido a ese instante –más allá de que lo entendamos así en el momento en que sucede- . No todo lo que ocurre es agradable, por supuesto, pero todo lo que ocurre puede convertirse en experiencia valiosa por obra y gracia de nuestra propia conciencia.
Nosotros decidimos el lugar que le otorgamos al suceso y el lugar que nos otorgamos a nosotros mismos dentro del paisaje de nuestras circunstancias. Podemos aceptar el rol de la víctima, considerarnos sujetos que se encuentran a merced de los designios del destino, el azar, o una voluntad arbitraria, o podemos asumir la dignidad de ser autores del guión de nuestra vida. Creamos nuestras experiencias mediante acciones determinadas, pero también por el hecho de que siempre estamos en condiciones de elegir desde que perspectiva enfrentaremos una situación: en forma negativa o positiva, como fuente de excusas para apartarnos del camino o como factor de crecimiento, como parte de una lucha en donde siempre llevamos la de perder o como capítulo de la aventura épica de un guerrero.
Todos estos aspectos constituyen diferencias fundamentales con respecto a otras cosmovisiones globales que caracterizaron la historia de la Humanidad, sobre todo la visión promedio del mundo occidental. Dentro de ella nos hemos criado la mayor parte de los habitantes del mundo actual. Allí hemos aprendido a separarnos de nuestros hermanos animales en escalas de superioridad, a ejercer el poder en forma autoritaria o manipulativa sobre nuestros hermanos humanos, a rogar que la suerte nos ayude y a temer al futuro. Todo lo cual, nos ha enfermado inexorablemente.
En los tiempos actuales, la espiritualidad natural regresa como nueva y a la vez antigua medicina. Como la respuesta espiritual espontanea ante una crisis existencial que ya no tiene forma de trascenderse con los recursos habituales, Como bocanada de aire fresco de aquel que hace mucho tiempo que está encerrado en una caja oscura, atado con un chaleco de fuerza y convencido de que eso es todo lo que hay. Llevarla a la práctica, traducirla en estrategias concretas para nuestro cotidiano, le convierte en una solución poderosa, que nos saca de la caja oscura y nos libera de las ataduras mentales.
Más allá del concepto central de que todo es sagrado, que caracteriza la Espiritualidad Natural, existen cuatro principios que le dan orden y contenido, y que se pueden sintetizar de la siguiente manera:
La Naturaleza es la sede del Espíritu. Allí se lo encuentra, se lo escucha, se lo experimenta. Lo que llamamos Dios (Ser Supremo, Orden Cósmico, Fuente de Vida, o como lo quieras llamar) se manifiesta en la Naturaleza. Ese es su templo. Dado que nosotros formamos parte de la Naturaleza, también somos Dios.La relación con el Espíritu es directa y personal. Otras personas pueden facilitarnos las herramientas para acceder a la comunicación con el plano espiritual, pero está en nosotros la capacidad de establecer ese diálogo.El propósito de la vida humana es la felicidad. Las personas no están aquí porque tengan que pagar culpas antiguas ni para transitar un dolor innecesario. Están aquí para desarrollar la mejor versión de sí mismas porque de esa manera es como mejor servicio van a dar a la comunidad a la que pertenecen, y por ende, al planeta entero.La clave de la felicidad es la conexión con la Totalidad. Sentirnos unidos (con las otras personas, con la Naturaleza, con el Cosmos, con la Eternidad) nos brinda armonía y la armonía es la base de la salud en todos los planos.Dentro de esta visión del mundo, las criaturas no humanas, como los animales, resultan protagonistas fundamentales del aprendizaje espiritual humano. Dado que forman parte esencial de la Naturaleza, que reflejan su armonía y se ubican en posiciones especificas dentro del círculo de vida y energía del planeta, ellos han sido –junto con las plantas, los cristales y los fenómenos atmosféricos- los espejos en los cuales el nativo se observó para comprender el sentido de su propia existencia. Desarrollemos a continuación cada principio, y de ese modo contaremos con un marco adecuado para explorar la sabiduría de nuestros maestros animales.
Las culturas antiguas vivieron una relación de integración total con su ambiente. Las lluvias o sequias, la escasez o abundancia de las manadas, la disponibilidad de agua o refugio marcaban la existencia de las comunidades de una manera drástica. Era una cuestión polarizada: se sobrevivía o no.
La Naturaleza se experimentó espontáneamente como una Gran Madre que nutre, y a la vez, un Gran Padre que formula desafíos para ayudarnos a crecer.
El conocimiento de las cosas de la naturaleza, era también el conocimiento de la vida y la muerte, de lo trascendente. Los ciclos naturales enseñaban a fluir con los cambios, traían la llegada de los niños tras la partida de los ancianos, de la misma manera que el invierno dejaba paso a la primavera.
Los predadores persiguiendo a sus presas, mostraban la perfección de la creación, ya que se sabía que sin la muerte, no habría espacio para el nacimiento de las siguientes generaciones, tanto de unos como de otros. Los nativos observaron que al descender el número de individuos de una especie (por ejemplo, debido a catástrofes climáticas) automáticamente cambiaban las pautas de caza de la otra, manteniéndose de ese modo el equilibrio de la Totalidad.
Todo es armónico en la naturaleza.
La luna, que en apariencia se esconde y deja de estar presente en el cielo, regresa siempre, mostrando que más allá de la desaparición de una forma de existencia existe otra, que le da continuidad. Los finales de ciclo son sencillamente el portal para ingresar en uno nuevo.
Las hormigas, abejas y otras criaturas que viven en colonias, le mostraban al observador antiguo, de una manera simple y bella, los frutos del trabajo comunitario y la gran verdad de que el individuo es más eficiente cuando tiene claro cuál es el lugar de servicio que le toca en su tribu.
El nativo notaba que los hombres y mujeres, al volverse ancianos, cultivan sabiduría, y al mismo tiempo recuperan la inocencia de la niñez, demostrando -una vez más- como el camino nos conduce de regreso al origen, indefectiblemente. Al igual que un tambor, al igual que los nidos, siempre redondos, completos e integrados.
Con los brazos extendidos al cielo, los habitantes de la cultura ancestral pedían al sol la fuerza para comenzar el día, y recibían así la energía y la convicción para dirigir sus pasos en la dirección correcta.
Los ríos ofrecían su poder purificador para limpiar el alma; la montaña, inspiración; la cueva, esa mirada hacia dentro que necesitamos para no perder de vista nuestro ser auténtico.
El conocimiento que se obtenía en la Naturaleza en tiempos ancestrales era de tipo espiritual. El viento hablaba de Dios. Los ancestros de la tribu se comunicaban a través del fuego. Los cambios en el clima anunciaban el giro de los tiempos.
Con un criterio de observación agudizado por las necesidades, los antiguos pudieron percibir en cada crujido del bosque la voz del Gran Misterio. Pudieron desarrollar una visión poderosa que les abrió las puertas de una realidad invisible a los ojos ordinarios. Entendieron que formamos parte de un todo mayor, que somos una gota de agua en el vasto océano del Universo, y que –por lo tanto- no vale la pena enredarse en pequeñeces, sino aprovechar este instante de existencia que nos toca vivir para hacer con él algo significativo y que constituya un aporte a los que vienen después de nosotros.
Los buscadores de respuestas encontraban el pulso de lo trascendente tras una breve caminata, mirando los alrededores con curiosidad de oso, sintiendo el latir de lo viviente en cualquier recodo del camino. Si la inquietud o la pregunta eran más difíciles de responder, se podía acceder a vías más intensas: viajar a la cima de una montaña, ayunar, danzar hasta el éxtasis, ingerir plantas con propiedades alucinatorias; entre otros modos de conectar con una perspectiva superior. El hombre o mujer medicina guiaban, orientaban, daban pautas para encontrar la verdad.
Puede parecer exótico para la mirada occidental. Sin embargo, no es necesario practicar ninguno de esos procedimientos para entender a que me refiero. Cualquier persona que se haya tomado unos momentos para estar lo suficientemente atenta y silenciosa ante un paisaje natural, y se haya sentido totalmente absorbida por el presente, ha experimentado la emoción genuina de la conexión espiritual.
Todos hemos sentido, en esos momentos expansivos, que la vida es algo más que la sucesión de eventos relativamente eufóricos o desdichados y la obtención de nuestros logros materiales. Todos hemos descubierto, en algún pliegue de lo cotidiano, que el misterio se despliega para sorprendernos o maravillarnos, mientras intuimos que el secreto de la existencia se encuentra en esos pequeños atisbos de eternidad.
Se escribe mucho sobre espiritualidad. Quizás se escribe demasiado. Sobre todo, teniendo en cuenta que no es posible abarcar el fenómeno espiritual con palabras. Recortar la experiencia espiritual mediante la explicación es caer en la trampa de los ciegos y el elefante. ¿Conocen la historia? (Me he tomado algunas libertades al contar esta parábola. El original pertenece al poeta persa Rumi, del siglo XIII)
Cuatro ciegos se topan con un elefante. La única manera de saber con que se han encontrado es a través del tacto. Por lo tanto, cada uno a su turno, se acerca al animal y lo toca.
“Es una manguera”, exclama aquel que se acerca por el frente y le toca la trompa. “De ninguna manera, es una columna”, afirma el más bajito, que ha tomado al elefante de una pata. “Están equivocados”, protesta el tercero que se ubica por detrás, agarrado de la cola del animal, “esto es claramente una soga”. “Para nada”, remata el cuarto ciego mientras hace flamear la oreja del elefante, “esto es sin ningún lugar a dudas una alfombra”.
Ninguno de los ciegos ha podido obtener una imagen completa del animal y por lo tanto sus descripciones solo corresponden a fragmentos de la totalidad. ¿O es acaso un elefante la suma de una cola, una trompa, cuatro patas y dos orejas flameantes?
De la misma manera, el fenómeno espiritual no se puede describir. No se trata de la suma de revelaciones, imágenes de la divinidad, relatos de seres iluminados, fe y milagros. Es algo que trasciende todas las explicaciones que podamos dar, al menos desde el estado de conciencia ordinario. En un sentido intelectual estamos “ciegos” a lo sagrado. Lo que otros nos expliquen sobre la relación con Dios no es suficiente. Debemos experimentarlo nosotros mismos. Debemos recuperar nuestra propia visión y la convicción de que nuestro criterio es válido.
Las formas de espiritualidad del pasado ancestral, aquellas que han sobrevivido, desde tiempos prehistóricos hasta el presente, a través de la memoria y el corazón de los pueblos originarios de distintas partes del mundo, invita a transitar ese camino personal hacia lo trascendente. Proponen un encuentro personal con Dios.
El chamán, el hombre o mujer medicina, son guías; facilitan los medios para que el individuo que busca una respuesta la encuentre por sí mismo. Le ofrecen herramientas, recursos, pautas que disparan experiencias, pero no le dicen «como son las cosas», no le entregan verdades o principios, lo conducen a que la misma realidad sea la encargada de esas revelaciones.
En el tiempo ancestral, la clave estaba en la relación personal con el Universo. Ni teorías ni libros, la palabra autorizada era la del maestro interno. La experiencia propia como camino. Unificando todos los recursos para acceder a la verdad: la mente, la intuición, la percepción corporal, los sueños, el estado expandido de la conciencia, el arte. Logrando así el sublime propósito de sacarse la venda de los ojos y ver al elefante en toda su real dimensión.
La sabiduría ancestral se afirma en esta maestría de la experiencia, porque es bien sabido por los observadores de la existencia de todos los tiempos, que solo aquello que se siente en carne propia se aprende. Todo lo demás, venga en formato de libros, teorías, o la palabra autorizada de un gurú respetado, termina desvaneciéndose con el paso del tiempo y la rutina, o pierde fuerza ante la llegada de una crisis o un cambio inesperado.
La propuesta de encontrar la verdad a través de un trabajo personal no siempre es bien recibida. Ante la imposibilidad de captar intelectualmente el fenómeno espiritual muchas personas han optado por negarlo o evadirlo. La mente se siente tan cómoda tratando exclusivamente con los aspectos materiales, visibles, tangibles, medibles de la realidad que muchos se preguntan ¿para qué invertir energía en asuntos discutibles, relativos, subjetivos, en donde cada persona actúa como uno de los ciegos de Rumi? ¿Por qué dedicar tiempo y esfuerzo a algo que sufre el estigma de estar siempre al borde de la charlatanería y el engaño? ¿Para qué arriesgarse a ser ridiculizado o expuesto socialmente?
Las personas nos resistimos a enfrentarnos a un mundo que intuimos mas grande, misterioso y paradójico que el que vemos o tocamos. Nos da temor tener que lidiar con un universo de fenómenos refractarios a una explicación, una vida en donde nadie nos asegura resultados predecibles y donde no tenemos posibilidades de ejercer el control.
La mayor parte del tiempo, la espiritualidad es un ámbito ignorado o soslayado. Una persona promedio en la sociedad actual, se maneja habitualmente con un modelo del mundo racional. El habitante de nuestra cultura –en general- cree exclusivamente en lo que puede ver y tocar, en el mundo material, concreto. Es claro, esta forma de actuar es funcional, práctica, una necesidad adaptativa de las criaturas concientes de la Tierra.
Sin embargo, todo se derrumba cuando a esa persona le sucede algo doloroso.
Cuando sobreviene la crisis (por ejemplo, la enfermedad de un hijo o un quiebre económico que nos deja en la calle) las personas sentimos un sacudón en las estructuras racionales de nuestro mundo. Primero tratamos de resolverlo con lógica y control, pero cuando esas herramientas demuestran su ineficacia acudimos al mundo de lo invisible.
Aunque es claro, si la persona no se ha conectado con su ser espiritual durante largo tiempo (o quizás nunca lo ha hecho durante toda su vida) probablemente este regreso a lo sutil será un tanto desarticulado y a los tumbos.
Visitará iglesias, curanderos y magos sin distinguir demasiado entre una propuesta y otra. La desesperación parece validarlo todo. Creerá, de un día para el otro, en velas, medallitas, amuletos y plegarias, todo lo cual minimizaba o subestimaba hasta el día anterior. Todo lo cual, funcione o no, olvidará y abandonará una vez que haya pasado la crisis….hasta la próxima.
Oscilará entonces, a lo largo de su existencia, entre el frío escepticismo y la devoción desesperada, entre la rigidez racional y la fe absoluta en lo imposible.
Creo sinceramente que en este bamboleo incoherente perdemos mucha energía y nos volvemos esclavos de nuestras circunstancias.
No es el único camino. Existe otra forma de estar en el mundo, existe otra forma de conectarnos con lo que nos sucede. Es posible contar con un marco más abarcador de realidad, al punto que nuestras crisis, cuando ocurren, pueden ser navegadas con fluidez y fortaleza, con plena conciencia de que tienen un propósito constructivo en nuestra historia individual, con total acceso a nuestros recursos internos -que son infinitos- para resolver el problema, con dignidad y confianza; logrando, no solamente superar el episodio, sino convertirlo en oportunidad y crecimiento.