Desde que me quedé sin dioses - David De Juan Marcos - E-Book

Desde que me quedé sin dioses E-Book

David De Juan Marcos

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Beschreibung

El autor conoce a Momo, refugiado palestino de la guerra civil siria, en 2018 y decide contar su historia y la de su familia: desde la Catástrofe palestina de 1948, su infancia y juventud en Damasco y la revolución de 2011, hasta la prisión, la tortura y el exilio, primero a Dinamarca y luego a Suecia, donde hoy trabaja con adolescentes huidos de la guerra. A medio camino entre la novela, las memorias y el diario, esta historia real de un doble exilio es además un análisis de la culpa del superviviente y de los prejuicios a los que se enfrenta un inmigrante árabe en Europa

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El autor donará los ingresos obtenidos por la venta del libro a la Agencia de la ONU para los Refugiados.

© David de Juan Marcos, 2022,

publicado por acuerdo con Deborah Albardonedo Agencia Literaria

© Malpaso Holdings S.L., 2022

C/ Diputació, 327, principal 1.ª

08009 Barcelona

www.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-19154-05-7

Primera edición: mayo de 2022

Maquetación: Joan Edo

Diseño de cubierta: Malpaso Holdings S.L

Imagen de cubierta: Istock de Archiv

Producción del ePub: booqlab

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

Para Nuria que es tanto como decir para Lourdes.

RAZONES PARA EMPEZAR

Yo quería hablar del abuelo. El abuelo había dejado cuatrocientas libras en el banco anglo-palestino y enterrado junto a la casa una fortuna para evitar el saqueo de las tropas judías. El abuelo, intuía, estaba en el origen de todo, y esta historia de alguna manera tenía que comenzar en él.

Ahora bien, cada una de mis preguntas provocaban en Momo una desconfianza creciente. Solo al escuchar las conversaciones grabadas, descubro que si Momo desconocía o no recordaba algún dato, lo silenciaba por muy insignificantes que fueran las consecuencias de imaginar o intuir. Evitaba de manera obsesiva la invención incluso cuando todo era beneficio para la consistencia de su historia y ninguna la posibilidad de descubrir el engaño. Diré más, la incertidumbre le daba miedo, la contradicción lo irritaba, y con cierta frecuencia la charla derivaba hacia un ataque de soberbia o caía en un numerito de cabeza gacha y sarcasmos que encallaban el flujo de la conversación.

Resultaba agotador. A cada pregunta le seguía siempre un porqué y un para qué de vuelta. Y a fin de disuadirlo para que siguiera adelante y me dejara a mí la toma de decisiones, me inventaba extravagantes recursos de escritor. Le decía –qué sé yo– que en la imperfección de los recuerdos surge siempre lo más interesante de la literatura; que esa literatura no es más que un truco de magia, o que las contradicciones son necesarias para hacer partícipe al lector. Clichés, vaguedades, palabrería de vendedor de crecepelos con la que buscaba no sentirme tan vulnerable. La estrategia, para mi sorpresa, solía dar resultado y servía para que Momo recuperara la calma y el gusto por ser escuchado.

***

Había conocido a Momo nueve meses antes, durante una boda en la Casa de los Geranios de Múnich. Yo había salido al jardín a descansar y a evitar ser presa de alguna conga espontánea. A lo lejos discutía una pareja. Un grupo de chicas se descalzaba y dejaba sus zapatos de tacón sobre la hierba. Dos niños jugaban al pillapilla –o a su variante alemana–.

Ese fue el momento en que apareció Mohammad. Me sonrió. Enseguida entendí que a Mohammad tampoco le gustaba bailar. Los no bailarines nos reconocemos antes de que suene un acorde: esa mirada de aprensión, esa forma de rebuscarse los bolsillos, de comprobar segunderos, de remover los hielos en el vaso. Mohammad era el único que había venido a la boda sin corbata y de algún modo que se me escapaba había conseguido ser uno de los invitados más elegantes con su chaleco ceñido y su sombrero a lo Humphrey Bogart. El cigarrillo y el gin-tonic ayudaban a la analogía.

Me han dicho que eres escritor.

Mierda, pensé, ahora vendrá la terna de preguntas tan inocentes como indeseables: ¿de qué van tus libros?, ¿cuántos has vendido?, ¿están en inglés? Me buscará en Google. Me planteará hipótesis equivocadas. Me ofrecerá temáticas y argumentos para escribir.

Era el último tema del que me gustaría hablar. Hacía ya unas semanas me había hecho la firme promesa de dejar de escribir. Hasta entonces escribir siempre había sido un proceso involuntario, casi instintivo, pero después de un tiempo atrapado por mis limitaciones había descubierto que la emoción y las ganas por contar historias se habían ido. La decisión, además, me había procurado cierto sosiego: rendirse, recuperar la frecuencia cardíaca del corredor en reposo, la lectura, el pensamiento tan vilamatiano de que tal vez podría ser escritor si me propusiera escribir.

Mis dos mejores amigos también son escritores, añadió Mohammad antes de que tuviera tiempo de responder algo; poetas. Y me enseñó en el teléfono móvil unos versos en árabe. Las grafías eran olas, insectos en miniatura, patitas de pájaro sobre la arena.

Mohammad leyó el poema y al terminar pude comprobar que estaba tan borracho y emocionado como aparentaba. Sin entender una sola palabra, a mí también me había conmovido.

Por cierto, dijo, me llamo Momo.

***

Hacía horas que quería hablar con Momo. Aunque los dos estábamos sentados a la mesa de los angloparlantes-no-germanoparlantes, la boda había sido un suceder de actividades y discursos que no habían dejado tiempo para nada más. Antes de ir a Múnich me habían contado que Momo tuvo que huir de Siria al comenzar la guerra civil, que ahora vivía en el sur de Suecia y que su familia era de origen palestino; datos que abrían demasiados interrogantes para alguien en una búsqueda continua de historias gratuitas.

La brisa que llegaba de los canales del Nymphenburg rompía la canícula estival y hacía que uno se inclinase hacia la melancolía propia de las noches de agosto. El mundo parecía una habitación gigantesca y ventilada. Momo bebía a sorbitos, con esos ojos extraviados que pronto me serían tan familiares. Hablaba de poetas árabes, de poetas palestinos que iban a salvar el mundo y de poetas sirios que decían la verdad. Al poco rato la novia de Momo se acercó. Parecía salida de un manga japonés, con ojos maníacamente redondos y las mejillas altas y sanguíneas. Traía un enorme sombrero de Leprechaun y una sonrisa desmedida, como si a su boca le faltase carne para descender y cerrarse. De inmediato me cayó simpática.

Vete, mujer, le dijo Momo con una seriedad fatigosa, ¿es que no ves que los hombres están hablando? Casi no pudo terminar la frase y ya los dos estaban riendo. Ebba se sentó en las piernas de Momo y le besó la frente. Soy árabe, me dijo Momo al ver mi mirada de espanto, en los países árabes tratamos así a las mujeres, y levantó el vaso para lanzar un brindis por the shitty Europe.

Ebba me aclaró que Momo acababa de recibir la ciudadanía sueca y que era el primer viaje que hacía con su nuevo pasaporte. Quitándose la palabra el uno al otro, me contaron que desde el 11 de septiembre de 2001 –y especialmente desde que el Estado Islámico se convirtió en la mayor amenaza para Occidente–, esta era la primera vez que Momo tomaba un avión sin tener que pasar varios minutos contestando preguntas de la policía de frontera; que desde que salió de Siria se acostumbró a ir a los aeropuertos con varias horas de antelación por lo que pudieran alargarse los interrogatorios; y que con frecuencia era el mismo Momo el que nada más mostrar su documento de viaje sirio para refugiados palestinos miraba a los policías y les indicaba la puerta de la sala de pesquisas: Entramos, ¿verdad?

Animados por mi interés, Momo y Ebba comenzaron a desplegar todo su anecdotario y poco a poco pude ir colocando algunas piezas de sus vidas. Así descubrí que Momo estudió Derecho en la Universidad de Damasco y que en Suecia el título no había recibido convalidación alguna a pesar de que, según él, la educación en Siria es mucho más dura que en Europa –es lo habitual, dijo, médicos que trabajan en pizzerías y profesores universitarios reconvertidos en paseadores de perros–. Hacía unas semanas que había terminado el Degree en Migration en la Universidad de Malmö y mientras buscaba un empleo relacionado con sus estudios trabajaba en residencias de ancianos y centros de menores para inmigrantes.

Desde niño he querido ser juez, dijo Momo para concluir, pero es un sueño que nunca podré cumplir, me gusta el Derecho igual que a ti escribir.

Nada de eso, me apresuré a decir entre risas, a mí no me gusta escribir, pero si no lo hago, me siento… mal.

Ya veo, dijo Momo con la mirada perdida, escribir duele, pero no escribir duele más. Mi amigo Amid siempre decía que un talento es también una cárcel.

A fin de alejar de mí la conversación, le pregunté por su familia, si estaban en Suecia o permanecían en Siria. Momo contó que en Siria ya casi no tenía a nadie, solo familia lejana. ¿Amigos? Alguno, una exnovia en Damasco que acaba de casarse y tener una niña, pero solo me escribe para decirme lo maravillosa que es su vida; casi todos mis amigos están en Italia, Qatar o Dinamarca.

Vaya, tío, es una pena todo lo que ha pasado en tu país, ¿crees que regresarás algún día cuando terminé toda esa mierda?, es decir, gane quien gane habrá un país que reconstruir lleno de oportunidades.

Momo empezó a reír de la manera en la que solo ríen los borrachos y los locos. Llamó a voces a su novia que en ese momento regresaba al baile con unas bandas de espumillón en la cabeza y los zapatos de tacón en la mano. ¡Ebba, este tío me pregunta si volveré a Siria cuando acabe la guerra! Aunque parecía fisiológicamente imposible, Ebba abrió aún más los ojos y se unió a las risas.

Fue entonces cuando, con la voz pastosa y los ojos a medio cerrar, Momo pronunció la sentencia que puso todo en movimiento: No, tío, si vuelvo a Siria me matarán.

***

En su defensa diré que la idea había sido mía. Era yo el que había insistido en viajar a Suecia para que me contara sin teléfonos, mensajes ni largas esperas de por medio su historia. Una gran historia de superación, según dejaba entrever Momo con un punto de vanidad en la sonrisa. Sin embargo, cualquier pregunta que saliera de una órbita de pocos años para introducirse en la guerra de Siria se la tomaba como una amenaza, como un interrogatorio lleno de intenciones ocultas.

Sé que varias noches se fue a casa con la idea de poner fin a nuestro pacto después de que yo insistiera en cuestionar sus decisiones o en reabrir caminos que él daba por zanjados. Cuando eso ocurría, yo me iba a la cama culposo y lleno de dudas, sin entender qué hacía allí o a quién trataba de engañar. Y así fue hasta que conseguí persuadirlo con el argumento de que omitir ideas o seleccionar solo ciertos pasajes de su conveniencia era también una mentira, otra forma de ficción. Atrapado en su propia paradoja, aquella noche Momo se mostró arrogante y burlón, casi dispuesto a salir de mi apartamento con un portazo. No lo hizo, y de ese modo fue como supe que por mucho que condenara la tarea y negara su interés, había algo que lo impulsaba a seguir adelante, a contar lo que no quería contar.

***

A partir de entonces mi trabajo consistió en hacerle más grata la tarea; en descubrirle el gusto por contar y ser contado. Le dejaba hablar sin interrumpirlo durante horas y ni siquiera trataba de rellenar sus silencios con acotaciones o preguntas. Le decía, no te preocupes, habla, todas las vidas son incómodas, sucias y obstinadas, tú habla. Y así avanzamos, a tientas, entre frondosidades y zarzas. Y Momo se dejaba guiar, seguro de que yo conocía el camino.

Pero había –tengo que decirlo– otros momentos en los que yo tampoco me atrevía a continuar a oscuras. Por ejemplo, al acercarse a la sola idea de sus días en prisión, Momo me ordenaba apagar la grabadora y pasaba a comentar la próxima Eurocopa de fútbol. Cuando esto ocurría yo no encontraba el modo de sacarlo del caparazón, de explicar o, quizá, de disculpar mis propósitos. ¿Qué podía decirle? Yo nunca me he visto en la necesidad de responder preguntas en las que el más mínimo titubeo o confusión pudiera afectar de manera definitiva mi vida o la de mi familia. A mí me interesaba abordar raíces y genealogías para tener un ancla a tierra que me liberara del mareo de comenzar un nuevo libro –yo también tenía mis miedos–. Esa ancla tenía que ser su familia y, en concreto, el abuelo. Al menos eso creía yo, y el capricho que suscita lo prohibido avivaba esta creencia.

Pero Momo parecía haber resuelto de antemano los términos de un inexistente contrato y desde nuestra primera conversación fue evidente que el relato de su abuelo no entraba en cláusula alguna. No tardaría en descubrir que con su propia vida Momo había establecido los mismos límites y cada vez que se acercaba a esos límites hacía una pausa, bebía un sorbo de lo que tuviera a mano y enumeraba una vez más todo su repertorio de porqués. No entiendo por qué necesitas saber eso, me decía con intenciones de terminar con todo. Y yo no sabía cómo explicarle que tal vez lo necesitaba o tal vez no.

***

Tuve por primera vez noticia del abuelo en un breve intercambio de mensajes por Facebook. Antes de viajar a Suecia para comenzar las entrevistas sobre la experiencia de Momo en las revueltas de la Primavera Árabe en Siria, las torturas que sufrió en prisión y su posterior huida del país, quería conocer algunos detalles sobre su infancia y su familia que pudieran servirme una vez avanzara en la escritura. Momo se limitó a puntualizar edad y profesión de sus parientes más directos. De su abuelo, un hombre al que a pesar de haber visto en una fotografía siempre imaginaré alto, huesudo y con bastón –lo que demuestra, Momo, date cuenta, la fuerza de un recuerdo frente a la verdad–, Momo me contó que escapó junto a toda su familia de Palestina en 1948 y que al poco de llegar a Damasco se alistó en las Fuerzas Armadas Sirias para luchar en la siempre inminente guerra contra Israel.

No suelo ser muy avispado captando revelaciones, pero recuerdo que fue en ese momento cuando se me ocurrió que tal vez el abuelo podía ser el hilo que liberara la madeja. 1948 es en verdad un año terrible en la historia de Palestina. Corresponde con la Nakba, «Catástrofe» o «Desastre», nombre que se le dio al éxodo de la población árabe, tanto cristiana como musulmana, tras la formación del Estado de Israel solo seis horas antes de concluir el Mandato Británico de Palestina. Animado por el descubrimiento, le pedí más detalles.

Momo tardó varios días en responder, tiempo que dediqué a documentarme sobre la Nakba y sus consecuencias, y cuando por fin lo hizo solo añadió que para saber más tendríamos que hablar con su padre pues lo único que él conocía sobre la juventud de su abuelo es que pasó muchos años en Rusia y Checoslovaquia trabajando de mecánico en tanques viejos y machacados de la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo la imagen que me llegó al leerlo: un muchachito delgado y sucio como una cerilla quemada, discutiendo en ruso sobre mecánica, engrasado como un masái y bebiendo vodka sin etiquetar con camaradas y compañeros de fatiga. Una imagen sin duda equivocada, como equivocado es cualquier presentimiento fácil, pero con la fuerza suficiente para interesarme por ella.

Aún más que esa historia de tanques y fríos siberianos, lo que despertó mi atención fue que Momo hubiera pasado por alto hasta entonces sus orígenes palestinos –tierra que nunca ha pisado, pero que reconoce como propia–, y en concreto el modo en el que su abuelo llegó a Siria desde el norte de Palestina expulsado por los mismos hombres que fueron a salvar a toda su aldea.

Fue, al conocer estas referencias familiares, cuando por primera vez pensé en la idea del doble exilio, en la doble e irreversible huida que de repente une a abuelo y nieto en la desposesión. Ahí podría estar la historia:

Un viaje de Palestina a Siria, de Siria a Suecia, dos guerras, tres países y cuatro generaciones.

Primera parte

EN BUSCA DE UN COMIENZO

Preguntas: ¿Qué significa «refugiado»?

Te dirán: Es aquel al que arrancan de la tierra de la patria.

Preguntas: ¿Y qué significa «patria»?

Te dirán: Es la casa, la morera, el gallinero, las colmenas, el olor del pan, el primer cielo.

Y no te privas de preguntar: ¿En una palabra tan corta caben tantas cosas… y no cabemos nosotros?

MAHMUD MARWISHEn presencia de la ausencia

TOMELILLA, SUECIA

Mediados de mayo. Por una de las anomalías climáticas que empiezan a ser tan poco anómalas, en el sur de Europa la gente sigue agarrada a su abrigo mientras que Suecia entera se baña en las playas y bate récords de temperatura y días sin lluvia. Sentados en el tren que nos lleva de Ystad a Tomelilla, Momo me pone al corriente de la enfermedad de su padre. Es la primera vez que Momo menciona este problema de salud a pesar de que llevamos tres días repasando cada aspecto de su vida y de su familia. Para entonces ya he aprendido que es mejor no cuestionar sus razones ni su metodología para liberar información, así que le dejo hablar.

Me cuenta que hace casi un año que a su padre le dieron tres meses de vida por una afección pulmonar cronificada. Por suerte los médicos no solo erraron en el cálculo, sino que ahora apenas necesita la ayuda del oxígeno embotellado. La enfermedad es uno de los motivos por los que, a pesar de que, según Momo, su padre es un conversador insaciable, la charla no deberá extenderse. Momo se reserva así el derecho de poner fin a la cita ante el primer síntoma de fatiga.

No terminan aquí las pautas y los frenos: no se podrá hablar de su futuro laboral ni de las entrevistas que realizaron con la Agencia de Migraciones de Estocolmo, y me recuerda una vez más que «en ningún momento, bajo ningún concepto, por ninguna circunstancia» se hará mención de los últimos meses que la familia pasó en Siria. Eso no es negociable.

Yo ya me siento culpable por haber causado ciertas molestias culinarias a su madre por mi intolerancia al picante y no encuentro otro modo de responder a las restricciones más que preguntar por el protocolo a seguir para el saludo. A mi padre tienes que besarle la mano, me dice. Luego se ríe con ganas por el buen rato que va a pasar viéndome hacer el ridículo. No te preocupes, añade, mi padre es como yo, no tiene límites con el humor.

Mientras dudo otra vez de si se trata de una advertencia o de una broma –en los tres días que llevo en Suecia le he oído comentarios capaces de ofender a decenas de colectivos a la vez (especialmente crueles son sus chistes de árabes y las bromas sobre nazis a su novia alemana que ella contraataca con inteligencia y un delicioso sentido del humor)–, Momo hace una videollamada a su madre para anunciar que no tardaremos y vuelve a preguntarme si es verdad que no quiero nada de picante en la comida.

La casa está a unos veinte minutos en tren de Ystad, a las afueras de Tomelilla, un pueblecito de casas de ladrillo y calles vacías indiferenciable de cualquier otro pueblecito sueco. La inusual acumulación de días despejados junto al verde kriptonita del sur de Suecia han dejado un paisaje brillante y tierno que invita al paseo campestre. Momo me cuenta que el Gobierno sueco les alojó en Tomelilla después de pasar por numerosos infortunios y casas de acogida inhabitables. Mientras me explica las rutinas de los primeros días que pasó en Suecia –fútbol, estrés y largas horas mirando la nieve por la ventana–, llegamos a una tienda de comestibles árabes. Momo entra, abraza al tendero y me lo presenta. El tendero se lleva la mano al corazón y agacha levemente la cabeza en lo que parece un saludo de mosquetero. Momo compra la salsa de yogurt que su madre le ha pedido y shisha para la pipa de agua que el tendero saca del almacén. Después de pagar, bromean durante un par de minutos. El tendero guarda los billetes en la caja sin contarlos, circunstancia que aprovechará Momo para repetirme una vez más algo que ya me había contado tres veces: Nunca verás a un árabe contar el dinero de otro árabe, es lo que me gusta de estas tiendas.

Momo me dice que Mubarak es iraquí y que lleva en Suecia más de veinte años. También me dice que cuando eres un refugiado de Oriente Medio y llegas a Europa lo primero que debes hacer es buscar la tienda árabe del pueblo. Según él, en todos los pueblos hay una: Allí te ayudarán; allí conocerás gente que pasó por lo mismo que tú; allí por fin tu madre podrá hablar en árabe con otro ser humano que no sea de la familia y tu padre podrá quitar esa cara de «todo está bajo control» que quiere que vean sus hijos; esta tienda fue el primer lugar en el que me sentí tranquilo desde que llegué a Suecia.

El vecindario donde viven sus padres se encuentra a las afueras del pueblo. Un ejemplo rotundo de contaminación visual; edificios grises en una barriada gris que recuerda a los bloques grises de las ciudades soviéticas. Por suerte, la familia de Momo se aloja en la planta baja y tienen acceso a un diminuto jardín de muros encalados que le sirve al padre para airearse y caminar en círculos los días en los que su dolencia no le permite mayores esfuerzos.

Varios niños juegan en un parque algo descuidado. Por la lengua rocosa en la que gritan y ríen deduzco –y la deducción me incomoda– que ninguno es de origen europeo. Momo se percata rápido de mi interés, mezcla de curiosidad y extrañeza. Nos ayudan, me dice, pero no quieren vernos.

La madre sale a recibirnos. Se llama Lina. Lina sigue siendo hermosa –es indudable que de joven lo fue y mucho–. Es además tímida, introvertida y de naturaleza melancólica. A pesar de que habla un poco de inglés, no volverá a mirarme o a dirigirse directamente a mí en toda la tarde. El padre, por el contrario, es feo como todos los hombres enfermos, con la cara derretida de los hombres enfermos y el mal afeitado de los hombres enfermos. Momo se agacha y le besa la mano como a un papa. No sé si lo hace para reírse de mí o si debo imitarlo. Por suerte, el padre gira la mano y me la estrecha en previsión de que haga alguna estupidez. Welcomewelcome, repite varias veces y Momo se burla de él porque es la única palabra que sabe decir en inglés. Shukran, le digo yo poniendo a prueba la pronunciación de la única palabra que me atrevo a decir en árabe.

Nos sentamos a la mesa. Momo anuncia en inglés y en árabe su determinación de disfrutar de la comida. Eso significa que durante los siguientes minutos no hará de traductor ni para unos ni para otros. Entre tanto, Lina termina el guiso de arroz y cordero con la salsa de yogurt, prepara una ensalada y coloca las bandejas en la mesa.

Sin ningún tipo de ceremonia o comentario cada uno se centra en su plato y en sus rituales de masticación. De pronto me veo gratamente ignorado y libre para analizar intimidades y hábitos familiares. Momo y Lina se levantan continuamente, salen a fumar al jardín y le dan de comer a un perrillo llorón por debajo de la mesa. Yo mismo tengo que servirme el agua y la comida. La ausencia de protocolos podría interpretarse como una torpe descortesía, sin embargo, todas estas formas bruscas y despeinadas me parecen el escalón más alto en la pirámide de la hospitalidad. La aparente falta de consideración no tiene nada de irrespetuoso, al contrario. Disfruto de la espontaneidad y del inexistente formulismo, y agradezco detalles como que comamos en la cocina, que no hayan sacado vajillas ni mantelerías para invitados y que nadie me pregunte si me gusta el cordero o si deseo repetir. No se me ocurre una mejor manera de agasajar al recién llegado, de ofrecerle aceptación y acomodo. Me han sentado a su mesa sin disfrazar miserias ni abusar de un falso tratamiento reverencial. Me dan su comida y me muestran lo más íntimo que tiene una familia: sus liturgias domésticas, su banalidad.

Todo lo que pasa es verdad y me lo exponen sin disimulos ni dobleces.

Lina es la primera en terminar de comer. Sale de nuevo a fumar y observa sonriente desde el jardín mientras padre e hijo hablan con buen ánimo y se hacen reír el uno al otro. Deduzco que la conversación gira en torno al fútbol y en concreto al jugador egipcio Salah que esa misma tarde puede convertirse en el primer árabe que logre ser máximo goleador en la historia de la liga inglesa. Momo me explica que Mohammed Salah es el jugador favorito de su padre. Salah convivió desde pequeño con los refugiados palestinos de Gaza y eso le hizo sensible al conflicto árabe-judío. En una ocasión Salah tuvo que jugar en Israel. Pese a su oposición a viajar y a que le sellaran el pasaporte con el visado israelí, a Salah no le quedó más remedio que jugar: el partido era realmente importante y él era la estrella del equipo. Encontró, eso sí, la manera de mostrar su rechazo con simbólicos desplantes. En el momento de la presentación entre equipos salió del campo para cambiarse las botas, al saludar a los jugadores israelíes cerró el puño y lo chocó con sus manos y, por último, se negó a hablar con la prensa local. Su equipo ganó uno a cero y el gol lo marcó Salah.

Has tenido suerte, me dice Momo mientras se sirve más arroz con salsa de yogurt, mi padre hoy se encuentra muy bien; ahora iremos al salón a ver el partido y podrás preguntarle lo que quieras.

Mahmud se sienta en el sofá y estira las piernas. Dos perros negros salen de su escondite y se suben encima de él. Apestan a humedad y a moqueta. Sobre la mesa hay varios mandos a distancia. El padre elige uno casi por azar y enciende la televisión justo en el momento en que se escucha el pitido inicial del árbitro. Padre e hijo se alegran al ver que Salah está en el equipo titular. Momo me explica que tienen un aparato que les ha conseguido el dueño de la tienda árabe con el que pueden ver de forma ciertamente ilegal casi cualquier partido de fútbol que se dispute en el mundo. El padre de Momo los ve todos, conoce a todos los jugadores y la tabla de clasificación de todas las ligas, desde las asiáticas hasta la segunda división sueca. Hablamos un rato más de fútbol y pienso, como pienso cada vez que salgo al extranjero, que un español, abomine o no del fútbol, puede mantener una conversación agradable en cualquier lugar del planeta gracias al Real Madrid y al Fútbol Club Barcelona.

Agotado el tema de la piratería futbolística, el padre de Momo toma aire y le comenta algo a su hijo. Momo traduce: Mi padre pregunta qué es lo que quieres saber. Le digo que me gustaría que me contara la historia de su padre, es decir, del abuelo de Momo, lo que sepa de su infancia en Palestina, su vida antes del Plan de Partición de Naciones Unidas, el 47, el 48, cómo vivió la Nakba, su huida a Siria…, bueno, en general todo, ya sabes que me gustan los detalles y las pequeñas historias.

Momo traduce mi respuesta a su padre. La sonrisa le deforma la cara. Hace ademán de reír, pero una tos carrasposa y pulmonar se lo impide. En ese momento entra la madre con una tarta de queso coronada con discos de piña. Me corta un trozo y me lo sirve sin mirarme o preguntarme si quiero tomar postre. Mi padre dice que en ese caso deberíamos empezar por los tiempos de Moisés, me explica Momo.

Simplista e idiota, le digo que no será necesario –si he venido hasta Suecia, es porque ya me tengo bien estudiado lo que viene en los libros–. Lo que busco es su testimonio. La historia del exilio del abuelo que me permita enlazar con la historia del exilio del nieto. Dos guerras y tres generaciones sin patria, digo con fingida emoción. Indiferente y con la boca llena de tarta, Momo traduce el mensaje. El padre continúa mirando el fútbol como si no hubiera oído nada mientras mis esperanzas de que me diga: Chaval, coge el boli que voy a escribirte un libro deslumbrante, se apagan. En lugar de eso Mahmud me dará una lección de prestidigitación literaria: Necesito empezar por algún sitio, muchacho, hasta la historia más pequeña contiene dentro todas las historias del mundo.

En verdad que Mahmud no exagera. Para hablar de su padre se remontará hasta los tiempos de Moisés y de la Israel bíblica. Más aún, a los tiempos del diluvio universal y de un comerciante llamado Abraham nacido dieciocho siglos antes de Cristo. Dios le hizo a Abraham la promesa de que sus descendientes heredarían Sion, una tierra santa y virginal entre el río de Egipto y el Éufrates. Allí prosperarían y vivirían en paz. No sería fácil –nada de lo que regala Dios es un regalo–; antes deberían conquistar esta tierra a sangre y fuego como purificación y ofrenda.

Yo no consigo ver la relación entre Abraham y el abuelo de Momo y, aunque me parece fascinante que Mahmud sea capaz de levantar un relato conectando a su padre con la creación del mundo bíblico, me muestro seriote y quisquilloso. El padre de Momo, tan seguro y repantigado, disfruta de la escenificación y no manifiesta prisa alguna. Según él, es en Abraham donde empieza la historia que tiene que contarme. En Abraham confluyen y se desgarran las tres grandes religiones monoteístas: judía, cristiana y musulmana. Abraham va a heredar la Tierra Prometida, la tierra de la que mana leche y miel, pero tiene un problema más doméstico del que preocuparse: su esposa y medio hermana Sara no puede tener hijos. La tradición judía establece que es el hijo varón quien hereda las propiedades del padre, y Sara, que conoce bien las leyes, se ve apelada por la culpa. En una decisión que marcará el devenir de la historia como ninguna otra ha marcado antes o después, Sara lleva a su sirvienta Agar, una muchacha de raza árabe, a la tienda de su marido. Abraham y Agar yacen y de ese yacimiento nacerá un hijo al que llamarán Ismael. Dos tórtolas de un tiro, pensaría el viejo Abraham cuando recibió la noticia.

Ya tenemos descendiente varón: Ismael heredaría la fértil Canaán, el paraíso en la Tierra para el pueblo israelita. Y en verdad todo hubiera terminado aquí de no ser porque, tiempo después, Sara, a sus noventa años, se queda milagrosamente embarazada con otro varón: Isaac.

Ahora es Sara la que no puede permitir que Ismael, el hijo de una esclava árabe, herede la Tierra Prometida. Convence a Abraham para que expulse a Agar y a Ismael al desierto donde tendrán una muerte segura. Pero, ay, el repudiado Ismael sobrevive y, de acuerdo con las Sagradas Escrituras, el profeta Mahoma será uno de sus descendientes. Isaac, sin embargo, se convertirá en el patriarca del pueblo de Israel y en su árbol genealógico años después figurará Jesucristo. Para qué más, diría con sarcasmo un cómico en este momento, pero yo lo que pienso mientras escucho al padre de Momo es que ningún editor compraría un argumento tan imposible y culebrero.

Momo tiene razón, su padre es un narrador intuitivo. Habla en turnos de uno o dos minutos controlando los efectos dramáticos en un in crescendo continuado de suspense. Me gusta su árabe atascado, con sus haches y sus jotas atragantadas. Me gusta esa lengua montañosa y guerrera, un idioma que parece concebido para hablar de pérdidas y destierros. Su narrativa resulta sencilla y directa, y mientras espero a que me lleguen las traducciones, observo sus cambios de humor, sus cualidades austeras y resecas, el gozo con el que narra una historia que trata de hacer pasar por espontánea pero que sin duda ha sido ensayada y puesta a prueba ya frente a otras muchas audiencias.

Mahmud continúa con el resumen bíblico durante toda la primera parte del partido. Solo se interrumpirá cuando Salah, tras un par de buenos regates y un barullo dentro del área, casi logra el primer gol. De inmediato, Mahmud le pide a su hijo que compruebe en su smartphone si el otro jugador que le disputaba ser el máximo goleador ha conseguido marcar. Complacido por la noticia, Mahmud retoma el viaje del pueblo de Abraham desde Mesopotamia hasta el levante mediterráneo. Allí, Dios decide seguir midiendo la lealtad de los israelitas y ordena a Abraham matar a su hijo como prueba de fe. Con la determinación de los fanáticos, Abraham maniata a Issac, lo coloca en un ara de sacrificio y levanta la mano para decapitarlo justo en el momento en el que aparece un ángel para detenerlo. El viejo ha superado la prueba de fe. Ese lugar, el monte Moriá, es a día de hoy el Monte del Templo, el lugar más sagrado del judaísmo.

Uno podría pensar que las penurias de los judíos terminan aquí, pero los calvarios del pueblo elegido no han hecho más que comenzar. Una sequía los obligará a buscar refugio cerca del Delta del Nilo donde vivirán cuatrocientos años esclavizados por los faraones. Es aquí cuando llegamos a Moisés. Dios se le aparece junto a un arbusto y le ordena que libere y guíe a su pueblo hasta la Tierra Prometida. El padre de Momo hace referencia a la película de Charlton Heston y a las diez plagas mortales que demostraban que Dios siempre actuaría en beneficio del pueblo judío. Como vemos en la película, llegar hasta la Tierra Prometida no es fácil, y Charlton Heston tiene que hacer de milagrero durante cuarenta años para evitar que su pueblo pierda la fe.

Una vez termina con la historia del judaísmo evangélico, Mahmud pasa a exponer la importancia de Palestina para los cristianos. Palestina es el lugar santo donde nace Jesús, donde lo bautizan y donde lega sus enseñanzas. En el Monte Calvario de Jerusalén es donde lo ejecutan y donde sube a los cielos convirtiendo así a la ciudad en la capital del cristianismo.

¿Y los musulmanes?, ¿no es La Meca, en Arabia Saudí, su lugar más sagrado? Según el Corán, el profeta Mahoma viaja en una noche desde La Meca hasta Jerusalén. Allí sube a los cielos para encontrarse con Dios y a lomos de su caballo Buraq recorre el universo, conoce a todos los profetas de la Biblia y regresa a La Meca. Este viaje por el cosmos convierte a la Cúpula de la Roca –a pocos metros del Monte del Templo y del Monte Calvario–, en sacrosanto para todo el islam.

Tres lugares sagrados, tres religiones y un mismo país.

Tal vez consciente de que nunca llegaríamos a la historia de su padre, Mahmud acelera aquí su relato. Si la historia de los santos lugares le ha llevado la mitad del partido, en el descanso se ventilará la dominación de Palestina bajo el Imperio Romano. Poco más le durarán los macedonios, filisteos, asirios, babilonios, bizantinos, las cruzadas y el Imperio Otomano –que su propio abuelo ya conoció y padeció–, y al poco de empezar la segunda parte del partido ya empezará a hablarme del final de la Primera Guerra Mundial y del comienzo del Mandato Británico de Palestina. Es aquí cuando, finalmente, aparece el abuelo de Momo como salido de otra parábola bíblica o de una sura del Corán.

Desde la caída del Imperio Otomano al final de la Primera Guerra Mundial y el comienzo de los treinta años de Mandato Británico, en Palestina habían convivido familias y tribus árabes con comunidades judías llegadas antes de la diáspora provocada por el auge del nacismo en Europa. En un principio los británicos animaron a estos judíos preholocausto a establecerse en las ciudades, a crear vecindarios, escuelas y negocios bajo las recelosas miradas de los árabes. Eso llevó a la formación de guetos, colonias, compras de tierra y a una enmarañada e interminable suerte de rencillas y desconfianzas. Durante veintisiete años, la violencia y las enemistades no dejaron de aumentar entre las dos comunidades. Como en tantos otros territorios de su imperio colonial, la solución inglesa de gobernar sin mancharse con los problemas locales no funcionaba.

En las zonas rurales la integración avanzaba con menos discordias. El campo hermana y anima a crear lazos de subsistencia y camaradería. La suspicacia y las malas formas derivaron en alianzas tribales y de concordia por el bien común. En pocos años, los judíos desecaron ciénagas e hicieron fértil el desierto donde construyeron granjas privadas. Más inclinados siempre a los beneficios del comercio y el trueque que al desagradecido laboreo de la tierra, pronto empezaron a comprar aceitunas, cítricos y almendras a la población árabe. A la aldea del abuelo de Momo, por ejemplo, llegaban judíos de todo el valle por la célebre calidad de su aceite, única para fabricar jabón. Prueba de estas buenas relaciones comerciales es que el bisabuelo de Momo tenía amigos judíos, jugaba a las cartas con judíos y tomaba el té de la tarde con judíos, y nada, ni en el relato de Mahmud ni en lo que he podido leer sobre la Palestina rural de entreguerras, me hace presumir que haya en esto exageración o ánimo fabulador.

El abuelo de Momo se llamaba Hamis. Debió de nacer en el año 1932 o 33, pues tenía unos quince años cuando se marchó de la aldea seguro de regresar a los tres días. Hamis pertenecía a una familia de agricultores. Una larga estirpe de hortelanos y campesinos que se pierde en los recuerdos más antiguos de la familia. Cultivaban trigo, granadas, higos, albaricoques, toronjas, aceitunas. La tierra en el valle era fértil, agradecida, y el agua brotaba del suelo como por encantamiento.

Hamis vivía en una casa blanca de dos plantas alicatada en su interior con azulejos y baldosas esmaltadas de cenefas y arabescos azules. Una gran casa blanca embellecida de manera constante en cada nueva descripción. Los techos eran altos, las paredes sólidas, los portalones de gruesa madera labrada. Las ventanas formaban grandes arcadas con hermosos vitrales por las que entraba la primera luz de la mañana. En la azotea crecían vides retorcidas por los años y frente a la entrada principal, en un pequeño jardín, varias higueras rodeaban el orgullo de la familia: un frondoso naranjo traído por un antepasado desde los naranjales de Jaffa. A su sombra se tumbaba Hamis cada tarde para tomar el sésamo con ajo y limón que preparaba su madre.

Allí, en ese valle junto al Mediterráneo, está la casa a la que hay que volver, la Ítaca ocupada, destruida, abandonada. Esa casa blanca que mira a los viñedos del sur es toda la patria que tiene Momo. Cada vez que su abuelo le hablaba de ella, cebaba los superlativos y abrillantaba los colores. La casa era más amplia, más rica en detalles, más luminosa, más blanca; las uvas más carnosas, los albaricoques más tiernos, los dátiles más dulces y solo con pinchar las naranjas su zumo se derramaba por las manos. Lo perdido tenía que estar a la altura del destierro, del tiempo vivido fuera de Palestina. La herida tenía que escocer, abrirse, volver a doler con la acumulación de ayeres y de nostalgias. Solo así podía mantenerse sin cicatrizar, solo así la culpa y el martirio podían seguir haciendo su trabajo.

Acuérdate, Momo, acuérdate, le decía su abuelo, pues algún día tú también tendrás que contar a tus nietos la historia de nuestra aldea. Cuéntales dónde estaba la prensa de aceite, la mezquita, el palomar, diles que solo sabrán que han llegado a casa cuando al atardecer el cielo se vuelva rojo como las crines de los zorros. Que suban entonces a la azotea, díselo, Momo, que suban cuando el sol ilumina los jaramagos, las chumberas, las fuentes y los frutales, cuando los dátiles explotan en aromas y las palmeras arden lentamente. Entonces sabrán que han vuelto a casa. Y tu abuelo podrá descansar.

***

A fuerza de escuchar a sus padres, Mahmud también ha idealizado la patria que nunca conoció. Según habla de Palestina en su idioma seco y preciso, lo imagino de vuelta sobre una piedra alta, contemplando roquedos, encinares y robles. Lo imagino ahí, suspirando, con el por fin a punto de saltarle las lágrimas al ver la gran casa blanca que solo ha conocido en las historias de su padre.

Tanto da; allí solo quedan túmulos de piedra y lienzos hundidos. Los judíos derribaron la aldea con dinamita y reforestaron el terreno. Mahmud no recuerda ni siquiera el nombre del pueblo –detalle que me cuesta creer pues según he leído todas las familias palestinas conocen el lugar en el que está la casa de sus antepasados–, solo que estaba entre el mar de Galilea y la costa mediterránea porque su padre muchas veces le contaba que de niño iba con sus primos hasta la playa para tirarse al agua desde una vieja grúa de la Primera Guerra Mundial. Mahmud intenta varios nombres, como si estuviese aprendiendo un nuevo idioma. Nombres llenos de ges, de eses y de efes. Pero siempre termina por negar y sonreír ante lo enigmático de su propio olvido.

Está en un hermoso valle, dice finalmente como prueba definitiva de su verdad.

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En ese pueblo lleno de ges y de efes creció Hamis, ensimismado, serio, meditabundo y con cierta propensión a la candidez. Nunca se le conoció más afición que los trastos con ruedas y el ruido de los motores. Puede que por eso le gustara tanto ir a la ciudad. O puede que solo quisiera alejarse del trabajo que desloma y no deja tiempo para pensar en tonterías, con esas despiadadas e interminables jornadas recogiendo olivas o ayudando a acémilas enyugadas a arrastrar cuchillas por el suelo pedregoso. Hamis quería otra vida. Hamis no quería zapatillas de esparto, sol ni manos encallecidas. Y es que Hamis sabía que el mundo y Palestina estaban cambiando; lo había visto en la ciudad.

Siempre que su padre o sus tíos se acercaban a los mercados de Haifa o de Acre para vender los excedentes de grano, frutas, olivas o leche de cabra, Hamis los acompañaba. Su padre aprovechaba aquellos viajes para extirparle algo de esa naturaleza extasiada tan dañina para el trabajo de jornalero. La pedagogía del padre se basaba en el esfuerzo y el autocastigo como única vía para ganarse esa sustancia tan viscosa que es el respeto ajeno. En el trayecto a la costa, Hamis escuchaba el duro peregrinaje de su padre a La Meca. Una crónica ciertamente inverosímil –un viaje de tres meses no admitía tantos padecimientos–: barcos de vapor, días perdido en el desierto, ferrocarriles, noches al raso, camellos, bandidos. Hamis no entendía la necesidad de buscar el sufrimiento para alcanzar la sublimación del buen musulmán, y nada más llegar al mercado aprovechaba el revuelo de ires y venires, de lamentos y mugidos, para escarpar de los aterradores relatos de su padre. Se perdía en el bullicio del puerto donde los pescadores tejían redes al caer la tarde o caminaba sin rumbo por las grandes avenidas asfaltadas donde podían verse ciclomotores de la policía británica, Dodges, MGs y viejas camionetas Jeep Willys. Qué garbosos, qué modernos, qué pieles tan suavísimas las de aquellos británicos que abarrotaban los nuevos cafés franceses de grandes luminosos. Qué elegantísimos iban con sus vestidos y sus trajes de tres piezas con los que la población local también sustituiría las túnicas y los sombreros árabes. Por todo eso Hamis admiraba a los ingleses. Admiraba esa distinción de fumar cigarrillos en las terrazas de los cafés, sus bigotes engomados, su forma de reír con todo el cuerpo y las buenas maneras con las que las damas del imperio ridiculizaban el folclore y exotismo local. Con ellos estaban llegando el progreso y la belleza. Pero sobre todo con ellos llegaba la velocidad y las carrocerías brillantes.

Y es que Hamis quería ser mecánico en un tiempo en el que casi nadie tenía coche. La circunstancia de no ser el primogénito varón le daba ciertas libertades familiares en herencia y responsabilidad. A fuerza de insistir, consiguió que uno de sus primos lo colocara de aprendiz en un taller donde a cambio de barrer y desengrasar uniformes se le permitía poner la oreja para aprender el oficio. Con doce años Hamis dejó la escuela, dejó un futuro de madrugón, deslome y almuerzo a media mañana y pasó tres años reparando neumáticos y amortiguadores. En ese tiempo pudo ahorrar unas cuantas libras, se casó con su prima carnal e hizo planes para formar una familia.

¿Qué hubiera dicho aquel adolescente tan despreocupado por los muros de la patria de haber viajado setenta años en el tiempo?, ¿qué pensaría al ver a toda su genealogía en la gélida y remota Suecia? Pues pensaría que la vida es ridícula porque la historia de todos los países del mundo se ve ridícula a poco que alejemos el microscopio con el que nos miramos.

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Ridículo también fue el anuncio de sus admirados británicos de marcharse de Palestina:

Un grupo de terroristas judíos, cansados de que el Gobierno de Londres apostara por una Palestina unitaria, rechazando así sus exigencias sionistas de una tierra propia, dinamitó en 1946 un hotel en Jerusalén matando a decenas de oficiales y a sus familias. Aquello, en lugar de enfurecer a los británicos, les hizo replantearse su función.

Después del atentado, el Reino Unido decidió que no iba a despeinarse ni a sudar una gota más por aquella tierra ingrata que para ellos tenía poco de santa y menos de prometida. Se reunieron, se rizaron sus engomados bigotitos, discutieron y tomaron té con las guerreras abrochadas hasta el último botón. Fue entonces cuando alguien escupió y dijo: Caballeros, qué hacemos tomando este té tan amarguísimo lejos de las verdes y delicadas praderas de York. Dijo: Hasta aquí hemos llegado. Dijo: No podemos seguir civilizando al mundo entero y que nos lo paguen así. Dijo: Estos desagradecidos no merecen más tiempo de mediaciones y contrariedades de nuestro noble imperio. Dijo: Ya lo hemos hecho en la India. Otros dijeron, bueno, pero es que en la India… Y el primero dijo, que no, que ya está bien de tanto polvo, de tanta mezcla de dioses, de tanto muecín y de tanto judío pedigüeño.

Puesta fecha al final de su protectorado, la Organización de las Naciones Unidas tomó el control de las decisiones y, entre las prisas por contentar a todos y la necesidad de sacudirse la culpa del reciente holocausto en Europa, tomaron el camino más insospechado. Su solución: en lugar de un país unitario crearon un estado binacional, árabe y judío. Esto significaba dar un lugar a todos los judíos que habían sobrevivido al nacismo y que ahora ningún país quería acoger.

No por conocida la historia deja de sorprender. Tanto judíos como palestinos esperaban una decisión de Naciones Unidas contraria a las aspiraciones sionistas, sin embargo, con las ideas apresuradas es menester hacer lo mismo que con las personas: cuanto más encantadoras parezcan al principio más cauteloso se debe ser. Una magistral labor diplomática de última hora, la incompetencia de los países árabes para ganarse apoyos y la mencionada carga de conciencia occidental, voltearon los pronósticos. En 1947 el censo judío representaba el seis por ciento de la población total de Palestina, pero ese 29 de noviembre la Asamblea General de las Naciones Unidas les entregó el cincuenta y cinco por ciento de la tierra.

Los británicos, libres ya de responsabilidades, podían marcharse tranquilos a su isla a beber té con leche y a jugar al golf sobre mullidas praderas color pistacho.

Enseguida los judíos salieron a la calle a celebrar su nueva patria, su tierra prometida desde los tiempos de Abraham, y el presidente israelí Ben Gurion, sionista voluntarioso e impaciente, puso fecha a la declaración del nuevo Estado de Israel.

Los árabes no quedaron igual de contentos con el reparto. Al creciente y radical nacionalismo se unió un sentimiento de burla y estafa. No solo no admitían que Naciones Unidas otorgara al pueblo judío gran parte de sus tierras, sino que proclamaban abiertamente que estas eran las más fértiles, las más verdes, las más ricas en agua y recursos naturales.

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Interrumpo por primera vez a Mahmud para apuntar que en internet había visto grabaciones en las que se muestra a familias judías desde Nueva York a Moscú apiñadas junto a la radio contando uno a uno los votos de la resolución de Naciones Unidas. Después del anuncio, el documental enseñaba a la población judía abarrotando calles, balcones y azoteas de Tel Aviv y Jerusalén para bailar en corro la hora.

Claro que salieron a celebrarlo, me dice Mahmud, hay un pastel como este de la mesa que no es tuyo y de repente te dan la porción más grande. Le pregunto entonces que por qué los árabes se quedaron en casa. Me responde que se quedaron desconcertados, ¿qué ha pasado?, pregunta Mahmud encogido de hombros y mostrándome las palmas de sus manos, yo tenía un pastel y ahora no tengo nada.

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Hamis vivió aquellos meses de inestabilidad política con una contagiosa y ceñuda preocupación. Sabía que las noticias de la BBC eran sesgadas y parciales como lo eran las que llegaban desde otros países de la Liga Árabe. La BBC pedía serenidad, las radios árabes venganza. A esto se unía un boca a boca confuso e hiperbólico: matanzas indiscriminadas, violaciones e historias de familias que en la huida no podían ni enterrar a sus muertos. Se hablaba de que varios grupos sionistas armados querían más trozos de ese pastel del que me habla Mahmud. Se hablaba de que Haifa y Jaffa, la mayor ciudad árabe de Palestina, habían caído. Se hablaba de que Acre caería pronto. Se hablaba de que más de doscientas aldeas habían sido asediadas, dinamitadas y demolidas por tropas judías. Los británicos, en una actitud silente y escurridiza, hacían las maletas a toda prisa al mismo tiempo que grupos paramilitares judíos aprovechaban el desconcierto y el miedo para ocupar cada vez más carreteras y pueblos estratégicos.

Y, sin embargo…

En la aldea de Hamis seguían engordando las naranjas, las cornejas alborotaban al amanecer y las chicharras atronaban con la misma fuerza de siempre. Nada parecía haber cambiado desde la Partición. Las nuevas costuras del valle no habían descosido las anteriores. Se diría que las noticias hablaban de otro país. Que los rumores eran de otras aldeas tan parecidas a la suya y tan distintas al mismo tiempo. ¿Dudaba Hamis? Es posible, pero en las partidas de shesh besh, al vapor del narguilé, de la menta y de la salvia del té, los amigos judíos de su padre decían que no había de qué preocuparse, que aquella era una zona mestiza y de paz.