Deseo Prohobido - Lauren Smith - E-Book

Deseo Prohobido E-Book

Lauren Smith

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Beschreibung

Él es el atractivo y joven profesor con el que toda universitaria sueña estar…



Royce Devereaux tiene un complejo conjunto de reglas para mantener separadas su carrera de paleontólogo y su vida personal. Como multimillonario y miembro de uno de los clubes privados de sadomasoquismo en la Costa de Oro, tiene secretos que sus alumnos nunca pueden llegar a conocer. Jamás había sentido la tentación de salir con una estudiante… hasta que conoce a su nueva ayudante graduada. Es inteligente, valiente y deliciosamente inocente. Ella es todo lo que un hombre dominante como él anhela debajo de su cuerpo en la cama. Pero ella está prohibida…
Ella es la chica buena que sabe que no debe enamorarse de su malvado professor…



A Kenzie Martin le encanta el profesor Devereaux. Tiene una de esas sonrisas que hacen que una chica olvide su nombre, y la forma en que entra en clase con vaqueros y una chaqueta motera hace que Kenzie se olvide de ser una buena chica cumplidora de las normas. Ella también ha oído los rumores sobre él, que pertenece a algún club privado de Long Island donde los ricos van a cumplir sus fantasías. Daría cualquier cosa por ser la mujer que Royce se lleve a la cama. Pero enamorarse de él tiene un precio peligroso. Cuando sus enemigos amenazan con utilizarla como peón en un mortífero juego internacional, Royce se encuentra obligado a mantener a Kenzie cerca, aunque eso signifique arriesgar su vida, su carrera y su corazón.

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Seitenzahl: 316

Veröffentlichungsjahr: 2025

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DESEO PROHOBIDO

RENDICIÓN SEDUCTORA

LIBRO IV

LAUREN SMITH

Traducido porL. M. GUTEZ

ÍNDICE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Oscura Deseo

La presente es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y acontecimientos o bien son producto de la imaginación del autor o se emplean de manera figurada, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o escenarios, es mera coincidencia.

Copyright por Lauren Smith

Traducción hecha por L.M. Gutez

Copyright Traducción 2025

Todos los derechos reservados. De acuerdo con la Ley de Derechos de Autor de Estados Unidos de 1976, el escaneo, la transferencia y el intercambio electrónico de cualquiera de las partes de este libro sin el permiso del editor, representa un acto de piratería ilegal y un robo de la propiedad intelectual del autor. Si desea utilizar material de este libro (que no sea para fines de reseña), debe obtener un permiso previo por escrito poniéndose en contacto con el editor en [email protected]. Gracias por su colaboración en la defensa de los derechos del autor.

El editor no es responsable de los sitios web (o de su contenido) que no sean de su propiedad.

ISBN: 978-1-962760-92-8 (edición libro electrónico)

ISBN: 978-1-962760-93-5 (edición papel)

CAPÍTULO1

Long Island, la Costa de Oro

MacKenzie Martin se frotó los ojos, los cuales se habían nublado de tanto mirar la pantalla del ordenador. El reloj antiguo que colgaba detrás de su escritorio seguía sonando y ella podía ver los números reflejados en el monitor. Faltaban diez minutos para las once. Había sido un día muy largo y sólo quería terminar su trabajo.

La lluvia golpeaba suavemente la ventana. Kenzie no podía ver nada del campus de la Universidad de Hampstead a través del cristal oscurecido. Hacía un calor inusual para ser mediados de diciembre, tanto que había tenido que caminar a través de la lluvia helada en lugar de la nieve para llegar a las oficinas del campus. Normalmente, el campus estaría cubierto de bancos de nieve, algo típico en Long Island en esta época del año. Lo único que quería era llegar a casa, darse un baño caliente, escuchar música y acostarse. Pero tenía que terminar lo que había venido a hacer.

Se concentró en la pantalla e introdujo las notas finales en el software de calificación en línea de la universidad. Como estudiante de posgrado y asistente de cátedra del doctor Devereaux en el departamento de paleontología, tenía la «afortunada» tarea de introducir sus notas del semestre. El doctor Devereaux detestaba registrar las notas en el sistema de la universidad, y él se ponía rígido cada vez que ella lo mencionaba para luego soltar una docena de excusas sobre las cosas que tenía que hacer en su lugar. Luego desaparecía tan rápido que los papeles aún estaban en movimiento.

No debería haberse sorprendido. No era el tipo de hombre que se sentaba ociosamente detrás de un escritorio a leer cientos de ensayos.

Kenzie sonrió. Royce Devereaux era cualquier cosa menos ocioso. Era un dios del sexo, alto, moreno y de ojos marrones. Con unos músculos que hacían que se le revolviera el estómago cada vez que los veía y un culo hecho para ser estrujado durante el sexo caliente y salvaje, Royce era como hierba gatera mezclada con éxtasis. Durante la entrevista de trabajo en persona, ella había tenido que volver a aprender a hablar porque él había quemado todos sus circuitos cuando le había mostrado esa sonrisa sexy de «te follaré duro, nena».

Por supuesto, él no se le había insinuado durante la entrevista. Había sido un caballero perfecto, pero demasiado tentador, mientras hablaban de sus deberes como asistente de cátedra y de los posibles proyectos de investigación en los que trabajarían juntos.

Los protoceratops eran su especialidad, y ella se había centrado en eso una y otra vez en su cabeza en lugar de pensar en su futuro jefe apartando todo de su escritorio para poder inclinarla sobre él y follarla hasta que gritara. Se mordió el labio, intentando borrar esa fantasía en particular. Era un sueño recurrente que tenía todas las noches cuando Royce y ella trabajaban hasta tarde.

Pero los sábados por la noche estaban prohibidos. Él nunca trabajaba ese día de la semana, y ella sabía por qué. Cuando no estaba inmerso en una excavación en las tierras baldías de Dakota del Sur, solía salir con la mujer del momento. No era que ella lo supiera con certeza; sólo había oído las risitas susurradas y el acuerdo de encontrarse para beber algo en algún club de Long Island.

Más de una vez se había imaginado como la afortunada mujer aferrada al brazo de Royce. Había algo en la intensidad salvaje de sus ojos cuando la miraba que la hacía estar segura de que sería explosivo en la cama. Casi le asustaba mirarlo a los ojos porque temía que él viera reflejados sus deseos más oscuros, que viera lo que ella quería que un hombre le hiciera.

¿La ataría con esas manos ásperas? ¿La azotaría una mano fuerte en el culo para castigarla? Su piel bronceada deslizándose sobre una piel más pálida y suave mientras follaba a su mujer hasta dejarla inconsciente… Un escalofrío de excitación prohibida la recorrió velozmente.

No debería fantasear con mi profesor.

Se sintió culpable de haber tenido tales pensamientos. Estaba lejos de la profesionalidad que quería proyectar. Pero deseaba tanto experimentar esa oscuridad que su cuerpo se estremecía y palpitaba hasta el punto de sentir dolor.

Estoy jodida. Debería estar contenta con los chicos con los que he salido y con el buen sexo que he tenido.

Bueno. Así calificaba su vida sexual pasada. Y más que nada describía el problema.

Era una batalla que libraba cada día. Su pequeño escritorio estaba frente al de él, al otro lado de un gran despacho. Más de una vez había levantado la mirada y lo había visto recostado en su silla, con unos jeans desteñidos, las botas de motociclista apoyadas en la esquina del escritorio mientras garabateaba apuntes de clase, con la tapa del bolígrafo colgando entre sus labios. Golpeaba el escritorio con dos dedos siguiendo un ritmo ligero e irreconocible, y su cabello castaño chocolate le caía sobre los ojos. Royce acababa aburriéndose y jugueteaba con la garra de tiranosaurio que tenía sobre el escritorio, un pequeño trofeo de una excavación en Montana.

Nunca la había pillado observándolo. Sería vergonzoso que alguna vez descubriera que estaba loca por él. Además, no podía tener una relación con el profesor con el que trabajaba de manera directa. Si quería salir con cualquier otro profesor, tendría que presentar una solicitud al departamento, pero si salía con Royce, tendría que dejar de trabajar con él.

Aun sabiendo lo prohibido que era, ella se aferraba a sus fantasías. A pesar de que ambos eran adultos —ella tenía veintiocho años y él treinta y tres—, existía un código de conducta profesional que los profesores y los estudiantes de posgrado debían mantener. En sólo cinco meses estaría terminando su programa y tendría su propio doctorado. Entonces serían iguales, al menos en la profesión.

Kenzie había trabajado con él durante un año entero, a menudo hasta altas horas de la noche, y había llegado a conocer muchas cosas sobre el tristemente célebre doctor Royce Devereaux. Cuando era estudiante, se había quedado embelesada por el sexy profesor que conducía una motocicleta Harley Davidson Cosmic Starship, única en su clase y valorada en un millón de dólares, y que parecía un modelo de Armani. Ahora trabajaba a su lado y le fascinaba aún más.

Quizá era totalmente normal fantasear con un hombre con el que pasaba la mayor parte del tiempo. Quizá solo estaba aburrida. Hasta ahora, su vida sexual había sido mediocre, en el mejor de los casos. La única vez que se ponía cachonda era cuando pensaba en el doctor Devereaux. A veces, sólo pensar en el doctor sexy era demasiado real para Kenzie, y tenía que obligarse a dar un paso atrás.

—Dios, si no me voy ahora nunca llegaré a casa —sabía que no debía hablar sola, pero lo hacía a menudo cuando trabajaba hasta tarde sin compañía. A veces el campus le daba escalofríos a altas horas de la noche.

Cerró el programa de su ordenador y, tan pronto como lo apagó, oyó un estruendo lejano, como el estallido de un cristal. Se quedó paralizada, con los oídos atentos para capturar cualquier sonido.

Se produjo un silencio inquietante antes de que un siseo de suaves susurros recorriera el pasillo en dirección al despacho del doctor Devereaux. Un conserje no susurraría ni hablaría con nadie, ¿verdad? Kenzie intentó levantarse de la silla del escritorio, pero ésta crujió y se estremeció al oír el fuerte sonido. La lámpara de la esquina de su escritorio seguía encendida, llamando como un faro a quienquiera que estuviera al final del pasillo.

Mierda.

Unas pisadas resonaron en el suelo de piedra del exterior, y Kenzie no tuvo más opción que esconderse y rezar para que no estuvieran interesados en irrumpir en este despacho. Echó la silla hacia atrás y se escondió debajo del escritorio. Un instante después, oyó voces en el exterior.

—Está cerrado —gruñó una voz—. Creía que habías visto a alguien aquí.

—Claro que está cerrada, imbécil. Solo rompe el vidrio, Monte.

—Se supone que usamos nombres en clave. Así que cierra la puta boca, Gary —espetó el segundo hombre.

—¡Oh por el amor de Dios, sólo hazlo!

Oh mierda… oh mierda…

Ella contuvo la respiración, pero su corazón latía como un tambor.

La ventana de la oficina se hizo añicos. El cristal esmerilado se esparció por el suelo, deteniéndose justo en el borde del escritorio donde estaba escondida. Kenzie se quedó mirando los trozos, a centímetros de sus manos, fragmentos del nombre de Royce esparcidos en un salvaje caos. Cerró los ojos, jadeando mientras su corazón se aceleraba.

Se oyeron más maldiciones amortiguadas, el chasquido de un cerrojo al desbloquearse y luego un crujido cuando la puerta del despacho finalmente se abrió.

—Él está aquí. Sé que está aquí. Vi la luz desde fuera —dijo Gary.

—No veo a nadie —murmuró Monte.

Unas botas negras aparecieron junto al borde de su escritorio. Kenzie se tragó el repentino nudo en su garganta e intentó contener la respiración.

—La luz sigue encendida —el hombre se inclinó sobre su mesa—. El ordenador también está caliente.

Kenzie no podía pensar. Todos sus instintos le decían que corriera, pero no podía.

Tal vez se vayan si me quedo callada.

Un hombre saltó al otro lado de su escritorio y se acuclilló, como un gato saltando delante de su presa. Ella se levantó bruscamente, golpeándose la cabeza con la parte inferior del escritorio. Su rostro mostraba una sonrisa maligna.

—Vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? —la sujetó del brazo y la sacó.

—¡Suéltame! —cerró el puño y golpeó al hombre en la mandíbula.

—¡Pequeña zorra! —bramó él, y la golpeó en la cara. Ella se desplomó contra el escritorio, sujetándose la cara. El hombre seguía aferrado a su brazo, ahora magullado.

—¿Quién coño es? —exigió Gary.

Monte sacudió bruscamente a Kenzie por el brazo.

—¿Cómo coño voy a saberlo?

Gary se acercó más a ella.

—¿Quién eres y dónde está Devereaux?

¿Están buscando a Royce, aquí, en mitad de la noche? ¿En qué demonios se había metido su profesor?

—Soy su asistente de cátedra. No sé dónde está. Lo juro.

Los ojos de Monte recorrieron su cuerpo por completo, y la mirada depredadora le erizó la piel.

—Si nos mientes, te cortaremos en pedacitos y te tiraremos al mar, ¿me entiendes? Después de divertirnos un rato, claro —se rió, y su amigo se mofó.

Kenzie intentó pensar rápido. ¿Qué se suponía que debía hacer alguien en una situación con rehenes? ¿Negociar? ¿Obedecer? ¿Resistir? Ahora mismo tenía ganas de vomitar y llorar, pero eso no iba a salvarle la vida.

—Por favor, no sé dónde está. Solo dejadme ir. No le diré a nadie que estáis aquí.

—¿Dónde está tu teléfono? —exigió Gary.

Ella no contestó, pero no pudo evitar que su mirada se desviara hacia el bolso de cuero marrón que había en el sofá junto a la puerta. Monte sacudió la cabeza y Gary cogió el bolso y vació su contenido en el suelo. Cuando vio su teléfono, lo cogió y lo encendió.

—¿Cuál es su número? —preguntó Gary.

Kenzie lo miró fijamente, con los labios fruncidos en silencio mientras contenía la respiración. Él recorrió sus contactos hasta encontrar el número de Royce. Luego sacó una pistola y apuntó a la cabeza de Kenzie. Ella clavó la mirada en el cañón, fija en el diminuto agujero negro que podía acabar con su vida en un instante.

—Dile que necesitas que se reúna contigo aquí —dijo Gary—. Inventa alguna excusa. Si no viene, te dispararemos y lo encontraremos de otra manera.

—¿Y si viene? —susurró ella.

—Entonces conseguimos que nos ayude. No tenemos intención de hacerle daño. Una vez que lo tengamos, seguiremos nuestro camino.

—¿Ayudaros con qué? —ella no podía imaginar a Royce teniendo alguna conexión con hombres como estos. Era adinerado y tenía el mundo a su alcance. Lo único que le gustaba era ese club. Sin embargo, matones como estos no eran parte del público de The Gilded Cuff. Entonces, ¿quiénes eran?

—Devereaux tiene experiencia en un área del último negocio de nuestro jefe —explicó Gary.

¿Contrabandistas? Fue lo único en lo que pensó. Kenzie tragó duro. ¿Por qué querrían los contrabandistas a Royce? También pensó que, cuando los criminales contaban sus planes a alguien, no solían dejarlo con vida para que hablara de ellos.

Monte seguía cogiéndola del brazo cuando su teléfono sonó. Miró entre ella y Gary mientras contestaba.

—¿Sí? Quédate abajo junto a la furgoneta. Tenemos un plan para hacer que él venga a nosotros. Mantente alerta y llama si lo ves —luego colgó.

Kenzie se concentró en los detalles, intentando calmarse. Tres hombres. Monte, Gary y un tercero desconocido. Gary era bajo, musculoso y calvo, con fríos ojos negros. Monte era alto y delgado, de labios duros y ojos azules como el hielo. Intentó memorizar sus caras y sus voces para poder identificarlos más tarde.

Suponiendo que no la mataran.

Gary marcó a Royce y presionó el botón del altavoz. Luego todos esperaron, escuchando cómo sonaba. La habitación estaba tan silenciosa que ella juró que todos podían oír los latidos de su corazón.

Al final, se oyó el contestador automático.

—Soy Royce. Deja un mensaje.

Gary asintió con la cabeza en su dirección.

Kenzie se lamió los labios.

—Hola, doctor Devereaux. Soy Kenzie. Estoy en el despacho. Sé que es tarde, pero tiene que venir enseguida. Es muy importante y no puede esperar hasta mañana.

Cuando terminó, Gary puso fin a la llamada y bajó el arma.

—Joder. Tal vez no revise su teléfono. Deberíamos hacer que nuestro hombre en la policía emita una orden de búsqueda de su coche —se volvió hacia ella—. Parece que, después de todo, puede que no te necesitemos —dejó la pistola en el suelo y miró a Monte, quien esbozó una sonrisa repentina. Kenzie sintió una oleada de terror e intentó pensar con rapidez.

—É-Él podría estar en la sala de profesores. Tienen un sofá en el que duerme cuando trabaja hasta tarde. Está al final del pasillo. Lamento no haber pensado en ello antes.

Monte entrecerró los ojos.

—¿Por qué no lo dijiste antes?

—Porque me estáis apuntando con una pistola y estoy jodidamente asustado.

Una corriente de aire frío se filtró por la ventana agrietada entre su escritorio y el de Royce. Aunque permanecía cerrada en invierno, siempre entraba un poco de frío. Tuvo una idea descabellada y completamente loca. Si conseguía que Monte y Gary la dejaran sola un segundo, podría salir por esa ventana. Había un tubo de desagüe por donde podía deslizarse, y era sólo un piso. Si se caía, quizá no le dolería tanto, y su coche estaba a sólo quince metros, en el aparcamiento de estudiantes. Si lograba escapar, podría no morir esta noche.

—Gary, ve a ver.

—Es la quinta puerta a la izquierda. Quizá él se ha encerrado dentro —si él rompía la ventana, ella lo oiría y sabría que estaba ocupado revisando la habitación. Eso la dejaría a solas con Monte, dándole una oportunidad rápida de intentar escapar.

Los dedos de Monte se aflojaron en su brazo mientras se apoyaba en el escritorio. Allí había un teléfono, uno antiguo de los años noventa, grande y pesado. Podía usarlo para dejarlo inconsciente, al menos el tiempo suficiente para llegar a la ventana.

Extendió la mano libre hacia el teléfono mientras Monte vigilaba la puerta. En cuanto oyó el cristal romperse en el pasillo, cogió el teléfono del escritorio y se lo lanzó a Monte a la cabeza. Éste empezó a darse la vuelta, pero ya era demasiado tarde. El teléfono le golpeó la sien con un fuerte crujido.

Monte le soltó el brazo y ella cogió el teléfono y las llaves del suelo y se los metió en los bolsillos. Luego corrió hacia la ventana, la cual crujió cuando la forzó hasta la mitad.

Monte se sujetó la cabeza mientras se tambaleaba hacia ella.

—¡Maldito pedazo de mierda!

¡Joder, joder, joder! Pateó la ventana aún abierta. El cristal se hizo añicos y el alféizar se derrumbó, pero dejó un espacio lo bastante grande como para que ella pudiera pasar. Se escabulló por la ventana, pero justo cuando sus manos se cerraron en torno al tubo de desagüe, Monte la sujetó por los pies y empezó a tirar de ella hacia el interior.

—¡No! —gritó y lanzó patadas salvajes, todos sus instintos la impulsaron a huir. Sus botas golpearon algo que crujió y Monte aulló de dolor. Su agarre del tubo de desagüe se aflojó. El frío metal le raspó las palmas de las manos mientras resbalaba y caía cuatro metros al suelo. Los arbustos crujieron cuando aterrizó sobre ellos, y sus ramas la pincharon mientras sus pulmones se quedaban sin aliento.

Necesitó toda su fuerza de voluntad para levantarse y correr. Todo le dolía y temblaba tanto que apenas podía caminar y mucho menos correr. Le escocía una rodilla, y sintió que algo caliente se deslizaba por su pierna. Sangre.

Kenzie corrió hacia su Mazda gris en el aparcamiento para estudiantes doblando la esquina. Al llegar al coche, se apresuró a sacar las llaves del bolsillo. Creía que Monte o Gary la detendrían en cualquier momento, pero en menos de un minuto ya estaba saliendo a toda velocidad del aparcamiento. Al mirar por el retrovisor, se sintió aliviada al ver la carretera vacía a sus espaldas. Nadie la seguía.

Llevó la mano al móvil para llamar a la policía. Necesitó dos intentos antes de marcar el 911.

—Novecientos once, ¿cuál es su emergencia? —preguntó una fría voz femenina.

—Me llamo Kenzie Martin y… —se quedó helada, recordando lo que uno de los hombres había dicho sobre su colega en el departamento de policía local—. Ha habido un disturbio en la universidad. Alguien ha irrumpido en las oficinas del campus.

Colgó el teléfono, maldiciendo. Luego volvió a llamar a Royce. Esta vez contestó él, y su voz ronca le produjo el deseo de llorar de alivio.

—Kenzie, ya conoces mi política sobre los sábados. Más vale que sea una emergencia.

—Lo es —jadeó, con los ojos empañados por las lágrimas—. Por favor, estoy muy asustada, yo…

El tono de Royce cambió por completo.

—¿Qué sucede? Dime qué ha pasado y dónde estás.

—Estoy conduciendo. ¿Dónde está?

—Kenzie, detente a un lado de la carretera y respira hondo.

—No puedo —jadeó—. Unos hombres irrumpieron en tu oficina, Royce. Apenas pude escapar. No puedo parar.

Hubo un segundo de silencio, y luego Royce volvió a tener el control.

—Sigue estas indicaciones al pie de la letra, ¿me entiendes? Es un lugar seguro. Vas a conducir hasta The Gilded Cuff. Es un club nocturno en un viejo almacén. Pregunta por mí en recepción.

Kenzie anotó las indicaciones mientras conducía y, cuando sintió que podía hacerlo, colgó. Le temblaban las manos, pero sujetó el volante con fuerza, negándose a dejarse llevar por el pánico más allá de lo ya existente. Iba a ver a Royce y a un lugar seguro. Todo iba a salir bien. Pronto su respiración se calmó y pudo pensar con un poco más de claridad.

Mantuvo las luces del coche apagadas mientras conducía, y sólo las volvió a encender cuando llegó a la curva de la carretera que Royce le había indicado. Sabía que no era probable que hubiera policías en este camino. Nunca había pensado que tendría miedo de la policía, pero si uno de ellos estaba involucrado con Gary y Monte, ¿en quién podía confiar realmente?

El club nocturno estaba escondido justo al lado de una pequeña carretera, y el club en sí ocupaba un enorme almacén antiguo. Él había descrito exactamente cómo llegar por teléfono.

Sin duda estaría cabreado por haberle arruinado la noche del sábado.

Pero a ella no le importaba. Le habían puesto una pistola en la cara y dos hombres habían amenazado con matarla. Por culpa de él. Kenzie sabía que, en algún momento, iba a entrar en shock por lo que había vivido. Pero, por ahora, tenía que luchar contra eso y concentrarse en el siguiente paso, luego en el siguiente, y en todos los que fueran necesarios para volver a sentirse segura. Estuvo a punto de no ver la señal que conducía al club nocturno. Aparcó justo enfrente, sin importarle que el cartel del sitio que había cogido dijera «Reservado».

El cuerpo le escocía y le dolía mientras caminaba hacia la puerta del club. La lluvia le empapaba la ropa y la hacía temblar. La puerta principal era de roble pesado, así que empleó sus últimas fuerzas para abrirla. Su respiración resonó con fuerza en las escarpadas paredes y suelos de piedra del vestíbulo. Durante un segundo, Kenzie se quedó allí de pie, escuchando el sonido de su propia respiración rebotándole desde todos los ángulos.

Has llegado hasta aquí; puedes seguir. No le gustaban los clubes nocturnos en general, pero no iba a dejarse asustar por un ambiente nuevo y extraño, no después de todo lo que había vivido esta noche. En todo caso, se sentiría más segura entre la multitud.

Al fondo del vestíbulo, cerca de otra puerta, había un elegante mostrador antiguo. La mujer que estaba detrás estudiaba la pantalla de un elegante monitor de ordenador. Llevaba una falda lápiz y una chaqueta entallada, y el pelo recogido en un moño a la moda, como una especie de bibliotecaria sexy. Detrás de ella había un hombre con traje negro, cuya expresión adusta mostró un breve destello de sorpresa ante el estado desaliñado de Kenzie.

—Ama Aria —el sonido fue un suave murmullo, pero Kenzie lo escuchó debido a la acústica de la sala.

La mujer del mostrador miró a Kenzie, ahora de pie frente al costoso y antiguo escritorio.

—Disculpe, ¿podría decirle a Royce Devereaux que alguien ha venido a verle? —preguntó, temblando.

—No he recibido instrucciones de que estuviera esperando a ningún invitado, lo que significa que no se le permite entrar a verlo —Aria miró al hombre detrás de ella antes de encontrarse con la mirada de Kenzie. Había cierta sensación de poder y control en la mujer.

Ama Aria. ¿Por qué el hombre la había llamado «Ama»? Era una palabra muy anticuada que no encajaba en un club nocturno. Aria le recordaba a Royce, con esa actitud indiferente y autoritaria. Nunca admitiría ante nadie que se excitaba un poco cuando él se ponía así.

A veces la provocaba, diciéndole tonterías que le encendían el cuerpo, como «Pequeña Mac, será mejor que prepares esa clase o te recordaré quién manda». Él le sonreía como si estuviera pensando en algo especialmente perverso y maravilloso. Sin embargo, nunca había dicho nada tan malo como para meter a ninguno de los dos en problemas. Él sabía cómo caminar por la línea entre lo aceptable y lo que no lo era. Y Dios, ella deseaba con todas sus fuerzas que él cruzara esa línea e hiciera lo que sus ojos parecían prometer.

—Conozco a todos los integrantes del club, lo que significa que sé que tú no formas parte. No puedo dar ninguna información sobre nuestros miembros a los que no lo son, y no te permitiré entrar en el club para hablar con ellos. Tampoco estamos abiertos a nuevas afiliaciones en este momento, así que, por favor, no intentes pedir un recorrido.

Kenzie negó con la cabeza.

—Eso no me importa. Necesito hablar con Royce Devereaux. Es una emergencia. Soy su asistente de cátedra en la universidad. Me dijo que viniera aquí. Sólo vaya y pregúntale. Por favor.

Hizo una pausa, recordando cómo se había dirigido a ella el hombre del mostrador. Tal vez obtendría más favores si hacía lo mismo.

—Ama Aria —bajó la cabeza, haciendo todo lo posible por parecer miserable, algo que no era difícil considerando el dolor que sentía y lo asustada que estaba. Si Aria no la dejaba hablar con Royce, iba a volver a llamarlo.

La mujer guardó silencio un momento. Kenzie no se atrevió a levantar la mirada para ver si su comportamiento había tenido algún efecto.

—Muy bien. ¿Cómo te llamas, pequeña? —preguntó Aria.

—MacKenzie Martin.

Aria se levantó, haciendo un gesto con la cabeza al hombre que estaba detrás de ella.

—Quédate aquí con ella, Bruce —se acercó a la puerta del fondo y desapareció tras ella.

—Por favor, siéntese, señorita Martin —Bruce acompañó a Kenzie hasta un banco junto a la pared. Se sentó y se rodeó el pecho con los brazos, temblando de frío. El agua que caía de su pelo se deslizaba sobre el banco y se acumulaba a sus pies. El corazón aún le latía con fuerza. La puerta se abrió, y levantó los ojos.

Cuando vio a Royce Devereaux, su corazón se detuvo. Llevaba jeans y una camiseta negra que le ceñía el torso lo suficiente como para llenarle el estómago de mariposas.

—¿Doctor Devereaux?

Él se acercó y se colocó sobre una rodilla, le cogió la mejilla y le giró el rostro hacia el suyo.

—Kenzie, ¿qué ha pasado?

De pronto, fue consciente de su propio aspecto y cerró los ojos, parpadeando mientras las lágrimas corrían por su rostro. Royce le apartó una lágrima con la punta del pulgar.

Se sentía segura ahora que estaba cerca de él. Tenía ese efecto sobre ella. Royce proyectaba fuerza, y tenía una forma de hacerle sentir que se interpondría entre ella y el mundo si lo necesitaba.

—¿Puedo hablar con usted en privado? —susurró. Bruce y Aria seguían allí, mirándolos.

Royce entrecerró los ojos.

—De acuerdo, claro. Hay una habitación en el club donde podemos tener algo de privacidad. Pero tengo que advertirte que esto no es un club nocturno normal. The Gilded Cuff es… bueno, es un club BDSM. Quédate cerca de mí. Puede que te asustes un poco por lo que veas. Nadie te hará daño.

Le tendió una mano y ella no dudó en cogerla. Necesitaba que la tocara, que la apoyara para no sentir que iba a desmoronarse. Era la única forma de dejar de temblar.

Pero, ¿un club BDSM? ¿Hablaba en serio? Sabía lo que significaban las letras: bondage, disciplina, sadismo y masoquismo. Pero nunca pensó que llegaría a ver un club en la vida real donde la gente participara en un estilo de vida alternativo. Iba a tener que confiar en que él la mantendría a salvo. Lo siguió hacia la puerta que conducía al interior del club, abrazando su costado.

Respiró hondo cuando entró en The Gilded Cuff y vio por primera vez el mundo secreto de Royce.

CAPÍTULO2

Los aromas y sonidos del deseo envolvían a Kenzie como una bruma oscura y voluptuosa. Apretó con fuerza la mano de Royce mientras atravesaban aquel laberinto de divanes brocados, pasando junto a la imponente, aunque elegantísima, barra de bebidas. Tropezó ligeramente al fijarse en una dama vestida únicamente con una lencería que parecía de elevado precio, tendida a lo largo de la barra, sobre su espalda. El camarero colocaba una hilera de pequeños vasos sobre el torso de la mujer, luego cogió una botella de whisky del fondo de la barra y comenzó a llenar los vasos. Caballeros ataviados con trajes de gran distinción observaban cómo el licor rebosaba los bordes de los vasos y se deslizaba lentamente por la piel de la mujer.

Dios mío… Kenzie se imaginó a sí misma en el lugar de aquella mujer, el cuerpo expuesto, desnudo, y todas las miradas masculinas posadas sobre ella, mientras el whisky resbalaba por su piel. ¿Se atrevería alguno de ellos a lamerlo? ¿A probar el alcohol en su carne y perderse en ella? Un escalofrío la recorrió, pero no fue de repugnancia. La sensación despertó en ella un tipo de curiosidad para la que no tenía palabras. Anhelaba experimentarlo. Lo deseaba con tal intensidad que le dolía.

La decadencia y la carnalidad que llenaban la estancia resultaban abrumadoras. Suspiros apenas audibles y el chasquido del cuero sobre la carne se veían interrumpidos por jadeos ocasionales y gritos que mezclaban dolor y placer en una misma melodía. Hombres y mujeres se hallaban inclinados sobre bancos de cuero, mientras sus dominantes se colocaban tras ellos, empuñando paletas de castigo. Un caballero estaba atado a una cruz de San Andrés, mientras una dama dominante deslizaba con suavidad las hebras de un látigo sobre los músculos tensos de uno de sus brazos. Las sumisas se sentaban junto a los divanes, con collares de cuero sujetos al cuello y atados a cadenas de plata que las mantenían próximas a sus señores. Era todo cuanto Kenzie había leído en sus novelas románticas: un lugar de juegos eróticos tan lujurioso que parecía irreal. Y sin embargo, allí estaba.

Así que este era el oscuro paraíso de Royce. Jamás habría imaginado que él pudiera sentir atracción por algo semejante, pero ahora que lo veía con sus propios ojos, no le costaba trabajo imaginarle acudiendo allí cada sábado por la noche.

Damas ataviadas con delicada y sugerente lencería caminaban por la sala con una elegancia y seguridad envidiables. No se parecían en nada a ella. Jamás se había sentido tan fuera de lugar en su vida, y eso le heló la sangre. Los latidos de su corazón golpeaban en sus sienes. Por mucho que la perturbasen los látigos, las cadenas o aquella entrega desinhibida a los placeres de la carne, había algo que le asustaba aún más: ese lugar la estaba excitando.

Su cuerpo vibraba al saberse en un espacio donde sus propias fantasías podían, quizás, convertirse en realidad. Pensó en las pequeñas esposas de cuero que había escondido en una caja bajo la cama y en lo que Royce podría hacer con ella si se las ofrecía.

La única vez que se lo había propuesto a su anterior novio, él se había escandalizado y la había abandonado al día siguiente mediante un mensaje de texto. Ella se había sentido como un bicho raro, y él la había llamado una chica cuyas “necesidades raras” no podía satisfacer. Las palabras le habían quemado. Ella había entrado en crisis y no había vuelto a salir con nadie desde entonces.

De eso hacía ya cuatro meses. Desde entonces, se había sumergido en su trabajo y había metido las esposas de cuero en los recovecos de su cama, intentando olvidar que estaban allí. Deseaba poder abrazar este mundo oscuro esta noche, perderse en esta tierra de fantasía sexual, pero no podía. Tenía que hablar con Royce.

Él la condujo por un pasillo con una serie de pesadas puertas de madera, cada una marcada con una letra plateada. Apenas tuvo unos instantes para apreciar la belleza del corredor, con sus apliques dorados y las elegantes obras de arte colgadas entre las puertas, antes de que Royce la empujara hacia la primera puerta a la izquierda. Se detuvo en seco al ver la enorme cama de madera negra en el centro. Las fantasías que la habían envuelto apenas unos segundos antes se disiparon en cuanto la realidad del momento la alcanzó.

Había seguido a su profesor hasta un club sexual y ahora estaba sola con él en una habitación apartada con una cama. Él la miraba —ese hombre tan jodidamente atractivo— con sus vaqueros lo bastante ajustados y una camiseta que parecía pintada sobre su cuerpo. Sus ojos marrones, normalmente intensos, ahora estaban ensombrecidos por la preocupación. Y en ese momento, todo lo que ella quería era a él. Y eso era peligroso.

—¿Qué…? —tragó saliva con fuerza. No había ido allí para romper su promesa de mantenerse alejada de él. No podía hacerlo. No debían hacerlo.

—Tranquila, Kenzie. Solo es una cama. Necesitábamos privacidad, y aquí es lo más privado que se puede estar. Siéntate y cuéntame qué ha pasado.

Le tocó los hombros con suavidad, guiándola hacia la cama. Ella se dejó caer sobre el cobertor de terciopelo negro y lo vio ir hacia una cómoda. No pudo evitar fijarse en su trasero perfectamente definido bajo los vaqueros mientras abría el cajón de arriba. Suspiró. En ese momento, lo único que deseaba era ser solo una chica normal, y no su asistente de cátedra. Podrían haber estado en esa cama juntos, explorando todos esos deseos que llevaba años reprimiendo. Intentando distraerse, se concentró en la habitación y no en él.

Así que esto era una habitación sexual. Observó las paredes. Había anillas y ganchos metálicos, casi escondidos entre la decoración cara. Como una cámara de tortura medieval diseñada por Hugo Boss. Kenzie estaba fascinada, no asustada.

Cuando Royce se dio la vuelta, llevaba un pequeño botiquín en la mano. Se sentó a su lado en la cama y empezó a buscar gasas y tiritas. Abrió un paquete y le subió la pierna herida sobre la cama. Ella tenía un corte en la rodilla, donde los vaqueros se habían rasgado durante la caída desde la ventana de la oficina, y sangraba un poco.

—Puede que escueza —le advirtió.

Y escocía, sí, cuando le limpió la sangre y la suciedad. Kenzie apretó los labios para no soltar un quejido. No quería que él notara cuánto le dolía. Después le puso una tirita en la herida, y le sujetó la barbilla para que levantara la cabeza y le mirara directamente a los ojos.

¿Cómo podía un hombre con un lado tan oscuro ser también tan… tierno? Pero claro, ¿no eran así los dominantes de verdad? En las novelas románticas que había leído, eran fuertes, irresistibles. Hombres que se follaban a una mujer hasta que no podía caminar. Pero también la cuidaban como si fuera lo más preciado de la tierra.

Kenzie quería eso. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Y no podía tenerlo. Aunque se lo pidiera, él no puede dármelo. Había trabajado demasiado duro como para arriesgarlo todo por una noche de sexo increíble. Podía costarle la candidatura al doctorado. Todo lo que había construido junto a Royce se vería empañado por una relación inapropiada, y el comité del departamento de paleontología podría negarle el PhD. Diez años de esfuerzo, a la basura. Y no es que pudiera empezar desde cero. Una relación con su profesor director la perseguiría a cualquier universidad. Sería el fin de su carrera. Además, podía alimentar prejuicios machistas y sexistas entre los colegas con los que trabajara en el futuro.

—Cuéntame qué ha pasado —dijo él. Su tono fue suave, pero con una firmeza que ella no pudo ignorar.

Ella tragó saliva y asintió.

—Estaba en tu despacho, subiendo las notas del examen a la base de datos —se humedeció los labios, haciendo una mueca cuando notó el escozor de un corte que ni siquiera sabía que tenía—. Dos hombres irrumpieron en su oficina mientras yo estaba allí.

Una sombra cruzó los ojos de Royce, y una intensidad extraña nubló su expresión, dejándola sin palabras. Estaba acostumbrada al profesor tranquilo y sereno, al que mantenía la compostura durante todo el día, hablando con ella y con los estudiantes. Incluso había visto esa otra cara suya, de playboy encantador, cuando contestaba llamadas de distintas mujeres mientras ella trabajaba a su lado, invisible. Pero esto… esto era algo completamente distinto. Y un poco aterrador. Parecía que sería capaz de arrasar el mundo entero si se lo proponía. Y lo peor era que parecía tener el poder para hacerlo.

—¿Y…?

—Lo estaban buscando, doctor Devereaux. Me cogieron antes de que pudiera salir corriendo. Uno me golpeó varias veces.

Se llevó la mano al rostro, al lugar dolorido de la mejilla, e hizo una mueca. Aquello iba a dejarle un buen moratón.

Royce no dejaba de mirarla, así que continuó:

—Conseguí engañar a uno para que fuera a buscarte a la sala de profesores. Y cuando el otro no miraba, trepé por la ventana que hay detrás de su escritorio.

—¿Cómo? ¡Esa es una ventana del segundo piso!

Recordarlo la hizo estremecerse por completo.

—Ya… Vaya caída. Por eso estoy tan magullada. Menos mal que llevaba las llaves del coche en los vaqueros y no en el bolso. Conduje directamente hasta aquí.

—¿Y por qué no fuiste a la policía? ¿O a casa?

Se le encendieron las mejillas.

—Pensé que podrían haber mirado mi cartera. Lleva mi carné de conducir, con la dirección de mi piso.

Un ceño fruncido ensombreció su rostro perfecto.

—Tendrías que haber ido a la policía —dijo mientras tiraba las gasas y los envoltorios de las tiritas. Ella se mordió el labio para no soltarle una bofetada.

—Dijeron algo sobre tener un contacto dentro del cuerpo de policía. No quería arriesgarme a que me encontraran. Y además… parecían querer hablar con usted sobre tráfico ilegal. No quería meterlo en algo que… —dejó que las palabras se desvanecieran cuando él se volvió hacia ella.